Retrato de un maleficio de Ahmed Oubali (Casi una novela corta)
Retrato de un maleⅎᴉɔᴉo
Por Ahmed Oubali
La mente en sí misma puede hacer un cielo del infierno
o un infierno del cielo. J. MILTON.
Dramatis Personae.
Aida Benyúsuf y Samir El Hakim: matrimonio en peligro de muerte.
Kamal: hijo de Aida, muerto ahogado.
Kamal 2: fantasma del hijo ahogado.
Sundus Benani: farmacéutica, amiga de Aida.
Farid Benmusa: contable de la empresa del matrimonio.
Latifa Belgad: criada de la pareja, aficionada a la magia negra.
Naila Brahim: médium.
Abdulah Mutawakil: exorcista.
Salim Cherkaoui: psiquiatra.
Madani Khalil: inspector de policía.
Abdenúr Mesrar: exmarido de Aida, exconvicto.
La acción transcurre en Berrechid y los alrededores.
SINOPSIS. Una encantadora pareja (Aida y Samir) vive felizmente hasta que empiezan a suceder sórdidos acontecimientos programados para aniquilarlos. Su felicidad es amenazada por enemigos invisibles, retratados en la figura de un maleficio diabólico que acecha, sembrando miedo y muerte. Sus amigos (un contable y una farmacéutica) intervienen en la trama para ayudarlos, echando mano de todos los recursos legales, incluso las artimañas y argucias inimaginables, como los médiums y la acción violenta. Pero la lucha contra un cerebro poderoso e inteligente está destinada al fracaso, máxime cuando la conspiración está cronometrada como una infernal bomba de relojería.
UNO.
ERA la primera mañana de septiembre, pura y resplandeciente. La cálida luminosidad se derramaba sobre la nueva localidad turística de Berrechid. La temperatura rondaba los veintipocos grados y el aire estaba impregnado de una frescura inhabitual. Por ser un viernes, la gente se preparaba tempranamente para la oración mayor colectiva del mediodía. Un día especial también para visitar a los familiares y los enfermos, recordar a los muertos y ayudar a los necesitados.
Una mujer aparcó su Mercedes todoterreno, color gris claro, cerca del hospital estatal, se apeó y tomó un largo sendero que serpenteaba por la exuberante vegetación del parque público, en dirección al cementerio. Aida Benyúsuf aparentaba menos de cuarenta años y su silueta recordaba la de una hermosa y deslumbrante modelo de alta costura. Vestía un traje azul de verano, un blazer y una falda ajustados y, para la ocasión, un velo le ocultaba el oscuro y ondulado cabello. Era morena, de piernas largas, una boca de labios perfectos, cintura estrecha y caderas suavemente redondeadas. Lucía zapatos verdes de tacón y su aspecto general sugería honradez, nobleza y respeto.
En el portal del cementerio, por donde salían y entraban los visitantes, un agitado grupo de mendigos, niños y adultos, salmodiaban algunas aleyas del Corán y, al ver a la mujer acercarse, se precipitaron hacia ella, como moscas atraídas por la luz ultravioleta. Distribuyó generosas limosnas, como en otras ocasiones, y continuó su decidida caminata hasta encontrar dos tumbas, una pequeña, la de su hijo Kamal, de ocho años, muerto ahogado en la playa el pasado fin de junio, y otra grande, la de su madre, fallecida recientemente. Se arrodilló ante ambas lápidas con forma redonda y suplicó a Dios, pidiendo misericordia, por las almas de sus dos únicos seres queridos. Algunos pájaros, que trinaban ruidosamente alrededor, cesaron su canto y emprendieron el vuelo, en señal de respeto a la mujer afligida. Aida murmuró una larga y fervorosa oración, interrumpida por algunos sollozos. El cementerio es el lugar metafórico más implacable e inexorable de la muerte que acecha por doquier, destruyendo vidas ciegamente y sin reparo alguno, la prueba concreta y desbaratadora de que cada ser es una ficción, dada la absurda brevedad de su vida. Por eso a Aida no le importaba la muerte como tal, puesto que formaba parte de la vida en tanto como ciclo natural inexorable. Lo que sí le dolía y revolvía las tripas era ver morir a niños inocentes y sobre todo en circunstancias trágicas. Niños sin hogar ni comida. Niños víctimas de todo tipo de maldades y vejaciones. ¡Cómo puede un Ser supremo permitir semejante injusticia! Era absurdo.
Un repentino sonido estridente como el batir de unas alas diminutas la sacó de su ensimismamiento. No, no era un pájaro. La vibración provenía de su bolso. Era su móvil, un grueso Alcatel. Lo sacó, levantó la tapa para ver la pantalla e identificar la llamada entrante: no había número. Contacto desconocido. Atendió la llamada, diciendo en árabe: «¿quién es?». Ninguna voz al otro lado de la línea. Ninguna respiración. Entonces colgó, adivinando quién llamaba de esa forma. Era su exmarido, Abdenúr Mesrar. La primera vez que llamó identificándose, fue poco después del funeral del niño, para responsabilizarla de su muerte. ¿Qué pretendía ahora? ¿Amargarle la vida después de que ella lo denunciara por violencia de género? De pronto acudieron a su mente imágenes atropelladas de su pasado tenebroso con ese individuo, imágenes desfilando a cámara lenta y en desorden.
Lo había conocido ocho años atrás, en una discoteca cerca de la Puerta del Sol, mientras él buscaba ayuda para evitar que lo expulsaran del país. La historia banal del inmigrante clandestino cazapapeles y cazadotes. De estos que llegan a España muertos de hambre y asco, conocen a una mujer rica y creen haber encontrado a la gallina de los huevos de oro. Ella había superado con agallas esa dura etapa, su época de vacas flacas, pero lo hizo de otra forma, sudando la gota gorda, acumulando bastante hiel en su corazón, venciendo penas, amargura y desabrimiento. Se asimiló luego a la población y efectuó trabajos decentes y honestos. Se graduó finalmente en empresariales y, tras invertir sus pequeños ahorros en las máquinas tragaperras, alcanzó una posición social envidiable. Aprendió a ser pragmática y perfeccionista hasta la exageración, pero sin ser engreída de sí misma ni receptiva a las lisonjas. Supo asir las mejores ocasiones, luchando en aras de un futuro glorioso. Y tuvo suerte y éxito. Al principio ayudó al joven a ser un perfecto gentleman. Le enseñó las buenas maneras, a vestir pulcramente y expresarse como un hombre de mundo. Terminó agradando a los amigos con su rostro afable y reflexivo, su amplia frente que denotaba gran inteligencia. Se casaron por amor. Pero poco después de nacer el niño, la relación empezó a flaquear y ocurrió lo que habitualmente provoca una mente enferma. Dejó primero el trabajo para dedicarse a holgazanear, arguyendo tener una mujer adinerada. A Aida se le cayó el alma a los pies al descubrir que él se había transformado paulatinamente en una sanguijuela, decidida a chuparle la sangre. Empezó a frecuentar bares y prostíbulos, a empinar tempranamente el codo para llegar tarde a casa, apestando a alcohol, antes de cambiar por completo de comportamiento: radicalizarse y condenar la cultura y la civilización del país anfitrión, España, país que le había dado techo, trabajo y comida. Esa era su forma de escurrir el bulto. No daba abasto. Luego su físico cambió como por arte de magia; del chico afable que fue pasó a adquirir la fisionomía de un verdadero psicópata: mandíbula prominente, hendiduras en las sienes, nariz de toro, frente retraída, cejas espesas unidas y labios gruesos. Sus ojos relampagueaban sin cesar, su mirada tornó a ser esquiva y su temperamento, dominante y autoritario.
Una lóbrega noche, como las que solo ocurren en las películas de terror, volvía de la mezquita, furioso, con una espantosa expresión de odio dominando sus rasgos y se armó la de San Quintín: decretó que ella tenía que cambiar de comportamiento, cortar sus relaciones sociales con los europeos infieles, llevar el velo y dar instrucción exclusivamente coránica al niño. En caso contrario, él se casaría con otras mujeres, sin repudiarla a ella, y se llevaría al niño al pueblo. Aida era consciente de que la línea que separaba la cordura y la locura ya no existía para él. Sabía que discutir era como caminar en la cuerda floja sobre un precipicio y para salvar el matrimonio, por el bien de su hijo, pensó en agarrar al toro por los cuernos y evitar elegir entre Escila y Caribdis. Inspiró hondo e intentó bajarle los humos, mostrándole que podrían encontrar un compromiso, una sensata dirección a tomar. De nada le sirvió. Él alzó súbitamente el brazo y, con ojeriza desmesurada, lo lanzó hacia delante, descargando un golpe seco y fulminante en su mejilla. Se oyó un crujido como cuando se rompe un hueso. Aida cayó al suelo, semiinconsciente, mientras que en su rostro aparecía una hinchazón, estropeándole el ojo izquierdo. Aprovechando su corta ausencia en la cocina, donde probablemente fue a buscar un cuchillo para degollarla, Aida se incorporó penosamente, envarada y atribulada y logró escapar, saliendo a la calle, ataviada en su pijama. Terminó refugiándose a desgana en un hotelucho de tercera categoría donde rogó al recepcionista que avisara a la policía y llamara a un médico, antes de zozobrar en un shock anafiláctico. Poco después Aida obtuvo el divorcio y la custodia del niño y Abdenúr fue condenado a dos años de prisión por violencia de género y luego a cuatro, por delito de incitación al odio. Aquel matrimonio había puesto su vida patas arriba. Pero esa etapa tenebrosa de su vida era ahora agua pasada. Se volvió a casar a principios de junio y todo parecía salir a pedir de boca, hasta que él apareció bruscamente, como si surgiera de una macabra pesadilla, pidiendo ver al niño. Le concedió la visita por toda una tarde. Pocos días después, mientras su marido estaba en Marrakech por negocios, ella y el niño fueron a Sidi Rahal a tomar un baño de sol. La playa estaba muy concurrida y en un momento de descuido, el niño había desaparecido, engullido por las olas. Un lacerante escalofrío le recorrió la médula espinal al pensar que él pudiese haber estado detrás de ese naufragio. Descartó no obstante la idea, por ser tan monstruosa. En agosto pasado fallecía su madre, al resbalar por las escaleras. ¿Coincidencias? Fuera como fuese, la reaparición de su exmarido era malévola.
Una voz pronunciando su nombre la hizo volver al presente. Era su amiga Sundus Benani, que conoció hacía poco en su farmacia. Aida agitó una mano en señal de saludo y la observó acercándose. Rondaba los treinta y cinco años, era alta, delgada, nariz respingona, no muy hermosa, pero sí guapa y llena de sensualidad. Tenía el pelo rubio y largo, cubierto por un velo, y los ojos garzos e intensos. Vestía una blusa verde oliva donde anidaban unos senos generosos. Su pantalón se ceñía fuertemente a la altura de sus caderas anchas, haciendo destacar unas nalgas incitadoras.
—¡Sundus! ¡Vaya sorpresa!
—¡Hola, Aida! ¿Qué tal?
—Pues aquí, visitando a mis queridos muertos.
—Los míos están en Marrakech. Vivo en Casablanca con mi madre y aquí solo tengo a mi farmacia, como sabes. Y los viernes suelo acudir a dar limosna a los necesitados. Algunos te persiguen como una jauría de tiburones hambrientos, pero no importa, se merecen esta ayuda.
Al salir del cementerio, se quitaron el velo y siguieron comentando cosas. De pronto las abordó una anciana, proponiendo vaticinarles el futuro. Era una obesa de cabello ralo y negro despeinado, ojos castaños saltones y fríos, gruesa nariz y boca redonda por ser desdentada:
—¡Soy Naila Brahim, la vidente más sabia del país! —declaró solemne y teatralmente, luego añadió, alzando la cabeza y mirando encima del hombro, como si temiera que fuerzas malignas la escucharan—: También soy médium.
Las dos mujeres, sorprendidas e hipnotizadas por la mirada fija y dominante de la anciana, se miraron sin comprender.
—Perdone —apuntó Sundus—, no sabía que hubiera una diferencia entre vidente y médium.
—Una diferencia enorme, querida señorita —aclaró con orgullo—: Una vidente solo es capaz de conocer el pasado de una persona y ver su futuro para mejorar el presente. En cambio, una médium, además de ser vidente, está dotada de facultades paranormales especiales que le permiten entrar en contacto directo con los muertos y los espíritus.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Aida. Sintió una fuerte punzada en el pecho al pensar que podría comunicar con su hijo Kamal. Esperó unos segundos y declaró, con repulsa:
—No, gracias, no me interesa.
—Pero a mí sí que me ha picado la curiosidad. Quiero probar. Por lo menos saber el futuro.
—Tengo la tienda de consulta muy cerca, si quieren acompañarme.
Aida asintió a regañadientes y momentos después ella y su amiga se inclinaron para entrar en una pequeña tienda de campaña familiar y se sentaron en la alfombra en postura del diamante, alrededor de una mesa, siguiendo las instrucciones de la anciana.
—Para prevenir maleficios —expuso—, yo recibo el poder directamente de nuestro señor el profeta Sulaimán a quien Dios Todopoderoso dio la capacidad de hablar con animales y genios y de poseer una sabiduría total. —Hizo una pausa y observó a Sundus—: Deme su fecha de nacimiento y deje que le coja las manos para interpretar los flujos energéticos de su cuerpo y mente —murmuró algunas aleyas, los ojos cerrados, luego añadió—: Soltera, hija única, tres hermanos casados, buena situación económica, futuro resplandeciente. —Abrió luego los ojos y concluyó—: La felicito, una mujer sin problemas. Y ahora le toca a usted —prosiguió, dirigiéndose a Aida.
—¡Oh! No, yo, de veras, no quiero.
—Venga. Es solo un momento.
Desprevenida, Aida vio presas sus manos en las de la anciana quien, los ojos cerrados de nuevo, murmuró:
—Fuerte personalidad, huérfana, casada dos veces… un pasado tormentoso… un niño… Sí, veo que a usted le hicieron mucho daño.
Se calló bruscamente y liberó las manos de Aida, como si soltara una barra de hierro candente. El silencio que siguió era tan absoluto que se podía oír el zumbido de las moscas al volar alrededor de la abertura de la tienda. Las dos mujeres tenían la vista clavada en la anciana, esperando que hablara.
—Hija mía —sentenció al final—, intuyo que alguien intenta hacerte mucho daño. Ignoro quien es, lo que sé con certeza es que es muy peligroso. Necesito otra sesión para descubrir más.
