Novela por entregas por Ignacio Barroso, Capítulo 9
Medio día.
El sol te sacude lleno en la cara. El sueño da paso a la realidad: resaca y acidez de estómago. Te pones en pie y el dolor recorre tu cuerpo. Al desperezarte, las vértebras crujen una tras otra como las piezas de una máquina cochambrosa que se autoajustara antes de empezar a funcionar tras un periodo de inactividad demasiado largo. Miras a tu alrededor. Pestañeas. La luz te ciega. La cabeza parece que fuera a estallarte de un momento a otro. Un nuevo día que nace de los restos mortales de la noche anterior. La misma mierda de siempre. Resaca-alcohol-resaca. Y así por los siglos de los siglos. Amén.
Tu traje está hecho unos zorros. Lo estiras sin quitártelo. Coges la gabardina y sales a la calle. Las escaleras están desiertas. Al parecer se ha corrido la voz y nadie quiere salir del edificio por ninguna ventana ahorrándose unos cuantos tramos de peldaños. Mejor así. Cruzas el portal paladeando el aroma que flota en el ambiente, ese regusto a suciedad y mugre que tan bien conoces.
Contienes la respiración y sales a la calle.
Próxima estación, una visita a Joe y su antro.
Para variar la clientela se reduce a cuatro tipos solitarios desperdigados entre las mesas. Aislados los unos de los otros, encerrados en sus propias miserias. Ocupas tu taburete de costumbre, junto a la pared y la puerta de los baños.
—Buenos días, Dax. Tienes mejor aspecto —dice a modo de saludo—. ¿Lo de siempre?
Niegas con la cabeza. Sabes que este caso puede reportarte mucho dinero y necesitas estar despejado. La promesa de la noche anterior sigue en pie. Abstinencia forzada. Por más que las pasta te queme en el bolsillo, no estás dispuesto a seguir alimentando las llamas con alcohol.
—Ponme —titubeas, dudando entre qué coño elegir—. Una Coca-Cola… Sí, no me mires así. Nunca la he probado sin ron, y tengo ganas de descubrir a qué sabe.
Joe se ríe a carcajadas. Un par de clientes os miran. Sus miradas febriles y sus ojos brillantes afianzan tus ideas.
—Venga, Dax. Un whisky, ¿no?
—No. Ponme una Coca-Cola.
Se encoge de hombros y te da un botellín de cristal grueso acompañado de un vaso y tres hielos. Lo rechazas. El botellín está frío y prefieres beber a morro. Haces palanca con el mostrador y quitas la chapa. Das un trago. Las burbujas te hacen cosquillas en la garganta. Te ves a ti mismo como un niño de cinco años que descubre la chispa de la vida una tarde de verano bajo la atenta mirada de sus padres.
—Y, ¿bien? ¿Sabe como esperabas? —pregunta Joe levantando las cejas.
No sabes si te gusta o no. La boca te sabe a cantidades industriales de melaza y tu estómago ruge. Al parecer, el aporte extra de gases no le ha sentado tan bien como pensabas. Sofocas un eructo. Joe y tú os miráis a los ojos. Asiente. Mensaje recibido: hoy no estás para hablar.
Das otro trago. Nuevo eructo. La puerta se abre de par en par. Miras al recién llegado. No puede ser, piensas. Te fijas en él. Miras la Coca-Cola y después a Joe, como preguntándole que qué lleva esto que me has servido. No puede ser, joder. Es imposible.
El recién llegado se acerca a vosotros. Camina despacio, despreocupado. Las manos en los bolsillos. Andares chulescos. La mirada brillante y una sonrisa pícara surcándole la cara de lado a lado como una cesárea facial.
—Joder, Dax. Ni que acabaras de ver a un muerto —dice, dándote una palmada en el hombro.
Al ver acercarse la mano, por momentos temes que todo se desvanezca y tú te despiertes en mitad de un descampado apestando a alcohol. Pero no. No es un sueño. Tampoco experimentas una sensación extrasensorial de médium ni un frío sobrenatural. Pof. Pof. La mano sobre tu hombro se muestra cálida, amigable.
