Peluquería Cesare- Relato esencial
María Rodríguez González-Moro nos deja ‘Peluquería Cesare’, relato esencial con sospechas razonables
PELUQUERÍA CESARE
No se trataba de un local precisamente grande, apenas unos pocos metros cuadrados para ubicar un par de sillones donde atender a las clientas y cuatro sillas para las esperas, así era la peluquería de Pilar, una mujer joven, separada, de algo menos de cuarenta, que después de mucho buscar se quedó con el traspaso de la Peluquería Cesare por un par de miles de euros. No le gustaba el nombre del establecimiento, pero cambiar el rótulo costaba un dinero que en ese momento no tenía, así que lo dejó estar hasta que pudiera ahorrar lo suficiente para cambiarlo, y así llevaba cuatro años.
En el pequeño mostrador se disponían con un ordenado desorden los peines, cepillos, tijeras, cremas, tintes, lacas y demás utensilios del oficio, éstos compartían espacio con un pequeño muestrario de joyería chapada en oro que, de vez en cuando, alguien compraba. Eran piezas con un diseño atrevido, para gente con ganas de mostrarse alegre. Y un espejo, un espejo grande donde además de servir para que los clientes siguieran la evolución de los movimientos de Pilar sobre sus cabellos, también servía para que ella se mirase al acabar el trabajo los viernes y recomponerse un poco la ropa con la que saldría a tomar una copa con alguna amiga. Cuando lo hacía se sentía bella por fuera, y ciertamente lo era, pero en su interior subyacía la amargura de no haber podido reconducir su matrimonio de otra manera, su entonces marido era terriblemente celoso y aquello acabó primero con el amor, y después con la convivencia, y entre una cosa y la otra la incredulidad de comprobar cómo una persona a la que tanto había amado se convertía en un monstruo que la agarraba fuertemente del brazo dándole instrucciones de cómo debía vestirse y cómo debía comportarse.
La primera clienta de aquél jueves tenía el hábito de ir a la peluquería dos veces por semana, era de esas que había que tratar con mucho mimo, su cabello negro debía quedar escondido con el subterfugio del tinte rubio y cada vez que en lugar de escondido parecía solamente agazapado había que volver a rehabilitar el engaño visual. Era de las de casi clase media pero con sofisticación de aspirante a clase alta, y su conversación siempre rondaba con desparpajo sobre determinados programas rosas de televisión, sin embargo en esta ocasión parecía diferente, como perdida, apenas saludó y se sentó con pocas ganas de hablar, incluso temblaba un poco y sus manos se entrelazaban con aparente nerviosismo. Pilar pensó que tal vez no tenía una buena mañana, incluso que podía haber tenido una bronca con el marido, quien de vez en cuando se dejaba ver por la peluquería cuando iba a recogerla si estaba lloviendo. Le costaba creer esto último, la pareja daba la imagen de estar bien avenida y llevarse bien, pero no era menos cierto que, en ocasiones, ese buen sentir social no se corresponde con lo que ocurre de puertas para adentro en una casa, donde los sentimientos apasionados a veces caminan por uno u otro lado de los múltiples senderos de la convivencia dando lugar, y no siempre de manera equilibrada, a placeres y sinsabores que conforman caminares existenciales cercanos al surrealismo.
La peluquera siempre tenía la radio puesta, las tertulias le entretenían y las noticias la mantenían al día para las conversaciones con las clientas. Esa mañana no parecía haber nada interesante más allá de las corrupciones políticas habituales, sin embargo sí hubo una noticia local a la que quiso prestar atención, se había encontrado a un hombre muerto en un portal no muy lejos de la peluquería, lo habían matado a golpes en la cabeza esa misma mañana. Según los primeros datos algunos testigos vieron a una mujer rubia salir corriendo del portal, iba vestida con un abrigo marrón y llevaba tacones, algunos la reconocieron como su mujer.
El comentario en una peluquería de señoras después de escuchar semejante noticia era el de suponer, seguro que le pegaba a su mujer y ella se defendió. Pilar asentía lo que decían otras dos clientas que, recién llegadas, aguardaban su turno mientras se encargaba del pelo de su clienta preferente e imaginaba qué pudo pasar por la cabeza de esa mujer para que tener que matar a su marido; suponía que muy mal debían estar las cosas entre ellos, aunque también podía ser simplemente una asesina en lugar de una mujer maltratada, hace tiempo que en el ambiente social flota la idea de que únicamente los hombres pueden resultar violentos o que las mujeres únicamente pueden ejercer la violencia en defensa propia.
