TARDE DE CAVIAR CON UNA MUJER FINA (Hughman) de Juan Pablo Goñi

Corelli agitó la campera de cuero antes de dejarse caer en el sillón de cuero rosado; por una vez que la faena lo llevaba lejos de la sordidez, estaba dispuesto a disfrutarlo. Hughman asumió que no sería rápida la entrevista con Mercedes Fonzi; el detective sabía cómo prolongar una estancia. Resignado, se sentó también, ambos de frente a la mujer. El resto del mobiliario era nuevo como los sillones; por supuesto, el comisario no los hubiera destinado de no tratarse de gente pudiente.

            Una brigada de investigaciones atrás de un asalto particular; el comisario lo justificó destacando que se trataba de una banda peligrosa, seguro repetiría los atracos. Acostumbrado a las consideraciones argentinas, el inglés decidió olvidar los prejuicios e imitar a su subordinado; se relajó y ajustó la camisa arremangada.

            Mercedes, interesante mujer de cuarenta años, los estudió. El perfume le trajo a Hughman memoria de otros encuentros en salones impactantes; cada tanto, los ricos eran robados también. Protegida por una suave tela de color azul, el cuerpo de Mercedes mostraba la sensualidad contenida propia de las modelos, o las señoras de los políticos de fuste. Estaba producida para recibirlos, cosa que no extrañó al inspector. En cambio, le llamó la atención la consideración que les brindaba. Diecisiete días desde el robo y la brigada seguía sin pistas; en esos casos, las recepciones solían ser desapacibles cuando se trataba de gente habituada a considerar a los policías como servidores exclusivos.

            Hughman se amonestó; se había sentado antes que lo hiciera la dueña de casa, maldito Corelli que le hacía olvidar los modales. La mujer, tacos de seis centímetros, efectuó un paso lateral y se colocó junto a una mesa provista de bebidas. Cogió un vaso bajo.

            —Permiso, voy a prepararme un whisky. Les ofrecería, pero ustedes no beben estando de servicio, ¿no?

            En el «¿no?» había una invitación a burlar la regla. Corelli vio las marcas de los whiskies: Jamieson, Glenfiddich, Chiva’s Regal.

            —Esa norma se aplica a la gente de calle, porque ellos están de custodia, armados. Nosotros podemos probar un trago.

            El detective lanzó la perorata con la cabeza girada para evitar el contacto con su superior. Hughman rio por dentro; la mujer tenía que ser muy ciega para no ver la pistolera del detective colgando en el sobaco.

            Correlli escogió Jamieson. Hughman prefirió escocés, la mujer le sirvió Glenfiddich. Me vuelvo cada vez más argentino, pensó el inglés cuando recibió el vaso. La mujer bebía lo mismo, también agregó dos hielos.

            —¿No hay nuevas pistas?

            Ni nuevas ni viejas; contaban solo con la declaración de la pareja. Tres encapuchados con armas rompieron la puerta vidriada del patio, los encontraron cenando, los encerraron en el baño y cargaron con dinero, aparatos varios y las joyas de la dueña de casa.

            Corelli se adelantó en el sillón para explicarse. Ella no lo permitió.

            —Esa campera es de andar en moto, ¿verdad?

            Corelli, sorprendido, tocó con la mano la prenda de cuero y asintió.

            —Nunca me atreví a andar en moto, debe ser fascinante, sentir el viento encima, depender del equilibrio…

            Las pestañas largas se movieron rápido. Correli ensanchó el pecho. Hughman se dedicó a saborear el whisky en tanto el detective habló de rutas y libertad y vértigo y lo que se le ocurrió.

            —¡Cómo admiro a los motoqueros! No sé, las mujeres somos más temerosas.

            A Hughman le hizo ruido tanto elogio al modo de vida de los motoqueros —no era el de Corelli, ni siquiera poseía un ciclomotor—. Sin propósito previo, le vino a la mente que las joyas robadas, valuadas en más de cien mil dólares, estarían aseguradas. La mujer sacudió las dos pulseras delgadas; notó el interés del inglés por el ademán.

            —Son de fantasía. Las auténticas, de oro, me las llevaron también. Creo que nunca lograré reunir otra colección así.