—No puede ser. Me dijeron que estabas muerto… —murmuras agarrándote al taburete con fuerza.
—Ya. Y mientras crean eso, podré seguir trabajando sin problemas. Porque seguimos siendo socios, ¿no? Ando escaso de pasta —aclara dando manotazos a los bolsillos.
Hijo de puta. Tu sexto sentido no se había equivocado. Delante de ti tienes a O´Connor. No, no andabas desencaminado cuando viste en él a un futuro hampón de los que de verdad pueden dar problemas al personal. Parece haber madurado mucho en muy poco tiempo. Está desaseado. Tiene las palmas de las manos sucias, ennegrecidas. Los ojos brillantes y hundidos. Pero está vivo. Necesitas saber qué ha pasado. Si McGregor se entera de que sus hombres cometieron un error al dar pasaporte a la persona equivocada, habrá problemas. Rodarán cabezas y tal vez el chaval no tenga tanta suerte la próxima vez.
Te enciendes un cigarro. Desde el otro lado de la barra, Joe parece estar pasándoselo en grande. Su cara es un conjunto de arrugas vibrantes entre carcajadas.
—Pero, ¿qué ha pasado? —logras preguntar.
—Es una historia muy larga, jefe.
—Tenemos tiempo.
—En ese caso, me bebería una cerveza —dice, acercando un taburete al tuyo—. Me mandaste indagar, preguntar por aquí y por allá quién es ese tal Fred McGregor. Y eso hice. Con la pasta que me diste, monté mi propio negocio. Hay mucha gente capaz de cualquier cosa por unos pocos pavos —un brillo enigmático surca sus pupilas. Hace un alto para dar un sorbo de la cerveza que Joe acaba de ponerle delante—. Y me aproveché de ello. ¿A que parezco un magnate de los negocios? —bromea— Contraté a un arrastrado de la calle. Le di tres pavos y le mandé a hacer el trabajo de campo… Bueno, en verdad no fue así exactamente…
—No te entiendo.
—Yo empecé a preguntar. La gente no quería colaborar, nunca se sabe por qué un yonqui como yo puede querer obtener información de buenas a primeras. La gente es muy desconfiada, y hace bien —un nuevo trago para humedecerse el gaznate, que tanto hablar parece que le esté secando la boca—. Hasta que alguien me dio un soplo. Una cita. Un parking a media noche. Vine a buscarte. Joe —señala al camarero con la barbilla— me dijo que no dabas señales de vida y que había aparecido un fiambre sin media cabeza en el aparcamiento de un motel abandonado, me empecé a poner nervioso. Algo no iba bien. Encontré a un tío necesitado. Le dí la pasta y le acompañé. Él entró solo. Yo me quedé por allí cerca, para ver de qué iba todo eso. De la nada aparecieron tres tíos. Uno le puso una bolsa en la cabeza y los otros lo reventaron a golpes mientras le preguntaban una y otra vez sobre su interés por McGregor. Cuando se cansaron de sacudirle, le pegaron un tiro en la nuca y ahí acabó el asunto. Supongo que no han encontrado el cuerpo. No he leído nada en la prensa —ironiza, fingiendo indiferencia aunque su lenguaje corporal parece indicar, de manera bastante sutil, lo contrario.
Das un trago. Esa mierda que bebes te sabe raro. Demasiado tiempo matando tus papilas gustativas con alcohol como para que el cuerpo se habitúe a un nuevo sabor de la noche a la mañana.
