Trazos- Relato esencial de Jesús Zaplana García

Con ‘Trazos’, el escritor Jesús Zaplana García presenta un relato en el que puede salpicar la tinta… y quién sabe si algo más

Trazos

Me apeo del nueve frente a la Casa del Mar. Como cada mañana de martes a domingo. En el interior del local alguien viste las mesas con manteles. Deposita sobre estos la cristalería, vajilla, servilletas. El tipo hace gala de una precisión milimétrica. Una precisión ganada por la meticulosidad sumada a una dilatada experiencia. Las ciclópeas lunas del restaurante coquetean con los primeros chorros de sol. Porque Cartagena es luz. Luz y mar. Y alegría. Aunque no para mí.

A veces me detengo a contemplar la imagen que me devuelve ese espejo involuntario. Solo a veces. Hay días en que no estoy de humor. La mayoría. En los otros —unos pocos, muy pocos—, no me importa certificar la crueldad del tiempo y sus estragos. Soy como una arqueóloga en su yacimiento. Hurgo bajo la superficie de la mujer que ahora soy. Me remonto al origen. Rastreo la huella de la chica que fui.

Tengo el cabello en una media melena churruscada. Pueden apreciarse hasta tres colores distintos. Aunque muchas veces solo se vea uno. Tapo las raíces con una boina, las puntas las esconde un fular. Creo que una vez mi pelo fue castaño claro. Es decir: no es el negro típico de la mujer española, tan codiciado. Tampoco la exótica claridad que lucen las turistas británicas. Parecen decolorados. Yo, como en casi todo, me quedé en tierra de nadie.

En los meses de invierno uso una casaca de color vino. El talle es ceñido. Estrangula mi silueta escuálida, podría pensarse incluso que famélica. No llego a tanto, aunque hay días que también tengo que tirar de creatividad para rellenar el plato. Con la chaqueta puesta ofrezco un aspecto desconcertante. Una delgadez sospechosa y poco apetecible. Como de bayeta estrujada que se ha dejado secar a la intemperie.

Por eso, alucino en colores cuando algún hombre —turista o nativo— se acerca a decirme cosas bonitas. No sé qué coño ven. Vaya mierda de artista soy. Pretendo ganarme la vida convirtiendo detalles de la realidad en trazos, y soy incapaz de detectarlos cuando se trata de mí. Qué ojos preciosos, dicen algunos. Grandes, grises. Bah: se los han comido vivos la jauría de arrugas que los circundan. Otros se rinden a mis labios. Pues sí, mira. Ahí les doy la razón. Siempre he tenido una boca hermosa, aún la conservo hoy. Dientes bien alineados. Morros generosos, sugerentes.

Acabo de esbozarlo, lo voy a plasmar. Es un chiste de dibujante, no me hagáis caso. Porque me dedico a eso. No a hacer chistes malos: me refiero a dibujar. Esa fue la vocación que me golpeó de joven. Era aún alumna en el instituto. La misma vocación que decidí convertir en mi profesión. O mi ruina vital, que sería otra forma de enfocarlo. Pero no nos pongamos dramáticos. Para eso ya están los culebrones, los malos periodistas y  las novelas ñoñas.

Por eso, cada mañana de martes a domingo, me subo al nueve en la parada de Canteras. Me apeo frente a la Casa del Mar. Bordeo la muralla de Carlos III y su porción de césped. Camino en dirección contraria a la manada de museos que nunca albergarán mis obras. Me instalo entre la estatua del Marinero de reemplazo y la Placa de Cervantes, aún en la Plaza de los Héroes de Cavite. Alineada —y alienada— frente a la oficina de turismo del Palacio Consistorial. Esa maravilla de níveo mármol que imaginó para los cartageneros el arquitecto Beltrí.

¿Mis herramientas? Un caballete astillado. Un fajo de láminas DIN A3 protegidas por una carpeta del mismo tamaño. Un cuaderno tamaño cuartilla, encuadernado en espiral. La pluma Pelikán. Y la única licencia que me concedo, el único capricho: mis tinteros de Montblanc. El William Shakespeare, rojo. El Miles Davis Jazz, azul. El Mystery Black y el Oyster Grey, para las sombras. A veces, si estoy de humor, porto también un pincel de agua, para los retoques.

He mencionado una Pelikán, sí. Qué pasa. No todo va a ser extravagancia. Cuando dibujo me gusta respetar la tradición, escuchar a quienes iniciaron el camino. Además, esa pluma es la caña. El tapón se monta a rosca, con tajo de letra itálica que puede afilarse manualmente. Utilizo una piedra de Arkansas al aceite. Según la dirección del trazo —y la pericia— dibuja líneas finas o gruesas. Me permite ser burda o sutil. Expresar o sugerir. Seducir o arrollar a quien contempla mis dibujos. Porque para otra cosa no, pero yo he nacido para dibujar.