Aida se levantó, sobresaltada y pálida, apoyándose en el brazo de Sundus. Pagaron a la vieja y salieron sin más.
—No lo tomes en serio, mujer —aconsejó Sundus, mientras caminaban por el parque, en dirección al centro—. Al fin y al cabo, todos tenemos enemigos. Lo que urge hacer es evitarlos y si molestan, denunciarlos a la policía, ¿no es verdad?
—Tienes razón, querida… —Se interrumpió y señaló con la mano—: Mira, la calle donde aparqué está cubierta con esteras y tapetes para la oración del mediodía. La gente, por no encontrar sitio en la mezquita, reza en la calle. Lo que quiere decir también que no dispondré de mi coche hasta después de la oración.
—Lo mismo te digo. Todas las calles colindantes a la mezquita estarán bloqueadas. Mira, allí enfrente hay un salón de té con terraza, podemos tomar algo fresco mientras dure la oración.
—Buena idea. Lo necesito, después de esa malograda premonición.
Cruzaron la calle y entraron a la terraza de la cafetería donde se acomodaron y pidieron dos zumos de naranja.
Poco después de llegar el camarero con los pedidos, el móvil de Aida empezó a vibrar. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era su marido. Desplegó la antena, pulsó un botón y contestó:
—Hola, cariño. Sí, ya he visitado el cementerio y ahora estoy con una amiga en el café La Tulipe, enfrente de Correos. ¿Qué? Vale, dentro de media hora. —Colgó y, viendo que su amiga observaba el móvil, comentó—: Es enorme ¿verdad? Parece un Talky Walky. Bueno, yo lo utilizo para la empresa.
—Sé que es la primera generación de móviles que nos llega al país —comentó Sundus—. Yo pienso comprarme un Nokia sin antena y con posibilidad de mandar varios mensajes. Son muy prácticos, en efecto. Bien, tengo que dejarte, ya que viene tu marido y yo no quiero molestar.
—No me molestas en absoluto. Él y el contable han ido esta mañana a Casablanca a entregar los pedidos de clientes.
—Según me dijiste, vives aquí.
—Sí. Tengo alquilado un apartamento en la residencia Les Orangers, desde que me casé. Pero tengo en construcción un pequeño chalet en Sidi Rahal.
—Y estás por algún negocio, claro.
—Sí. Dirijo un taller de confección textil en el nuevo polígono industrial. Fabricamos una amplia variedad de artículos, ropa de vestir y para trabajo, tapicería, jeans, toldos…
—¡Enhorabuena! ¿Todo esto lo diriges tú sola?
—¡Qué va! Somos cuatro directivos. Yo me ocupo de la administración general y mi marido lleva el servicio de las ventas y compras; la secretaria se encarga de la publicidad y comunicación y el contable, de las finanzas. Un poquitín más complicado que regentar una farmacia, ¿no?
—En efecto, yo no tengo tanta responsabilidad.
—¿Alguna relación seria?
—No. Me quedé algo frustrada desde que tuve una agresión sexual en la universidad.
—¡Cuánto lo siento!
—No es para tanto. Hasta me dio lástima el agresor. Yo llevaba entonces una bomba lacrimógena y le bañé los ojos de laca y lo dejé ciego y con el rabo entre las piernas.
—Te felicito por ello. Se lo merecía. Por cierto, ya que los temas vienen a colación —concedió, guiñándole un ojo—, nuestro contable está soltero por si quieres «echarle el guante», metafóricamente hablando, claro. Él me había cortejado antes, pero cuando supo que estaba casada me felicitó y me mostró mucho respeto.
—¿Cómo es él?
Aida no contestó porque en ese momento su atención se centró en dos hombres que cruzaban la calle en dirección de la terraza.
—Mira, allí viene mi marido, llevando un paquete envuelto en papel amarillo. El hombre alto que lo acompaña es nuestro contable.
Sundus observó a ambos hombres acercarse. El esposo, Samir El Hakim, representaba por excelencia la imagen del empresario aburguesado y adinerado, con una personalidad fuerte. Vestía un traje gris oscuro de raya. Llevaba el pelo cortado al rape, estilo Telly Savalas, tez morena, ojos vivarachos, nariz aguileña, dientes tan blancos y relucientes como su camisa. El contable, Farid Benmusa, era un hombre de complexión robusta, rostro afable, ojos marrones pensativos, pelo negro repeinado, sonrisa contagiosa y llena de magnetismo, muy pulcro con su apariencia: lucía un traje de sastre diplomático en acorde con su profesión. Como Samir, él parecía tener también ese raro sexto sentido orientado a manejar los tejes y manejes de los negocios.
Las dos amigas se levantaron al llegar ellos y Aida hizo las presentaciones de rigor, antes de volver a sentarse.
Tras presentarse con deferencia al esposo de Aida, Sundus sondeó con sus ojos garzos los marrones del contable. Él hizo lo mismo. Se hizo un silencio incómodo. Luego él la obsequió con una sonrisa afable, pero empalagosa, extendiéndole la mano que ella estrechó con fruición. Advirtió los dedos largos y finos, la muñeca delgada y el interés evidente que había en su apretón.
—Encantada —dijo, sonriendo con gentileza, tardando en soltar su mano.
—El placer es todo mío —replicó él, con una sonrisa felina, la voz suave y atractiva.
Sundus inspiró hondo antes de fijar los ojos en los de Aida. Su mirada despidió un fugaz brillo de complicidad al captar el imperceptible guiño que esta le hizo. Al marido le escapó esta discreta y corta parafernalia porque estaba chasqueando los dedos en dirección del camarero. Este acudió de inmediato mostrando buenas maneras y trato cortés y ambos hombres pidieron también zumo de naranja.
Samir sacó un Marlboro, dando unos golpecitos en el paquete, se lo llevó a los labios, lo encendió, dio una calada y rio como un niño, expulsando el humo.
—Bueno —sondeó, mirando a su esposa con una misteriosa sonrisa en los labios—, a que no adivinas qué contiene este paquete regalo que te traigo.
—Ni idea, me tienes en ascuas. ¿Qué es, cariño? —preguntó, ansiosa, el entrecejo fruncido.
Se movieron todos en sus sillas, cambiando de postura e inspirando hondo. Cuando desanudó el paquete y levantó la tapa, se quedaron todos boquiabiertos y con unos ojos como platos: era un flamante reloj de pared circular con péndulo, fabricado con metal y madera, con protección frontal en vidrio.
—¡Qué maravilla de reloj! Gracias —exclamó la esposa, dándole un beso.
—Vale una fortuna. Me lo vendió el famoso anticuario Mulay Ali, en Derb Guelaf.
—¡Enhorabuena! —indicó Sundus—. Es muy original.
En ese momento sonaron los estridentes y ensordecedores altavoces de varias mezquitas, llamando a la oración y las calles se llenaron repentinamente de multitudes de gente para el rezo.
* * *
La residencia privada Les Orangers, rodeada de bellos jardines y de césped de color verde brillante, puntuado con árboles, constaba de ocho edificios de tres plantas con ascensor, algunas con doble fachada, provistas de terrazas con cristaleras dando a una enorme piscina ovalada en el centro, bordeada de ladrillos y losetas. Se accedía a la mansión por dos entradas: el portal principal, con cámara de seguridad y un guardia y las dos puertas basculantes del garaje subterráneo, situado en la parte posterior, al abrigo de las miradas indiscretas.
Aida y su marido tomaron el ascensor y subieron al tercer piso. Les abrió la criada, Latifa Belgad, una despampanante joven de 16 años, alta, pelirroja, divorciada, pecho voluminoso y labios carnosos, algo desgarbada, mirada perversa y dominante que contrastaba con su aspecto de una muchacha sumisa y humilde.
—La comida está servida en la terraza, señora —apuntó, satisfecha, luego añadió—: Aún no son las cinco, pero ¿puedo retirarme, señora?
—Sí. Latifa, puedes irte. Veo que la casa reluce de limpieza y orden. Ven mañana a las 10 y no a las 9. Iremos de compra al zoco semanal.
Apenas se hubo marchado la sirvienta, Samir desempaquetó el reloj y buscó un sitio idóneo para colgarlo. Pensó en el corredor, donde haría juego con los cuadros y los espejos. Pero este formaba un hall independiente oculto al comedor y a las demás habitaciones, y Aida quería que quedara ampliamente expuesto. Por eso le indicó un punto en el salón moderno, a la altura del ala izquierda de la biblioteca, a pocos centímetros encima del tocadiscos automático que había comprado en Madrid. El aparato contenía una lista heterogénea impresionante de las mejores canciones clásicas románticas. No llevaba ranura para monedas. Bastaba con seleccionar un nombre y pulsar un botón. Aida presionó uno y la voz lírica e inmortal de Rita Hayworth resonó en la estancia, interpretando «Amado mío«. Mientras escuchaba, daba un vistazo por las habitaciones. Estas estaban todas decoradas con muebles caros y delicados. El salón moderno con sillones color gris azulado y el tradicional, con mtarbas color amarillo y violeta, ambos con alfombras persas, vitrinas con rebuscada porcelana y lienzos de naturaleza muerta, presidiendo la estancia. El comedor quedaba opuesto a ambos salones, abriendo paso a la cocina. Consistía en una gran mesa de cristal transparente, un mueble a medida donde estaba empotrada la televisión y una lacena para bar. El dormitorio y las dos habitaciones para invitados eran cuadrados, de paredes blancas y con finas alfombras verdes de tejido sintético, cubriendo el suelo.
Momentos después, marido y esposa se desnudaron y entraron al cuarto de baño. Al mismo tiempo que dejaba correr el agua de la ducha, él le acarició su pubis afeitado, suave y tierno, sin dejar de observar su cuerpo esbelto, su pecho turgente y rechoncho y su vientre liso y firme. Se besaron voluptuosamente como dos enamorados y sus lenguas se abrieron paso en sus bocas, saboreando el aroma salado de sus labios.
—Llevo una eternidad en el dique seco por tu regla, nena —le susurró al oído, resollando.
—Esta noche, mi amor… —murmuró ella, excitada, devolviéndole los besos.
Cuando hubieron terminado de ducharse, se pusieron sus respectivas batas y pasaron a la amplia terraza, saliendo por el dormitorio. Admiraron primero el lejano y doble paisaje, rural al oeste y urbano al este. Luego observaron la piscina. Allá abajo, los rayos cálidos del sol se reflejaban en las aguas cristalinas y centelleantes donde nadaban varias personas. Muchas familias seguían disfrutando de la tarde, instaladas cómodamente debajo de los parasoles. Soplaba una leve brisa que algunos gorriones aprovecharon para iniciar su flirteo en pleno vuelo. En medio de la mesa había un enorme tayín o recipiente de cerámica con tapa de forma cónica. A ambos lados, los cubiertos estaban colocados junto a los platos según el decálogo de los modales en la mesa que Aida había enseñado a la criada: a la derecha, la cuchara y el cuchillo, con el filo mirando hacia el plato, y el tenedor a la izquierda, con las puntas hacia arriba. Los cubiertos de postre, en la parte superior del plato. El mantel y las servilletas bien limpias. Y no se debía olvidar, por supuesto, servir la comida por la izquierda del comensal y retirar los platos por la derecha.
—Voy a ver qué sorpresa nos ha preparado hoy mi amada esposa —sondeó, levantando la tapa del tayín y, al ver el contenido, soltó un «uaaaw» de admiración.
Eran muslos de pollo con almendras y limón, cocidos con aceite de oliva y bañados en la salsa Ras Alhanut.
—¡Dios mío! ¡Qué bien huele! ¿Cuántas especias contiene?
—Cilantro, cúrcuma, jengibre, pimentón, canela en rama, nuez moscada, cardamomo, comino, además del ajo, cebolla, perejil y frutos secos.
—Cada día preparas un plato nuevo, querida, además de la ética asombrosa con que llevas la casa. Eres una artista con gustos sibaritas y yo soy el marido más afortunado del mundo.
Ella le sonrió, complacida, guiñándole un ojo:
—Son veinte años de vida en España, tesoro.
Y, sin más comentarios, comenzaron a comer tranquila y cómodamente.
Cuando terminaron, pasaron al salón a tomar café, escuchar música andalusí y comentar asuntos laborales.
—¿Bueno, qué tal tu viaje por Casablanca?
—Fructífero, Aida. Nos han triplicado los pedidos y tenemos posibilidad de exportar nuestros productos a África, además de España.
—¡Qué buena noticia! —exclamó ella, dándole un beso—. Esto nos va a deparar pingües ganancias. Tenemos que ampliar nuestros locales y la plantilla del personal obrero.
—Así es, encanto. Lunes convocaremos una reunión en el taller para estudiar el proyecto.
—Estupendo. ¿Y las obras del chalet?
—He pagado al capataz la mensualidad de los obreros. Faltan solo los acabados. Calculo que nos mudaremos a finales del mes.
En ese momento sonó el móvil de Aida. Miró la pantalla. Llamada privada. Sin número. Mueca de desagrado y profundo asco en su rostro. Hizo ademán de guardarlo sin contestar, pero Samir se lo arrebató, desfigurado por la ira, y vociferó:
—Miserable, sinvergüenza, cobarde de mierda, acosando a una mujer inocente, y casada —gritaba el esposo, al borde de la consternación—. Daré aviso a la policía mañana mismo.
Y colgó, soltando unas obscenas pullas que resonaron en toda la vivienda.
Aida se echó en sus brazos, sollozando, abatida.
Sonó entonces el teléfono fijo. Era Farid. Pedía una partida de dominó. Samir aceptó. Colgó, cambió de ropa y salió, dejando sola a Aida.
«Una siesta reparadora me vendría bien», se dijo la mujer. Se reclinó en el sofá, estirando las piernas, y cerró los ojos.
Como no lograba dormir, se puso a rebobinar los acontecimientos del día. Mientras lo hacía, le pareció oír la voz de un niño pidiendo socorro:
«¿Mamá, dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?», repetía la frase como en una letanía.
Aida abrió los ojos para decidir si aquello era producto de su propia imaginación o si era real.
«¿Mamá, dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?», decía el niño.
