Primer secuestro en el CV (Hughman) por Juan Pablo Goñi

Algo estaba mal. No supo a qué atribuirlo. Había llegado el último, ni siquiera debía estar allí; Pérez y Corelli estaban de turno. Bermúdez era el otro policía en la cómoda sala de la casa de José Izquierdo. Al inglés, nadie lo llamó; capturó un mensaje de radio y fue de inmediato al barrio Barrio San Lorenzo. En un principio el dueño de casa no quiso permitirle el paso; el comisario identificó la voz y lo llamó. Los colegas de la brigada saludaron de lejos; no los molestaba la intromisión pero no querían demostrarlo delante de los padres dolientes y sus nuevas parejas. Bermúdez lo puso al tanto.

Cerca de las cuatro de la tarde desapareció la niña Lucía Rosas del patio de la casa de su padre, Roque —la dejó sola para darse una ducha—. Llegó Ana, su pareja, charlaron hasta que notaron la ausencia de la pequeña. Buscaron en la casa, en la manzana, preguntaron a los vecinos. Nadie la había visto ni había advertido vehículos o gente extraña. A las cinco se lo comunicaron a la madre, Natalia Vega, actual esposa de José Izquierdo. Cinco y diez la llamaron los secuestradores, exigiendo doscientos mil dólares de rescate. José no oyó reclamos y denunció el secuestro a la policía. Seis y cuarto de la tarde, allí estaban. La policía científica analizaba la vivienda paterna y veinte efectivos peinaban la barriada recogiendo testimonios. Sin éxito, hasta el momento.

—Dijeron que no metiéramos a la policía.

—¡La dejaste sola! Ahora no vengas a criticar a José.

Abundaba espacio en la sala. Frente al hogar, majestuoso, un sillón de tres cuerpos, dos más completaban un anfiteatro que en invierno contaría con la participación insuperable de altas llamas. Los ex esposos, sentados enfrentados. En el sillón más amplio, en cada extremo, los nuevos cónyuges. Bermúdez, de pie ante el hogar y los de la brigada, contra la pared.

Hughman, de pie entre la pareja visitante, estudió las posturas. Izquierdo estaba tendido, la mano cubriéndole la cara, cerrada en puño sobre la frente ancha. Su mujer, piernas en noventa grados, torso hacia adelante, manos entre las rodillas. Roque en una punta del sillón, medio de costado. La mujer, una coqueta rubia que mantenía aún la ropa del trabajo, un codo en el brazo del sillón, la otra mano en el muslo, sin apoyar la espalda. Intentó leer ese lenguaje, mientras los padres se acusaban entre sí.

—La quise anotar en la colonia, pero vos te negaste.

—No me negué, Roque, te dije que pagaras vos.

—Siempre abusándose de tener plata —intercaló Ana.

—Como siempre en este país, tener una empresa y hacerla funcionar, es motivo de crítica.

Izquierdo volvió a llevar la mano a la frente tras el aporte, una declaración harto repetida en discusiones políticas de aficionados. El inglés se preguntó si tendrían el dinero disponible: Por la casa, Izquierdo poseía mucho más, pero una cosa era tener un capital y otra disponer del efectivo. Había más preguntas para hacer; primero quería escucharlos, detectar cuál era la nota discordante. Natalia, cara pequeña, trompita de muñeca, sostenía pañuelos descartables; ojos enrojecidos, más la zona de alrededor no estaba hinchada. Su ex exhibía ira en los puños apretados. Giraba para hablar y se volvía hacia la pared.

En la mesilla baja que completaba el mobiliario había un I-Phone y un vaso con agua. La sala tenía otros dos pequeños livings ante televisores gigantes. Una arcada permitía ver el comedor. Silencio. Como si no supieran más que insultarse, acabada la explosión, quedaron pensativos. Echaban vistazos fugaces al celular, como apurándolo. Pérez miraba el techo, Corelli revisaba su propio teléfono; se le escapaba cada tanto una sonrisa. Desubicado, lo tenía lejos que si no, le daría un codazo. Bermúdez no quitaba la vista de la pantalla apagada del celular.