Mi verdadera pasión son los retratos. Pero no se vive ni se come de hacer retratos cuando se pinta en la calle. Por muy bien ubicado que estés, en el corazón de una ciudad que acoge casi cada día a centenares de cruceristas. Guiris que desembarcan acuciados por el horario, con fecha de caducidad. Carecen de tiempo para paladear. Se trata de engullir un entramado urbano, su historia y gastronomía en unas pocas horas. Atraparlo en fotografías. Luego —con suerte, unos pocos— quizá lo regurgiten, ya de vuelta al buque.

Así que hago caricaturas. Cuatro trazos, tres minutos. Un solo color. Voy variando. Y mi Pelikán convertida en un endiablado artificiero que preña de tinta la lámina. No es un retrato, lo sé. No es esa la idea. Ni siquiera cuela como sucedáneo aceptable. A cinco euros el dibujo, bien está. Tampoco se hizo la miel. Ya me entendéis.

Los días buenos me saco cincuenta pavos, en fila uno detrás de otro. Me dan ganas de bailar break dance. O de subirme a caballito a la estatua del marinero. Ya estoy muy mayor para todo eso. De los cincuenta euros guardo cuarenta para transporte, suministros y alquiler de la covacha. Invierto diez en hacer una comida decente —será la única del día— en el Pico Esquina. Con ensalada, filete y fruta. Y después, el broche. El café asiático que sacude penas y quebrantos.

¿Los días malos? Muchos. Muchísimos. En realidad, son meses. A veces me entretengo con mi cuaderno de espiral. Garabateo bobadas, recreando un detalle del palacio consistorial. Una gaviota. Una pareja de espaldas, cogida de la mano. Luego lo doblo con cuidado y lo convierto en un avión de papel, que regalo al primer niño que pasa. En otoño e invierno desciende el turismo, los nativos se cobijan de la humedad portuaria. No araño una chapa ni queriendo.

 Hoy ha sido diferente. Diferente: léase, peor. No por la recaudación —¡casi sesenta euros, con propinas! — sino por algo en lo que me he visto involucrada. Se me ha hecho tarde. En noviembre anochece pronto. Se vacían las terrazas, los turistas están en sus camarotes, los nativos en sus guaridas. En la plaza solo se siente el aliento de los Héroes de Cavite. La huella de Cervantes en el azulejo fijado en la muralla. La inquietante presencia del Teatro Romano, infestado de fantasmas.

Me había apoyado tras una palmera para recoger los bártulos cuando escuché los gritos. Los había proferido una mujer. El golpe sordo sólo podía ser un bofetón. Me asomé con cautela. El receptor de la hostia había sido un varón. Aspecto distinguido, con traje y sombrero. La mirada furibunda, desquiciada.

No emitió ningún sonido. Nada de quejas o reproches. La luz de un farol golpeaba su rostro con saña. Más, si cabe, de lo que había hecho la mujer que ahora lo miraba, amedrentada. El tipo se ajustó los guantes de cuero, sin mirarla. Lo siguiente que hizo fue juntar sus pulgares en torno a la tráquea de la chica. Oprimió su cuello con tal fuerza que me pareció incluso escuchar un crujido. Como si pisara ramas secas. La chica se desplomó al instante. Su muerte debió de ser fulminante.

Me quedé aterrorizada. Yerta como la estatua del marinero que, a escasos metros, me ofrecía cobijo. No tenía teléfono móvil. Tampoco había nadie más. Me había quedado a solas en la plaza con un asesino. Lo miré muy despacio, con fijeza, parapetada tras el tronco de una palmera. Contuve la respiración hasta que empecé a marearme. Pasó una porción de tiempo que pudieron ser minutos. Yo los medí en décadas.

Después, sin mirar atrás, sin pedir auxilio ni hablar con nadie, enfilé Alfonso XII, siempre a la vera de la muralla. Esquivé, girando a la izquierda, los museos que nunca albergarían ninguna de mis obras, y tomé el nueve. De vuelta a casa. Cuando llegué a mi covacha, en Canteras, hice lo que tenía que hacer.

Al día siguiente no fui a trabajar al muelle. Tampoco en las jornadas sucesivas. Había pensado en cambiar de ubicación. Tenía que meditarlo despacio. La prensa local seguía haciéndose eco del estrangulamiento en la Plaza del Ayuntamiento. Un suceso que se había saldado con una mujer muerta. Una más. Pronto quedaría reducida a poco más que un número. La enésima víctima de violencia de género en un país de trogloditas.

Todos los periódicos coincidieron en algo. Todos, sin excepción. Elogiaron la calidad artística, el virtuosismo. El magistral empleo de la pluma. El manejo de la tinta en dos colores. Miles Davis Jazz, azul. El Oyster Grey, para las sombras. Esta vez no era una caricatura. Lo había enviado de forma anónima a la Comisaría de Policía. Iba acompañado de una escueta nota mecanografiada.

El retrato de un asesino.

Texto:© Jesús Zaplana García, 2018. Finalista en el XIII Concurso de relato breve José Luis Gallego.

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