No, no era un sueño. Pero ¿de dónde provenía la voz? ¿Del pasillo? ¿De la cocina o del balcón? No podía saberlo. Parecía que emanaba de todas las paredes. Pensó un instante en el fantasma de su hijo muerto y aquello le provocó un dolor agudo en el pecho, con taquicardia y parestesia. Y una sensación de ahogo y de sequedad en la boca se apoderó de ella. Se levantó, azorada, intuyendo que algo pavoroso se avecinaba, el rostro reflejando un desmesurado terror, como si estuviera a punto de caer en las llamas del mismo infierno. De su frente bajaba ahora un sudor frío. Reprimió un espantoso alarido. Retrocedió hacia el dormitorio, buscó el móvil y con manos temblorosas llamó a su marido. Este llegó poco después, tiempo que le pareció a ella una eternidad.
—¿Aida, qué ha ocurrido? ¡Pero si estás cadavérica! —se quejó, cariacontecido.
—Cariño, pensarás que estoy loca, pero he oído a un niño pidiendo socorro —repuso, agotada—. Parecía la voz de mi hijo.
—Tranquilízate, mujer. Voy a aclarar esto ahora mismo.
Con una acuciante curiosidad, Samir empezó a inspeccionar toda la casa, cada habitación. Entró a la cocina y de allí salió al balcón, luego volvió al salón. Nada. Salió al rellano y vio que todo estaba desierto. Miró por la escalera de incendios. Ni un alma entraba o salía. El único ruido que se oía era el tic tac del péndulo que hacía sonar las nueve, el lejano croar de las ranas y el zumbido de los insectos.
Volvió a tomarla en sus brazos y a calmarla.
—Todo se explica, mi vida. Has pensado en lo que has hecho hoy en el cementerio, con la médium y luego esas llamadas de mierda de tu ex. Tenías metido todo esto entre ceja y ceja y tu imaginación te ha jugado una mala pasada. Así que quítate esa ridícula idea de que tienes un brote psicótico.
—Samir, qué hubiera sido de mí sin tu apoyo. Doy gracias a Dios por tenerte a mi lado.
La tomó de nuevo en sus brazos y besó con ternura sus labios sensuales y perfilados. El beso le provocó un chispazo en todo el cuerpo, sus piernas flaquearon y se dejó caer en sus brazos. Él la llevó en volandas a la cama donde se desnudaron apresuradamente. Le arrancó sus finas braguitas bikini, color fucsia y de suave encaje, pellizcando las nalgas y luego el clítoris, y sus sexos se acoplaron en un armonioso y frenético movimiento. Hicieron el amor con cariño y luego con furia, toda la noche, hasta que la supuesta e imaginada llamada del niño fantasma se borró por completo y se perdió en el olvido. Luego durmieron como unas felices marmotas.
DOS.
Al día siguiente, hacía un tiempo fresco y despejado. Latifa llegó a la hora convenida y Samir le abrió la puerta.
—Aida ha ido a hacer footing muy temprano. Está por llegar. Prepara el desayuno mientras yo me ducho.
—Sí, señor —asintió la criada, muy circunspecta.
Ya en la cocina, puso el agua a hervir y echó unas cucharadas de café molido en el fondo de la cafetera. Café solo para el señor. Té con hierba buena para la señora. Al terminar la preparación, puso la cafetera y la tetera en una bandeja con dos tazas y un cuenco con terrones de azúcar, además de los zumos y la fruta, y lo llevó todo a la terraza. Luego fue a hacer la cama. Olfateó el aire como un perro sabueso que busca el rastro de la presa y su sexto sentido le indicó que anoche hubo sexo pesado. Quitó las sábanas y las fundas usadas de las almohadas, las puso en el cesto de ropa sucia y puso unas limpias. Luego lo llevó todo al cuarto de lavado situado en el lado opuesto a la terraza. Pero antes de hacer la colada, y cerciorándose de que Samir seguía duchándose, sacó del cesto unas braguitas color fucsia y unos calzoncillos negros y actuó de la forma más extravagante: oleó ambas prendas, murmurando algunas oraciones, y luego, tras pincharlas tres veces con una aguja de metal, las guardó en el bolso, para usarlas con fines maléficos. El segundo paso consistía en el contacto de su mano con la de Samir. Se acercó al cuarto de baño y preguntó con petulancia, esperanzada:
—¿Necesita el señor alguna servilleta limpia?
—No. Pero tráeme el albornoz, por favor —pidió él, tras vacilar, cerrando la ducha.
La suerte le sonreía. Momento idóneo para actuar. Deslizó rápidamente la mano por la entrepierna y se frotó la parte íntima, antes de llevarle el albornoz: cuando él cogió la prenda, ocultando su desnudez, su mano rozó la de ella y quedó impregnada de unas diminutas partículas, el vello público y el flujo vaginal. El tercer paso, el más importante, consistía en llevarse otro objeto más, para lanzar el hechizo que haría del marido el esclavo sexual más sumiso del mundo.
En ese momento llamaba Aida a la puerta y ella fue a abrirle.
—¡Uf! Estoy rendida —exclamó, saludando a la criada y al marido que salía en ese momento del dormitorio, ya vestido para salir.
—Rendida, pero tienes buena cara, encanto. ¿Qué tal la caminata?
—Bien. Pero en un momento dado, cuando aminoré la marcha en el parque, advertí que un hombre me seguía disimuladamente. No pude verle la cara porque llevaba una capucha que le cubría la cabeza. Pero muy pronto lo perdí de vista al echarme a correr con todas mis fuerzas.
—Has hecho bien. Dúchate y desayunamos.
—No me esperes, cariño, que el café se te va a enfriar. Oye, ¡qué guapo y bien vestido vas! ¡Pantalón beige con camisa verde claro y mocasines marrones! Yo, como voy al mercado, me pondré otro chándal Nike, limpio.
—Cualquier ropa te favorece y te sienta bien, mi gran dama —decretó él, dándole un beso, antes de pasar a la terraza a desayunar.
El mercado semanal se celebra al aire libre y, además de las compras, ofrece la posibilidad de pasear y descubrir novedades turísticas a través de los múltiples laberintos de las callejuelas, soleadas o cubiertos con cañizo para dar sombra.
Aida y su sirvienta enfilaron la calle de los puestos de fruta, legumbres, granos, huevos, carne y volatería. Compraron un poco de todo y acabaron deteniéndose ante un puesto de venta de alheña en hojas. Aida llevaba tiempo deseando tatuarse los pies y aquel descubrimiento la llenó de alegría.
Compró y pagó y, al ver que las dos cestas de compra pesaban más de la cuenta, pidió a Latifa que buscara a un porteador para llevar la compra hasta el coche. Esta se alejó y ella también alzó la mirada, intentando encontrar a uno.
Vio entonces a un niño que la miraba insistentemente, al otro lado de la acera. Tenía el rostro impasible. Alto, delgado, guapo, cejas bien perfiladas, ojos oscuros, nariz recta y la barbilla delicada, con ese hoyuelo tan característico como el que tenía su hijo Kamal. Parpadeó, perpleja, y de pronto sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Estaba viendo la imagen viva de su hijo, su doble. Allí estaba, cerca de ella. En esa túnica blanca. Como un ángel caído. Movía los labios como si quisiera reprenderla o pedirle algo imposible. Con el alboroto del zoco, los gritos de los vendedores, los timbrazos de bicicletas, las carcajadas a mandíbula batiente, no podía oír lo que decía, pero una frase aterradora explotó en su cerebro: «Mamá, por qué me has abandonado». Vio entonces que el niño avanzaba realmente hacia ella. ¿Qué hacer en estas circunstancias? ¿Correr hacia su hijo, rodearle con sus brazos y decirle cuánto lo quería? ¡Un niño que había muerto dos meses atrás! Y de repente todo pasó muy de prisa. Intentó comprender. Si no era una alucinación, entonces tenía que ser un fantasma. Y ambas suposiciones le provocaron vértigo. Se tambaleó un instante y el zoco empezó a girar vertiginosamente cada vez más de prisa a su alrededor. Intentó gritar. Nada salió de su garganta. Quiso echar a correr, pero sintió que sus piernas parecían haber echado raíces en el suelo, que sus rodillas flaqueaban y que su corazón palpitaba aceleradamente. Una fuerza inhumana la movió y tomó la calle de las tiendas de los productos artesanales, atolondrada, dándose empujones y codazos para abrir paso entre la multitud, tropezando con colchones, derribando muebles y utensilios de cocina hasta chocar con una muchacha vendedora de naranjas que llamaba a clientes a voz en cuello. Ambas mujeres cayeron de bruces, y muy pronto la gente empezó a agolparse a su alrededor.
—Traed agua, por favor —gritó la joven vendedora, recobrando su compostura.
—Llamad a un médico —pidió otra voz, dolorida por lo que veía—. La pobre mujer ha visto al diablo y se ha desmayado.
—¡Dios mío! —sollozó, Latifa, que llegaba corriendo en ese momento. Ayudó a Aida a erguirse. Abanicó un pañuelo frente a su rostro, luego, con dedos temblorosos, buscó su móvil en el bolso, que por fortuna llevaba aún colgado del hombro, y llamó a su esposo. Al colgar, vio a un comerciante que traía las cestas de la compra abandonadas en su tienda.
Poco después llegó Samir y llevaron a Aida a la UCI del hospital estatal donde fue atendida con esmero y dedicación.
Una enfermera acompañó al esposo y su criada a la sala de espera, mientras se realizaba el chequeo médico de urgencia.
—Aida ya nos ha contado lo que supone haber visto —reseñó él, luego inquirió—: ¿Pero cómo ocurrió exactamente todo, Latifa?
—Me siento tan culpable por haberla dejado sola e ir en busca de un porteador —explicó la mujer, reprimiendo un sollozo, la mirada huidiza—: Cuando volví, no estaba. Entonces corrí por todas partes, como una loca, llamándola por su nombre, hasta que vi ese corro de gente rodeándola y ella murmurando: «mi hijo, mi hijo».
—Pero podría haber visto a un chico real y haberlo confundido con su hijo, por el parecido físico de ambos, y estas coincidencias nos ocurren a diario —aseveró él, enarcando las cejas.
—Si quiere mi modesta opinión, señor, creo que su esposa es víctima de un maleficio. Como usted sabe, Iblis o Shaitán es el verdadero autor de todas nuestras locuras y miserias, nos posee y nos hace hacer perversas acciones. —Se interrumpió un momento al ver el asombro reflejado en el rostro de su amo, luego prosiguió—: Pero también de nuestras delicias más extremas.
—Dios mío, Latifa, sabía que estas cosas existen —concedió él, posando la mano en su rodilla—, pero no con tanta maldad.
Latifa notó que la presión de su mano en el muslo le provocaba un placentero escalofrío en la entrepierna, pero fingió no sentir nada. Comprendió, satisfecha, que el hechizo lanzado por ella había empezado a tener efecto apenas hubo ella quemado su eslip y bebido las cenizas. Él no sabía que la deseaba, de momento. Era un deseo irrefrenable e insaciable, pero aún inconsciente y subterráneo. Faltaba pinchar las braguitas de la esposa y manipular otro objeto. Respiró hondo y prosiguió:
—Sí, señor. El diablo nos acompaña desde que nacemos hasta que morimos. A unos los martiriza y tortura; a otros, los complace y sirve. Yo creo que su mujer necesita a un exorcista y no a un médico de locos, —aconsejó, estrujando con su mano la de Samir que seguía en su rodilla, antes de proseguir—: Porque solo está poseída y no loca.
—¿Te refieres a una sesión de Ruqiya? —preguntó él, perplejo.
—Claro. Es más eficiente y no cuesta nada. En mi aldea, Eit Uamar, tenemos a nuestro exorcista, sidi Mutawakil. —Sonrió voluptuosamente al pronunciar ese nombre y sus palabras sonaron tensas—: Hace milagros, rompiendo maleficios, lanzando hechizos y calmando deseos.
Una puerta se abrió y apareció un médico en bata blanca, alto y de personalidad imponente.
—Soy el doctor Dris Buras, jefe de la UCI y tengo buenas noticias, señor El Hakim —dijo cortésmente—. Su esposa no padece ninguna enfermedad grave, salvo un shock que superará pronto, tomando Alprazolam. Ya le di la receta médica. Que vuelva lunes en ayunas para los análisis y un chequeo psicológico. La atenderá el profesor Salim Cherkaoui, quien dirige ahora el nuevo pabellón de psiquiatría.
—Doctor, le estamos muy agradecidos por la acogida y por el trato eficiente y personalizado.
—Su esposa y usted representan un pilar socioeconómico importante en nuestra ciudad y es un deber y un honor servirles y apoyarles. Buenas tardes.
El médico se marchó, inclinando la cabeza, y la misma puerta de antes volvió a abrirse y esta vez salía Aida, acompañada de la enfermera. Tenía el aspecto mejorado y sonreía, aunque mostraba mucho cansancio y parecía de esas personas que andan de capa caída.
Ya de vuelta a casa, marido y criada acomodaron a la paciente en el dormitorio. Él se quedó a mimarla y ella se fue a la cocina a preparar el almuerzo. Tocaba una paella de marisco con, además de arroz, calamares, gambas, mejillones y almejas. Aida recomendaba añadirle alcachofas, espárragos, champiñones y aceitunas. Recogió luego la ropa tendida en la azotea para el posterior planchado. Dejó la cocción bajo el mando del marido y se marchó.
La tarde transcurrió apacible y sin incidentes. Samir preparó la mesa en la terraza y ambos comieron en un ambiente alegre, disfrutando de la vista panorámica que ofrecía la piscina concurrida y el paisaje natural a distancia. Él comentó discretamente la idea de confundir rostros en situaciones particulares, llegando a provocar el efecto de desrealización, y Aida aceptó el hecho como evidente y natural. Aquello la tranquilizó sobremanera y se sintió agradecida por ello.
—Sé que te sientes indirectamente culpable por la muerte de Kamal —anunció, cogiéndole una mano—, pero yo me siento aún más culpable por haberme ausentado aquel fatídico día; de lo contrario, no habría ocurrido esa tragedia.
—Las cosas ocurren porque han de ocurrir, querido. Esa tragedia no solo ha bloqueado la posibilidad de quedarme embarazada, sino que también ha distorsionado mis emociones. Creo que ambas cosas son correlativas.
—Sí, mi vida. Pero todo pasará pronto. ¿Qué ha dicho tu ginecólogo, la última vez que lo consultaste?
—Que en mi caso el duelo y la melancolía por la muerte de mi hijo y mi madre pueden durar cuatro meses.
—Pues tenemos que pensar ya en tener un par de diablillos, nena —exclamó él, abrazándola.
Cuando terminaron de comer, ella se prestó a ir a la cocina a fregar los cacharros.
