Personajes imperfectos.

OSVALDO REYES| Panamá

Cuando Manual Vázquez Montalbán publicó en 1972 “Yo maté a Kennedy”, donde presentó al mundo por primera vez a su eterno detective Pepe Carvalho, poco podía saber de las consecuencias que tomar esa decisión tendría en su futuro. Años después, en una entrevista, Vázquez Montalbán dijo (refiriéndose a su creación): Carvalho jamás me ha invitado a cenar en su casa alguno de sus guisos. Tal vez espera a que yo se lo insinúe, pero esperará en vano porque no es trajín de un escritor el ir tras los pasos de sus personajes. Es más, cuántas veces hemos coincidido en algún bar para discutir un desarrollo narrativo o algún desajuste entre mi escritura y su conducta, mi imaginación y sus deseos, jamás ha hecho el gesto de invitarme. Ni a un miserable café. Gesto en sí mismo de hostilidad, de mala educación, y que ha provocado que yo haga lo imposible para que tenga dificultades económicas progresivas en las novelas que restan a la serie. Si espera jubilarse con el riñón bien cubierto, está apañado. Voy a hacer lo imposible para que termine sus días sin otra alimentación que arroz con bacalao y algún que otro bocadillo señora Paca. No es crueldad. Es instinto de autodefensa. Sólo el que haya concebido un personaje literario habitual y seriado podrá comprender el calvario que representa soportar sus impertinencias”.

Aquellos de ustedes que disfrutan leyendo literatura negra saben que hay más sabiduría en estas palabras de lo que parece a primera vista. Los escritores disfrutan, unos más que otros, poniendo a sus personajes en situaciones precarias. Dignas representaciones de los dioses del Olimpo que jugaban con los mortales según su estado de ánimo y el comportamiento de los humanos que llamaban su atención. No es de extrañar que, como ocurrió en la mitología, algunos se rebelaran contra sus deidades, pero eso es tema para otra ocasión.

Cuando hablo de sufrimiento, no me refiero al esperado en una trama llena de violencia y sangre o a los peligros a los que se somete el detective al perseguir a un asesino, tratando de hacer justicia. Esos son gajes esperados del oficio y creo que ellos lo aceptan con el estoicismo requerido. Sin embargo, si además de eso, el detective tiene que lidiar con una familia disfuncional, un ambiente laboral digno de una galera o una condición crónica que lo persigue de página en página, no pueden quejarse si ellos (los personajes) aprovechan el descanso mental del escritor para atacarlo y desquitarse.

Parece que exagero, pero piensen un segundo en sus detectives favoritos. ¿Era necesario afligirlos con tantas calamidades? Harry Hole, el oficial de policía noruego creado por Jo Nesbø, es un alcohólico crónico, a pesar de que Nesbø le atribuye la poderosa habilidad de dejar de ser alcohólico cuando las circunstancias lo requieren, tan solo para recaer al terminar el caso. Tony Hill, el genial psicólogo que nació de la mente de Val McDermid, es impotente y el gran Sherlock Holmes, para incluir a uno de los clásicos, era adicto a la cocaína. Tenemos en las páginas de la literatura negra otros aficionados a la ingesta excesiva de alcohol (el inspector John Rebus de Ian Rankin, por ejemplo), afligidos por enfermedades mentales (DCI Redfern Metcalfe de Boris Starling) o físicas (la inspectora de la policía de San Francisco Lindsay Boxer de James Patterson que sufre de una variante de anemia aplásica o el famoso Nero Wolf de Rex Stout que es un obeso mórbido incapaz de moverse de su silla). En algunos de estos personajes, sus aflicciones son indispensables para el desarrollo de la trama, de su personalidad o el desenlace. En otros, parece no tener sentido más allá de los impulsos sádicos del escritor, pero les diría que mantengan esa idea hasta el final. Puede ser que existan otras razones.

Algunas veces el autor se ensaña con el entorno familiar o el pasado del detective. Piensen en Erlendur Sveinsson, la creación de Arnaldur Indriðason. Abandonó a sus hijos cuando eran pequeños, está divorciado y ahora trata de resolver crímenes mientras vuelve a conectar con sus hijos (Eva es una drogadicta y Sindri es alcohólico). ¿Qué tal el detective Heredia de Ramón Díaz Eterovic? Su madre murió cuando tenía 3 años y nunca conoció a su padre. Creció en un orfanato de curas y su única visita era una tía que le traía la ropa vieja de sus primos.

Ejemplos similares se extienden por el mundo literario como uvas en una vid. Unos más tristes que otros. ¿Será que nos gusta poner a nuestras creaciones a sufrir para hacerlas más interesantes? ¿Para qué conecten mejor con el lector? Si lo hacen por eso, la ciencia nos indica que pueden estar haciendo lo correcto (eso sí, cuidado con abusar).

Aunque los cerebros analizan la trama básica y la historia de una forma similar, la percepción y procesamiento de la parte emocional es individual y puede verse influenciada por algo tan básico como el sexo del lector. Estudios neurológicos de imagen que evaluaron la respuesta a diferentes tipos de estímulos según el sexo del sujeto encontraron que las mujeres responden con mayor fuerza a estímulos emocionales negativos (tristeza, dolor, desesperanza) que los hombres, mientras que estos lo hacen con los estímulos emocionales positivos (por ejemplo, el villano cae en manos de la justicia o el karma lo alcanza de alguna forma). Sin tenerlo presente, la trama y los terribles castigos impuestos a nuestros personajes, pueden tener un efecto diferente según el lector. Dos personas pueden decir que les gusta el mismo libro, pero no necesariamente por las mismas razones.

