Ocean XL- Relato esencial de Antonio Parra Sanz
El escritor, crítico literario y colaborador habitual de esta casa, Antonio Parra Sanz, nos presenta ‘Ocean XL’, un entrañable caso del comisario Carmona
OCEAN XL
Con la misma indolencia ceremoniosa de cada mañana, Carmona encendió el primer veguero del día, un “Don Julián” nº 5 que era todo el recuerdo que sobrevivía como herencia de la boda de su hija mayor. A estas alturas de su carrera, no le parecía nada irreverente perfumar con las volutas del humo las inmediaciones de un nuevo cadáver, porque ni era el primero con el que se encontraba, ni por supuesto, bastante bien lo sabía él, tampoco sería el último que sus ojos habrían de ver antes de que se evaporaran los siete años que le restaban de servicio activo.
– Joder, jefe, los de la prensa se van a cebar, menuda carnaza tienen aquí.
Los dos metros de Palazuelos le impedían, como casi siempre, disfrutar de las primeras bocanadas y los primeros vistazos, del silencio con el que constatar lo fugaces que resultan los gestos de quien ha sido sorprendido por la muerte sin que nadie haya tenido la delicadeza de avisarle.
– Coño, Palazuelos, no seas morboso, y no dejes entrar a nadie hasta que llegue Concha con el juez.
Se encerró en aquella habitación, tan normal y huérfana de accesorios como la de cualquier hostal, para darle buena parte de razón al comentario de Palazuelos. Sobre la cama casi sin deshacer yacía un hombre cuyas extremidades se mostraban a medio camino entre el descanso y la resistencia, los brazos reposando sobre el vientre, cubierto apenas por una renegrida camiseta, una pierna estirada aprisionando la pantorrilla de su compañera, flexionada por la rodilla, terminadas ambas en dos calcetines grisáceos que pugnaban por hacer valer su olor por encima de las emanaciones del cigarro de Carmona. Hasta ahí, nada salía de los parámetros que podían considerarse normales, ni siquiera la desnudez del muerto, ni tampoco la congelación del ademán de su sexo, un miembro crecido a medias como si le hubieran cortado el suministro sanguíneo en lo más animoso de los preliminares. Pero lo que sí escapaba de lo habitual era el calzoncillo que tapaba la mitad del rostro, y la pernera retorcida que se ceñía al cuello con mordiscos violáceos, y a través de la cual sobresalía la cabeza de aquel hombre. Normalmente, los muertos de Carmona no tenían pedigrí, así que pensar en refinamientos sexuales no detenidos a tiempo no le servía de mucho, ni el estilo del tipo parecía confirmarlo ni, por supuesto, el lugar era el más indicado para tales proezas.
Mientras repasaba sin necesidad el trazado de una raya capilar cada vez más ensanchada y cana, dejó que los ojos se fueran alejando del cadáver para reconocer los alrededores de la cama, una camisa arrugada y lo que parecían ser unos pantalones se amontonaban en el suelo. Sobre la mesilla de noche, una cartera, algunas monedas, dos o tres cigarrillos escapando del paquete y una petaca, imitadora grotesca de la piel del cocodrilo, volcada con el tapón medio desenroscado, constituían todas las pertenencias de aquel hombre. Francisco José C. A., leyó en un ajado carnet, casi sin filo en los bordes y que le facilitó por primera vez el rostro, demasiado delgado, demasiado vulgar, que el algodón de los calzoncillos no permitía ver. Con el plástico en la mano satisfizo su curiosidad y movió la petaca, que osciló levemente a causa del líquido que aún se agitaba en su interior, lamentó que fuera una petaca y no una botella que poder aligerar de contenido, porque a pesar de su flema, empezar el día de aquella manera le dejaba un preocupante vacío en el estómago, sobre todo si antes de salir de casa a su Milagros le daba, como había sido el caso, por reanudar la discusión que el sueño aplazó la noche anterior, acerca del novio de la hija menor, y las andanzas trasnochadoras en las que ambos se prodigaban cada vez con mayor frecuencia.