—Te lo prohíbo. Tú, a la camita, a descansar, orden del médico y de tu marido enamorado. Y yo, a lavar la vajilla. Fumaré luego algunos cigarrillos en la terraza. Más tarde saldremos a dar un paseo, si te apetece, si no, nos quedamos a ver la tele.
Y así ocurrió. Aida se echó un momento, entrecerrando los ojos. Le llegaba amortiguado el sonido de los platos y vasos al lavarse, voces de niños que se elevaban desde el jardín, el monótono tic tac del péndulo exótico. Una estrepitosa vibración interrumpió sus pensamientos. Provenía de su bolso. Era su móvil. Hizo una mueca. Luego sonrió. Echaría una ojeada y si viera que era de un desconocido, lo apagaría simplemente. Y dio en el blanco.
Salieron luego a tomar aire puro. El paseo por los alrededores fue relajante.
Volvieron cuando el crepúsculo empezaba ya a desvanecerse, acariciando la fachada de su apartamento, antes de ceder a las estrellas su turno de brillar y realizar su vals en el cielo.
Por haber comido tarde, no se necesitaba cenar. Ya en la cama, cuando el silencio de la habitación se hizo más intenso, a Aida le pareció oír una lejana voz de un niño que pedía ayuda desesperadamente, voz lejana porque los efectos del Alprazolam la precipitaron en los brazos de Morfeo. Algunos rostros desfilaron furtivamente por su imaginación, el malvado Abdenúr; Sundus, la amiga sincera; la tenebrosa Naila; el hijo fantasma; Farid, el ex enamorado frustrado; la servicial Latifa; Samir, su marido protector… Finalmente las figuras se entremezclaron, creando extrañas relaciones: Farid y Sundus, teniendo intenso sexo; Abdenúr y Latifa, amantes, decididos a asesinarla para quedarse con sus bienes; el diablo, encarnándose en el niño fantasma para poseerla… Luego todo se esfumó y durmió a pierna suelta.
* * *
Como todos los domingos, Samir había ido a hacer footing y Aida se despertó al escuchar sonar el timbre de la puerta. Miró el reloj. Faltaba media hora para que llegara Latifa. Pero no todos eran puntuales y meticulosos como ella. Se levantó y fue a abrir. Miró antes por la mirilla. ¡Vaya sorpresa! ¡Su amiga Sundus! ¡Y a una hora tan intempestiva! Volvió a mirar para ver si venía sola o acompañada y la visión le provocó un latigazo en la cabeza, se le erizó el cabello y un escalofrío recorrió todo su cuerpo: detrás de Sundus estaba su hijo Kamal, la cara desfigurada por la ira, extendiendo sus manos descarnadas para incrustarlas en el cuello de su amiga. Su rostro era tan nítido como si estuviera enmarcado en un cuadro. Quedó petrificada un momento tras recibir el impacto de su mirada fija y escabrosa. Tapó la mirilla y giró en redondo, quedándose de espalda a la puerta. Le temblaron los pies y sintió que su corazón le salía del pecho, dando vuelcos, como cuando se tiene angina de pecho. No podía dar crédito a sus ojos. Quiso volver a mirar por la mirilla para descartar una posible alucinación. Pero se quedó helada, presa de terror. Se pellizcó no obstante para ver si estaba soñando. Un diminuto ruido le indicó que no era víctima de una pesadilla. Se volvió y vio aterrada que el picaporte se movía y giraba. Estaban intentando abrir la puerta. No, no era una visión óptica la que tuvo, sino la presencia maléfica de dos seres reales enviados por el demonio mismo. ¡Mamá, mamá, por qué me has abandonado! La frase estalló estrepitosamente en su cerebro como ráfagas de una ametralladora, desgarrando sus tímpanos. Se tapó los oídos, pero la voz sonó aún más atronadora que el rayo que fulmina un árbol. ¡Mamá, por qué me dejaste morir solo! Reprimió un alarido que reptaba por su garganta, corrió en busca de una silla y la puso bajo el picaporte para atrancar la puerta, sabiendo que el cerrojo y la cadena de seguridad estaban bien puestos. Quedó inmóvil mientras unos pasos sonaban al otro lado de la puerta. Esperó hasta que un silencio estremecedor y sepulcral envolvió la estancia. Su jadeante respiración rechinaba ahora como arena pasada por un cedazo. Observó el reloj de la pared: su minutero tardaba una eternidad en moverse. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac. Notó que estaba sudando profusamente, la frente y las mejillas chorreantes. Finalmente, se dirigió bamboleando al cuarto de baño donde se refugió.
Se lavó la cara y tardó bastante en recobrarse lo suficientemente como para llamar a su marido. Se miró furtivamente en el espejo y este le devolvió el reflejo. No. No había otro rostro, se dijo, aliviada. Estaba sola. Recordó algunos cuentos de nodrizas leídos en su adolescencia, sobre todo los que le solía contar su abuela, con tramas aterradoras donde se entremezclaban ogros, fantasmas y toda clase de villanos y héroes. Le encantaban aquellos cuentos, pero nunca había creído que fueran reales, de carne y hueso. Sin embargo, ahora…
Cogió el móvil para llamar a su marido, pero lo soltó bruscamente como si se deshiciera de una barra de hierro al rojo o estuviera aferrada a un clavo ardiente. Era la repulsiva llamada privada. Cuando esta cesó, marcó entonces el número de su marido y pidió auxilio. Pensó en llamar a Sundus, al teléfono fijo de su casa en Casablanca, pero descartó la idea por ser tan ridícula y risible. Incluso horripilante, porque ¿qué pensaría ella si le dijera: «Hola, Sundus, te llamo para saber si hace una media hora estabas llamando a mi puerta en compañía de mi hijo Kamal que murió hace dos meses.”
Unos golpes violentos y fuertes, haciendo vibrar la casa, la volvieron al presente. Sonaban como puñetazos brutales en la puerta, a punto de derribarla. Sonaba también el timbre. El pánico se apoderó de nuevo de ella. ¿Qué hacer? ¡La terraza, claro! Desde allí gritaría y pediría socorro. Pero no era necesario porque el eco de la voz de Latifa resonaba por toda la vivienda. Aliviada, corrió a abrirle y ambas mujeres se abrazaron.
—¡Ay de mí! Señora, siento haberte despertado con mis golpes y gritos, pero pensé que te había pasado algo grave.
—Latifa, mírame y dime con quién te has cruzado al llegar.
—Con nadie, señora. Hoy es domingo y la gente sigue durmiendo en la residencia. ¿Por qué?
—Nada de particular —mintió Aida, manteniendo la compostura.
En ese momento llegaba Samir y se quedó con la cara deshecha cuando Aida le hubo narrado lo que le pasó.
—Terminaremos perdiendo los estribos si continuamos en esta casa —señaló, resollando—. Figúrate que a mí también me están ocurriendo cosas raras.
—¿A ti también?
—Sí. Hoy me he salvado por los pelos al salir del parque. Un coche casi me atropella. Mira, tengo aún la rodilla dañada —explicó, subiendo su pantalón de chándal para mostrar la herida.
—En el cuarto de baño tienes el botiquín de primeros auxilios para limpiártela, después de ducharte. ¿Entonces crees que algún poder maléfico nos está amenazando?
—Por supuesto, mujer. Hay que rendirse a la evidencia y aceptar que los dyíns existen y pueden transformarse en cualquier persona conocida por nosotros para asustarnos.
—¿Crees que lo que yo vi no eran alucinaciones, sino visiones provocadas por un hechizo?
—Exacto. Tú no has tenido alucinaciones porque no estás loca. Pero puede que te hayan lanzado un hechizo. Así de claro.
—Un momento, ¿seguro que no estás de guasa? —sondeó ella, enarcando las cejas.
—Sabes muy bien que en cosas serias nunca ando con remilgos —contestó él, con un tinte de amargura, recuperando el aliento.
—Entiendo. ¿Y qué hay que hacer en estos casos? —preguntó ella, con voz estropajosa.
—Deshacer ese posible hechizo, cariño. Sé que no tenemos la misma actitud ante esta situación: tú crees en psiquiatría y yo en lo sobrenatural. ¿Pero, por qué no probamos lo mío y luego lo tuyo y, como dice el refrán, matar dos pájaros de un tiro?
—Creo que tienes razón, mi vida. No te lo conté por temor a ser ridícula, pero una vidente ya me vaticinó que corro un peligro inminente.
—Ayer en el hospital comenté precisamente el tema con Latifa y nos propuso ver al imam de su aldea, al que llaman el sabio. Veré primero de qué pata cojea, claro, antes de llevarte a consultarle.
—Perfecto. ¿Cuándo vas?
—Nos duchamos, desayunamos tranquilamente y tú te tomas el sedante y te quedas con la criada hasta que yo vuelva. Me llevaré a Farid que, por cierto, comparte nuestra preocupación. Él es cartesiano como tú, pero me hará compañía.
Samir recogió al contable y salieron del centro de la ciudad. Eit Uamar quedaba a 30 kilómetros, tomando la carretera de Settat.
—Como ya le dije a Aida, vamos a descartar primero un posible hechizo, luego veremos al psiquiatra, aunque me desagrada la idea.
—Yo creo que necesitáis iros de vacaciones un par de semanas —observó Farid, algo malhumorado—. Sabes muy bien que hemos estado trabajando todo el verano.
—Has dado en el clavo, hombre. Pero no seas tan solapado. Sé que eres más materialista que el mismísimo Marx y que rehúyes toda superstición.
—Es verdad. Yo comparto la idea de Protágoras según la cual el hombre es la medida de todas las cosas.
—O sea, que tú no crees en el Mektúb.
—Así es. Aunque sí creo en las corazonadas. He leído muchos libros sobre antropología y demonología y finalmente me convencieron los primeros.
—¿Tú lees en francés, no es verdad?
—Sí. ¿Olvidas que he estudiado Economía en Paris? Pero también leo en árabe e inglés.
—Dame entonces alguna referencia. Pero solo dos autores de cada disciplina.
—Vale. Mientras conduces, te los noto y tú elegirás luego algunas de sus obras. —Cogió un bloque de notas a su alcance y empezó a escribir al mismo tiempo que leía en voz alta—: Veamos, en antropología tenemos a Claude Lévi-Strauss y Richard Dawkins y sobre demonología, te aconsejo a André Frossard y Roland Villeneuve.
—Gracias. Buscaré luego las obras en Casablanca. Sabes, yo he leído La Divina comedia, de Dante, y te aseguro que se me puso carne de gallina por lo que nos espera en el Más Allá.
—Pues yo la encontré muy aburrida. Bueno, ya sabes que sobre las creencias, como sobre los gustos, todo es relativo y no hay nada concreto. Por eso donde uno ve La verdad absoluta, otro verá La mentira absoluta y otro, un espectacular cuento chino —concluyó, guiñándole un ojo.
Llegaron a la aldea de Latifa y preguntaron por sidi Mutawakil. Un vendedor ambulante de plátanos les indicó la vivienda.
Vivía en una vieja pero espaciosa casa de planta única, separada, color ocre. Llamaron y les abrió una adolescente que, tras escuchar su solicitud, los dejó entrar y fue a llamar a su padre.
Las habitaciones daban todas sobre un amplio patio con una fuente de agua en el centro. Debido al calor, habían reservado una esquina alfombrada donde tenían instalado un espacioso salón con mtarbas y parasoles, sillas plegables, almohadones, mesas con utensilios de cocina y muchas plantas para mantener fresco el patio.
Supusieron que el imam estaría rezando porque en el reloj del patio sonaba una voz llamando a la oración de la tarde.
El viejo sabio apareció poco después, los brazos abiertos, la sonrisa de oreja a oreja, y los invitó a sentarse, tras lo cual se hicieron las presentaciones. Samir quiso exponer el asunto de la visita, pero el anfitrión lo disuadió.
—No. No diga nada —declaró, alzando los brazos—. Primero hay que refrescarse, tomando unos deliciosos zumos de naranja. Luego podemos hablar de negocios. Porque en la vida importan más la salud y las relaciones humanas que el dinero y el trabajo.
Una jovencita negra y la hija del sabio, ambas de unos 14 años, se acercaron en ese momento, trayendo dos bandejas, una de zumos y la otra, de golosinas.
—Sentimos mucho llegar a una hora tan intempestiva…
—¡Pamplinas! —cortó el mago—. Han llegado a la hora de comer y no hay diablo alguno en el mundo que os pueda echar de aquí. El mektúb no falla, señores —decretó, ostentando una actitud hospitalaria, luego prosiguió, con un centelleo de orgullo en los ojos, al ver que los dos hombres escrutaban, anonadados, la hermosura de la joven negrita—: Esta es mi última esposa. ¿A que nunca han visto semejante belleza divina? Se la quité al mismísimo diablo que una vez la poseyó.
El hombre parecía un verdadero dyín, pero de los buenos, de esos sacados de un cuento de Las Mil y Una noches. Llevaba una barba redonda, los ojos pequeños e inquietantes, el izquierdo más cerrado que el derecho, nariz chata con aletas vibrantes, labios pulposos, maxilar prominente y bien marcado y en la frente el típico callo, la famosa «zbiba» o marca del rezo, una protuberancia que se produce al prosternarse el creyente y rozar la cabeza con la alfombra durante el rezo.
—Como les decía, uno puede hacer todos los planes posibles, pero lo escrito, escrito está.
—Hemos venido precisamente a consultarle sobre…
El sabio interrumpió a Samir y dijo:
—Se preguntarán cómo un pobre imam como yo lleva una vida de opulencia, aunque modesta. La explicación es simple: he salvado vidas y matrimonios sin nunca pedir dinero. Pero Dios, que lo ve todo, sabe a quién recompensar y a quién no. ¿Ven esas cuatro habitaciones enfrente? En cada una hay una esposa. A la izquierda están las habitaciones de mis hijos y nietos, que suman ya veinte, y a la derecha, las de mis sirvientas y ayudantes. Y justo detrás de nosotros está la sala donde le tuerzo el cuello a Iblis. Que sepan que yo nunca utilizo los preceptos preislámicos de la yahilía. No abuso sexualmente de mis pacientes, como hacen algunos colegas, y solo torturo cuando lo exige el remedio. Mi única fuente de tratamiento es el propio sagrado Corán, corroborado por los hadices y nuestros exegetas más conocidos.
