Robo en la Villa del Carmen – Relato Esencial
Robo en la Villa del Carmen
Nuevo Relato Esencial del escritor Juan Pablo Goñi Capurro. Una nueva investigación del ingles Hughman en la policía argentina.
Rafaela declaró que pasó la noche en Villa Azul y regresó a las once de la mañana, encontrándose con el estropicio. Andrea aún no había vuelto; la llamó ella misma, despertándola. Ante las preguntas de Sosa, agregó que salieron juntas, en taxi; en el boliche conocieron dos hombres y cada una se marchó por separado. Su amante era Javier Casilda; pasaron la noche en un departamento a dos cuadras del mar. Poco sabía de él; dijo dedicarse a los materiales de construcción, pero ella no podía asegurarlo. Como manda el manual, Sosa pidió que fueran a entrevistarlo; aún no tenía noticias.
Hughman separó su declaración y leyó la de Andrea. Coincidía, ella se había marchado con Raúl Petegui, cuarentón, comerciante de Salto, hospedado en Güemes. Dijo estar despierta cuando su amiga llamó, esperando que Raúl la trajera a casa. Hughman releyó ambos testimonios; una contradicción leve. Devolvió las hojas a Sosa, sin evitar echarle un vistazo a su cara cubierta por una máscara de crema blanca. Una de la tarde, sí, mucho sol, sí, pero estaban en el interior de la vivienda asaltada.
–Bien hecho, Sosa.
El otro asintió, desviando el rostro, un tanto embarazoso el piropo delante de tres uniformados. La morocha Gutiérrez entrevistaba a los amantes, tardaría en volver. Las veinteañeras estaban tendidas en un sillón de almohadones gastados, con ojeras, sin hablar. Junto a Sosa, había acudido al llamado Marisa Ríos, ambos destacados en el balneario vecino. Marisa estudiaba la pequeña vivienda, casi metida en el bosque de Villa del Carmen; sostenía un papel donde estaba detallado lo robado. La estancia mostraba los cajones de los aparadores volcados, la mercadería sobre la mesada, los paquetes rotos. La única habitación era un caos de ropas esparcidas por doquier, colchón rasgado y tramos de ropero desarmados. En el baño habían desmontado el botiquín.
Hughman llamó a los agentes restantes, dos varones, y los envió a interrogar vecinos. En la zona, las casas estaban metidas entre los árboles, separadas entre sí. Poca información resultaría de esa pesquisa. El inglés le indicó a Sosa que permaneciera en la casa, y se llevó aparte a Marisa. A la sombra de unos altos pinos, sobre el césped del jardín delantero, Hughman respiró con ganas. Las supuestas vacaciones pagas del operativo Sol se estaban convirtiendo en una tarea ardua.
–¿Pidieron científica?
–Sí, Sosa pidió científica, pero tardarán, es domingo…
La científica tampoco hallaría pistas, sobre el césped no se recogerían huellas. Hughman se acercó a un macizo de gardenias en flor. La agente Ríos lo siguió con sus pasos cortos, su andar de brazos abiertos. Al inglés no le interesaba su figura sino sus apreciaciones, las mujeres son más observadoras que los hombres, en especial que uno como Sosa, más preocupado por el daño que le pudiera causar el sol que por abrir bien los ojos.
–¿Tenés la lista de faltantes?
–Dos notebooks, de pantalla grande, última generación. Cuatro mil dólares y cinco mil pesos en efectivo. Dos tarjetas de crédito, Visa. Un collar de perlas y un juego de aros con rubíes. Y un montón de ropa carísima.
–No declararon los celulares porque no podían justificar las llamadas. Decime, ¿vinieron ustedes antes que la pareja de esta villa?
–Sí, llamaron al 911 y nos mandaron. Pensamos que ya habían llegado los chicos de acá, pero los encontramos haciendo la ronda y no estaban enterados.
Error en la comisaría, en Güemes, donde se recibían los llamados a emergencias. ¿Por qué la mujer no había salido corriendo al encontrarse todo dado vuelta, pidiendo a gritos la policía? Reservaba el momento de enfrentarlas, quería tener más datos. Sabía que no tenían muchos escrúpulos a la hora de irse a la cama, una de ellas había descripto a su amante como “cuarentón”. Repasó las hojas, Rafaela tenía veintidós y Andrea veintiuno. No cerraba. Marisa se dedicó a contemplar el bosque, del otro lado de la callejuela de tierra.
–Llamame a los chicos de villa del Carmen.
Marisa se apartó y usó su radio. Hughman revisó el teléfono, no había llamadas de Gutiérrez; la morocha tenía cancha, se contactaría por celular, no por radio. Los jóvenes se cuadraron, con sus boinas celestes colocadas. Uno tenía tatuada una cruz en el cuello, el otro iba rapado por completo. No superaban el metro setenta, pero el tatuado era musculoso, el pecho inflado como si llevara un acolchado. Le informaron que habían recorrido dos manzanas sin hallar vecinos en casa, como resultaba esperable a esa hora.
