Una emboscada con trampa
JUAN PABLO GOÑI CAPURRO|
Una emboscada con trampa
A la derecha, los acantilados, anunciados por el ruidoso oleaje de la pleamar. A la izquierda, los últimos resabios del bosque de Villa del Carmen, trepando los primeros metros de la loma que forzaba la curva del camino. En la ladera, seis efectivos con Ithacas, encargados de impedir el retroceso de la banda. El capitán Vilela, de Güemes, comandaba esa brigada. Hughman, como Venturini, estaba junto a los restantes efectivos abocados a la trampa y a los hombres de la federal. Doce policías en total, sólo cuatro participantes del operativo sol: Ruiz, Testa, Ríos. Y Luis Sosa –máscara de crema y manteca de cacao sobre los labios–. Lucía como un mimo animando una fiesta infantil. Eran los cuatro que se habían destacado ese verano, aunque Silvana Testa se encargaba del escritorio. Sólo le quedaba una agente confiable, pero tenía otro encargo.
La morocha Gutiérrez tomaba sol en la playa, seis kilómetros adelante, como quien viene de las playas del Norte. Era apenas una bajada enclavada entre los acantilados, aprovechada por los solitarios. Sucini la acompañaba, la negra a solas era una tentación capaz de provocar el abandono de los planes de la banda más profesional de la tierra. Aguardaban el paso de los asaltantes, para dar aviso. Hughman recibiría la comunicación, por celular. Los móviles tenían las radios apagadas, como las que llevaban consigo algunos efectivos.
Los novatos estaban en condiciones similares a los agentes con seis o más años de experiencia. Güemes era una ciudad comparada con las villas balnearias, pero su historial criminal no difería. Ninguno había participado de una balacera. Había cuatro Ithacas más, una en poder del comisario. El resto se las arreglaría con las pistolas reglamentarias. Américo, el federal, los había citado dos horas antes, cuando tuvieron el chivatazo; él usaba una pistola automática de cargador grande. No hubo tiempo para convocar comandos, lo lógico para enfrentar hombres armados.
Venturini sudaba, rogaba que el dato fuera erróneo y no llegara la banda de los cerveceros. Poco sabía Hughman del capitán, que alzaba cada tanto su dedo pulgar hacia la barricada; recordó el apretón de manos, los ojos exaltados. Sí, Vilela quería combate. Fue el único en discrepar con los federales, pretendía enviar dos hombres a lo alto de la colina; el comisario secundó al federal, corrían riesgo de ser descubiertos, estropeando la emboscada.
Bocinazo; el comisario, en su Vento gris, con los federales. Hughman caminó hacia ellos; subió al asiento posterior, estaba fresco allí.
Américo, sentado de costado, repasó el plan:
–Vienen rápido, viajan rápido. Uno deberá estar delante de la barricada, dándoles el alto, nadie debe disparar hasta que no demos la orden. La prioridad es capturarlos vivos. Cuando tomen la curva, los hombres de la colina descenderán y ocuparán el camino.
¿Quién se expondría, de pie ante un vehículo lanzado, con cuatro pistoleros dentro? Ridículo.
–Yo me encargo de darles el alto. Una opción es que se entreguen, sorprendidos. Utilizan estos caminos de tierra porque los saben sin vigilancia. Son caminos usados por los chacareros, los turistas prefieren las vías asfaltadas.
Cháchara. El otro federal parecía dormitar. El mar se veía recién en la confluencia con el horizonte, donde los azules casi se fundían.
–La segunda es que encaren las camionetas, ahí disparamos. Y la tercera es que giren y retrocedan. Dispararán nuestros hombres de la colina, nosotros subiremos a los coches por las dudas rompan el cerco.
Al inglés no le convencía la idea desde el vamos, ¿para qué montar ese circo de la intercepción? Bastaba con poner más agentes como la morocha Gutiérrez, seguirlos hasta Villa del Carmen, supuesto destino, y, una vez instalados, cercarlos. La villa era ideal, con tantas viviendas desperdigadas entre los árboles; perfectas para rodearlas, protegidos por troncos y sombras. ¿Por qué Venturini se había dejado seducir por ese plan riesgoso? Hughman no tuvo posibilidades de discutirlo; el comisario sumó a la gente de Villa Azul en el último instante, cuando sus hombres le parecieron pocos. Hombres, Venturini sólo traía hombres consigo. Hughman decidió poner a la morocha como espía; olvidó que los federales no estaban enterados de ella.
–¿Estamos de acuerdo? En unos veinte minutos los tendremos por acá.
Los de la federal, bajaron. Hughman abrió la puerta.
–Esperá inglés, ¿para qué achicharrarnos ahí, si acá estamos al fresco?
Para estar junto a los nuestros, era la respuesta que el inglés se guardó.
–¿Qué sabés de estos cerveceros?
