Un trabajito extra (Hughman # 19), por Juan Pablo Goñi
UN TRABAJITO EXTRA. Por Juan Pablo Goñi
–Acá me conocen, inspector, no voy a estar vendiéndole pescado podrido.
Vender pescado podrido, otra alocución argentina, como vender fruta podrida, sinónimos de engaño. Conocerlo, lo conocía; en la primera semana en Villa Azul, Ortiz –aleccionado a su vez por el comisario Venturini– lo paseó por la gente que había que conocer. Tiempos en que se llevaba bien con Ortiz. Rubén Giosia, dueño del “Hotel de la Villa”, uno de los dos hoteles del balneario, estuvo entre los ilustres visitados. Conocía también a su esposa, Natalia. Por las tardes se llegaba desde Güemes con sus hijos pequeños y lucía su bikini minúsculo en la pileta del “Brisas del mar”. Tanto conocimiento no bastaba para aceptar la propuesta del empresario hotelero.
–Si usted presenta la denuncia, actuamos.
Se trataban de usted pese a que ambos eran menores de cuarenta años. Así lo había encarado el hotelero. Hughman revolvió el café, estaban en la oficina, detrás de la conserjería. Giosia mostraba un corte en la mandíbula y un ojo amoratado. El inspector tenía entendido, como todos, que se había caído cuando corría, a la mañana, rodando por las escaleras de la bajada pública. Lo habían atendido en la sala de primeros auxilios porque presentaba costillas golpeadas y moretones en las piernas. El inglés no era idiota, por algún motivo no quería denunciar al causante de la paliza.
–¿Para qué una denuncia? Las denuncias aumentan el índice de criminalidad, no es bueno para los negocios.
Lo miró tomar el café como si en el sabor de la infusión se depositara el sí o el no del policía.
–Es un asunto fácil. Le imprimo la foto que le mostré. Ya le di la dirección. No le digo que le dé una paliza, aunque se la merece. Basta que lo obligue a irse, ese tipo no va a parar, van a ser muchos lo castigados.
Hughman dejó el pocillo sobre el plato blanco, con el nombre del hotel escrito en letra cursiva negra.
–Lo lamento, Giosia, es irregular. No puedo hacerlo a menos que presente una denuncia. Hágalo en Güemes, si quiere.
El inglés retiró la silla y comenzó a incorporarse.
–Por favor, Hughman, siéntese. No puedo hacer la denuncia.
El inglés aceptó la sugerencia, estaban entrando en tema.
–No me atacó en la calle, fue acá, en la habitación que tengo cuando me quedo en el hotel.
El hombre calló, como si fuera suficiente. Hughman permaneció inmóvil, aguardando. Fue fácil advertir que le costaba lo que venía continuación.
–Ese hombre… Fabio Luages… es… un maniático. De verdad va a golpear a más gente, hay que pararlo. Yo fui el primero, pero lleva tres días acá.
Faltaba más. Hughman estiró las piernas, se acomodó el cuello de la chomba. La oficina tenía aire acondicionado, un mapa de la villa detrás de la silla del hotelero.
–Es un ‘taxi boy’. No, no es un ‘taxi boy’, se hace pasar por un ‘taxi boy’, es un sicópata que odia a los gays. Concierta la cita, cobra y te muele a palos. Se enceguece, te grita puto de mierda y otros insultos homofóbicos, y te agarra a patadas, cuando estás desnudo boca abajo en la cama.
¿Era eso lo que sospechaba? En absoluto; conciliar la figura de la rubia esplendorosa con un hombre que se tendía boca abajo en un colchón para recibir la visita de otro hombre, era imposible segundos atrás. Hughman había sospechado un negocio turbio, que el tal Luages había reaccionado ante un pago que faltó, algo por ese lado. Giosia metió la cabeza entre las manos, sobre el escritorio, entre las facturas de servicios y una agenda con tapa de cuero.
–Veo el motivo por el que no quiere denuncia.
El hotelero no reaccionó. Hughman aprovechó el silencio; el tal Luages iría a la caza de los gays de la Villa, y de la misma Güemes. Giosia lo sabía, estaba en el circuito y conocía a las personas que lo integraban. Su hotel podía ser el punto de encuentro, ¿quién mejor para garantizar discreción? Había afirmado con seguridad que habría más afectados, quizá él mismo hubiera recomendado a este Luages y pasado el contacto. ¿Qué hacer? Era ilegal apretar gente, pero si algo no soportaba el inglés era la discriminación, la homofobia, la violencia gratuita. Giosia tenía razón, ese tipo era un peligro. De paso, no vendría mal estar a bien con un peso de la importancia del hotelero tras el distanciamiento con Ortiz, que podía terminar en un pedido de traslado antes del final del verano –inaceptable cuando había comenzado una relación con Matilde–. Apartó la imagen de la dueña del barcito de sus desayunos, para no contaminarla con una escena de pago por sexo y bestialidad.
