Sabor a negro

ÁNGELES NAVARRO PEIRÓ| Madrid

 

 Se ha quedado quieta, ausente, contemplando el abanico de plumas negras de avestruz. La anciana lo saca de la vitrina donde se encuentra rodeado de bandejas y copas de plata, figuritas de porcelana de Sèvres, tacitas de café de Rosenthal, incluso de otros abanicos de tela pintados a mano. Y se lo lleva a los labios.

Su primer amor la llamaba la niña de los ojos grandes, y en verdad que así los tenía. Sus ojos fueron también calificados de lentos, silenciosos y dulces como la miel que les daba color. A los quince años se había enamorado por primera vez. Cuando se oía acercarse el petardeo de la moto hasta parar junto a la gran puerta verde, todos los que pasaban las vacaciones de verano en la finca familiar esbozaban una sonrisa y la miraban, mientras que ella se ponía colorada con un rubor incontrolable. Su primer amor, un joven de diecinueve años, venía a visitarla. Las matas de jazmines y clavellinas que bordeaban el sendero que daba acceso a la casa se agitaban al pasar el chico y lo convertían en portador de sus aromas. Por eso a la niña sus besos le sabían a flores.

A principios de septiembre se celebraban las fiestas del pueblo. Destacaba el baile de disfraces en el Casino, al que por primera vez asistiría la niña. Rebuscó en los arcones almacenados en el desván, que olían a la naftalina con la que se protegía la ropa de las polillas, y encontró un traje negro escotado, sin mangas y con flecos, de la mismísima época del charlestón. Para la cabeza, escogió una cinta plagada de lentejuelas, negra también. En el fondo de un baúl descubrió una caja grande de cartón llena de abanicos y quedó fascinada por uno con varillas de carey y plumas de avestruz.

Cuando llegó al Casino le pareció flotar en una nube de felicidad. No sabía lo frágiles que resultan ser esas nubes que, como a los globos, basta con un ligero alfiler para pincharlas.

El abanico de plumas de avestruz acababa en un cordoncillo con borla que pendía de la anilla y que permitía colgarlo de la muñeca durante el baile. Los jóvenes, al ritmo de los boleros, se arrimaban uno a otro todo lo que podían, aunque siempre alguna señora vigilante se acercaba y les susurraba: Que corra el aire.

Ensimismados andaban siguiendo el compás de El Reloj, que inmortalizaría Lucho Gatica, cuando unos gritos los sacaron de su éxtasis. Varios hombres que se cubrían la cara con medias de ‘nylon’ irrumpieron en el salón armados, unos con pistolas y otros con navajas. Pusieron a los danzantes contra las paredes y fueron recogiendo en bolsas deportivas los pendientes, las pulseras, los collares y las sortijas que llevaban las mujeres, así como los relojes, gemelos, anillos y alfileres de corbata de los caballeros. No articulaban una sola palabra en voz alta, solo se comunicaban entre ellos por gestos y en susurros.

Cuando le llegó el turno a la niña de los ojos grandes, suplicó que no le quitaran el collar de cristal de roca, no valía nada, pero se lo había regalado su primer amor. El atracador no se anduvo con contemplaciones, pegó un fuerte tirón y las piedras arañaron el cuello de la chica que empezó a sangrar. El joven acompañante, impetuoso e imprudente, se lanzó contra el hombre que, cogido de improviso, soltó un ¡Coño, imbécil!, mientras le clavaba el filo de una navaja en el vientre. Algunas gotas de sangre salpicaron el abanico de plumas de avestruz.

La niña de los ojos grandes vio impotente cómo su amor se desangraba. Había reconocido la voz del atacante, pero no se lo dijo a la policía cuando la interrogaron, porque le había hecho un juramento al chico antes de que dejara de existir: ella se encargaría de hacer justicia.

La mujer que entró en la habitación del hotel lo dejó sin respiración. Él pasaba varios días al mes en la capital cerrando negocios más o menos legales. Había solicitado en recepción los servicios de una prostituta. Pensó que se trataría de una chica guapa, pero más o menos vulgar, como siempre. Sin embargo, aquella mujer transpiraba sofisticación y elegancia embutida en un traje ceñido de amplio escote, sin mangas y con flecos. ¡Madre mía, si hasta lleva un abanico de plumas negras!, se dijo.

Tumbado en la cama del hotel parecía un pobre hombre barrigón, un marido de vida rutinaria que realizaba un viaje de trabajo y, solitario, buscaba algo de emoción en su vida. Y ¡por sus muertos! que la iba a tener, pensó ella. Desde los quince años había estado pendiente de sus pasos. Con ojos lentos, silenciosos y coloreados de miel, la mujer recorrió el seboso cuerpo blanquecino. Calculó milimétricamente dónde iría clavando el estilete guardado en el bolso de Chanel, negro y con cadena dorada, que colgaba de su hombro. Claro está que lo haría después de haberle inmovilizado las manos y sellado los labios con la cinta americana que también ocultaba en su caro bolso.

La anciana pasa la lengua por las plumas de avestruz que todavía conservan algunas trazas de la sangre de su primer amor… y también de otros. La niña de los ojos grandes había experimentado en carne propia que basta con probar una sola vez la sangre de un hombre para que su sabor provoque una embriagadora e incesante adicción.

 

Texto ©  Ángeles Navarro Peiró – Todos los derechos reservados

Publicación ©   Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados

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