Existe una forma de terapia utilizada por los psicólogos clínicos donde se le pide al paciente que se imagine a alguien que pasa por una peor situación. Es una manera de ayudarlo a ver los retos que aparecen en su vida bajo una nueva perspectiva. Algo similar ocurre al leer sobre los personajes de un libro. Verlos sufrir o destruir su vida con las decisiones que sabemos son incorrectas, es una forma de terapia no planeada. Verlos salir triunfantes al final, aunque no sea perfecto, un aliciente.

Por si eso no fuera suficiente, nuestro cerebro literalmente se ve afectado por lo que leemos y puede ser modificado por las experiencias vividas a través de las páginas. Estudios realizados por el neurólogo y economista Paul Zak han demostrado que las situaciones que generan empatía se asocian a la elevación de una hormona llamada oxitocina y que esta elevación es más pronunciada en hombres que en mujeres. La oxitocina nos permite preocuparnos por otros, conectarnos con las personas que nos rodean y, al final, es una de las razones por las que muchas personas no pueden dejar de ver películas tristes o dramáticas. Nuestra propia mente nos las pide, cual polilla que percibe una llama cerca.

Lo mismo se aplica a la literatura. Un estudio realizado por la Universidad de Emory (Estados Unidos) encontró, por medio de resonancias magnéticas funcionales (una técnica que permite mostrar en imágenes las regiones cerebrales que ejecutan una tarea determinada), que el cerebro presenta cambios en regiones asociadas con la compresión lectura y perspectiva después de leer un libro y que estos cambios desaparecen a los pocos días de terminada la novela. Este hallazgo era esperado. Sin embargo, hay cambios que persisten por varias semanas y se presentan en el área del cerebro que se asocia con sensaciones corporales. En pocas palabras, el acto de leer pone al lector “en el cuerpo del protagonista” y estos cambios en la conectividad cerebral no desaparecen con el libro. Se quedan con uno por mucho tiempo.

Tal vez uno de los motivos que explica el éxito de la literatura negra radica en nuestra percepción del mundo. No es solamente el deseo de ser sorprendido. Quizás nuestra mente se siente atraída por estas historias trágicas, se siente identificado con esos personajes, desarrolla empatía al escuchar de sus calamidades y disfruta que ellos, a pesar de tener encima la furia de un dios implacable (el escritor), logren salir exitosos la mayor parte del tiempo. No es de extrañar que muchas tramas de literatura negra sigan este patrón y sus personajes parezcan primos de Job. Después de todo, ¿qué es un escritor sino un lector creando su propia historia?

Recuerdo haber escuchado en una mesa redonda de un festival de novela negra (las ventajas de la tecnología) a un reconocido escritor aceptar que a él le gustaban los personajes con “mala leche”. Que no le interesaba escuchar sobre un detective con un hámster, por ejemplo. A pesar de que nunca nos han presentado, conozco su obra y me sentí aludido de una manera tangencial, ya que en uno de mis libros tengo un detective que tiene un hámster. No es el personaje principal, pero toma relevancia en otro libro. ¿Es poco interesante el detective tan solo porque tiene una mascota de apariencia inocente? ¿Por tener una vida normal? Acepto que Pepe Carvalho tiene una manía mucho más llamativa (alimenta su chimenea con los libros que no considera de valor) o Bevilacqua, con su afición por las miniaturas de ejércitos que perdieron batallas, pero a veces nos falta ver el cuadro completo. ¿Qué pasa si el detective tuvo un hermano que desapareció cuando era joven (aquí entra el escritor a destruir su vida, como siempre) y lo único que le quedó de él era un hámster? Que cada vez que el hámster muere, compra otro igual (no le cambia ni el nombre) para mantener el recuerdo de su hermano vivo de alguna forma. Lo normal se convierte en trágico y eso de manera automática cambia la perspectiva del personaje. Lo convierte en alguien interesante. En alguien del cual queremos saber un poco más, así sea en compañía de un ratón sobre desarrollado.

Así que la próxima vez que quieran estrangular a un personaje por la forma como se comporta (o a su autor por tratarlo así), recuerden que toda historia tiene muchos lados. El autor, ese dios de un Olimpo literario, es el único que conoce el plan completo. El único con todas las llaves y es su decisión como presentarlas al lector. Por su bien y el de ellos mismos. No todos exorcizamos nuestros demonios de la misma manera.

Y, para que les sirva de consuelo, si ese no es el caso y el autor simplemente pone a sufrir a su detective por el placer de verlo retorcerse cual gusano en anzuelo, pueden tener por seguro que el personaje se desquitará de alguna forma. Siempre lo hace. Tarde o temprano.

Después de todo, ¿quién garantiza que ese detective, contaminado por tanta violencia y frustración, no decida un buen día acabar con la fuente de todos sus males? ¿Quién puede asegurarnos que una noche, cuando su Creador duerme, no invada su cerebro y haga lo que tiene que hacer, así muera en el proceso? ¿Qué les prohíbe tener los mismos deseos de sus creadores y su misma predilección por la tristeza y el sufrimiento, con la diferencia que no cuentan con un libro en el cual refugiarse para escapar o hacer catarsis?

¿Qué garantía tenemos que nuestros detectives no son los que ríen de último, al final de nuestras vidas, consiguiendo ese elusivo regalo que muchos escritores persiguen?


Autor © Osvaldo Reyes- Todos los derechos reservados

Publicación © Solo Novela Negra- Todos los derechos reservados

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