Samir iba a abrir de nuevo la boca y explicar su preocupación, cuando vio salir de la cocina a la risueña y bella negrita, trayendo esta vez una enorme tetera de acero inoxidable y servilletas. Se acercó y ayudó a los invitados a lavarse las manos para comer. Aparecieron poco después dos doncellas, también risueñas, empujando una enorme mesa redonda con ruedas. Contenía los preparativos del almuerzo: ensalada variada en pequeños platos y dos grandes fuentes, una contenía un redondo de ternera al horno, con patatas, zanahorias y guisantes, y la otra, unos pollitos asados con aceitunas y almendras. Y de postre, unos bizcochos con miel de abeja y melón troceado, junto con unos gajos de naranja. Había botellas de agua mineral, leche agria y Coca Cola.
Cuando terminaron de comer, se les sirvió té a la menta que degustaron fumando algunos cigarrillos. El anfitrión lanzó dos fuertes eructos y escrutó a sus huéspedes, esperando a que hicieran lo mismo, una señal inequívoca de indicar que la comida estaba exquisita. Ambos amigos captaron el sentido de la mirada y simularon unos falsos y débiles eructos.
—Y ahora, señores —concedió el sabio, con titubeante buen humor, satisfecho de ver contentos a sus invitados—, pueden exponerme el objeto de su visita.
—Se trata de mi mujer —expuso Samir—, oye voces, olvida cosas y tiene visiones.
—Es lo que nuestros psiquiatras de pacotilla llaman paranoia —declaró, echando a reír ruidosa y torcidamente.
—¡Ah! Porque usted lo llama de otra forma —intervino Farid, lamentando luego su intrusión.
—Al contrario, son ellos los que utilizan otra terminología para describir las manifestaciones de la Bestia. En realidad todas las enfermedades mentales son metáforas de estas manifestaciones. Y, mientras los psiquiatras no lo entiendan, la salud mental irá de mal en peor.
—¿Pero por qué entra Iblis en nuestro cuerpo? —preguntó Samir, la mirada llena de malicia.
—Porque él no tiene cuerpo. Es puro espíritu. Utiliza pues el nuestro para realizar sus perversiones de goce y de maldad.
—Usted ha dicho “goce”. ¿No se dice gozo? —curioseó Farid, algo molesto.
—La gente los confunde, pero hay una gran diferencia, amigo mío. El gozo es un don divino y consiste en placeres, alegrías y disfrutes naturales; mientras que el goce es puramente demoníaco, ya que abarca las pasiones mórbidas y las perversiones sadomasoquistas. En magia el gozo es endorfínico y el goce, adrenalínico.
—¿Y cómo entra la Bestia en nosotros? —farfulló Samir, con un rictus de repulsa.
—Nuestro cuerpo tiene tres ojos, el de la mente o razón; el del corazón y el del cerebro.
—¿El cerebro? ¿Pero este no es el receptáculo de la mente? —espetó Farid, agriamente.
—En absoluto. El cerebro lo tenemos bajo el ombligo. Lo constituyen los órganos de la procreación que, movidos por la testosterona y la progesterona, mantienen vivo el instinto de conservación. Esta es la vía real por donde entra la Bestia.
—Denos un ejemplo concreto de terminología psiquiátrica que usted recusa —pidió Farid, con una mezcla de terquedad y estupefacción.
—Tomemos la palabra «histeria», que es central en la enfermedad mental. ¿Qué notamos? Que en griego significa «útero». ¿Curioso, no? Pues la histeria es la manifestación visible de la Bestia que entra en el cuerpo humano para distorsionar y dominar la razón y el corazón. Tengo pruebas que muestran cómo Iblis se introduce en la mujer mientras duerme para poseerla carnalmente, haciendo de ella lo que le antoja: dejarla embarazada o estéril, histérica u homosexual. Los hombres son también poseídos por las esposas de Iblis, a los que causan todos los males conocidos, como la impotencia o el priapismo, la esterilidad o las disfunciones sexuales, los crímenes, el incesto, los robos, la pedofilia, etc.
Un tintineo de vasos los interrumpió. Las muchachas traían otros zumos.
—Nos ha dejado abrumados —reconoció Samir, con voz entre arisca y cortés, luego añadió, envolviéndole con una mirada inquisitorial—: ¿Y cómo rompe usted un maleficio?
—Si el caso es simple, el paciente suele tomar sorbos de agua de Zemzem, mientras yo recito versículos de nuestro sagrado Corán. Casi todos los efectos del «sihr» o magia se desvanecen con tres o cuatro sesiones. Si el caso es complicado, entonces utilizo medios fuertes, como masajes con intensas y férreas presiones o quemaduras en las partes más sensibles del cuerpo. Sepan que cada maleficio tiene su propio contramaleficio —advirtió, acariciándose la barba, dubitativo—. Por eso es mejor que traiga a su mujer para que la examine yo en persona y detecte qué tipo de demonio la posee. Se puede quedar aquí en casa todo el tiempo necesario. Y no se preocupe, estará en buenas manos y muy satisfecha. Le doy mi palabra de sabio.
—¿Quiere decir que la Bestia aparece bajo muchas formas?
—Exacto. Se manifiesta bajo diversas figuraciones. Por eso no es casual que tenga tantos nombres: tenemos a Shaitán, que significa «el adversario supremo»; Iblis o «el privado de toda bondad»; Al-waswās o «el susurrador en el corazón de la gente»; Al-janās o «el esquivo» y Al-rayīm o «el lapidado». Por supuesto que yo no alardeo de poseer el secreto de identificar fácilmente estos tipos, pero hasta ahora siempre he logrado mantener a raya al diablo, bajo cualquiera de sus formas.
—En Occidente, el diablo no tiene tantos apodos —observó Farid.
—¿Usted lee libros extranjeros? —farfulló el sabio, en tono sarcástico—. ¡Bobadas! Existe solo un libro en el mundo que es imprescindible leer: El sagrado Corán. El libro que supera todos los libros existentes, la enciclopedia total que contiene todos los saberes del mundo y de la vida, tanto científicos, sociales, como metafísicos.
—Admiramos su modestia y su generosidad, señor Mutawakil. Intentaré convencer a mi esposa para que acuda a su consulta. Muchísimas gracias por la tan inolvidable acogida.
Cuando se hubo marchado Samir, Aida se quedó en la terraza, escuchando música, luego fue a ver la tele y finalmente decidió sestear un rato, mientras que Latifa preparaba la comida. Un agudo zumbido la despertó más tarde. Provenía de su celular que tenía puesto en vibración sobre la mesita de noche. Alzó la cabeza de la almohada y alargó la mano y lo cogió. Llamada sin número. Colgó. Samir había llamado previamente para informar que almorzaba en casa del exorcista. Aida intuía que esa visita no surtiría ningún efecto positivo. No porque ella no creyera en la demonología, sino porque se percataba de que estaban haciendo una montaña de un grano de arena. Sabía que de una forma u otra, aquello pronto tendría un desenlace. Era cuestión de días. Latifa apareció anunciando el almuerzo y Aida le pidió que comieran juntas en la terraza, antes de seleccionar en el tocadiscos tres de los cantantes más famosos de la música árabe que marcaron su adolescencia: Asmahan, Farid Al-Atrash y Mohamed Abdel-Wahab.
No bien hubo anochecido, llegaba su marido para contarle el rocambolesco encuentro con el domador de los demonios, sus dotes de exorcista y la pantagruélica comida que les ofreció. Se rieron bastante, comentaron luego los pros y los contras de una posible consulta con el mago y después de sólidos argumentos, corroborados por los atroces casos penales de abusos y torturas sexuales perpetrados por los imames y los clérigos, Aida terminó convenciendo a su marido para que optaran por la psiquiatría.
Salieron a dar el habitual paseo apacible y reconfortante. Al volver comieron alguna que otra fruta y se fueron a la cama. Samir apagó la luz y se acostaron en postura de cucharita. Muy pronto alargó él una mano y le tocó el pecho, acariciando suavemente sus muslos, antes de explorar sus zonas erógenas con sus dedos escurridizos para enardecer su apetito sexual. Ella dejó que la estimulara un largo rato, luego se dio la vuelta, se colocó en cuclillas encima de él y se disponía a cabalgarlo cuando oyó que la voz del niño fantasma se elevaba en la estancia, pidiendo insistentemente ayuda, pero pronto fue ahogada por el delirio del goce.
Al otro lado del parking, una silueta se movió como una furtiva sombra, entreabrió con un mando la puerta basculante y se deslizó sigilosamente por las escaleras de incendio rumbo al apartamento de Aida, sin despertar sospechas a ojos de nadie. Tenía la mente alerta a cualquier percance. No había oído ningún paso ni divisado voces durante su caminata. La residencia bañaba en un silencio absoluto. Pero sabía que andaba sobre hielo resbaladizo, por eso mantuvo los sentidos aguzados. Abrió la puerta sin hacer ruido y entró al piso con una calculada escrupulosidad. Parecía alguien que buscaba un objeto determinado o un lugar particular donde poner ese objeto, quizás una bomba. La débil luz de la luna entraba por la terraza y permitía una tenue visibilidad. Buscó en la cocina, pasó al cuarto de baño y luego al dormitorio principal, donde dormía la pareja. Se acercó a la cama y se quedó inmóvil observando el rostro de Aida. Tenía rasgos de perceptible tensión, aunque dormía. Pudo oír su agitada respiración y sentir su perfume. Volvió al punto de partida. Iba a marcharse con desgana, las manos vacías, cuando de repente, una idea genial dio grandes saltos en su mente, dejándole impertérrito. El tic tac del péndulo le recordó que tenía que buscar en el salón y una sonrisa de triunfo le invadió el rostro.
Salió de la vivienda pocos minutos después, echando a andar calle abajo, mientras entonaba una melodía. Una súbita sensación de bienestar lo embargó. Estaba ahora muy cerca de realizar lo que venía planeando. Quedaba solo un paso a franquear, el más arriesgado. Necesitaba dormir algunas horas antes de hacer de tripas corazón y tomar la carretera de Casablanca.
TRES.
Estaban apaciblemente instalados en la terraza, él, desayunando, ella, en ayunas para la consulta médica, cuando apareció Latifa, desamparada, el rostro preocupado.
—Disculpen la molestia. Mientras quitaba el polvo en el salón —explicó, entrelazando los dedos de las manos—, noté que el reloj de la pared no estaba en su sitio y quería saber si lo han trasladado ustedes.
Sin contestar, Aida y Samir se levantaron, como movidos por un resorte, y se dirigieron al lugar donde en efecto constataron, estupefactos, la ausencia del objeto.
—¡Imposible! —exclamó Aida.
—¡Esto es un robo! —aulló Samir. Sus labios se crisparon y la ira le oscureció los ojos.
—Veamos si faltan otras cosas —ordenó Aida, pensando en sus alhajas y bienes de valor—. Latifa, tú inspecciona aquí y en la cocina, mientras nosotros lo haremos en el dormitorio.
Poco después, los tres se reunieron en el salón. ¡Nada faltaba, salvo el reloj!
Samir llamó entonces al inspector de policía, Madani Khalil, a quien conocieron en la empresa durante la última fiesta del Trono, y se citaron en la conserjería de la residencia.
—Latifa, quédate por si sube el inspector. Yo acompaño a Aida al hospital.
Bajaron y se entretuvieron con el guarda de seguridad diurno, un hombre ya entrado en años. Estaba también el guarda nocturno que, por intercambiar cotilleos, tardaba en irse. Samir les expuso lo ocurrido y les hizo las preguntas acordes. No, no vieron nada anormal. Ningún desconocido en los parajes. Solo los residentes y los inquilinos conocidos.
—Sin embargo —apuntó el guarda nocturno, dubitativo y cauteloso—, mientras hacía mi ronda, creo haber visto el coche del señor Benmusa, aparcado al otro lado de la residencia.
—¿Farid, nuestro contable? —preguntó Aida, boquiabierta, los ojos como platos—. ¡Tonterías! Él nunca haría algo así. Y yo no daré el brazo a torcer en esto.
—Habría pasado a saludarnos —corroboró Samir, con un repentino enfado apenas disimulado—. Se lo preguntaré dentro de poco en el despacho.
Un coche aparcó junto al portal y la pareja reconoció al individuo que se apeaba. Era el inspector. Un hombre rollizo que conservaba una admirable salud y un sorprendente entusiasmo. Llevaba gafas de cerca, un traje beige sencillo, una camisa amarillo claro y una corbata azul a rayas.
La pareja fue a su encuentro y se saludaron.
—A una semana de jubilarme, creo que este será mi último caso —anunció el inspector, sonriente.
—-Lamentamos molestarle por algo tan insignificante, señor Madani. Nos acaban de robar un reloj, pero lo curioso es que no se han llevado ningún otro objeto de valor, ni ha habido señales de entrada forzada.
—Un robo es un robo, aunque se trate de un alfiler —sentenció el policía.
—En realidad quería verle, inspector, por otra preocupación: alguien no cesa de llamarme al móvil y no hay forma de saber quién es.
—Podemos rastrear un móvil mientras está encendido. Si es desechable y sin GPS, será irrastreable, claro. Vayamos ahora por partes, como dicen los asesinos en las novelas —aclaró, sacando una libreta para tomar nota—. El ladrón tiene copia de la llave y os conoce bien. ¿Sospechan de alguien respecto al robo y las llamadas anónimas? ¿Creen que ambos casos están vinculados?
Aida le dio un resumen sobre su exmarido, el sospechoso número uno, y luego sobre la desaparición del reloj.
—Voy a averiguar todo sobre este Abdenúr Mesrar, en menos que cante un gallo, sus entradas al país, sus salidas, etc. —prometió sin engreimiento—. ¿Y la criada, no estaría confabulada con alguno de los de seguridad o de su empresa? —inquirió con la malicia de un sabueso que va husmeando con el hocico pegado al suelo.
—No lo creemos, inspector —apuntó Samir, mostrando que se preparaban a despedirse—. Ella está esperándole precisamente para el interrogatorio. Nuestro piso es ese que hace esquina. Tercera planta, puerta B.
—Bien. Este caso tiene olor a quemado y me parece un poco traído de los pelos —subrayó el policía, mordiendo las palabras—. Empezaré con interrogar a los guardas y la criada y luego pediré información a la DGSN sobre su exmarido. Les mantendré al corriente.
Samir acompañó a su esposa al hospital donde les informaron que el doctor Cherkaoui estaba esperando su llegada.
—Te dejo en buenas manos, tesoro —musitó, besando a su esposa—. Iré al taller a apretarle las clavijas a Farid. No olvidemos que en una época rechazaste su petición de mano y que por ello te podría haber guardado rencor. Puede que para resarcirse de esa frustración, nos haya hecho esta jugarreta. Iré luego a Casablanca por las nuevas máquinas.
