‘¿Qué clase de pobre soy?’- Relato esencial
Con ‘¿Qué clase de pobre soy?’, la escritora Ángeles Navarro presenta un guiño al concurso de relato Sombras Oscuras, convocado por Solo Novela Negra
¿Qué clase de pobre soy?
Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre. Eso ha dicho el conferenciante citando a Vázquez Montalbán. Y se ha quedado tan ancho. ¿Qué clase de pobre se me puede considerar a mí? He ido al Ateneo a escuchar la disertación con el fin de entrar en calor antes de venir a dormir. Vivo cerca, en la calle Gobernador, en una casa sin ascensor ni calefacción. Ahora cuento con más espacio, pero al principio solo tenía una habitación alquilada en un piso compartido.
Lo de ir a conferencias lo hago a menudo. De hecho, es mi ocupación favorita por las tardes. De algo me tiene que servir el alojarme en el barrio de las letras, como se suele llamar a esta zona de Huertas. Casi todos los días hay charlas en el Ateneo, que está ahí mismo, en la calle del Prado, o presentaciones de obras en las librerías de los alrededores.
¿Soy, por tanto, una pobre sórdida o mediocre? Nunca me lo había planteado. A lo mejor, así, a simple vista, el conferenciante de hoy me habrá tomado por una mediocre. Ese tío será muy sociólogo, pero se nota que nunca ha pasado hambre. Basta con verlo caminar, mover los brazos, con esa soltura, esa elegancia. Es como los hombres que rondaban por la casa de mi padre cuando era niña. ¡Mi padre!, el que me echó para que no ensuciara el nombre de la familia. Madre no tenía, porque él le dio la patada antes que a mí. La acusaba de ser una puta, y claro de tal palo, tal astilla, o sea yo. Nunca se casó con mi madre —ella era una puta de las de verdad— ni me reconoció como hija. A la gente le decía que yo era una ahijada suya que se había traído del pueblo para que recibiera educación, pero en cuanto fui mayor de edad, también se deshizo de mí.
Sin embargo, no, nunca he sido puta profesional. Bueno, solo alguna vez me he vendido, en plan amateur, para sacar unas perras cuando me encontraba en las últimas. A mí me va mucho más lo intelectual. Lo que tengo que agradecerle a mi padre —o quizás odiarlo aún más por eso— es el haberme inculcado el amor por las letras. No solo voy a las conferencias y a las presentaciones para entrar en calor, es que me gusta estar, culturalmente hablando, al día. Hay gente que tira libros en los contenedores de papel, cosa que no podré entender nunca. A veces esos elementos urbanos están tan llenos que hay textos que se quedan fuera, en el suelo. Yo los voy recogiendo y me los traigo. Tengo muchos. Dentro de poco no quepo en la casa que se está convirtiendo en un asilo para libros. Leerlos, no los leo enteros, porque cuando ando por la mitad de uno, encuentro otro y me pica la curiosidad. Entonces dejo el que estaba leyendo y empiezo el nuevo. Me pasa lo mismo que con los hombres, nunca me ha enganchado tanto uno como para no dejarlo a medias por el interés que despierta en mí el siguiente. Y eso que leo a la luz de las velas. Hace tiempo que cortaron la electricidad. Mi viejo casero no debe de pagar los recibos. Ja. ja. ja. ¡Como si el pobre pudiera hacerlo!
En la casa ya no queda nadie, en ninguno de los seis apartamentos, dos por rellano de la escalera. Los ocupantes eran todos ancianos, como mi casero. Ni familia tenían. Por aquí nunca aparecía nadie. En estos barrios antiguos, en calles cortas como esta, hay edificios cerrados en los que jamás veo entrar o salir gente, excepto a algún individuo que, como yo, más parece un fantasma que una persona.