–Se han pasado el verano patrullando la villa, ¿qué me dicen de estas chicas?
Eran dos mujeres que no pasarían desapercibidas en Miami o Cancún, que decir de una villa con sólo dos paradores. Por el bronceado que lucían, no se perderían un día de playa. El tatuado comenzó.
–No sé bien cuando llegaron porque tuve franco el fin de semana pasado, pero el lunes ya estaban acá. Van a la playa pública, después del mediodía, la que está acá derecho, en contacto con el bosque.
–¿Solas?
–Siempre las vi solas, pero…
Buscó confirmación en el rapado.
–Sí, solas. Por las tardes están en la costanera, bebiendo tragos, se ve que les gusta la noche.
Les agradeció y los envió de nuevo a su ronda. Al atardecer enviaría una nueva patrulla por testimonios; pero si se habían marchado a la playa, era obvio que los vecinos no estaban preocupados, ergo, ni enterados del robo. ¿Qué había de fondo?; las pérdidas declaradas estaban infladas, pero no podía asegurar que fuera un robo fraguado. ¿Para qué?, ¿para quién? Llamó Gutiérrez. Los amantes confirmaron las declaraciones, negaron pagar por estar con las jóvenes. El inglés sonrió, la morocha había sospechado lo mismo que él. Petegui afirmó que estaban despiertos cuando llamó Rafaela.
–Gracias Gutiérrez, así que no pagaron… ¿El Petegui tiene estampa para estar con una potra de lujo?
–Para nada, es un paisano gordinflón, anda de bombachas y boina vasca. No pagaron, ja, ja, y yo soy la reina del Nilo.
Podría serlo, pensó el inglés, recordando los pechos que el uniforme tan bien le resaltaba. Cortó. La incoherencia, Rafaela diciendo que había despertado a su amiga cuando los amantes dijeron estar ya despiertos, no hacía al fondo de las cosas, pero era lo único que tenía para desmontar la maniobra de esas dos. Pidió a Sosa y a Ríos que lo dejaran a solas y se enfrentó a las muchachas.
–¿Encontraron algo? –preguntó Rafaela; tenía sus piernas cruzadas, vestida con simpleza, un pantalón de gimnasia y una musculosa, la cara lavada.
Andrea se adelantó en el sillón, irguiéndose. Iba de short y ojotas, remera escotada. La casa era calurosa, pese a estar a la sombra; los mismos árboles interceptaban la brisa y generaban una pesadez húmeda. Andrea tenía ojos vivaces, pestañas largas, imposible pegarla un tipo como el descripto por Gutiérrez.
–Señoritas, me temo que hemos descubierto su mentira. ¿Están enteradas de las penas previstas para una falsa denuncia?
Rafaela brincó, se soltó la melena castaña y alzo su dedo. Andrea escondió la cabeza entre sus manos.
–¡Lo único que falta! Nos asaltan y nos tratan de mentirosas. Típico de esta policía incapaz que tenemos.
–Tranquilícese y no agregue desacato a su lista de delitos.
–Lista de… ¡decile, Andrea!
Andrea no dijo; Rafaela la miró y comprendió que su actuación estaba terminada.
–¡Pelotuda! ¿Qué vamos a hacer, ahora?
Perdió ella la compostura y se arrojó de cara contra el sillón. Lloraba. Andrea sostuvo la mirada del inglés.
–¿Sería mucho pedirle que lo dejara pasar? Podríamos…
–¿De qué nos sirve que lo deje pasar? –salió por un segundo Rafaela de su pozo, luego volvió a hundirse.
–Si me explican la situación…
–Queríamos tener unas vacaciones, zafar un poco, respirar. Les dijimos que unos tipos nos pagaron cinco mil dólares para pasar con ellos diez días acá. La casa es de un cliente de Rafaela, uno de confianza. La idea era descansar… y para eso precisábamos que nos robaran el dinero…
Hughman sintió un ardor recorriendo su tubo digestivo. “Les”. Andrea habló de sus explotadores, sus métodos, de la tarde que pasaron revolviendo la casa para simular el robo. El inglés no tenía armas contra esas basuras que las explotaban. Recogió las hojas con los testimonios, las denuncias. ¿Los amantes estaban metidos?; no, las chicas habían aprovechado para hacerse unos pesos, no creyó que fueran gratis con ellos para hacer más creíble su historia.
–No se preocupen –les dijo–. El robo será tratado como tal.
Salió sin aguardar respuesta, temiendo cambiar de idea. Reunió a su gente. Tenían fotos y testimonios, suficiente. Un robo sin resolver no sería una mancha importante, el periodismo no se había enterado. Ríos armaría el expediente que moriría en un cajón del juzgado de Güemes. Los agentes se despidieron. El inglés subió a su auto, bajo las copas verdes de la arboleda, lamentando que la historia de las chicas hubiera quitado beatitud al paisaje.
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