—No te pases de rosca. Sé discreto con él, querido. Es un ejecutivo competente que no queremos perder.
Una enfermera acompañó a Aida a una moderna habitación autónoma provista de una consola, una cama con mesita de noche, una silla, un asiento para acompañante y una mesa para alimentos. Allí le midió su altura, el peso, la presión arterial y le tomó una muestra de sangre. Otra enfermera llegó poco después con el desayuno y anunció:
—Buen provecho. Cuando termine, póngase cómoda en ese asiento. El profesor Cherkaoui llegará de un momento a otro.
Aida desayunó plácidamente.
Se asomó luego a la ventana para admirar el paisaje que ofrecía el vasto parque. Otoño se anunciaba exuberante. Algunos enfermos paseaban, mientras otros ocupaban los bancos con sus familiares. Algunos deambulaban, asistidos por los enfermeros. Aida los diferenciaba de los demás por su atípico comportamiento desequilibrado: algunos discutían con interlocutores invisibles de todo tipo, profetas, diablos o el propio Dios; otros hacían gestos obscenos, llorando o riendo, mientras que otros estaban en estado catatónico, anunciando el fin inminente del mundo, sin cesar de salmodiar versículos enteros. Todos no eran agresivos ni peligrosos porque, pensó Aida, estaban sometidos al tratamiento electroconvulsivo o la terapia por electrochoque.
Alguien tosió con respeto a su espalda, abriendo y cerrando la puerta.
Era un hombre atractivo de unos cuarenta años, de pelo castaño, gafas graduadas de intelectual. Ostentaba un optimismo contagioso que le confería el aspecto de un amigo afable, pese a su bata blanca. Llevaba una ficha en la mano que Aida supuso ser su historial médico. Se presentó, acercó la silla y dijo, antes de sentarse:
—Tengo aquí el informe de mi colega el doctor Buras que ya la atendió y veo que no presenta ningún problema físico. Función tiroidea normal. No tiene trastornos alimentarios, salvo este ataque de pánico inusual que le está causando ansiedad y depresión. ¿Qué me dice a esto?
—Yo no creo en los fantasmas, doctor, ni en las supersticiones. Pero que me aspen si entiendo lo que me está pasando.
—-El no creer a pies juntillas en lo sobrenatural es señal de buena salud mental. Quisiera hacerle una sola pregunta, si me lo permite.
—Adelante, doctor. Le escucho.
—En una crisis de pánico, hay en teoría dos etapas: la de la ansiedad anticipatoria y la del propio ataque. ¿Me puede describir lo que siente en la primera etapa?
—Nada, doctor. Esta etapa es creada por un estímulo exterior a mi conciencia. Se inicia justo después de recibir yo esas llamadas anónimas que desencadenan en mi mente el recuerdo de la trágica muerte de mi hijo, su absurda aparición y las voces. Yo creo que en mi caso, doctor, las dos etapas se invierten.
—Un caso raro el suyo. Estas llamadas telefónicas muestran que hay gato encerrado. ¿Avisaron a la policía?
—Mi marido acaba de hacerlo esta mañana, precisamente.
—Bien. Deje que la policía haga su trabajo. No conteste ninguna llamada de desconocidos y si es posible tome una semana de vacaciones, lejos de esta ciudad. Luego vuelva a verme, si nota que no ha mejorado. Aquí tiene mi tarjeta.
—Gracias por todo, doctor. Un placer haberle consultado. Es usted muy eficiente.
El médico se despidió con una inclinación de cabeza, visiblemente impresionado por esta gran dama.
Sonó entonces el móvil. Hurgó en el bolso y lo cogió para averiguar quién llamaba. La pantalla mostró el habitual número oculto. Escuchó, conteniendo el aliento. Nadie al otro lado de la línea. Vio que tenía muchos mensajes en el buzón de voz. Lo había puesto en silencio antes de llegar el médico. De repente, el aparato se apagó por quedarse la batería sin carga. Y ella no tenía el cargador. «Mejor que mejor», dijo para sus adentros, cerrándolo con un firme clic.
Seguía sin entender por qué querían atormentarla. En su entera vida no había tenido cuentas que ajustar ni deudas que saldar. Y en su vocabulario no figuraban las palabras odio, rencor, engaño, desprecio o asco.
Antes de marcharse a casa, Aida se dirigió a los aseos que se encontraban al fondo del pasillo, en dirección contraria a la salida.
El corredor estaba concurrido. Gente que iba y venía. Miró atrás, instintivamente. Vio a un hombre que la seguía a hurtadillas. Llevaba una gorra de béisbol que le ocultaba la frente, pero advirtió con estupor y agotamiento que era su exmarido. Tenía un objeto en la mano, solapado por la manga de la chaqueta. Era una navaja. Aida caminó con paso rápido, la ansiedad inundando su garganta, el corazón golpeándole el pecho, los músculos contraídos. Giró de golpe y tomó otro pasillo a la izquierda, acelerando la marcha. Deseó que él estuviera a varios metros, sin la posibilidad de alcanzarla y degollarla. Pero de repente oyó a su espalda repiquetear unas fuertes pisadas y un estertor ahogado. Imaginarse decapitada le provocó el efecto de que le estaban estrujando las vísceras con un batidor de huevos. Su cerebro, ahora agotado, se puso a girar como una peonza y sus piernas cedieron como si fueran líquidas. Lanzó un grito que hubiera hecho a un muerto revolverse en su tumba; chilló varias veces, pero de su garganta no surgió sonido alguno. Una chispa de esperanza se dibujó en sus ojos cuando, como por milagro, se cruzó con la enfermera de antes, que salía de una habitación, y se desmayó en sus brazos, sumergiéndose en un sueño brumoso.
Ayudada por dos asistentes, la enfermera llevó a Aida a la habitación en que estuvo momentos antes y la acomodó en la cama. Fue a buscar un frasco y una jeringuilla. Vertió el líquido en esta, acercó la aguja al muslo de Aida y descargó el contenido.
—Esto la relajará —le dijo, al ver que recobraba la conciencia—. Es haloperidol, un sedante potente que se toma en dos dosis. Mañana por la noche le inyectaré la segunda. Suspenda el Alprazolam. Siento lo ocurrido. El personal de seguridad está buscando a ese individuo que intentaba agredirla. Su médico ha vuelto a Casablanca, pero miércoles estará aquí. ¿Quiere que avisemos a otra persona, además de su esposo?
—Sí, por favor. Quisiera hablar con mi criada.
—En seguida la pondremos en comunicación.
La noticia de su hospitalización corrió como un reguero de pólvora y muy pronto empezaron las visitas. Llegó la criada, muy afligida. Entregó la llave, el neceser y algunas prendas, y Aida le dijo que la avisaría para reanudar el servicio. Llegó luego la jefa del servicio de producción para expresarle la pena de todo el personal del taller. Le deseó una pronta recuperación y se marchó.
Acababa de almorzar, cuando entró Samir, apesadumbrado y aturdido.
—¡Esto es inaguantable! —gruñó, tomando asiento, después de que ella le narrara lo sucedido—. La policía lo está buscando. Hay controles por todas partes.
—¿Y el contable?
—Ni rastro. Es como si lo hubiera tragado la tierra. ¿Y esto? —preguntó, señalando el neceser, un bolso de mujer y una pequeña maleta.
—Me han dado un sedante y tengo que pasar dos o tres días aquí. ¡Vaya! —prosiguió al ver el bolso de Latifa—: Lo ha olvidado. Mañana vendrá sin falta a recogerlo.
—Te echaré de menos, amor, pero tu salud es lo primero. Bueno, voy al taller a descargar las tres máquinas.
—Y tómate una buena ducha, querido —le deseó ella, dándole un beso en la mejilla—, y descansa bien. Te lo mereces, después de tantos sobresaltos que te he causado.
—No digas tonterías, cariño. Eres mi esposa y tenemos que compartir y superar juntos todas las adversidades. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, mi guapo. Estoy satisfecha con el servicio. Además, después de lo ocurrido, viene una enfermera a quedarse conmigo, a velar por mí.
—Estupendo. Hasta mañana entonces.
Empezaba a oscurecer y el pabellón de psiquiatría se quedaba cada vez más desértico, más silencioso. Se encendieron las luces en los pasillos. Se marchaba el personal diurno y llegaba el nocturno. Aida bostezó un momento e iba a cerrar los ojos cuando un insólito incidente le captó la atención. La puerta de su habitación se abrió repentinamente y acto seguido se cerró de golpe. Oyó entonces rodar un objeto por el suelo. Alguien lo había lanzado subrepticiamente antes de desaparecer. El ruido era apenas audible, pero adquirió en la mente de Aida unas proporciones ensordecedoras. Se incorporó, salió de la cama y fue a coger el objeto. Era un anillo. Permaneció mirándolo como el que ve una bomba a punto de estallar. ¡Era semejante al que le había ofrecido su exmarido para el noviazgo! Se tambaleó un momento, el rostro blanco como la cera. Estaba a punto de desmayarse, pero mantuvo el equilibrio. Recordó una frase de Freud que decía «la locura es la irrupción de los sueños en la realidad». Pero ella sabía con certeza que el asesino la estaba acorralando en un callejón sin salida, como lo suele hacer un psicópata con su víctima, para matarla o, por lo menos, volverla loca. Y hasta ahora había logrado hacer que envejeciera veinte años.
Llegó la enfermera de guardia, pero no la puso al corriente. Comentaron los hechos y los incidentes del día, cenaron y se acostaron. Sin embargo, a Aida le costó dormirse, pues le parecía que la cama se movía y oscilaba como un barco a la deriva. Su boca estaba ardiente. Se levantó y se puso la bata para buscar agua en los servicios. Salió sin hacer ruido, mientras la enfermera dormía profundamente.
Una fuerza misteriosa la guio hacia el parque y luego al portal de la salida. El guarda de seguridad estaba cenando y pasó desapercibida. Anduvo hasta el cementerio, entró y buscó la tumba de su hijo, decidida a encontrar una posible explicación a sus absurdas visiones paranoicas. Caminó a una velocidad alocada e inusitada, abriéndose paso, derribando varias lápidas. Localizó finalmente la de su hijo, pese a la oscuridad reinante. Se acercó y miró. ¡La tumba estaba vacía y profunda! ¡Kamal se había ido! El espanto y el shock se apoderaron de nuevo de ella y le hicieron obnubilar la conciencia, petrificándole el cuerpo y el pensamiento. No obstante, y para desmentir lo que veían sus ojos, avanzó torpemente, aterida de frío, pese al calor que hacía, mientras el terror la carcomía de dentro. Y, lívida de consternación, contempló de nuevo la tumba: ¡Estaba vacía! Entonces captó con claridad el ruido de unos pasos que se acercaban a su espalda. Una mano le tocó el hombro. Por hiperestesia, sintió un aliento sobre su nuca, mientras unas garras de acero se clavaban en su piel. Su respiración se hizo más rápida. Aspiró una profunda bocanada de aire y se giró para ver. Estaba frente a dos espectros patibularios, los pómulos salientes, los ojos ariscos e inyectados de sangre: el rostro angulado y desencajado de su hijo, cuya mirada irradiaba un odio desmesurado, y la cara de su maníaco exmarido, los ojos fuera de las órbitas. Ni el ulular del viento ni los horrendos ruidos que hacían algunas ratas pudieron ahogar el grito que lanzaron padre e hijo, un grito que desgarró sus oídos cual afiladas y sangrientas cuchillas:
—Por fin te tenemos —vociferaron al unísono, con voz cavernosa—. Pagarás caro por lo que nos has hecho.
Un golpe impactó en su pecho, expulsándola hacia delante, y sintió que salía volando por el aire para aterrizar dentro de la tumba donde su cuerpo, al chocar contra el suelo, quedó sepultado. Y, mientras le echaban tierra encima para enterrarla, una enorme rata le hincó sus afilados caninos en el tobillo, soltando un chillido agudo. Entonces dejó de luchar, y sintió que su mente y su cuerpo fluían hacia un obscuro reposo, y, por fin, la paz, la dulce y absoluta paz.
Se despertó con el rostro bañado del sudor del terror, irguiéndose como impulsada por un muelle. Sus gritos sacudieron a la enfermera que a su vez abrió los ojos, aterrorizada.
Samir salía de la ducha en su albornoz, cuando sonó el timbre del teléfono. Era la enfermera jefa. Lamentaba informarle a esa hora que su esposa había empeorado y le rogaba acudir por la mañana para autorizar su internamiento para seguir un tratamiento de choque durante seis meses. El esposo asintió, entonando con voz dolorida y áspera, luego colgó el aparato y se volvió…
Se volvió para observar a su amante. Era Sundus. Volvía de la cocina con dos vasos. Los llenó a medias con Ballantines, le pasó uno a él y ambos se sentaron en el ancho sofá. Levantó ella el vaso y dijo: «Por el crimen perfecto», y se lo bebió de un trago. Él hizo lo mismo con el suyo y, rebulléndose en el sofá, preguntó, inquieto:
—Hasta ahora creo que no hemos dado ningún paso en falso, pero ¿quién coño robó el reloj?
—No importa, mi cerdito adorable. Quienquiera que lo hubiese hecho se incriminaría a sí mismo. Tanto el contable como la criada pudieron haber incrustado la grabación en el reloj para amedrentar a Aida, ya que ambos tienen acceso al piso. Este mero hecho los incriminaría, dejándonos impunes.
—¿Y cómo explicar a la policía el que yo no oyese nada?
—Estarías durmiendo como un lirón. Qué sé yo, te pondrías los tapones de oídos…
—No pega. Hay que encontrar el puto reloj y destruirlo.
—Bien. Recapacitemos —precisó ella—. Cotejemos lo más reciente. ¿Qué tal fue tu disfraz, haciéndote pasar por su ex, cuando te despediste?
—Me cambié en los lavabos. El maquillaje dio el efecto esperado. Me esmeré en imitar los rasgos generales de Abdenúr: la mandíbula prominente, la nariz de toro y los labios gruesos. Oculté el pelo con una gorra. Incluso me puse khúl en las cejas para hacerlas espesas y unidas. Mi aparición y el incidente del anillo la trastornaron por completo. La enfermera acaba de confirmarme que ya ha perdido la cordura: la oyó decir, gritando, que su exmarido y su hijo difunto estaban intentando enterrarla viva.
—Te felicito. Ahora todo el mundo creerá que padece esquizofrenia.