Secuestro. El inglés se estremeció. Terrible. Angustia de no saber, miedo, indeterminación. Izquierdo con su denuncia había eliminado el dilema inicial, la conveniencia de convocar a la policía. ¿Rosas estaba en contra o lo dijo para atacarlo? Le hubiera gustado saber quién dejó a quién en la pareja original; no era oportuno preguntarlo. Dio otro repaso a los semblantes. Rosas, más nervioso, era el inquieto del grupo. Ana, la nueva esposa, parecía entregada, derrotada, sin fuerzas. La nena estaba en su casa, un mar de culpa se le venía encima. Izquierdo parecía ante todo enojado con la circunstancia que le alteraba la vida familiar; ¿poco contacto con la niña? Natalia… Natalia lo confundía. Estaba dolida, sí; la rigidez resaltaba ansiedad mezclada con temor; pero había otra cosa que no conseguía desentrañar.

Hubiera convocado a los colegas para reunirse aparte. ¿Tendrían previsto qué hacer? Él no era quien para proponer vías de acción, ni siquiera en Londres había investigado un secuestro; esos delitos no quedaban en manos de seccionales de barrios pobres. Supuso que el comisario había pedido refuerzos. Tardarían, ¿dónde habría especialistas en el tema?, ¿en la capital provincial? Lo dudó, deberían recurrir a la policía federal.

—¡Dios! Me van a volver loco, ¿cuándo piensan llamar?

Roque se puso de pie y caminó, alejándose.

—Ahora se preocupa, la hubiera cuidado bien, yo le dije al juez que era una locura la custodia compartida. Pero el machista le creyó.

—No seas injusta. Todo el tiempo juega en el jardín, ¿cómo íbamos a pensar que podían secuestrarla? Ni siquiera tenemos plata para terminar de pintar la casa…

—Claro, culpa mía, ¿no? Lucía está secuestrada porque la puta de su madre se juntó con un tipo de plata.

—¡Te voy a pagar la parte cuando vendamos la casa! ¡Basta de tirarme en la cara que soy un fracasado!

Rosas estaba de nuevo con ellos, el tronco agachado para ponerse a la altura de Natalia.

—No seas ridículo, esa casa no vale doscientos mil dólares. ¿Nunca te diste cuenta que vivíamos en un sucucho?

La agresión creció. El inglés procesó la información que aparecía. El comisario dudaba; se movió a un lado, al otro, adelantó las manos como para pedir calma. Terminó sin hacer nada. Corelli sostenía el teléfono pero miraba de soslayo la acción. Pérez seguía los diálogos como si estuviera en Wimbledon.

—Cierto, te obligué a que me cornearas.

—¿Por qué no la cortan?

Acostumbrado a dar órdenes, Izquierdo sobrecogió a todos. Bermúdez se movió en dirección a la puerta, sacando el celular del bolsillo. Vibrador. De tener amigos, Hughman hubiera colocado el mismo efecto en el suyo.

—La científica, voy a ver si tienen algo —se excusó Bermúdez.

El inglés captó un movimiento espontáneo en las cejas del padre. Lo reprimió de inmediato, volviéndose a la ventana, a las espaldas del grupo. De rabillo, observó que Natalia alzaba el mentón y seguía el desplazamiento de su ex. Primera duda resuelta: Natalia desconfiaba, eso le había llamado la atención. Ella desconfiaba y el ex se alteró cuando oyó que la científica llamaba con novedades. Bermúdez regresó. Hughman apuntó hacia Izquierdo la cabeza, pero puso a Rosas en el campo visual.

—Nada, los tipos no dejaron rastros.

Los hombros del padre descendieron, como quien afloja el cuerpo tras un esfuerzo. Natalia se dirigió al comisario; ahora, preocupada.

—Si Lucía no gritó… ¿qué pudo pasar?

—¡Lo que falta! Que insinúes que la secuestré yo, que no gritó porque era yo.

Lucía le clavó los ojos claros unos segundos; suficientes para decirle que dudaba de él. Luego se explicó.

—Quiero decir que la doparon, o algo por el estilo, ¿no?

Nadie amagó contestar; el comisario se hizo cargo.

—Es probable.

Estalló Ana. Los ojos de Rosas, desmesurados, el cuerpo alerta. Hughman no necesitaba más pruebas, ahí estaba el secuestrador.

—Pobrecita, yo tendría que haberme quedado en casa sabiendo que Roque es descuidado… ¡La van a matar!

La coordinación del diálogo desapareció. Izquierdo no consiguió imponer autoridad, ni Bermúdez, calma. Corelli y Pérez se movieron en círculos sin animarse a tocar a nadie.  Izquierdo sostuvo a Natalia cuando perdió la vertical. Roque la insultó, mientras besaba el cabello de Ana. Tardaron diez minutos en disminuir los decibeles. Las parejas abrazadas, incómodas; los policías apretados ante el hogar, atentos. Hughman sacó la mano de la pistola, pero dejó la cartuchera desprendida.