Pilar estaba lavando la cabeza de su clienta, como tantas otras veces, sin embargo en esta ocasión, al masajearla con el champú, notó algo de lo que no se había percatado antes, su frente era muy prominente, y al tener la cabeza inclinada hacia atrás también vio que su mentón sobresalía más de lo normal. Le pareció extraño no haberlo visto antes, ya la habría atendido más de una treintena de veces, pero como solía estar animada con las conversaciones habituales no se fijaba en esas cosas. También le extrañó ver que los ojos de esa mujer estaban abiertos completamente mientras le lavaba la cabeza, algo que no era muy normal porque casi siempre se solían cerrar para disfrutar el momento. Esa mirada perdida era algo inquietante, las otras clientas no paraban de hablar de lo ocurrido y esta otra permanecía como ausente.
Por un momento Pilar no pudo evitar pensar si no sería su propia clienta la homicida que mencionaban en las noticias, y esto le provocó un intenso escalofrío. Era del barrio, rubia, tenía un abrigo marrón, tacones y su comportamiento era altamente sospechoso, incluso tenía la marca de un anillo en un dedo, como si se lo hubiera quitado recientemente. Pero además esa forma de su frente, de la mandíbula, sus ojos perdidos, todo el conjunto era de una psicópata asesina. No sabía qué hacer, si poner la excusa de ir al baño para llamar a la policía o terminar su trabajo y hacerlo después. Por otra parte, si hacía cualquiera de las dos cosas y luego no resultase ser ella, perdería una de sus mejores clientas, y desde luego haber pretendido ser una ciudadana ejemplar no le iba a resarcir del dinero que dejaría de ganar, así que optó por terminar su trabajo y esperar más noticias durante el día.
Cuando recortaba las puntas la clienta le dijo que después quería probarse unos pendientes del muestrario que había sobre el mostrador, y además señaló los más llamativos. Esto no hizo sino aumentar las sospechas de Pilar, porque tal vez esa mujer quisiera empezar a cambiar su imagen desde ese mismo momento en que había sentido la liberación tras matar a su marido. De hecho ella misma llegó a pensar en infinidad de ocasiones, cada vez que su ex la zarandeaba, si un buen golpe en la cabeza y la simulación de un resbalón en la bañera no serían mejor que tener que estar muerta en vida como lo estuvo durante el martirologio consumado de su matrimonio consumido.
Absorta en esos pensamientos alguien abrió la puerta de la peluquería y Pilar dejó caer las tijeras al suelo llevada por la sorpresa. Era el marido de su clienta, y no parecía un muerto resucitado en busca de venganza eterna, sino que el hombre llegaba sonriente a recoger a su mujer. Le dijo que acababa de pasar por el joyero y que ya le había reparado su anillo de boda que, de tanto vivirlo, tenía más altibajos que el camino sin asfaltar del matrimonio. También comentó la noticia del crimen del barrio, añadiendo que esas cosas pasan cuando no hay amor, y al tiempo daba un beso en la mejilla a su mujer que volvía a sonreír por la noticia de la recomposición del anillo.
La clienta se probó los pendientes y, aunque nadie diría que le fueran bien, el marido exclamó agradablemente como el que encuentra una nueva guarnición en el plato estando acostumbrado a la palidez de colores que aporta la coliflor hervida. Después de pagar, y con una espléndida propina, ambos se fueron contentos en dirección al resto de su vida. Pilar los miraba a través del cristal de la puerta, ese día el marido había venido a recogerla aunque no llovía, dijeron que era su aniversario, veinte años ya. Antes de verlos desaparecer por la esquina la peluquera pensó que a veces puede ser un error juzgar por las apariencias, más que nada porque ella, tan jovial y aparentemente dulce, sí sabía cómo iba a deshacerse de su pesadilla de no ser porque otra rubia de bote le hizo el trabajo fácil simplemente con un escote mejor que el suyo.
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