– Empezamos bien el día.
Las palabras de Concha le sorprendieron en un complejo ademán, una mano alzando el puro hacia la boca y la otra palpando la oquedad que se adueñaba del generoso abdomen. La inmensidad de la forense se instaló con rapidez en el espacio de la habitación, le propinó un cariñoso cachete en el centro de su generosidad y él correspondió con el consabido manotazo en el descomunal trasero que ya se dirigía, con celo profesional, hacia el cadáver. Era un juego de lo más inocente que ambos compartían desde hacía años, porque ni a Carmona le preocupaba lo más mínimo la línea, ni a Concha le interesaban los hombres en modo alguno, como demostraba con indiferencia cada vez que alguien le preguntaba irónicamente por su Mariano, aludiendo a dos personajes de un conocido humorista gráfico. El cuarteto lo completaban Palazuelos y el juez, un joven novato que se empeñaba en mirar por todos los rincones de la habitación para evitar el encuentro con el cuerpo y que los demás se encontrasen con un desagradable vómito salpicándoles los pies. Carmona entreabrió las cortinas y le regaló al cristal de la ventana la siguiente bocanada de humo, junio tocaba a su fin y con el prólogo de las vacaciones llegaban también los jueces sustitutos, enviados siempre con despreocupación a levantar cadáveres para cuya presencia nunca estaban preparados, y así será – pensaba – hasta que el rigor mortis no sea asignatura obligatoria en los temarios de las oposiciones a la judicatura.
Al otro lado del vidrio, bajo las escaleras, se amontonaban decenas de cuerpos agitados y sudorosos, sudorosos los de los curiosos, agitados los de los periodistas, quién sabía si por la inquietud con la que aguardaban hincarle el diente a presa tan jugosa, o por la presencia a su alrededor de esos otros cuerpos sudorosos. Carmona detestaba las ruedas de prensa, siempre que podía se escabullía dejando que fuese el juez de turno, o la propia Concha, quienes atendieran tanta pregunta sádica, últimamente incluso le había dejado a Palazuelos ese honor, algo contraproducente que ya le había granjeado algunas broncas del Comisario Jefe. En esta ocasión supo que no podría escurrir el bulto, lo supo incluso antes de reparar en la silueta nerviosa que se movía sin cesar en la retaguardia del grupo de curiosos, una mujer asustada que iba y venía apretando contra el pecho una bolsa de deporte, pero prefirió imaginar que lo haría debido a la extrema juventud del juez y a un extraño acceso de conciencia que le impedía permitir que Concha se explayase en los detalles.
– Asfixia por estrangulamiento – certificó Concha mientras le sujetaba al juez los documentos para la firma. Pero no acaba ahí la cosa, a bote pronto y antes de abrirle, el angelito, además de un buen cargamento etílico, lleva encima tranquilizantes como para parar un tren, por eso se resistió sólo a medias, no hay demasiadas muestras de lucha. ¿Das tú la charla o la doy yo?
Concha tampoco consideraba al bisoño juez capaz de encararse con la prensa. Carmona le hizo un gesto que englobaba de una vez la orden de salir y la asunción de su responsabilidad como interlocutor; en los ojos acuosos del juez había toneladas de agradecimiento cuando apretó la mano del comisario.
– Habrá que hablar con el recepcionista – silabeó Palazuelos sin atreverse a interrumpir del todo el ensimismamiento de su jefe.
Los curiosos se multiplicaban como los insectos, a pesar de que las casas más cercanas distaban cerca de un kilómetro del edificio del hostal, enfrentado a otro simétrico, aunque con menos alturas, que hacía las veces de cafetería y restaurante. Poca vida debe llevar consigo – mascullaba Carmona mordisqueando con fuerza su “Don Julián” – quien viene a morir a un sitio como éste, en medio de la nada, expulsado hasta de los barrios residuales de la ciudad. Al otro lado de la carretera, la podredumbre de un vertedero de escombros ensombrecía aún más la ya de por sí desolada presencia del restaurante, al tiempo que hacía más notoria la continua peregrinación de peatones y coches que se iban abalanzando sobre el anzuelo de la furgoneta oscura del Anatómico Forense y las balizas luminosas que, con más pena que gloria, intentaban mantener a raya a periodistas y vecinos.