—Y yo te felicito a ti por esas llamadas anónimas que le hacías, dándole la impresión que eran de su ex. Total, el plan A tuvo un éxito rotundo: yo, ahogando al niño antes de viajar a Marrakech y tú, más tarde, maquillando en accidente el asesinato de la abuela.
—El plan B también ha tenido éxito, querido: la actuación de la vieja Naila, la falsa vidente, y de su hijo Ismael, interpretando al fantasma de Kamal en el zoco y luego en vuestro piso, en mi compañía, además de la grabación de su voz en el reloj. Fue realmente todo genial.
—Y ahora nos queda el último paso, el plan C.
—Te entiendo. El crimen ha de ser siempre perfecto. ¿Lo tienes ya planeado, mi amor?
—Sí. Mañana autorizaré el internamiento de Aida y por la noche, la matas.
—¿Cómo vamos a proceder?
—La visitas por la mañana, después de haberme despedido yo, fingiendo preocuparte por su salud y estudias y preparas el terreno, y a las diecinueve horas, cuando hacen el relevo del personal, te disfrazas en enfermera y le inyectas aire en una vena. Como ya lo hiciste, matando a Malika Hasnauí, nuestra sexta víctima. ¿Te acuerdas?
—Sí. El diagnóstico fue unánime: suicidio provocando la muerte por embolia gaseosa.
—Pues lo mismo ocurrirá con Aida. Dirán que se suicidó por evitar los electrochoques y el internamiento. No olvides imprimir sus huellas en la jeringuilla antes de tirarla al pie de la cama. A la misma hora yo acabaré con Naila y su hijo, para evitar posibles chantajes o pistas delatoras posteriores. Te recojo en la farmacia a las ocho y, para que nadie te vea, entramos al piso por el parking subterráneo y la escalera de incendios y lo celebramos a lo grande.
Sundus llenó otros vasos y brindaron por la inmensa fortuna que les tocaba adquirir. Luego él la cogió entre sus brazos y empezó a besarla con gran ahínco. Ella le mordió la oreja, el cuello y, con más pasión, los labios. Como era habitual, daban rienda suelta a las perversiones más prohibidas y a los juegos más dolorosos. Lo suyo era sucio, escabroso y cochino. A ella le enloquecía empezar quedándose desnuda a gatas en la alfombra, mientras recibía los fuertes azotes del cinturón en las nalgas, antes de ser embestida y humillada sádicamente. Pero aquella noche tocaba el goteo del ardiente espelma de la vela en sus zonas erógenas. Cuando él hubo terminado de hacerlo, le separó las piernas y, sin dejar de morderle los pezones, exploró frenéticamente la pelvis, estrujó el monte de Venus y le arrancó la braguita con un movimiento brusco, desgarrando la prenda. El tacto de sus dedos con la parte húmeda y pulposa provocó en ambos cuerpos infinitas descargas eléctricas de lujuria y, presa de desvaríos y delirios, procedieron a entremezclar sus cuerpos en un arrebato de pasión bestial, entre gemidos, gritos y jadeos.
CUATRO.
Al día siguiente, Samir pasó primero por el taller en busca del contable y, al no encontrarlo, fue al hospital a ultimar los detalles del asesinato de Aida. Tenía que mostrarse abatido y triste por autorizar su internamiento y seguir fingiendo que la quería mucho. Él, como los psicópatas más célebres, era experto en interpretar papeles de hipócrita y cínico, exteriorizar emociones fingidas, realizar camuflajes psicológicos y exhibir falsas actitudes como una presencia carismática, una sonrisa embriagadora e hipnótica. Nadie podía ver que detrás de esa máscara solo había un océano de hielo.
Aida estaba en la cama, pálida, la compostura desaliñada. No había pegado ojo en toda la noche. Él le dio un beso, mostrando preocupación.
—Acabo de despedir a Latifa —declaró ella, con un rictus de dolor en la cara.
—¿Qué pasó, cariño? —inquirió él, fingiendo compasión.
—Picada por la curiosidad y deseosa de saber si tenía copia de la llave del piso, hurgué en su bolso y mira lo que encontré —indicó, sollozando, sacando bajo la almohada unas braguitas color fucsia. Sus ojos se habían puesto violetas de indignación.
—¡Dios mío! ¡Pero si son tus bragas! ¿La denunciaste? Habrá robado el reloj también.
—No. Creo que robó solo la prenda, bien porque quería enaltecer su ego, bien porque pensaba ponérsela al tener sexo. Le pagué la mensualidad y se marchó. Tengo cosas más serias en qué pensar. —Se mordió el labio, contrita.
—Sí. Lo sé, querida. Me han llamado ayer para autorizar tu ingreso y acabo de hacerlo. Es por tu bien, claro, porque te amo y quiero que te repongas pronto. Mañana te trasladan al pabellón de psiquiatría. No va a durar mucho, mi nena. Bueno, voy a comer algo y luego iré al taller.
La besó con fingido cariño y salió. Poco después llegó Sundus, cariacontecida. Expresó lo mucho que lo sentía. Explicó que la había llamado al móvil para tomar café juntas y, por ver que no contestaba, llamó a la empresa y le dieron la triste noticia. Sundus exploró discretamente el lugar del crimen, mientras cotilleaban, y vio que todo estaba perfecto. Se despidió y fue a inspeccionar los lavabos donde se disfrazaría más tarde.
Samir salió de la ciudad poco después de las seis de la tarde y condujo rumbo a la aldea de Naila, situada al noreste, yendo hacia Ulad Hamza.
Se sorprendió al advertir que imágenes de su infeliz infancia brotaban en su mente como una lluvia torrencial. Por muy lejos que remontara en su memoria, lo único que sobresalía era ese inhumano momento en que lo recogieron de la calle para llevarlo a un orfanato donde lo vistieron y dieron de comer, pero donde sobre todo abusaron de él. Luego, al lograr escapar de allí, fue dando tumbos por diferentes oficios: recadero, limpiabotas, camarero, ladrón de poca monta, prostitución masculina en Marrakech, con apenas 12 años. Continuó haciendo lo mismo, a diestro y siniestro, hasta que las cosas cambiaron y se hicieron más risueñas cuando descubrió lo que sería su loca pasión duradera. Lo había visto en una película: el protagonista psicópata cortejaba a desesperadas y lánguidas viudas a quienes ofrecía sexo y luego mataba para quedarse con su dinero. Así fue cómo empezó todo. Su físico, su energía y sus astucias invitaban a ello y hacían mella entre este tipo de mujeres. Por codicia más que por lujuria tuvo que asesinar por separado a tres de ellas. La situación de soledad e incomunicación en que estas se encontraban le facilitó la faena. Obró con frialdad y sin el menor remordimiento. Para borrar pistas, abandonó la ciudad ocre por la capital económica en la que el crimen organizado ofrecía más ventajas aunque las autoridades no se andaban con chiquitas y si algunos agentes lo tenían entre ceja y ceja, siempre había algún arreglo, algún favor a cambio. Entonces conoció a Sundus quien le orientó a cortejar viudas más hacendadas y adineradas, a casarse con ellas y quedarse con su fortuna, después de asesinarlas.
Interrumpió su ensimismamiento al ver a lo lejos a unos gendarmes formar barrera, agitando los brazos. Había que detenerse. Una motocicleta volcada en la cuneta, un cuerpo yaciendo cerca y un coche en la carretera, atravesado. El sudor corría por el cuello de Samir, por temor a que lo reconocieran. Pero los gendarmes no pedían documentación a la gente y solo intentaban agilizar el tráfico.
Pisó el acelerador, desesperado por acortar la distancia.
Recordó que después de ahogar a su hijastro Kamal y antes de ir a Marrakech, se había percatado de que un hombre bajito y delgado, de brazos cortos, la cabeza cuadrada, lo seguía. Había presenciado el crimen y quería cobrar por su silencio. Samir fingió asentir. Subieron al coche. Samir condujo hasta llegar a unos matorrales abigarrados donde paró. Alzó la vista y miró alrededor. Nadie. Entonces sacó de la guantera un fajo de billetes y se los entregó al chantajista quien se quedó demasiado ocupado en contar tanto dinero como para fijarse en él. Momento que Samir aprovechó para clavarle la navaja en el vientre. Apretó con rabia y odio. El hombre se encogió sobre sí mismo y luego se desplomó, la cabeza chocando con la ventanilla.
Samir dejó de recordar su tenebroso pasado al ver que llegaba a destino.
Aparcó cerca de la mezquita, se cubrió de pies a cabeza con una ligera chilaba con capucha, a guisa de disfraz de un ferviente creyente, se apeó y se dirigió, no a la mezquita, sino a la casita de Naila que se hallaba en uno de los extremos del barrio. Reconoció la construcción en adobe de una sola planta. Llamó y la puerta se abrió cautelosamente. Con cierta repugnancia, traspasó el umbral, penetrando en una estancia sucia y reducida, iluminada por un candil de gas. En aquel hediondo rincón había una cama grande sin hacer, donde dormían sin duda madre e hijo, una mesa sencilla y dos sillas desvencijadas. Estaba sola. Mientras cerraba la puerta, estando de espaldas, él, sin perder un instante, le puso el cinturón alrededor del cuello y la derribó. Apretó fuerte. La vieja no se resistió. Era como si esperara la muerte con un mórbido anhelo.
Samir oyó entonces un ruido de pasos provenientes del pequeño patio que servía de lavabo y baño. Dejó caer el cadáver de la vieja y fue a dar un vistazo. Era un gato que trepaba a la azotea por una escalera de madera destartalada. Lo que no vio Samir era que Ismael había bajado minutos antes a ver quién llegaba a casa. El espectáculo que se ofreció a sus ojos le heló la sangre en las venas: aterrorizado, vio cómo Samir estrangulaba a su madre y temiendo por su pellejo, volvió rápidamente a la azotea, para esconderse. Estaba con un chico y dos niñas. Utilizaban de noche la azotea para divertirse y explayarse, fumando, bebiendo y teniendo sexo, al abrigo de cualquier impedimento. Lo hacían después de que su jefe, un proxeneta de 23 años, les repartiera el dinero ganado en Casablanca y les dictaba proyectos para el día siguiente. La prostitución infantil movía más dinero que el narcotráfico, pero el jefe les dejaba solo algunas migas, lo justo para pasárselo bien en la azotea. Con los pelos de punta, la adrenalina subida y el corazón latiendo a toda velocidad, los cuatro amigos se asomaron y vieron cómo Samir aceleraba el paso hacia su coche, ponerlo en marcha y desaparecer en la noche que caía.
A la hora indicada, Sundus había entrado ya al hospital. El personal estaba cambiando de turno: se marchaban los enfermeros de noche y llegaban los de día. Por suerte, el puesto de enfermería estaba vacío porque unos enfermeros llevaban a un paciente recalcitrante a la sala de hidroterapia y otros acompañaban a una mujer que podía fallecer en cualquier momento, por lo que nadie prestó atención a Sundus que aprovechó la ocasión para colarse en los lavabos. Salió momentos después, vestida con bata de hospital y una mascarilla que le ocultaba la parte inferior del rostro, pasó a la habitación y cerró la puerta, después de echar un vistazo al recodo del pasillo y ver que estaba vacío. Acto seguido, se acercó a la cama, donde estaba Aida, envuelta en un camisón. Miraba al techo con ojos carentes de expresión. Todo en ella mostraba una situación de desamparo. Sundus extrajo del bolsillo de la bata una jeringuilla con aguja hipodérmica, seleccionó la vena cefálica de la mujer, estiró la piel por debajo del lugar de la inyección con el pulgar y la clavó, vaciando el aire contenido en ella. Aida tenía los ojos cerrados y una expresión tranquila, porque suponía que le estaban inyectando la segunda dosis del sedante. Sundus imprimió con cautela las huellas de Aida en la jeringuilla, la dejó caer y salió sigilosamente.
De vuelta al piso, tarde en la noche, los amantes se asearon y se acomodaron en el salón para festejar la victoria y el botín adquirido.
—¡Por el crimen perfecto! —entonó Sundus, chocando estrepitosamente su copa con la de su amante—. Todo ha terminado, mi rey. Acabo de matar a Aida.
—Y yo a la vieja. Falta el puto niño. Pero voy a quitarme de encima a esa lapa mañana sin falta.
Dejaron las copas y se retreparon en el sofá. El escote de Sundus bostezaba generosamente y sus pechos provocativos suspendieron un momento el pensamiento de Samir, sobreexcitándolo. Alargó la mano y los liberó tirando del sujetador, luego se inclinó para darles unos frenéticos lengüetazos, gruñendo como una bestia y husmeando como un perro rabioso su perfume ensordecedor, una mezcla afrodisíaca de ámbar y almizcle que hervía la sangre en las venas. Se besaron febrilmente para iniciar el precalentamiento.
—Ahora tengo todo lo que ella tenía, dinero, bienes, —cantó, zafándose un instante de sus besos, haciendo chasquidos con los labios, luego musitó—: Incluso su ropa y su marido.
—Te lo mereces todo, mi adorada putita.
—Y ya tengo otro plan para ti, mi semental —expuso, triunfante, con una obscena sonrisa curvándole los labios—. Esta vez la víctima es de BenGrir, muy rica y sin hijos ni relación. Y con un cuello a estrangular de los que te dejarán empalmado por mucho tiempo.
—¿Tan pronto, conejito mío? Deja que pase el período de luto, por lo menos. Sí que tengo una coartada a prueba de bomba —concedió, recalcando las palabras—, pero habrá que echar tierra primero sobre el asunto.
Había colocado ya sus manos bajo sus nalgas desnudas y metido sus dedos en las bragas para arrancárselas. Pero de pronto se inmovilizó. Algo había dicho ella que no era pertinente.
—¿Qué has dicho? —bufó, con una mirada entre afable e inflexible.
—Que somos ricos, mi cerdito.
La frase salió de su boca dulce y acaramelada, pero él la recibió en la cara como un montón de petardos que explotan.
—¿Dices “somos? ¿Se te cruzaron los cables? ¿Qué mosca te ha picado? Tú eres mi cómplice y siempre te ha tocado un 30 %.
—Escúchame bien, codicioso de mierda. Ambos tenemos la sartén por el mango y estamos con un pie en el cadalso —clamó ella en un cóctel de ira, frustración y tristeza, el rostro cerúleo—. Tengo derecho a la mitad de la fortuna de Aida, además de quedarme con sus joyas. ¿Te enteras?