–Se les adjudican doce asaltos esta temporada, desde Mar del Plata hasta Pinamar, se han hecho con millones. Ocho bancos, el día que recibían dinero para abastecer los cajeros automáticos. Han herido a tres personas, una está grave. Personal de seguridad, no policías. Son cuatro hombres de cuarenta años, tienen una 45 y otras armas. El de la 45 es el que más dispara.
–¿Por qué les dicen cerveceros?
–Porque pegan etiquetas de cervezas sobre las cámaras de seguridad.
Venturini quedó pensativo. Hughman observó; los de la colina estaban a la sombra, por dos horas más. Los vio tendidos, las armas a su lado, relajados. Los de la barricada, estaban agazapados detrás de las camionetas, para salvarse del sol. Alguien había dado la orden de descanso; los agentes de la federal, seguro. ¿Por qué habían dado la orden si sólo Hughman sabía que la morocha daría el alerta? No tendrían tiempo a reaccionar sin ese aviso.
–Che, inglés, ¿siempre andan en Mercedes?
–Supongo que… Comisario, ¿cuándo cargan los cajeros?
–Hoy, en media hora van a estar en Villa del Carmen, después pasan por Villa Azul y terminan en Güemes.
El teléfono vibró. La negra. Había pasado un Mercedes, pero con dos personas a bordo.
–Venturini, ¿confirmó que eran de la Federal?
–Me mostraron las placas…
–Pasó el auto pero sólo van dos.
Tenía cuatro minutos, fue hasta la camioneta sobre la que se apoyaban las dos mujeres. Se irguieron, rápido; Hughman murmuró a sus oídos. La petisa Ríos palideció, Silvana sacó el arma. Entre ambas rodearon al segundo federal, mientras Hughman colocaba su pistola en la sien del llamado Américo.
–Ni se te ocurra mover un dedo.
Lo desarmó y le quitó el teléfono; detrás, las mujeres tenían a su secuaz en el piso, colocándole las esposas. Hughman dejó que Ruiz y Sosa hicieran lo mismo con su prisionero. Desde la colina, el capitán advirtió movimientos; Hughman sobrepasó la línea de la barricada e hizo señas. Vilela tuvo a sus hombres en posición en cosa de un minuto; volvió a su idea, el inspector vio dos efectivos subiendo la cuesta a toda prisa.
–Señores, saquen las armas y estén listos, esto era una trampa que desactivaremos enseguida.
Venturini se acercó al trote, bufando. El inglés recuperó la protección de las camionetas. Oyeron un motor potente. A tiempo. Varios cañones temblaron, apuntados hacia el frente. El motor quedó en ralentí unos segundos. Muchos índices acariciaban gatillos, ¿cuántos de esos efectivos habían disparado alguna vez, aunque fuera de práctica?
El motor volvió a arrancar, apareció el Mercedes a la vista, a velocidad media, un hombre al volante. Vieron su cabello casi rubio, los ojos buscando algo. Buscaba al tal Américo. El auto se detuvo.
–¡Disparen a las gomas!
Antes que obedecieran las órdenes, casi con la voz del inglés, se oyeron dos disparos en la cima de la loma. Alguno titubeó, pero Marisa Ríos inició la descarga. La gente de Vilela hizo lo suyo. Balas por todos lados, el Mercedes se desinfló sobre el camino. Hughman dio el alto el fuego.
Bajó la ventanilla, asomaron las dos manos extendidas del conductor. El inglés superó la línea de las camionetas, le indicó que descendiera con las manos a la vista. Vilela y dos más corrían hacia él; a su derecha, Silvana Testa sostenía su pistola. El hombre bajó, abriendo la portezuela con las manos afuera.
Lo esposó en segundos. Vilela comunicó que su gente había abatido al cuarto pistolero, que trepaba la colina con un fusil de asalto. Uno como el que había en el asiento del acompañante; los hubieran reducido en segundos, entre los dos falsos policías y los dos con fusiles de asalto, para quedarse con las villas y la ciudad a su disposición.
Hughman sintió que lo apretaban dos brazos enormes; a mitad de giro, recibió un baboso beso en la mejilla.
–Me salvaste la vida, inglés, me salvaste la vida.
Escuchó cómo latía el corazón del comisario. No era para menos. De ser un comisario burlado, segura baja con deshonor, Hughman lo había convertido en el héroe que había capturado a la banda de asaltantes más peligrosa de la costa argentina.
El inglés logró separarse y dejó que Venturini se hiciera cargo de lo que quedaba por hacer. Junto a su Focus estaban los cuatro agentes del operativo Sol, sonrientes, casi eufóricos. Al inspector se le anudó la voz, había hecho cuatro policías de esos chicos. Cinco, se corrigió; ¿cómo olvidarse de la morocha Gutiérrez, que venía hacia ellos aunque le había dado el resto del día libre? Se limitó a abrazarlos, ¿qué más decir?
Texto © Juan Pablo Goñi Capurro- Todos los derechos reservados
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