            Hughman se preguntó si a alguno se le había ocurrido estudiar la situación económica de la pareja. No, seguro que no, ni siquiera él lo había pensado. Tres encapuchados, mejor que un robo sin personas en la casa; no había que explicar una alarma que no sonó ni por qué habían dejado las joyas sin protección. Se concentró en el presente, la mujer de tobillos delicados le estaba dirigiendo la palabra.

            —Usted es inglés, tengo entendido.

            —Nacido y criado en Londres, sí.

            Corelli, un tanto decepcionado por el cambio de interés de la dama de cabello corto, bebió la totalidad del trago; luego jugó con el vaso vacío, resaltando ese estado. La mujer continuó interesada en Hughman.

            —Soy una admiradora de todo lo inglés, inspector. Siempre sostuve que los ingleses son la cuna de la civilización, han llevado los modales por el mundo, han construido el crecimiento y el progreso en todo el planeta.

            En tanto la cabeza del inglés bajaba, mostrando conformidad, su mente trabajó a destajo. ¿A qué venía ese intento de seducirlos?, ¿que podía conseguir de ellos? No tenía intereses sexuales esa seducción, aunque Corelli quizá se confundiera.

            —He leído mucho de Londres, el Big Ben, por ejemplo.

            ¿Leer del Big Ben?; habría visto una foto. Al inglés, el whisky se le afeó. La maniobra de la señora se convertía en burda.

            —Ah, pero qué tonta, se le acabó el vaso. ¿Le sirvo otro, inspector?

            Corelli no era inspector pero no la corrigió. Extendió el vaso, rozó los dedos de la fémina de uñas rosas, y sonrió complacido. ¿Acaso la aseguradora requería algo más para pagar por las joyas? Hughman tuvo claro que el robo era un fraude, cada estremecimiento del cuerpo femenino lo subrayaba.

            —Señora, debo decirle, le juro más bien, que vamos a atrapar a los ladrones.

            La mujer devolvió el vaso lleno, una medida exagerada; el detective dejó la mano rozando la de ella más de lo normal. Mercedes no se mostró afectada por ello. Con expresión nostálgica que le sentaba perfecta a los pómulos angulosos, dejó ver su impresión contraria a la expresada por Corelli.

            —Lo veo difícil, aunque hagan lo que puedan. Seguro que ya las han vendido a algún mercader, he perdido las esperanzas de reunirme con ellas.

            Hughman no se perdió el detalle. Corelli no había mencionado las joyas, sino a los ladrones. Ladrones que se habían llevado dólares, teléfonos caros y otros artículos más, junto con el alhajero de Mercedes. Un lapsus la había traicionado; ella había vendido las joyas. Ella o su marido. Urgente debían confirmar el estado patrimonial de los denunciantes.

            La mujer advirtió que el inglés resultaba inmune a los halagos de la patria de Shakespeare; ¿acaso había fallado? No vio en la camisa a cuadros ni en los pantalones de jean o los zapatos negros un indicio de las cosas que realmente le importaban al hombre de ojos claros. En cambio, sintió que su semblante era diferente —para mal— al que tenía al llegar. Movió la cola en el asiento, giró el cuerpo. Corelli habló de pesquisas, de informantes, de un equipo silencioso trabajando para capturar a la peligrosa banda armada. Hughman permaneció observándola sin expresión, un jugador que no dejaba ver las cartas.

            —Quizá sea mejor que vengan cuando esté Ernesto. Él sabe más de…

            —¿No estaban juntos esa noche? —el inglés encontró bueno incomodarla.

            —Sí, claro, pero él…

            Mercedes miró de soslayo a Corelli; al vaso, en realidad. Estaba por la mitad, el detective no se iría hasta no acabarlo, lamentó haberle servido de más.

            —Él compró las joyas, está más enterado de la póliza.

            Aseguradas, lo confirmaba; el inglés no recordó si constaba en el expediente.

            —No todas juntas, claro, me las fue regalando en cada aniversario.

            Corelli ponía cara de empatizar; sin quererlo, jugaban al policía malo y al bueno. Mercedes no podía callar, necesitaba llenar el silencio; se preguntaba qué había dicho para encender las alarmas del rubio.

            —Eso sí, las compró todas en joyería, todo legal, nada de artículos robados. Él es el que guarda las boletas, por eso les digo que quizá él…

            —¿Él se encargó de venderlas?

            Hughman percibió que la mujer asentiría, entregándose. Corelli interpuso su estupidez, impidiéndolo.

