UN ASUNTO DEMASIADO FAMILIAR de Rosa Ribas por Rafael Guerrero

Autora: Rosa Ribas

 

 

Un Asunto demasiado Familiar

 

 

Editorial Tusquets, 2019

 

 

Quién nos iba a decir a estas alturas del género que la innovación en la novela negra llegaría no por los artilugios tecnológicos que portasen sus protagonistas o por los efectos especiales incorporados en las ediciones digitales (inmersión, virtualidad, ruidos, imágenes en movimiento) sino de la mano de esa organización tan controvertida como milenaria llamada familia. Y en fin, pensándolo mejor, qué hay más noir que una familia sentada alrededor de la mesa de la cocina. Nada.

  Adiós, por tanto, al cliché del detective solitario y soltero irredento, también al del investigador casado que oculta a los suyos el submundo sórdido en que se gana las lentejas para protegerlos y para que no lo juzguen (bastante tiene él con soportar el peso de su conciencia, con apartar recuerdos y justificarse a sí mismo) o al compulsivamente promiscuo. Bienvenidos sean el páter, la máter y los descendientes investigadores. ¿No querían más enredos, más intrigas, más malentendidos, más carne en el asador? Pues aquí tenemos cincuenta tazas.

  Porque en esta historia todos los del clan Hernández son detectives. El padre y fundador de la agencia, sus dos hijas e hijo y hasta la madre aunque carezca de la licencia reglamentaria y ejerza únicamente en la intimidad cual asesora guiada por sus certeras intuiciones que macera en alcohol desde que desayuna y dispara sin piedad bajo el eximente de la enfermedad mental que padece. Es esta mujer al mismo tiempo nexo de unión y elemento desquiciante, genial e insufrible, lúcida y atormentada, culta, cotilla y racional. Un tesoro y una bomba de relojería de muy complicado manejo ideal para las distintas tramas que se alternan y entremezclan a lo largo de las páginas.

  Reza una norma no escrita en esa casa indiana del extrarradio barcelonés que «a la familia no se la investiga», y como buena norma, escrita o no, es la primera en caer. Todos conocen algo de todos e ignoran bastante de esos mismos, incluso de ellos mismos. Y en ese maremágnum se cuecen también los reproches y resentimientos arrastrados, las envidias insanas (no las hay de otro tipo), las lealtades que flaquean y las que callan, los lazos, los vínculos que atan y ahogan, las infancias duras, las decepciones y desilusiones, los expedientes, los clientes que pasaron y los que ya no les dirigen la palabra porque querer saber es el principio de querer matarse. También los sueños rotos, las traiciones, las idas y venidas forzosas, los pasados olvidados que de repente afloran. Y los secretos, unos a voces y otros encerrados bajo siete llaves (de las que alguien guarda las correspondientes copias, claro), de donde parten no pocos de los casos que ocupan profesionalmente a la saga Hernández y que de alguna forma terminan convirtiéndose en chantajes emocionales pendientes de facturar por no llamarlos torturas o condenas perpetuas en la cuenta de resultados.

  Además, usándolo como recurso eficaz para enganchar al lector, se cierne sobre ellos la alargada sombra del personaje ausente. Nora, la primogénita desaparecida o fugada, la que desarma la estructura doméstica, la grieta que hace tambalear el pintoresco edificio, la hija preferida, la palmera talada, la brillante detective, la prematura viuda, la hermana controladora y lideresa… Son tantos los motivos para anhelar su vuelta como para preferir que se quede allá donde se halle. Si es que sigue viva. Nora, como espejo de los demás, de sus virtudes y carencias, en un ente incómodo, un dolor interior, un asunto demasiado familiar.

  Destacar asimismo el logrado y verosímil olor a barrio (otrora pueblo, ahora engullido y anexado a la gran urbe) que transpira la narración y que trasmiten las descripciones, ese aroma entre rancio y entrañable a despiece humano, a lista de caídos y supervivientes, el albarán de perdedores y derrotados, la nómina de vencedores exiguos, prohombres de la patria chica, paletos insignificantes fuera de ella. Tiendas de toda la vida, macarras de toda la vida, la corrupción humana y material de toda la vida. En ese ecosistema se desenvuelven los sabuesos, con soltura porque pertenecen a él, eligen a quién preguntar y a quién amedrentar bajo un pasamontañas, qué hilos mover y cuáles dejar tensos, cómo tapar agujeros y cómo abrir cerraduras. Como ocurre con los cuatro viejos que juegan a las cartas jornada tras jornada en El Versalles, el paisaje se funde con el paisanaje.

  Fue un placer y un honor conversar con la autora, Rosa Ribas, durante la fase de escritura de esta obra para tratar de aproximarle lo que sentimos quienes desempeñamos este oficio cuando escuchamos la angustia de los clientes, cuando esperamos horas y horas metidos en un coche, cuando averiguamos lo que nos piden y cuando nos enteramos de más. Cuando el rigor y la objetividad nos empujan a no emitir juicios de valor en los informes, a no usar adjetivos, a no implicarnos emocionalmente, a no tomar partido, a no destruir pruebas para salvar al inocente, a no tomarnos nuestro trabajo como algo personal aun asumiendo que lo es. Afortunadamente la ficción posee sus propios códigos y goza de licencias que la realidad no expide. Y gracias a ese juego, a ese equilibrio entre lo plausible y lo legalmente recomendable surgen relatos como este, entretenidos, absorbentes, creíbles, mordaces y a tramos demoledores.

  Por cierto, ahí va otra norma no escrita en este sector: «no te investigues a ti mismo».

 

©Reseña: Rafael Guerrero, 2019.

 

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