Un método peculiar- Relato del inspector Hughman
Con ‘Un método peculiar’ el inspector Hughman se ve involucrado en prácticas poco ortodoxas
Un método peculiar
Los argumentos de Pérez no lo habían convencido pero Hughman acabó aceptando. La legalidad de lo que intentarían era cuanto menos dudosa; verdad que el sospechoso los invitaría pasar a su domicilio, pero a causa de un engaño. La fiscal había sido clara en la reunión que tuvieran durante la víspera, no existían elementos probatorios para pedir un allanamiento. Pérez insistió en la credibilidad de su informante, pero sin declaración testimonial la doctora Nostrela se negó a solicitar las medidas. Dicha declaración estaba descartada; el Tuerto Cansina no podía explicar cómo se había enterado del asunto sin mencionar su propia participación en un atraco.
El inglés aguardaba en su auto particular mientras su colega preparaba los elementos que convencerían al parapsicólogo. Mientras oía los partes de la radio policial, se sentía un actor en una película de presupuesto mediocre y guión inverosímil. Sólo el desprecio que sentía hacia los estafadores lo motivaba a sumarse a la estratagema de su compañero de Brigada.
El susodicho se introdujo en el auto; abrió el maletín que llevaba y sacó una bombacha blanca, con manchas rojas. El inglés puso en marcha el Focus, prefería no mirar la supuesta prenda recogida en la última violación atribuida al «loco de las orejas».
Tampoco le gustaban esos motes creados por la prensa para darles más fuerza a sus titulares; estimulaban el ego de los delincuentes a la par del morbo de la población. En este caso, envalentonaban al violador que había cobrado ocho víctimas en tres meses; tras perpetrar su delito, el nefasto individuo tatuaba el número de ultraje en los lóbulos de sus víctimas. Impensable una seguidilla así en Blanca; el caso les había sido quitado y lo manejaban los hombres de la policía federal llegados de la capital. Pero el parapsicólogo ignoraba este cambio.
Pérez se adelantó y tocó el timbre en una casa de paredes blancas, similar al resto de las que había en esa cuadra. Hughman, un paso atrás, se concentraba en no delatar su incredulidad. Les abrió la puerta un hombre de cabeza grande, barba candado bajo la cual se destacaba una papada, lentes de marcos angostos. Los inspectores vestían de civil pero la actitud del dueño de casa les transmitió que sabía que eran policías; los delincuentes tienen un olfato muy desarrollado para detectar al enemigo.
—¿El doctor Pegazzini?
Hughman se miró los zapatos; admiró la imperturbabilidad de Pérez al calificar de doctor al personaje. Pegazzini aceptó el título, inclinando brevemente la cabeza.
—Nos hemos enterado de sus poderes psíquicos y pensamos que podía ayudarnos.
Hughman se sobresaltó; advirtió en los ojos del tramposo que sabía de qué le hablaban, ¿acaso podía leer las mentes? Se recompuso; no había una persona en la ciudad que no estuviera conmovida por las violaciones, ¿por qué otro motivo lo molestaría la policía?
El supuesto mentalista abrió la puerta sin más —el ego es incapaz de resistir las adulaciones— y aflojó su semblante; exultante, los invitó a pasar a su «modesta consulta». Los inspectores se encontraron en una pequeña sala cargada de elementos esotéricos. El doctor Pegazzini tenía un amplio escritorio y un inmenso sillón detrás. Para sus clientes, dos sillas endebles. Y mucha parafernalia. Bola de cristal, fotos de gurúes de ropas naranjas, mandalas, velas de diferentes tamaños, piedras de colores y un mazo de cartas de tarot, se destacaban en el ambiente atiborrado de objetos. Y de olores. Una vela verde y un incienso mezclaban sus aromas empalagosos, hiriendo las narices de los recién llegados.
Hughman se sentó un tanto apartado; debería pedir por el baño y recorrer la casa en busca del elemento que necesitaban para cerrar el caso. Pérez abrió el maletín y lo colocó sobre sus rodillas. Con ese gesto, capturó la total atención de Pegazzini. Para fortuna del inglés, que no pudo controlar una fugaz sonrisa al advertir el rostro contrito de su colega.
—Tal vez este no sea el procedimiento, sólo lo he visto en películas, pero tengo entendido que si traigo una prenda de una mujer violada, usted quizá pueda ver algo que nos ayude.
El brujo se frotó las manos; Hughman sospechó que de no ser por la intervención de Pérez, su anfitrión no hubiera tenido idea de cómo manejar el asunto.
—Yo no pretendo dinero, pero me gustaría que se supiera que he intervenido en el caso —expresó Pegazzini tras reconocer a Pérez que, en efecto, así se procedía ante esas situaciones.
La farsa era doble; el médium simulaba humildad y desinterés, cuando nada le sería más provechoso que semejante publicidad gratuita, repetida por los medios nacionales que cubrían el caso. A su vez, Pérez merecía una prueba en Hollywood; la firmeza con que sostenía el papel del policía angustiado era envidiable.
—Esta es la bombacha de Marta Ruiz, con su sangre. Es la última mujer violada.
Pérez extendió la prenda, comprada en la casa de saldos y pintada con acrílico rojo. Pegazzini la sostuvo en sus manos, la extendió como si calculara el talle de la víctima. Hughman sintió un codazo. Era su turno. Se llevó la mano al estómago; el brujo estaba oliendo la prenda, tras palparla un buen rato.