Tratar de articular palabra cuando se produce el encuentro con una nube de micrófonos, manos y cámaras era poco menos que imposible, y Carmona lo sabía, para cuando cesó el escándalo, y una voz, sin duda la más persistente, logró hacerse oír, su cabeza ya había seleccionado esos datos fríos y precisos que no suelen dejar satisfecho a ningún periodista, pero que sí contentan a los mandos policiales. Siguió fingiendo a medias sin perder la calma y elevando los ojos por encima de las cabezas y los artilugios, hasta encontrar lo que buscaba. Sentada en el arcén, con las piernas recogidas por los brazos y soportando en las rodillas una negra y desinflada bolsa de deporte, la mujer asustada parecía haberse rendido, los ojos fijos en el asfalto y un leve balanceo de adelante a atrás, mientras se eternizaba pronunciando las mismas tres palabras.
– El recepcionista tiene la descripción de una mujer que llegó con el muerto, jefe.
El susurro de Palazuelos puso fin al interrogatorio, Carmona se dio la vuelta ignorando definitivamente las últimas preguntas. Unos pasos después, Palazuelos intentó proseguir pero las palabras de su jefe le dejaron con la boca abierta, mudo y desgarbado muñeco de ventrílocuo.
– Morena, de unos treinta años, uno sesenta y poco, más o menos bien parecida pero con unas ojeras enormes y kilos de sufrimiento en la cara.
– Joder, jefe, ni que fuera usted adivino.
Carmona señaló con la cabeza al arcén en el que la mujer continuaba con su retahíla, la sombra de Palazuelos sólo se movió unos instantes después, cuando al fin logró volver a encajar la mandíbula.
– Venga con nosotros.
La presión de Carmona sobre el hombro de la mujer fue mínima, pero parecía que ella la estuviese aguardando, levantó los ojos llorosos hacia la ventruda figura en la que terminaba aquel brazo y se incorporó con lentitud, dejando que Palazuelos recogiera del suelo la bolsa de deporte, olvidada con indiferencia. Cruzaron la carretera intentando esquivar los grupos que aún no terminaban de dispersarse y apagaron con un gesto firme los ademanes del recepcionista al reconocer a la mujer, estampándole casi en las narices la puerta del despacho del gerente.
Mientras Palazuelos la ayudaba a sentarse, Carmona se empeñaba en encontrar algún parecido entre la foto del carnet y el rostro que se ocultaba entre un remolino de lágrimas y cabellos.
– María Dolores, ¿qué ha hecho usted, mujer?
– Iba a dejarle, señor inspector, iba a dejarle.
– Comisario, bonita, comisario.
Carmona apartó a Palazuelos con la excusa de que sacara de allí la bolsa de deporte y telefonease al Comisario Jefe, las dotes persuasivas de su ayudante, tan conocidas como a menudo censurables para su propio jefe, estaban de más en aquella habitación. La mujer ya estaba lo suficientemente asustada y no era menester estimular todo lo que sin duda estaba a punto de confesar.
– Iba a dejarle, comisario, sólo quería que se durmiera y marcharme, pero entonces se puso eso en la cabeza y empezó a decirme cosas de la Merche, que si le iba a hacer esto, que si le iba a hacer lo otro, y no sé qué me pasó…
– Tranquilícese y vayamos por partes, si me lo cuenta en orden nos enteraremos mucho mejor.