El silencio duró nada. Ana volvió a estallar. Rosas dio un puñetazo a la pared.

—No te enojes con ella, vos tenías que cuidarla, no ella.

—Basta, Natalia, no agregás nada con eso. Ya sabemos quién es este tipo.

—Bien que se casó con este tipo.

¿Roque sería tan desagradable para mencionar intimidades? Bermúdez creyó que era conveniente coordinar la cosa.

—Por favor, habrá tiempo para reproches. Lo importante ahora, es Lucía. ¿Segura que no dijeron a qué hora llamaban?

—No.

—Las siete —dijo al unísono Roque Rosas. Las vistas lo buscaron con precisión de francotiradores.

—Eso me dijiste, que volvían a llamar a las siete.

—A mí no me lo dijo —apoyó Izquierdo a su mujer.

—No te lo dije.

Ana moqueó al hablar.

—¿Por qué sos tan cruel con Roque? Él hace lo que puede. Hoy se descuidó, sí, pero todos los chicos del barrio juegan juntos en los patios, en las veredas, ¿a quién se le podía ocurrir que…?

Natalia fue hablar, luego bajó la mano como diciendo no hay caso. Bermúdez miró al inglés y se le ocurrió una forma de aliviar la tensión.

—El inspector Hughman es un especialista en secuestros. Es inglés, en Londres trabajaba en la Brigada antisecuestros. De Londres, claro. Acá en Blanca lo tenemos en investigaciones porque no hay…

Vueltas las parejas hacia el hombre de ojos celestes, este decidió aprovechar la presentación.

—Exacto. Si me permiten, tenemos que analizar cada pormenor. Para eso necesito entrevistarlos uno por uno —Hizo memoria, había escuchado mil discursos así en las películas—. Cualquier dato que a ustedes les parezca irrelevante, puede ayudarnos a descubrir a los secuestradores. ¿Dónde puedo hacer las entrevistas?

—Donde guste, espacio hay —respondió Izquierdo.

Hughman sólo precisaba una pared. Natalia le señaló la cocina; más allá del comedor, se veían las puertas batientes.

—Dado que fue el último en verla, empezamos con usted, Roque.

Frase poco feliz, las dos mujeres explotaron. Aunque no agregara “con vida”, ellas lo escucharon. Rosas dudó; amagó abrazar la mujer, finalmente salió tras el inglés. Todo iluminado, no hubo que detenerse por interruptores. Hughman sostuvo una puerta tipo Saloon del oeste, lo dejó pasar y desenfundó el arma. Roque encaró hacia el desayunador. Hughman fue contra él, lo tomó del cuello y le puso la pistola en la cara.

—Hijo de puta. Ya mismo llamás a tus amigos y les decís que traigan a la nena.

En el piso se formó un charco de pis. A Rosas le temblaron los labios. Culpable, confesaban las pupilas. El inglés le sacó el teléfono del bolsillo de  adelante; era más barato y añejo que el I-phone de Natalia. Lo dejó llamar, sin alejar más de diez centímetros el cañón de la pistola de los ojos aterrados.

—Se pudrió todo, traigan a Lucía acá, a San Lorenzo.

Roque cortó, resbaló por la pared y cayó sobre el cálido pis de su autoría. Hughman se contuvo, no le dio la patada que merecía. Se asomó al comedor. Optó por gritarle a Pérez, a fin y al cabo, era su turno. El compañero vino rápido, feliz de librarse de la tensa escena junto al hogar. Al ver a Roque en el suelo, el inglés no tuvo que decirle nada. Pérez sacó la pistola, rápido.

—¡Hijo de mil puta!

El inglés declararía que sí, que el acusado se golpeó la cabeza cuando intentó pararse. Pero esa tarde caminó despacio a la sala, hizo un gesto a Bermúdez y le habló junto a la puerta de calle. Después, salió de la casa. No quería ver otra escena de degradación, ya todos sospechaban que algo había pasado en la cocina. Primer secuestro, resuelto. ¿Satisfacción, felicidad, alegría? Nada de eso. Apenas un poco más de tristeza a una tarde que cargaba bastante.

 

©Relato: Juan Pablo Goñi, 2020.

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