Somos los pobres —mediocres o sórdidos, según se mire— que solemos encontrarnos los viernes por la mañana en la calle Medinaceli, a las puertas de la iglesia del Cristo. Formamos una especie de cofradía. Ese día de la semana en concreto, los devotos de verdad hacen grandes colas para entrar y poder besar los pies de la imagen. Aprovechamos su larga espera para sacar lo necesario para comer y mantenernos vivos durante un tiempo. Al principio me daba vergüenza eso de pedir, al fin y al cabo soy una mujer educada e ilustrada, solo que con mala suerte, pero al ir cumpliendo años creo que es la mejor manera que tengo de subsistir. Con esto creo que ya estoy cruzando el límite de lo mediocre y avanzo hacia el umbral de la sordidez. No sé qué le parecerá al conferenciante del Ateneo.
A veces voy a la Filmoteca, que también me pilla cerca. Siempre he sido aficionada al cine, especialmente al clásico. Las películas, además, te dan ideas. Por ejemplo, cuando hace años vi Arsénico por compasión, la de las ancianitas envenenadoras, aparte de reírme muchísimo con Cary Grant —qué guapo era el tío—, se me ocurrió que podía dejar de vivir solamente en una habitación y tener toda la casa para mí y para mis libros. Algunos apartamentos ya estaban vacíos y parecía que a nadie le importaba hacerse con ellos. Me informé bien sobre los viejos que quedaban —entonces sí que tuve que acostarme con algún que otro funcionario del Registro Civil, poca cosa— y descubrí que ninguno de mis ancianos tenía parientes cercanos. Con el matarratas tardaban un poquito más en morirse que con el arsénico utilizado en la película, pero la palmaban igual. Como se puede comprender, conseguir arsénico no estaba a mi alcance. A Dios gracias la casa cuenta con un sótano donde hay una enorme caldera del tiempo en que se usaba la calefacción central alimentada por carbón. Decidí utilizar leña como combustible, porque había trastos viejos de madera por todas partes. Me fui presentando en los pocos pisos que quedaban habitados como voluntaria de la Cruz Roja para cuidar a los ancianos y fue muy fácil conseguir que se bebieran la infusión letal. Los liquidé a todos en una semana. Por la noche, con muchísimo esfuerzo, los bajaba al sótano y la caldera volvía a calentar la casa durante unas horas.
Los viejecitos eran de los que iban al banco a pagar los recibos. Por eso me quedé pronto sin luz y sin gas. Con mi uniforme de la Cruz Roja empecé a ir también al banco para pagar el recibo del agua con el pretexto de que don Fulano está artrítico y no puede desplazarse. Con lo que saco de las limosnas solo me da para pagar las facturas del Canal de Isabel II. El agua me es imprescindible para beber, lavarme un poco y hacerme la comida en una cocinita que funciona con butano. El butanero es la única persona que entra en esta casa. Por eso utilizo la cocinilla del chiscón que servía de vivienda a la portera —también me la cargué a la pobrecita—. Así el hombre no tiene la posibilidad de subir y fisgonear por los pisos. De hecho, cree que yo soy la portera. Si veo que empieza a sospechar, le invito a una taza de café especial y santas pascuas. Todavía me queda matarratas.
Me gusta matar, lo confieso. De ese modo saco todo lo malo que llevo dentro. Me libero. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, no me gusta ensañarme con mis víctimas. Sufrí mucho cuando los ancianos de la casa, presas de cagaleras incontrolables, murieron lentamente por culpa del matarratas. El instante de la muerte es lo que me fascina, cómo se va transformando el rostro: la lividez, el vidrio en los ojos. Ese momento misterioso entre la vida y la no vida.
El caso es que acabar con los viejos me hizo gastar mucha madera, pero reservé unos cuantos muebles para utilizarlos en las ocasiones en las que encuentro a alguien cuya muerte puede resultarme interesante. Ahora creo que el conferenciante sería un buen candidato. La próxima vez que intervenga en el Ateneo o en alguna presentación —es bastante conocido— ya me las arreglare para atraerlo a esta casa. Pero antes de que muera —siento mucha curiosidad—, le preguntaré qué clase de pobre considera que soy yo, si mediocre o sórdida.
Texto: © Ángeles Navarro Peiro, 2019.
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