Novelas por entregas, Capítulo 19 por Ignacio Barroso
Una vez más los mismos problemas de siempre: los matones de McGregor negándote el paso. Te sientes como si para poder verle tuvieras que pedir audiencia o estar en la lista de invitados.
Al tipo que tienes delante no lo habías visto antes. La profesión de hampón debe estar muy solicitada y presentar una amplia movilidad laboral, piensas, viéndole cruzarse de brazos con gesto arrogante frente al paragolpes delantero del coche.
—Dile a Fred que soy Dax. Tengo que hablar con él —dices, sacando la cabeza por la ventanilla.
—Imposible. Está ocupado.
—Dile quién soy. Tengo que hablar con él, es algo importante.
Nada.
El musculitos se ha convertido en una estatua de testosterona, fibras musculares en tensión y un traje un par de tallas más pequeño. La situación empieza a volverse un poco insoportable.
Te enciendes un cigarro y apoyas la nuca en el reposacabezas. Parece que la cosa va para largo. Tratas de ver qué se cuece en el jardín, pero te quedas con las ganas. No ves nada. El sol te da de frente, cegándote. Una calada. Piensas en tocar el claxon, como si fueras el capitán del equipo de fútbol del instituto haciendo saber a la capitana de animadoras que ya has llegado y la noche de cine, baile, sexo de riesgo y embarazo inesperado en el asiento trasero puede empezar.
El matón te fulmina con la mirada. Al parecer, además de ser corto de entendederas, también anda falto de paciencia. Lo del claxon prefieres dejarlo para otro día.
—Tienes que irte.
—¿Por qué? Dile a Fred que Dax está aquí y que tengo que hablar con él.
—Tienes que irte. Te lo estoy pidiendo por las buenas —su voz resulta amenazadora; y para dar más énfasis a sus palabras se acerca al coche haciéndose crujir los nudillos.
Das una última calada y dejas caer la colilla sobre el asfalto.
Tres pasos.
Dos pasos.
Un paso.
Está a tu altura.
Las manos apoyadas en el techo y el cuerpo encorvado. Aspecto de puta en pleno trámite de servicios y tarifas con un cliente potencial.
—Te he dicho que…
No dice más. El cañón de tu 38 le aprieta la tráquea. El aspecto de macarra se desinfla. Su rostro pierde el bronceado de guaperas de playa y se pone de un color amarillento. El mentón le tiembla levemente. Pestañea, aturdido, mientras un brillo de pánico recorre sus pupilas.
—Te he dicho que le dijeras a Fred que Dax estaba aquí. No has querido. Mala idea —ahora eres tú el que se las gasta de tío duro. A fin de cuentas juegas con ventaja: no es tu vida la que pende de la tensión del muelle de un gatillo—. Así que ya sabes. Ábreme la puta puerta y déjame pasar. Es un consejo.
Para dar más énfasis a lo que dices, tiras del percutor con el pulgar. Clic. El tambor baila levemente sobre su punto de equilibro. Pese a todo, el grandullón no parece comprender que una traqueotomía con orificio de entrada y salida en mitad del cuello apunta a ser incompatible con la vida.
—Yo… Yo… Tengo órdenes de no dejar…
—Tú mismo —la presión aumenta un poco más—. Ábreme la puta puerta.
Vuelve a pestañear. Parece la versión hormonada de un Goliat sorprendido por el avance de la industria armamentística en los últimos siglos.
—Está bien —concede al fin, llevándose una mano al cuello tan pronto como retiras el 38.
Te bajas del coche a toda prisa, sin dejar de apuntarle. Miras a tu alrededor. Al parecer tu jefe no es un jodido neurótico obsesionado con la seguridad. Por lo que puedes ver, McGregor no cumple el cliché de mafiosos con ejércitos de tíos armados deambulando por la casa. Mejor así.
El grandullón abre la barrera metálica. Pasáis al jardín, él delante y tú un par de pasos por detrás con el revólver oculto en el bolsillo del pantalón. Hay bastante ajetreo. El que tiene pinta de boxeador exiliado del mundo de las doce cuerdas te fulmina con la mirada, pero al percatarse de quién eres, te saluda con un gesto, apareciéndole unos hoyuelos infantiles en las mejillas que desentonan con su aspecto rudo de matón curtido en los bajos fondos.
—Acompáñame, por favor. El señor McGregor está en el invernadero. En su oficina.