– Llevábamos dos años juntos, yo no he tenido mucha suerte, ¿sabe usted?, la Merche es hija de otro matrimonio, pero parecía que a Paco no le importaba, ¿y yo qué iba a saber? Estaba tan sola que cuando empezó a rondarme, con esa figura y esa labia, porque tenía una labia de aquí te espero, pues eso, que una no es de piedra, ¿qué iba yo a pensar que lo hacía por lo de la casa? Es que yo tenía un pisito que me dejó una tía mía, ¿sabe?, ahí al lado, donde van a construir el híper nuevo, y nos han expropiao, casi por cuatro perras, ya me dirá usted si hoy un piso se puede valorar sólo en treinta mil euros. Y Paco venga a insistir en que a caballo regalao…, pues eso, yo no quería ceder, pero al final nos conformamos, claro, como él lo que quería era trincar el dinero y largarse. Porque fue cobrar el cheque y hacer las maletas, así sin más me dijo que se iba, que no iba a cargar con una mujer con remolque como yo, así que me vine con él al hostal, a ver si le convencía, qué sé yo cómo se me ocurrió traerme la caja de Zolpiden, es que yo no duermo bien, ¿sabe?, desde el divorcio no he pegado el ojo cabalmente ni una noche, y menos con una hija como la mía, que la Merche ha salido al padre, de armas tomar.
– ¿Dice usted que se vino con él al hostal? – Carmona no se sentía capaz de soportar aquel torrente de un tirón.
– A ver si le convencía, que una todavía tiene argumentos para convencer a un hombre, me dijo que antes me invitaba a unas copas ahí enfrente, por los viejos tiempos, y mientras se arreglaba empecé a rellenarle la petaca con las pastillas. Iba bebiendo ya antes de salir, al bajar dejó el sobre con el dinero en una caja, en recepción, y nos fuimos, pero no aguantó más de cuatro copas. Para cuando volvimos, se tenía que apoyar en mí, subimos y se echó en la cama, así que yo aproveché y bajé a por el sobre, pero cuando subí a por mis cosas, todavía estaba despierto, medio desnudo, esperándome. Fue ver el sobre y darle un ataque de risa, me llamó muerta de hambre, y que a dónde iba a ir yo con eso, no paraba de reírse, pero lo peor fue cuando empezó a hablarme de la Merche, que si estaba poniéndose muy buena, que si iba a hacer un cambio, madre por hija, y todas las guarrerías que iba a hacer con ella, se puso los calzoncillos en la cabeza sin parar de reírse… Lo siguiente que me viene a la cabeza es verle tirado en la cama, ya sin fuerzas, y yo tampoco las tuve para irme. Pero le juro, comisario, que sólo quería que se durmiera, le iba a dejar, iba a coger a la Merche y a mi madre y a empezar de nuevo.
Palazuelos entró prologando a dos inspectores de la Brigada Central, Carmona se percató de que uno de ellos ya se había hecho cargo de la bolsa de deporte.
– Muchas gracias, comisario, ya nos encargamos nosotros. ¿Le ha llamado el Comisario Jefe? Bueno, ya le llamará, está usted fuera de zona pero le agradecemos que la haya retenido hasta ahora.
Carmona interrogó a Palazuelos con la mirada y éste le devolvió un elocuente encogimiento de hombros. María Dolores le miró incrédula al descifrar el susurro que el comisario le dejó en el oído:
– Hágame caso, diga que no se acuerda de nada desde antes de llegar al hostal.
Carmona rebuscaba en su chaqueta en busca de un nuevo veguero, tratando de entender por qué la vida se había empeñado en ponerle delante un inicio de día como aquél. Mirando alejarse la espalda de la mujer no pudo dejar de pensar en las calaveradas de su hija menor, y en la suerte que le aguardaría con aquel chico que la arrastraba en su moto de discoteca en discoteca. Pensó también en lo alejadas que muchas veces se encuentran la ley y la justicia, y en que estaba necesitando un carajillo que le entonase el cuerpo después de lo que llevaba de mañana.
– Con casos como éste, vamos a batir el récord de rapidez, ¿eh, jefe? – el optimismo de Palazuelos era casi tan grande como su estatura.
– Ya estoy viejo para esto, coño.
Texto: © Antonio Parra Sanz, incluido en el libro de relatos ‘Desencuentros’, 2003.
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