Aquello era pedir peras al olmo. El hombre bramó de repente, echando espumarajos por la boca, y la golpeó en la cara. Notando el hilillo de sangre que brotaba de su boca, Sundus se soltó y le arañó furiosamente con las uñas, soltando palabras obscenas. Entonces él se convirtió en lo que era realmente, un asesino en serie. Le forzó el brazo por detrás de la espalda, torciéndolo hasta que ella tuvo la sensación de que estaba roto. Logró soltarse un momento y se levantó para escapar. Él la cogió por un pie y la hizo caer al suelo y se abatió sobre ella. No se necesitaba mucha fuerza para estrangularla. Estaba borracha. Una simple presión sobre la arteria carótida y el nervio vago. No obstante, presionó fuerte y más fuerte. El rostro de Sundus pronto empezó a tornarse azulado, los ojos a desorbitarse, los órganos internos a convulsionarse y el cerebro a apagarse. Oyó cómo su corazón revoloteaba aceleradamente en su pecho, luego débilmente. La mujer agitó los brazos como si intentara apartar de su vista a terribles demonios, luego cedió.
En ese momento el salón, que estaba en semipenumbra, se iluminó bruscamente y el silencio absoluto que allí reinaba fue sustituido por una voz fantasmal que se elevó en la estancia:
«¿Mamá, dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?».
Samir soltó el cuello de la víctima y paseó su mirada alrededor, buscando una explicación. Se levantó, tambaleándose, presa de terror por la nueva situación pesadillesca que se les ofrecía. Sundus comenzó a volver en sí, abriendo los ojos, abotargada. Se incorporó a su vez, la mano al cuello lacerado, la mirada de un demente. Tosió, produciendo tremendos estertores y sibilancias por falta de aire en sus pulmones.
Algo así como en un teatro, cuando sube el telón para homenajear a los comediantes, Samir y Sundus avanzaron un paso hacia la entrada del salón, pero en sus rostros no había satisfacción o exaltación, sino estupefacción y asombro. Estaban como si los hubiera fulminado un rayo. La tensión aumentaba. La voz alcanzó un tono descabellado con el tic tac de un reloj. Ambos observaron, con ojos vidriosos y circundados por las arrugas del pavor, la aparición de Ismael, como trasladado por teledeportación. Esta vez vestía una camisa a rayas y un jean deslustrado. Llevaba en las manos el reloj de pared. Aliviado de que ahora tenía una visión más clara de las cosas, Samir farfulló:
—Hombre, Ismael, no debiste robar el reloj para chantajearnos —aseguró, intentando permanecer impertérrito—. Te estuve precisamente buscando ayer y hoy para daros a ti y tu madre la última parte del dinero que debíais.
—Mocoso de mierda —gruñó Sundus, iracunda—, te sacamos de un agujero frío y maloliente, te dimos pan y techo y dinero y en recompensa pensaste chantajearnos.
—Calla, mujer —replicó Samir con una sonrisa desmentida por el temblor de sus labios. Fingía reprehender a Sundus, el entrecejo fruncido—. ¿No ves que él ha venido a devolvernos el reloj y cobrar lo que le debemos? Ven, hijo, acércate, dame el reloj. Has estado genial representando a Kamal y grabando tu voz. Vamos a ser muy generosos contigo.
—Maldito y asqueroso asesino —gimió el chico, las lágrimas afluyendo ahora a sus ojos, la cara arrugada por el dolor—, vi cómo estrangulabas a mi pobre madre.
Aquella declaración provocó una expresión de pánico indescriptible en el rostro del aludido. Profirió un extraño sonido gutural amenazador y avanzó hacia él.
Del hall se escucharon unos furtivos pasos y Farid entró en tromba en el salón.
—No, no. No permitiré que hagas lo mismo con Ismael.
Una sonrisa sombría jugueteó en los labios del chico, al verse protegido.
Samir y su cómplice miraron de un sitio a otro, desprevenidos y sin dar crédito a lo que veían. A ella se le tiñeron las mejillas de rosa y un escalofrío le produjo tiritera. Él se quedó con la boca abierta y un rictus de ridícula idiotez le puso los nervios a flor de piel. Se le hizo un nudo en la garganta, pero logró decir:
—¡Mira quién aparece ahora! ¿Pero qué coño significa todo esto? ¿Y cómo explicas tu brusca desaparición del taller?
—Te lo explico en pocas palabras. El reloj lo robé yo, entrando en casa con un duplicado de llave vuestra, y lo llevé al anticuario quien lo abrió y mostró dónde, a petición tuya, había camuflado la grabación, creyendo que contenía un recordatorio de las oraciones de rezo.
—¿Y se puede saber cómo lo adivinaste todo?
—Pura casualidad: ¿recuerdas que en casa del exorcista sonó en el reloj del patio una voz invitando a la oración vesperal? Pues, bien, esa grabación me hizo pensar en vuestro reloj y en su posible manipulación para enloquecer a Aida. Y para comprobarlo, fui a ver al anticuario.
—Te felicito. Siempre hemos reconocido Aida y yo que eras más inteligente que todos nosotros. Bien, supongo que has hecho todo esto para chantajearnos. ¿Cuánto pedís, tú e Ismael? No olvides que somos ricos —prosiguió, enfatizando estas dos palabras, mirando a su amante, como si quisiera redimirse y recordarle que tenía derecho a su parte—. Podemos llegar a un acuerdo entre delincuentes, ya que tú también lo eres ahora, por allanamiento de morada y robo calificado. Te has metido en camisas de once varas, amigo Farid.
—De ningún modo —exclamó una voz que emanó del corredor.
Era el inspector Madani que salía del hall. Se había quedado oculto en el pasillo para grabar la conversación de los malhechores, primero con Ismael y luego con el contable. Y ahora le tocaba seguir con la estratagema. Prosiguió, con una expresión lobuna:
—El señor Benmusa ha obrado para ayudar a la justicia y se merece nuestras felicitaciones. Le acompañé en persona a ver al anticuario quien, además, va a testificar en tu contra —aclaró, mirando a Samir—. En cuanto a Ismael, fue corriendo a avisar a los gendarmes, poco después de ver cómo matabas a su madre. Por el momento el Ministerio Público te acusa del asesinato de la señora Naila Brahim, una antigua y conocida prostituta, y no una médium, y de dos delitos, el de gaslighting contra tu esposa y el de difamación contra Mesrar Abdenúr, quien regresó a España tras asistir al entierro de su hijo Kamal. Tú lo utilizaste luego como pantalla de humo para despistar a la policía y amedrentar a tu esposa, usando disfraces y llamadas anónimas.
En ese momento sonó con estridencia el teléfono fijo. Contestó el inspector, identificándose. Era la enfermera de Aida. Llamaba para informar que la pobre mujer acababa de sufrir una tentativa de homicidio. El policía escuchó largo rato, inmóvil, sin que su pétreo rostro expresara la menor emoción. Pero sus ojos parpadeaban febrilmente. Colgó al final y un silencio sepulcral invadió la estancia.
—Han intentado asesinar a la señora Benyúsuf. La enfermera que acudió a darle la segunda dosis del sedante la encontró sufriendo graves convulsiones, descubrió la jeringuilla y alertó al médico jefe quien le aplicó un tratamiento anticoagulante intensivo a tiempo y la salvaron de milagro.
—¿Dijo si tenían alguna pista? —inquirió Farid, preocupado, arqueando las cejas.
—Sí. Están estudiando la silueta de una extraña enfermera que aparece en el vídeo de la cámara de seguridad. Se la ve pinchando a Aida y luego salir del edificio, poco antes de que llegara la enfermera oficial.
El inspector sacudió la cabeza, con aire de cansancio en el rostro. Se tomó su tiempo para encender un cigarrillo y darle una larga calada. Giró la cabeza y dijo a Sundus, extendiendo el brazo y apuntando con el índice:
—La policía sospecha que usted es la autora de esa tentativa. De todos modos están ahora identificando a esa silueta.
—Pero si Aida no ha muerto, no veo de qué acusarían a nadie —apuntó la mujer, con un destello de interés en sus ojos penetrantes.
—De tentativa de asesinato, señorita. Pero escúcheme bien —aclaró el agente, en tono conciliador y afable—, el juez puede ser muy magnánimo y conmutar la condena si hay colaboración con la justicia. —El inspector se dio unos golpecitos en la frente y añadió, mirándola con acritud—: En ciertas circunstancias, señorita, conviene jugar sus bazas.
—¡Calla, Sundus! No digas nada, es una trampa —espetó Samir, enjugándose la frente y dirigiéndole una mirada asesina—. Si no, apechugarías con las consecuencias.
Sus ojos se habían puesto violetas de indignación e ira. Ella hizo oídos sordos y dijo, observándole con un destello de odio y malignidad en la mirada, tocándose el cuello dolorido, la sonrisa forzada:
—¡Menuda suerte tiene esta mujer! La jeringuilla que le clavé en la vena mataría a tres elefantes —confesó, luego añadió con una tosecilla teatral—: ¿Qué quiere saber, inspector?
—Solo dos preguntas. Respecto a las llamadas anónimas, fue usted quien las hizo, ¿no?
La pregunta hizo mella en ella.
—Afirmativo. Pero siempre bajo la instigación de Samir. ¿Y la segunda pregunta? —inquirió, mirándole con sus oscuros ojos donde brillaba ahora una esperanza de salvación.
—Estamos barajando teorías sobre misteriosas muertes, pero nos faltan pruebas que reforzarían la verdad sobre este caso.
—¿Qué muertes, inspector? Ahora ya saben todo lo que ocurrió.
—Me refiero a la muerte de Kamal y su abuela.
Hubo una larga vacilación, tras lo cual ella rompió el insoportable silencio reinante, declarando:
—¡Fue él, inspector! —aclaró, con la mirada fija en el policía—. Ahogó al niño antes de viajar a Marrakech, asesinó a un testigo ocular y más tarde maquilló el asesinato de su suegra en accidente.
—¡Mentira! Puta de mierda. ¡Imposible! —aulló Samir—. Porque en ambos casos yo estaba a doscientos kilómetros de distancia. En mi móvil aún conservo las llamadas telefónicas que realicé hablando con mi esposa.
—Vamos, vamos, Samir, déjate de triquiñuelas y no te andes con rodeos —contradijo Farid, con un deje de sarcasmo—, todo el mundo sabe que un celular sin GPS no muestra ninguna localización del usuario. Sobre todo cuando tu móvil es de pago ilocalizable.
—Así que ahora —interrumpió el policía—, se te acusa, no de uno, sino de cuatro asesinatos y dos tentativas de homicidio con alevosía y premeditación, además de los delitos ya citados.
El blanco de los ojos del aludido pareció llamear en dirección a Sundus y, presa de un odio indescriptible, rugió como una bestia:
—¡Hija de la gran puta! ¡Zorra asquerosa! Fuiste tú quien mató a mi suegra con un alambre atravesado en las escaleras. Y mataste también a muchas otras mujeres, lo puedo jurar por el Corán mismo.
—Le explicará todo esto al Fiscal en su debido tiempo —concluyó el inspector, mientras se disponía a detenerlo.
Viéndose perdido y, para salvar su pellejo, Samir miró alrededor en busca de una escapatoria, pero estaba acorralado entre la pared y el policía, que avanzaba ahora hacia él para esposarlo. Estaba hecho una piltrafa. De irascible su rostro cambió a pálido y enfurruñado. Se movió con ligereza. Sus ojillos sanguinolentos eran ahora los de un animal atrapado. Echaban chispas, llenos de odio. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, apartó de sí al agente, propinándole un directo a la mandíbula. Todos se miraron con idéntico estupor, momento que Samir aprovechó y corrió cuanto sus fuerzas le permitieron hacia la terraza, antes de que nadie se hubiera dado cuenta.
—¡Detente! —ordenó el policía, con voz iracunda, empuñando el arma—. La pistola no es un elemento de atrezo: Puedo disparar a herir.
Haciendo caso omiso de la orden, y con la ligereza de un gato, Samir evaluó el pequeño salto que le permitía pasar de su terraza a la contigua. Puso un pie sobre la ménsula del balcón y alargó el otro, listo a saltar. Pero perdió la posición vertical al resbalar, se echó hacia atrás, precipitándose en caída libre, y fue a parar al jardín donde se aplastó contra el suelo adoquinado lateral al porche. Se oyó un golpe sordo, como cuando se rompe un cuello, seguido de un jadeo ahogado. Se encendieron de súbito las luces en los balcones y muchos bajaron a ver lo que sucedía. Algunos agentes uniformados se acercaron al cadáver y obligaron a los curiosos a retroceder al otro lado de la piscina.
Sundus, en cambio, no opuso resistencia y se entregó con resignación al policía, el rostro macilento.
La residencia estaba ahora plagada de agentes y no tardarían en llegar el Fiscal, la ambulancia y el equipo de unidad científica.
En el cielo las estrellas brillaban con un intenso azul metálico.
Al día siguiente por la tarde, Farid fue al hospital, a visitar a Aida, un ramillete de rosas en la mano.
Estaba en la cama, sonriente, el físico mejorado y la compostura recuperada.
Se abrazaron e intercambiaron muestras de alegría por el reencuentro.
—El inspector Madani y el doctor Cherkaoui acaban justo de irse. El señor Madani nos ha informado sobre el desenlace de este macabro caso —resumió ella—. La sagacidad con que adivinaste que el reloj estaba adulterado es digna de un Arsène Lupin. Te felicito por todo.
—El caso olía a chamusquina desde el principio —aclaró él—, porque nunca creí que fueras paranoica. Y la visita al exorcista fue decisiva, al fin y al cabo.
—Gracias por haber creído y confiado en mí. Y gracias por las flores.
—Fue una actitud natural, un deber también. Ah, aquí te traigo la copia de la llave robada. En cuanto al reloj, se lo quedó la policía para el juicio.
—No es necesario. Me desharé de todo lo que me recuerde esa pesadilla —indicó Aida—. De todos modos me mudaré pronto a mi nuevo chalet y me ilusionaría que fueras el invitado de honor para la inauguración.
—Acepto con mucho gusto.
—Y ahora dime, querido ladrón de llaves, relojes y corazones —musitó ella, incorporándose, cambiando de tema y de protocolo—, ¿sigue pendiente tu invitación a comer juntos, aunque han pasado tres meses? Me dan el alta esta noche, sabes.
Iba a contestar con un «más vale tarde que nunca» o con «nunca he dejado de quererte», pero la palabra «corazones» le hizo cambiar de idea: le cogió la mano suave y galantemente y la besó con ternura.
FIN
©Relato: Ahmed Oubali, 2021.
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