            —Pero no inglés, ¿cómo las va a vender?, ¿no te enteraste que las robaron? Ja, ja, ja…

            La mujer se recobró; alzó el cuello, irguió el tronco, se alisó el vestido. Hughman dio el último sorbo; maldijo al imbécil que tenía por compañero esa tarde.

            —El inspector debe haberse confundido, ¿no? —preguntó ella a Corelli.

            —Muy rico el whisky, señora, muy agradecido —respondió Hughman.

            Se puso de pie, le tendió el vaso. Ella lo recibió y lo colocó otra vez sobre la mesa. Hughman aprovechó a observar la cristalería de un bargueño ubicado detrás de ellos. Sobre una mesilla baja, media docena de revistas; eran de esa semana. ¿No habían quedado flojos de efectivo tras el robo?

            La voz le sonó en el oído, seca, sin los adornos anteriores.

            —¿Quiere una visita guiada por la casa, inspector?, ¿acaso trajeron una orden de allanamiento?

            Corelli, perdido, se apoyó en el brazo del sillón para incorporarse; apuró lo quedaba en el vaso y dio un paso titubeante. Se llevó la mano a la cabeza.

            —Pega fuerte esto, ¿eh?

            Apareció entre ambos. El inglés admiraba dos cuadros. Una vena se hinchó en el cuello de Mercedes, los dedos de la mano se torcieron en figuras extrañas.

            —Señora, muchas gracias por la atención…

            Si se proponía decir algo, Corelli lo olvidó. La pausa atrajo las miradas de los otros. La mujer forzó una sonrisa menos creíble que político argentino. Corelli efectuó una venia ridícula y, dirigiéndose a la puerta, se despidió.

            —Señora, hasta la vista.

            En tanto seguían el paso inseguro del detective por la sala, Hughman y Mercedes se estudiaban de reojo.

            —Supongo que no hay nada que pueda ofrecerle, ¿verdad?

            La mujer insultó al destino; ¿por qué no habían mandado dos policías argentinos? El salame de la moto firmaría lo que fuera para salvar las últimas dudas de la compañía. El otro no, no valía la pena intentarlo.

            —Ya me ha dado un whisky, vuelvo a agradecerlo. Será hasta luego, supongo.

            —Preferiría que fuera hasta nunca.

            El inglés se volvió con el picaporte dorado en la mano.

            —De eso estoy seguro, señora. Saludos a su marido.

            Corelli estaba apoyado en el coche, el Corsa abollado que le cedían a la brigada; cuando hacía pareja con él, Hughman no usaba su Focus. No le molestaba poner el vehículo en funciones oficiales, pero sentía que el compañero que más detestaba lo contaminaba. Quitar el olor a inmundicia que portaba consigo el detective tomaba mucho tiempo.

            —Está buena la veterana, inglés, la tengo conmigo. Si no te jode, puedo aparecerme solo, con alguna excusa, la lista de cosas robadas, que se yo.

            La lista estaba añadida al expediente, tenían una copia en la guantera del coche en ese momento. El inglés pasó delante de la parrilla, fue al asiento del conductor. Corelli abrió su puerta, riendo.

            —Epa, inglés, no te pongas así, no es mi culpa que la mina prefiera a los calientes motoqueros argentinos.

            Hughman arrancó antes que el otro se colocara el cinturón de seguridad. Cuando la mujer hablara con el marido, retirarían la denuncia; no se expondrían a ser procesados por fraude. Ya hallarían alguna excusa para justificar la inclusión inicial de las joyas entre los objetos robados.

            —Qué lindo pasar la tarde con una mujer fina, tomando whisky del bueno… ¿te parce que tendrá caviar?

            —¿Te gusta el caviar?

            —Nunca lo probé, pero me va a gustar.

            Corelli eructó. Hughman giró hacia la comisaría y se permitió una sonrisa. La mujer había sido rápida. De un Volvo descendía su esposo, rostro preocupado y cabeza gacha.

            —Seguro que te va a gustar Corelli, yo la estaría llamando ya mismo.

            El inglés descendió, Corelli no. Sacó el teléfono, el inspector llegó a ver cuánto le costaba coordinar los dedos. El fracasado estafador ya había entrado en la repartición. Hughman se dijo que era uno de esos casos resueltos que no figurarían en su currículum. Y que Corelli se quedaría sin probar el caviar.

 

©Relato: Juan Pablo Goñi, 2020.

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