PROMESAS DEL ESTE por Txema Arinas

   Como servidor está pelín desfasado en casi todo, y aquí estaría muy bien decir que de ir a mi aire, en mis mundos interiores y tal, a lo artista que te cagas, oh, oh; pero no, la verdad es que si lo estoy es solo de puro despistado, pues que todavía pensaba que lo de aferrarse a una máquina tragaperras hasta reventarle las entrañas era coto exclusivo de los asiáticos de ojos rasgados, mongoloides que se dice en las enciclopedias, la antaña amenaza amarilla de cuando leíamos tebeos y a España nos la imaginábamos en blanco y negro. Era la imagen urbana al uso que guardaba en la memoria, la del chino que se pasaba toda la mañana en el bar de barrio dándole a la maquinita hasta que esta por fin vomitaba una catarata de monedas, monedas almacenadas en su interior por todos los clientes que anteriormente habían hecho el meno echando la suya con la esperanza de llevarse una alegría en su casi siempre jornada de mierda. Y como por lo general son, además de menudos, discretos, sibilinos incluso, mimetizados con el entorno como un elemento decorativo más, sólo te enterabas de que el chino estaba ahí, al lado de tu cerveza, cuando sonaba la sintonía del premio gordo, más aún, al son replicante de las monedas vomitadas en cascada por la tragaperras; ¡hostia tú, otro chino que se lo lleva crudo! 

   Pues bien, parece que ahora también se dedican a tan jugoso negocio otras nacionalidades o mafias, que a veces, para la maruja o el marujo que todos llevamos dentro, suele ser lo mismo. Hoy, sin ir más lejos, había junto a la máquina tragaperras de la cafetería donde desayuno todas las mañanas un tipo blanco, caucasoide de los de la tarjeta que te extiende la azafata antes de aterrizar en los Estados Unidos paraqué de  identifiques como un asesino potencial o no de su presidente, casi dos metros de músculos y espaldas anchas, calvo o más bien rasurado y con perilla leninista, puede que algún tatuaje detrás de la oreja y siempre un pendiente o algo que ayude a clasificarlo en el apartado de tíos chungos de cojones a evitar por todos los medios, aporreando como un poseso la pobre máquina a la vez que vertía una retahíla incomprensible de palabros que a mí se me han antojado en cirílico, esto es, en ruso, ucranio, serbocroata, búlgaro, macedonio o de por allí.

Y claro, la escenita ha resultado tan violenta, tan fuera de lugar viniendo de un tipo-armario, a hostias con una pobre maquinita a la que ya solo se acercan a echar la monedita gente  que echa la mañana en la cafetería de vuelta de sellar la cartilla del paro o de la compra con la ilusión de un capricho cifrada en el cambio que le ha dado la cajera, una escena tan exótica por lo que tenía de transportarte de repente a un lejano tugurio de los Balcanes o de los arrabales de Moscú a base de juramentos en eslavo y amagos de reventar la máquina, y no tanto de una patada como a tiros, que no he podido sino echar de menos por un momento -y a tenor del careto de la dueña y algunos de los parroquianos, creo que ellos también- al chino de toda la vida con su discreción característica, milenaria, ese estar como si no se estuviera, que es como parece que están todos los chinos entre nosotros, sí pero no, que solo los ves cuando vas a comprar una bombilla o una pandereta a sus todo a cien, aunque luego digan que son ya más de medio millón los que viven entre nosotros, a lo diminutos o así (esos seres de ficción que vivían bajo tierra y solo tenían conexión con el mundo humano a través de tapas de alcantarillas), ese mimetizar su rostro amarillo con el de las lucecitas de la maquina hasta hacerse uno.

Cómo para no hacerlo, si algo tenían los chinos es que desvalijaban la tragaperras como el que no quería la cosa, todo lo más a fuerza de echar tiempo y monedas; pero, siempre, siempre, en silencio, con el sigilo habitual con el que hacen todo, el mismo con el que se están apoderando del mundo poco a poco; el peligro, el peligro… No te enterabas y la verdad que te importaba una higa. Pero con estos ejemplares del Este la cosa es muy distinta, la cosa es un verdadero fastidio, y no sólo por el mal cuerpo que te deja un tío de dos metros pegando voces en una lengua incomprensible y haciendo amagos de reventar la máquina con los puños desde primeras horas de la mañana; es que a ver quién te saca el miedo del cuerpo, quién te garantiza que no se le acabará cruzando el cable del todo a Boris o Dimitri y que acabará echando mano del kalasnikov para dar rienda suelta a su rabia esteparia, ya sea para arreglar cuentas con la máquina de marras, y ya de paso con toda la clientela presente en ese momento en la cafetería, en plan no dejar testigos, trestigooss, da!, o ya solo para ir marcando terreno de lo que será en adelante el territorio exclusivo del clan mafioso de los Chungonov, Cutrescu o el de los albanokosovares de turno y de los que nadie nunca recuerda el apellido porque suelen llevar demasiadas consonantes juntas.

El miedo azuzado por las crónicas negras de la prensa nos empuja de cabeza a la xenofobia preventiva. También ayuda lo suyo haber visto demasiadas películas de mafias rusas y por el estilo. Cómo quitarse entonces de la cabeza, sobre todo cuando el fulano de la maquinita la zarandea gritando en una lengua extraña que siempre te remite al frío del norte, la escena de Virgo Mortessen en Promesas del Este aplicándose al degüelle sobre los chechenos contratados para darle matarile, y ya también de paso algún que otro tiroteo de los que aparecen en la película.

 

© Relato: Txema Arinas, 2019.

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