El invernadero parece una granja de la América Profunda. Fardos de cogollos empaquetados. Tíos con aspecto de rednecks trasteando con tijeras de podar. Varios maromos controlando el percal, evitando que algún recolector se las dé de listo y sise algo con lo que ganar unos pavos extra. El ambiente es sofocante. El aire es un cóctel de resina, sudor y fertilizantes químicos. Al parecer, el negocio de la hierba va viento en popa y la ciencia ha entrado en acción para asegurar la siguiente siembra.
Llegáis junto a la oficina. La puerta está cerrada y una cortina oculta su interior.
—Espera aquí, por favor —dice, llamando a la puerta.
Una voz dice adelante desde el interior. Te quedas solo. Aprovechas para echar una mirada rápida. Todo a tu alrededor tiene un aire industrial, fabril. Unos podan. Otros barren los cogollos. Un grupo se encarga de empaquetar y otro amontona los paquetes. Las plantas podadas son arrancadas de raíz y arrojadas a un contenedor de obra. Fuera, al otro lado de la ventana, ves un horno. No hace falta ser un ingeniero agrónomo para saber qué hacen con ellas.
—Pasa —dice el matón algo más relajado, abriéndote la puerta.
Entras.
La mesa parece la de un profesor de botánica. Decenas de semillas diseminadas sobre el tablero, junto a etiquetas identificativas. Afgand Seeds, Sweet Cotton, Bubble California…
—Buenos días, Dax —exclama McGregor, interrumpiendo tu lectura—. Perdón por el desorden, pero estamos en época de cosecha y recolecta.
Le miras. Parece cansado y molesto a partes iguales. Te sonríe, pero el brillo de sus ojos te dice de otra cosa completamente distinta: no me hagas perder demasiado tiempo.
—No te preocupes, Fred. Sólo venía a devolverte los diarios de William. Ya he terminado con ellos y pensé que te gustaría conservarlos.
—¿Los tienes aquí? —pregunta, rodeando la mesa acercándose a ti.
—Los he dejado en el coche —respondes con fastidio—. He tenido problemas para entrar y…
—Ya. Los chicos están un poco nerviosos. Hay mucha pasta en juego y desconfían de cualquiera. Espero que no te hayan hecho nada — te coge del mentón inspeccionándote la cara, como si fueras una yegua en el mercado—. No. Parece que no se la ha ido la mano —bromea. Los dos sabéis que está al tanto del numerito de la pistola y el matón acojonado, pero le sigues la corriente. Abre un cajón del escritorio y saca una caja de puros. Saca uno. Te ofrece otro. Lo rechazas con un gesto— . Y, ¿qué más se te ofrece, Dax?
Clac. Un cortapuros de oro decapita el puro y la llama de un mechero de gasolina lo hace crepitar mientras McGregor le da vueltas con mucha parsimonia.
—Quería hablar sobre algo que he leído.
Se detiene en seco. Deja el encendedor sobre la mesa, junto a un grupo de semillas etiquetadas como Physico Killer Seeds. Un escalofrío involuntario recorre tu espalda. Empiezas a notar el aire allí dentro irrespirable. El ventilador ha desaparecido y te sientes como si acabaran de ponerte una bolsa de plástico en la cabeza.
—Ya sé que Willy era un chico… especial —dice al fin—. Demasiado extrovertido. Sé que sus perversiones iban más allá de los hombres. Era un sádico. Y me avergüenzo de él y sus tentativas homicidas solo por placer. Pero es mi hijo, Dax. Traté de enderezarlo. De alejarle de ese mundo en el que iba metiéndose, pero no pude. Ya sabes cómo son los jóvenes de hoy en día. Imprevisibles. Rencorosos. Consentidos…
Hace rato que has dejado de escuchar. No. No vas a dejar que te cuente otra vez la historia del niño díscolo y el padre desbordado. No. Ahora no. Has ido a verle por otras razones.
—… ¿Tienes hijos, Dax?
La pregunta te coge desprevenido. Es obvio que no. La procreación nunca ha sido un fin o una meta en tu existencia, a lo sumo un daño colateral después de una noche de borrachera.
—No, Fred. No tengo hijos, pero sé a lo que te refieres —la imagen de O´Connor golpea tu cabeza con fuerza. Sus cambios de humor y su comportamiento errático. Su arrogancia creyéndose el amo del corral. Su sumisión cuando el miedo desmonta la coraza del hombre que apunta maneras… ley de vida y esas mierdas.
—Es muy duro saber que tu hijo es distinto. Que nunca te dará un nieto al que consentir y malcriar. Por eso dejé que Willy fuera por libre hasta que vi el monstruo en que se estaba convirtiendo —da una calada al puro. Su rostro desaparece unos segundos detrás de una gruesa cortina de humo, pero no el brillo de sus ojos.
