‘Silla de mimbre’- Relato corto
‘Silla de mimbre’ es el título del relato corto con el que Beatriz Gómez Lorenzo nos sumerge en oscuros sucesos vecinales.
SILLA DE MIMBRE
Nunca le gustó el café ni el rastro amargo que quedaba posado sobre su lengua. Se levantó y se dirigió al baño para cepillarse los dientes al tiempo que negaba con la cabeza. Se afanó en eliminar el rastro de su boca y puso de nuevo la desgastada cafetera de su marido en el fuego. Esperó pacientemente a que el agua comenzara a bullir y con paso cansado regresó sobre la ventana de su habitación.
Se sentó frente a ella, en la silla de mimbre que había conservado desde el inicio de su matrimonio y fijó su mirada en la calle. Quedaban pocos minutos.
La algarabía de la hora de entrada del colegio cercano llegó hasta sus pupilas, la esperaba pero aún así le acongojó el pecho. Su presencia llegaría en unos instantes, era lunes.
Observó las manchas que la edad había surcado en sus manos y se mesó el pelo canoso que le caía sobre los hombros. Era anciana, lo sabía pero eso le otorgaba su ventaja.
Sonrió profundamente, desde su pecho hasta alinear la sonrisa con sus labios. Desvió su mirada hasta la pequeña mesilla y vio el rostro de su marido enmarcado en esa fotografía que tanto aborrecía. Era el recuerdo que necesitaba para mantenerse firme.
Regresó sobre la ventana y lo vio, de traje impoluto, como todos los días. Arrastrando de la mano a su pequeño hijo sin apenas prestarle atención. El niño lloraba, como todos los días. Esperó un poco más pero no vio aparecer a su mujer tras él, con la cabeza agachada, como todos los días. Algo en su ausencia le asustó.
La cicatriz de su espalda le comenzó a picar, se movió sobre el respaldo de la silla para aliviarlo y volvió a mirar la fotografía. Se levantó despacio, la cogió y escupió sobre ella antes de lanzarla al suelo.
Miró el reloj, era el momento.
Vertió el café sobre una taza y se puso el abrigo. Antes de salir comprobó que llevaba todo en el bolsillo. Últimamente parecía despistada.
Permaneció junto a su puerta hasta que escuchó a una de sus vecinas abrir la suya y salió a su encuentro dejando el café en el interior de su casa.
— Buenos días Amalia, ¿se encuentra un poco mejor? Pobrecito, ha sido tan inesperado que estará intentando acostumbrarse a que no esté.
— Buenos días —respondió intentando aparentar fragilidad en su voz— vamos poco a poco. No esperaba su muerte…
Sacó un pañuelo de tela blanco con el que aparentar enjugarse las lágrimas y llamó al ascensor.
— Olvidé la cartera, ves bajando.
La vio descender lentamente y regresó a por la taza. Miró de nuevo el reloj, quedaban apenas unos minutos para cumplir con la rutina diaria de aquel grotesco hombre.
Los recuerdos se le agolpaban en el pecho, sus heridas que eran las mismas producidas entre paredes distintas. Observó la puerta blindada del piso de enfrente y se aproximó a ella. La acarició con las yemas de los dedos mientras intentaba encajar su mente en el presente.
Escuchó el ascensor al tiempo que sintió el temblor en sus manos, por un instante la duda se enmarcó en sus labios. Apretó con fuerza los dientes y un escalofrío le recorrió los brazos.
“Unos segundos más” — pensó — “aguanta”.
La puerta se abrió con brío y estuvo a punto de hacerla caer.
— Discúlpeme, no sabía que estaba ahí — le dijo acercándose a ella.
— No se preocupe, estoy un poco torpe — contestó vertiendo el café sobre la camisa del hombre.
La sorpresa del líquido hizo que no viese el cuchillo dirigirse a su cuello. Cayó de rodillas al lado de sus pies y se apartó de él.
Entró en su casa, dejó la taza sobre la encimera de la cocina y regresó a su vieja silla de mimbre. La calle estaba en calma.
Texto: © Beatriz Gómez Lorenzo, 2018.
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