–Trataré de hacer algo.
–Le imprimo la foto –dijo Giosia, recuperando la energía. El inglés afirmó que no era necesario, le dio la mano y salió del hotel.
Caminó por la costanera hasta el coche, las gafas de sol puestas. El alojamiento de Luages estaba a tres cuadras. Sacó la pistola de la guantera, se la colocó en la cintura. Dejó el coche estacionado, aprovechó el viento fresco de la mañana para caminar. Se alejó dos cuadras del mar, luego hizo una hacia la derecha. Detectó con facilidad el edificio de tres pisos. Luages alquilaba el segundo C, vista al fondo. Hughman paso por el hall y subió por la escalera sin tener decidido cómo actuar. En el rellano del primer piso, escuchó un grito.
Venía de lo alto. Se apresuró, llegó al segundo tosiendo. Oyó golpes, más ruidos. Una puerta se abrió, asomó una mujer sujetando a un chico pequeño. Los ruidos venían del C. Le indicó a la mujer que se metiera en su casa.
–¿Te gusta? tomá, puto de mierda. ¿Querés más?, ¡tomá, puto! ¡Tomá, tomá, tomá!, ¿así te gusta, bien dura? ¡Tomá, tomá!
Los gritos eran claros, los golpes que se oían también. No había ruido de cama, no era una sesión de sexo rudo. Por el celular pidió refuerzos. Dio varios empellones a la puerta mientras oía el rosario de insultos. Un vecino salió, se volvió a meter y regresó al hall con un hierro, apto para usar de palanca. Hughman forzó la puerta e irrumpió, gritando policía. Se topó con una pared machada de sangre. Atravesó en un segundo la pequeña sala, oyendo más gritos de la misma voz. Sangre en el piso, no pudo evitar un pisotón.
Al entrar al dormitorio, percibió de reojo que el vecino, un corpulento joven, lo seguía. Ya tenía la pistola en la mano.
–¡No te muevas o te quemo!
Un flaco, de veinte años, se volvió. Las manos sangrientas, zapatones de tipo industrial, con puntera de metal, rojos también. En el piso, aplastado contra la pared, un cuerpo inmóvil, un rostro vuelto una masa desfigurada. El flaco era Luages.
–Date vuelta y no te muevas porque te juro que disparo.
Por unos segundos pareció que lo desafiaría. Hughman oyó que el vecino sufría arcadas, a sus espaldas.
–Por estos putos de mierda sí se mueven, ¿eh? Se nota, son putos de plata, como el abogado marica este.
Hughman amartilló. El flaco escupió pero se dio vuelta y puso las manos contra la pared. Estaba de slips y zapatones, no hacía falta palparlo. Se escucharon las sirenas, Hughman aguardó. Oyó pasos, había gente que se agolpaba en el hall. El vecino vomitaba, quizá en su casa porque se oía lejano. Por fin, el sonido que esperaba, dos voces gritando “policía, muévanse”.
La mujer era la morocha Giménez, al joven no lo identificó, se quedó protegiendo la puerta.
–Ponele las esposas y llevátelo. Que te ayude tu compañero.
La morocha no tenía esposas sino precintos. Luages no se resistió cuando le sujetó las manos a la espalda, ni se atrevió a protestar porque lo llevaban semidesnudo. Temblaba. Ojos desorbitados, temblores, droga hasta la cabeza, se dijo el inspector. Otra sirena, ambulancia; ¿quién la habría solicitado? Hughman, desalojado el cuarto, se inclinó ante el cuerpo, inmóvil desde que entrara. Lo que temía. Estaba muerto. Salió del departamento. Se topó con dos hombres de ambos verdes. Identificó al médico, le pidió que constatara la muerte. Y que no lo moviera, si era así.
Llegaron más agentes, Ortiz entre ellos. Hughman dejó dos cuidando la escena, al resto le dijo que pasara por cada departamento a realizar los primeros interrogatorios. Salió a la calle, se paró bajo un eucalipto y comenzó a llamar. Al comisario, al fiscal, a la científica. Pensó en la rubia, en Natalia, la del bikini más pequeño de Villa Azul; ¿cuánto duraría en tener un nuevo amor? Bastó verle la cara a Luages para comprender que disfrutaría muchísimo en narrar sus logros en su cruzada antigay. Y bastaba ver a la rubia para saber lo que haría con la revelación. Lamentó ser policía y no un hombre común, que hubiera podido disparar en el cuarto, amparándose después en alguna excusa. Suspiró. Deber cumplido, hora del placer. Llamó a Matilde, se merecía un almuerzo con postre especial.
Del Texto © Juan Pablo Goñi- Todos los derechos reservados
De la publicación © Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados
Visitas: 39