—Perdón, doctor, ¿no tendrá un baño?
Entusiasmado por su propia actuación, el doctor le señaló la puerta corrediza, sin pensar en las implicaciones de su invitación. Hughman pasó y cerró tras él. Un pasillo largo iba hasta una ventana, por la que se veían dos árboles frutales. El inglés se preguntó dónde escondería el colgante de María Viccini. María no había sido víctima de una violación sino de un desvalijamiento; regresó de vacaciones y halló su casa vacía, como si nadie viviera en ella. A Hughman le hubiera gustado saber si María Viccini consultaba al doctor Pegazzini antes de meterse en ese brete, pero Pérez se negó a hacer averiguaciones que lo pusieran sobre aviso.
El colgante era tan extraño que el reducidor se había negado a comprarlo —por este se había enterado el Tuerto del segundo oficio del parapsicólogo, cuando fue a venderle su propio botín—. Hughman sacó la foto del bolsillo de su campera, la estudió por décima vez y tanteó la primera puerta. El baño era un sitio tan válido como cualquier otro para buscar un círculo bordeado de negro, con fondo verde acuoso, del que una figura humana intentaba salir.
Revisó el botiquín; gran cantidad de pastillas, dedujo que las vendía a sus clientes. Revisó los cajones del vanitory; afeitadoras desechables, crema dental, poco más. Abrió unas cajitas colocadas en la repisa del espejo; más minucias. Salió del baño cuidando de no hacer ruido con la puerta. Se dirigió al cuarto siguiente; resultó evidente que el mentalista lo utilizaba de trastero. Sospechó que entre las cajas, las prendas y las cosas colocadas en desorden había numerosos objetos robados, pero no tenía manera de constatarlo. Tampoco podría examinar a fondo ese cuarto en procura de hallar un elemento tan pequeño; no podía estar horas alejado de la consulta.
Le quedaban por revisar dos ambientes; otra habitación, que debería ser el cuarto del médium, y la cocina. Temió haberse demorado en demasía. El cuarto, murmuró. María Viccini era una viuda atractiva; si Pegazzini la conocía, no sería inmune a sus encantos, le gustaría tener una prenda de ella a mano, quizá para efectuar uno de sus hechizos.
Hughman encendió la luz y se dirigió sin hesitar a la mesilla de luz. No tuvo que buscar mucho, el colgante estaba junto a una pequeña lámpara. Caso cerrado, momento de regresar a la «consulta».
Al correr la puerta, Hughman se topó con una escena burda. Pérez anotaba en una libreta las palabras que murmuraba el parapsicólogo, entre los besos que daba a la bombacha y las convulsiones que sentía cuando «recibía el mensaje». El inglés agitó las manos para informar a su compañero pero este le indicó que esperara, mientras el doctor, con los ojos cerrados, daba señales precisas de una persona.
Pegazzini alzó las manos y soltó la prenda, que cayó sobre las cartas de Tarot. Su mano izquierda se movió con agilidad inesperada y dio vuelta la primera carta de la pila. Hughman vio la figura de un anciano de cabellos blancos sosteniendo un farol. Poca atención pudo prestarle ante la sorpresiva reacción de los dos hombres; ambos se pusieron de pie, el triunfo restallando en sus rostros. De no ser por el escritorio, se hubieran abrazado. Hughman aprovechó la euforia para hurgar en sus bolsillos.
— ¡El tarot lo confirma! El erudito que trae la luz, el maestro.
—¡Lo tenemos, inglés! —gritó Pérez.
Hughman aprovechó que el parapsicólogo tenía las manos alzadas para esposarlo. El hombre se volvió, trasfigurado por el desconcierto. Pérez se adelantó para intervenir, mas se arrepintió a mitad de camino.
—Queda usted detenido por el robo en casa de María Viccini. Pérez, pedí refuerzos y policía científica, yo me encargo de controlarlo.
Hughman sentó al confundido médium en el sillón grande y permaneció de pie, imponiendo su metro ochenta y cinco. El atribulado mentalista quedó con la vista fija en el tarot, mientras Pérez hacía los llamados con su radio.
Una vez que la fiscal se hizo cargo de la escena y del delincuente, los inspectores se alejaron de la casa del doctor Pegazzini. Habían recorrido dos cuadras cuando Pérez empezó a frotarse las manos.
—¡Somos dos genios, inglés, dos genios! Resolvimos dos casos en el mismo día.
—¿De qué hablas?
—Pegazzini vio al violador, me dio la descripción, llegaste justo cuando acababa, ¡la carta lo confirmó, vos lo viste! El violador es un maestro de cuarenta años, trabaja en una localidad cercana, tiene manos grandes y cabello colorado. En un día lo encuentro, ¿cuántos puede haber, así, en los pueblitos del partido?
Hughman, a hurtadillas, estudió a su compañero. Pérez, extasiado, no dejaba de efectuar pequeños movimientos para subrayar su alegría; daba golpes en la guantera, canturreaba, aplaudía. El inglés se abstuvo de hacerlo reaccionar; si quería creer en un médium tan trucho que desvalijaba casas para sobrevivir, allá él. Eso sí, al día siguiente que se buscara otro para recorrer el partido atrás del maestro colorado; por una vez en su vida profesional, estaría muy feliz de encargarse del papeleo.
Texto: ©Juan Pablo Goñi Capurro, 2018.
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