Pronóstico complicado- Relato esencial
Con ‘Pronóstico complicado’ Hugman regresa a su casa: los pagos de Solo Novela Negra. Un relato entrañable con la firma de Juan Pablo Goñi Capurro
Pronóstico complicado
—¡Inglés!
El perentorio grito del comisario Bermúdez detuvo a Hughman junto a la salida de la comisaría. El inglés se volvió al hombre que avanzaba secándose el sudor; trató de no pensar en que él tenía encima una camiseta térmica y estaba a punto de colocarse la campera para salir a la calle.
Bermúdez lo llevó aparte unos metros, sin invitarlo al despacho.
—Tengo un homicidio que seguro va a ser para ustedes.
La Brigada de Investigaciones atendía cuestiones que la policía ordinaria no resolvía en cuarenta y ocho horas; los homicidios habituales en Blanca pocas veces pasaban a sus manos, casi siempre ocurrían entre parientes o vecinos. El comisario le trasladó lo que sabía.
—Hace un par de horas, una mujer encontró muerto a su marido en el patio. Lo mataron con una pala, a golpes. Me dijo Uffenchi que los vecinos no escucharon nada. No hay motivos claros. ¿Por qué no te das una vuelta para ir ganando tiempo? Todos están todavía en la escena del crimen.
Hughman recogió la dirección y se puso en marcha. Barrio Siciliano, clase media; cruzando la avenida San Martín, dos cuadras, casi a la altura de la comisaría. Escogió la calle Obispo aprovechando el domingo fresco que mantenía a la gente alejada de la arteria que congregaba los principales comercios. Atravesó la avenida, recorrió dos cuadras y giró hacia el arroyo. A mitad de cuadra, patrulleros, la camioneta forense y un nutrido grupo de personas en la vereda.
Cerró su campera, había más viento que en el centro de la ciudad. Se introdujo entre los curiosos, no precisó enseñar la placa o el arma para que le cedieran paso; bastó el pedido de permiso con tono firme. Frente a la puerta de una casa baja, de paredes en tono canela, un policía uniformado evitaba cualquier intento de burlar la prohibición de acceso. Más a la derecha, el garaje con su puerta entornada. Hughman calculó que por allí llegaría antes al patio mencionado por el comisario.
Así fue. El garaje estaba desocupado, la puerta del fondo daba a un patio de pasto bien cortado. Rogó que el «están todos» de Bermúdez no incluyera a Trimpecchi, el humorista frustrado a cargo de las autopsias. Sus ruegos fueron escuchados; divisó gente la científica recorriendo el patio, ancho pero poco profundo, un par de policías uniformados que no sabían qué hacer, dos enfermeros con una camilla aguardando para trasladar el cadáver. Ni rastros de Trimpetti. Junto al cuerpo, el fotógrafo tomaba primeros planos de la víctima y sus heridas.
El inglés saludó y se sumó a quienes observaban el cuerpo. Un hombre joven, alrededor de treinta y cinco años, sangre en la cabeza, cortes en la cara, moretones; un borbollón de pelos enchastrados en rojo, en la nuca. Sin agacharse, observó que el cuerpo, vestido con ropas cómodas, no mostraba más signos de heridas. Fácil de deducir la mecánica del crimen; lo habían golpeado en la nuca, haciéndolo caer, y lo remataron con más golpes en el piso. Era previsible que no hubiera visto venir el golpe asesino.
El teniente Stronzio, de la científica, se hallaba de pie, junto a una pala tendida sobre el pasto.
—¿El arma del crimen?
—Casi seguro, inglés, tiene sangre.
Hughman observó que junto a una de las paredes que rodeaban el patio, había un cantero con tierra negra, removida. El asesino pudo encontrar la pala allí, quizá fuera un crimen sin premeditación; explicaba que la víctima ofreciera su espalda sin precaverse, no se sentía amenazado. Como dijera el comisario, se trataba de un crimen con pronóstico complicado.
El resto del patio no brindaba información relevante; dos árboles pequeños, en crecimiento, sin hojas, un cantero con plantas bajas sin florecer, similar al de la pared opuesta.
—¡Inglés!
Se volvió Hughman, Uffenchi venía hacia él. Había salido de una puerta al costado de la del garaje, abrigado, sin uniforme; traía una carpeta consigo. Era palpable su alivio, Hughman se sintió bienvenido de verdad. Se separaron del resto, ubicándose en una esquina donde daba el escaso sol que atravesaba el plomizo cerco de nubes.
—Este va a ser difícil. Hugo Diarma, soldador, trabajaba en una metalúrgica, treinta y seis años. Dos hijos en edad escolar. La esposa fue a casa de una amiga cuando volvieron de dejar los chicos, aprovechando que él dormía siesta. Regresó a eso de las cinco, lo buscó porque tenían que ir de nuevo al club, por los nenes. Lo encontró acá, muerto.