—Supongo. Pero por lo que he podido leer en el diario —tratas de buscar la palabra adecuada para lo que vas a decir. El Enola Gay está apunto de dejar caer su letal cargamento. Una puta Daisy Cutter dispuesta a mandar a tomar por el culo unos cuantos kilómetros cuadrados de la selva de mierda y mentiras en la que llevas tanto tiempo moviéndote—. No se le daban tan mal los negocios.
Freddy McGregor te mira, estudiándote con detenimiento. Sientes la garganta seca. La tentación de tragar saliva acude a ti como a un padre de familia en un bar de putas. Te abstienes. Eso denotaría miedo o que te estás marcando un farol. McGregor y los suyos son unos hijos de perra adiestrados en descubrir este tipo de flaquezas y las cosas no están como para andar sembrando desconfianzas.
—Sí. En eso era un genio —dice, carcajeándose—. La idea de meter a la pasma en nuestro mismo saco como adulteradores y distribuidores fue una gran idea por su parte.
Bien. Le tienes donde quieres. La Daisy Cutter empieza a caer.
—Creo que alguno de los polis que estaban en el negocio, pudo tener algo que ver con su desaparición.
La carga explosiva sigue cayendo, despacio. Como la lluvia previa a la tempestad. Coges aire. McGregor te mira frunciendo el ceño. De reojo compruebas que el cortapuros sigue en su sitio.
—¿Qué quieres decir? —habla tratando de suavizar su tono de voz.
A la mierda. Allá va. Una tonelada de TNT dispuesta a hacer su trabajo.
—He tenido problemas con algunos polis. Compañeros de los viejos tiempos que se han convertido en un grano en el culo estos últimos dos meses y medio. Al poco de empezar con este caso, empezaron las visitas y uno de ellos ha sido asesinado —ahora eres tú el que se pone melodramático—. Hace poco recibí una visita poco deseada que acabó en una amenaza encubierta.
—Entiendo. ¿Quiénes eran?
Alguien llama a la puerta. McGregor da una calada y te pide disculpas con un ademán.
—Estoy reunido. ¿Qué ocurre? —pregunta, entreabriendo la puerta.
—Jefe, el primer camión está…
—Pues adelante. Ya sabéis qué hacer con la mercancía.
Cierra. Se acerca a ti de nuevo y apoya una mano nervuda y afilada en tu hombro, como invitándote a seguir hablando. Callas. Ahora es su turno. Es el momento de ver hasta dónde ha llegado la onda expansiva.
—Tenemos polis en nómina, no te voy a engañar. Pero de ahí a lo que me estás diciendo…
—No miento, McGregor.
Os miráis a los ojos, midiéndoos. Parecéis dos perros de presa olfateando el peligro.
—El muerto era un chupatintas de archivos, un tal Russell —dices, fingiendo hacer memoria—. Y el otro, el poli que me interrogó era el capitán Patterson.
El rostro de tu interlocutor es una máscara de piedra. Impenetrable. Inquietantemente ajena a cualquier sentimiento. Da una nueva calada.
—Russel sí. Era de los nuestros. Una lástima lo de su asesinato. Lo leí en la prensa y toda la mierda que dicen de él es falsa. Pero bueno, la vida sigue y su ausencia no es algo que no podamos subsanar —habla de manera mecánica, dando a entender que Russell y todos los que trabajáis para él no sois más que simples peones prescindibles—. El otro, el capitán Pitt…
—Patterson.
—Eso, Patterson. No. No me suena —niega a la vez que habla—. Bueno sí. Le conozco porque una vez nos decomisó un cargamento bastante grande. Tratamos de sobornarle, pero no hubo manera. Es un poli de los de antes. Amante de su trabajo, el dinero para él es algo secundario. Por suerte, el jurado sí se dejó sobornar. Encontramos a un testaferro y el asunto quedó olvidado.
No le crees. Patterson estuvo detrás de la investigación de la desaparición de Willy McGregor. Lo sabes, y Fred está mintiendo. La conexión Patterson-McGregor existe. No estabas equivocado. Aún no sabes hasta qué punto, pero los dos están metidos en el negocio de la hierba.
Es hora de plegar las velas y dejarse llevar. Alargas la conversación hasta que llega a un punto muerto. Es hora de irse. Os despedís con un apretón de manos y te marchas de allí pensando en tu próximo movimiento: aún quedan un par de flecos pendientes que quieres cortar cuanto antes.
©Novela: Ignacio Barroso, 2020.
Visitas: 81