La parte final pudo ahorrársela, estaba escrita delante de ellos, sobre el césped. Uffenchi aseguró que la amiga respaldó el relato de la viuda, Claudia Mallestre, treinta y dos años. Agregó que habían recorrido la vecindad, con resultados negativos; tampoco se habían encontrado signos de forzamiento en la vivienda, Diarma había hecho pasar a su asesino.
Transferida la información, el teniente calló. Hughman procesó los escasos datos.
—¿La viuda?
—Ahí, en la cocina —señaló el teniente.
Hughman pasó. Por lo visto, sus colegas habían terminado con la cocina. La viuda, una joven de largo cabello lacio, castaño claro, bebía té en un jarro con la inscripción «Recuerdo de Montevideo», sentada a la mesa. Una bandana azul con estrellas cubría parte de la frente y su coronilla. Una mujer policía permanecía de guardia, dedicándose a responder mensajes en su celular. Hughman le pidió que los dejara solos; cerró las puertas de comunicación con el patio y con el resto de la casa.
La mujer alzó la vista ante sus órdenes. Aun a cara lavada se advertía su belleza; rostro angelado, cabeza pequeña, pestañas muy abundantes.
Las hornallas estaban encendidas; Hughman sintió calor por primera vez en la tarde. La joven tenía puesto un saquito delicado sobre una remera rosa; los pantalones eran oscuros, cubiertos en parte por el mantel con dibujos rectos. El inglés supuso que Uffenchi le había dejado la parte álgida del interrogatorio —siempre molesta que se interrogue sobre la víctima— pero encaró por el costado más humano, buscando generar empatía. Se sentó frente a ella y preguntó con tono apagado.
—¿Sus hijos están bien?
—Están en casa de mamá, bien, sí. Todavía no les dije…
Si a él le tocaba una tarea fea, mejor no pensar en lo que esperaba a esa mujer de voz suave.
—¿Su marido tenía enemigos?
Claudia se permitió una sonrisa fugaz.
—Como en las películas…No sé…
—Inspector Hughman. Digo, cualquiera de los dos, inspector o Hughman. O inglés, si le parece cómodo.
—¿Es inglés de verdad?
Hughman asintió.
—Nunca conocí antes un inglés de verdad.
La mujer se dispersaba, una de las reacciones posibles ante un shock. Decidió volverla al tema, temía que estallara una crisis nerviosa antes de preguntar lo que necesitaba saber.
—Hablábamos de su marido y sus enemigos.
—Cierto, estoy un poco dispersa. Es que la verdad, no sé, yo no le conozco enemigos, hace diez años que estamos juntos y nunca supe que se peleara.
—Diez años de casados.
—No, de casados ocho, los dos primeros fueron de novios.
Hughman había olvidado que en su país de acogida, al menos en Blanca, las parejas contaban el noviazgo casi a la altura del matrimonio. Se esforzó en concentrarse y no divagar.
—¿Algo raro, últimamente? Alguna conducta cambiada…
La mujer jugueteó con el jarro vacío, el sobrecito con el té aún dentro de él.
—No, estaba como siempre. Iba al Bingo noche por medio, no sé si ahí se haya podido meter en un problema.
Hughman se ilusionó; podía surgir una pista. Jugador, probable préstamo, incapacidad de pago. Quizá hallaran algo por ese lado y el crimen no quedara sin resolver, como pintaba. Ellos no contaban con los recursos de los policías de película.
—¿Solía perder mucho dinero?
La mujer observó el jarro vacío. Se puso de pie, lo dejó sobre la mesada. Hughman apreció las formas deliciosas de la viuda. Ella se volvió.
—Él no hablaba, pero me temo que sí, que perdía.
Hughman no escuchó sus palabras; se había quedado detenido en el brazo de Claudia. Al girar, se había alzado las mangas y se rascaba; el inglés detectó los moretones. Su silencio hizo que la viuda alzara la cabeza. Sus ojos advirtieron el interés del inspector, intentó bajarse las mangas.
Hughman se puso de pie, ella quiso retroceder; imposible. El inglés le alzó las mangas; cuatro moretones. Tomó el otro brazo, tres moretones. Claudia se entregó; el inglés alzó la blusa hasta el pecho, más machucones. Por el lado de la espalda, largas cicatrices enrojecidas. Le quitó la bandana de la cabeza; un chichón, un bollo inflando el cuero cabelludo.
Hughman retrocedió; la joven, expectante, no le quitó la mirada. Resultó muy fácil para el inspector leer la historia, aún esas pupilas reflejaban pánico; tantos años de vivir en el miedo no se borran con facilidad. El inglés le devolvió la bandana, la joven se cubrió la cabeza. Luego bajó las mangas y la blusa.
Hughman asumió que la primera impresión se confirmaba. Nunca esclarecerían ese homicidio.
Los ojos de Claudia eran tan hábiles lectores como los suyos; y sabían decir gracias.
Texto: ©Juan Pablo Goñi Capurro, 2018.
Visitas: 36
Enhorabuena, me gustó. Casi al final intuí el desenlace, pero es lo de menos; en tan pocas líneas se logra que el personaje del Inglés te sea próximo. El lenguaje claro y las expresiones latinas le dan cierto tono diferente. Felicidades