Te sientes contrariado. Admiras el valor de O´Connor, eso es innegable, pero hay algo que no te acaba de cuadrar. McGregor te dijo que le habían torturado, no que le hubieran sacudido un rato mientras le preguntaban antes de ejecutarlo en mitad de un parking. Este hecho te hace recordar a Bobby, el viaje en su Packard, la estancia en el hospital y la visita de Patterson. Sus consejos de que abandones el caso de Willy McGregor… Los que le hicieron la cirugía sin anestesia con un 38 a Bobby pidiéndote lo contrario… Empiezas a sospechar que hay gato encerrado y lo que más te jode es que, al parecer, cuando el lindo minino saque las uñas a paseo el primer zarpazo te lo vas a llevar tú…
…«Aquí nadie es lo que parece»…
Dejas caer la colilla al suelo y abrazas a O´Connor. Huele mal. A calle y noches al raso. No te importa. Sigue vivo. Él parece incómodo. Joe sigue riéndose. La clientela no os hace ni caso, su interés se centra en seguir bebiendo en silencio mientras alimentan la cirrosis que antes o después se encargará de acallar todos y cada uno de los fantasmas que parecen revolotear a su alrededor. La vida parece seguir su curso. Todo OK.
—Parece que McGregor es más peligroso de lo que parecía en un principio —murmuras llevándote el botellín a los labios.
Joe abre la boca, como si fuera a decir algo, aunque parece pensárselo mejor y sigue en silencio. En su momento te invitó a que pasaras del tema, cogieras la pasta y desaparecieras sin más. Ahora sabes por qué. Puta ley del silencio entre delincuentes, no hay quien entienda sus indirectas.
Le miras, como invitándole a hablar. La callada por respuesta. Su lealtad hacia ti es innegable, pese a tu pasado policial. No puedes reprocharle nada porque actúe de la misma manera con terceros. Pero una idea te aterra durante unos segundos: ¿cuántos secretos sabrá? Y lo que es peor, si tu vida corriera peligro ¿te avisaría a las claras o lo haría de manera críptica para no delatar a nadie y ahorrarse problemas?
Tratas de borrar de tu cabeza esos pensamientos. Si las cosas fueran al revés, sabes que actuarías en tu propio beneficio. Ley de supervivencia. Desde un punto de vista poético podrías decir que la vida no es más que un jodido árbol que crece hacia arriba; las ramas las distintas opciones que van sucediéndose día a día, y los fiambres que se van dejando atrás con el paso del tiempo el abono necesario para seguir alimentando tu propia existencia.
—Siento romper la magia del momento —dice Joe—. Pero tengo algo para ti, Dax.
Le miras sin saber de qué está hablando mientras él busca algo bajo la caja registradora.
—Lo han traído a primera hora —aclara, dándote un sobre—. De un tal Russell…
Tu cara no puede disimular la ansiedad que te invade. Lo coges y lo abres, olvidándote por completo de todo cuanto te rodea. Dentro un papel escrito a máquina en estilo telegráfico:
«Información disponible. 48 horas. 20.00 horas. Un Ford Blanco del 48 en el parque. Puntualidad. Más de 15 minutos, no hay negocio».
Lo lees varias veces. Estás de suerte, hoy parece ser tu día. Lo doblas en cuatro y lo guardas en el bolsillo interno de la americana. O´Connor te mira expectante, esperando que le digas qué te traes entre manos. Pasas de hablar del tema. Tienes otro encargo para él mucho más urgente.
—Bien, O´Connor. Tengo un trabajito para celebrar que sigues de una pieza —sacas diez pavos y los ondeas delante de sus narices, para que huela la pasta—. ¿Conoces a algún poli?
Asiente, vanidoso. Como diciendo mi fama me precede: ¿cómo no voy a conocer a la bofia?
—No. No en esas condiciones. Me refiero a si conoces a algún poli que pueda hacerte un favor a cambio de pasta.
Niega con la cabeza. Te mira indignado, como si acabaras de insultarle.
—Está bien. En ese caso —arrugas el billete y se lo metes en el bolsillo—. Tómate dos días libres muchacho, te los has ganado. Te veo en en 72 horas. Cuando vuelvas a pasar por aquí, necesito que tengas un coche. ¿Podrás conseguir uno?
Sonríe, orgulloso, diciendo que sí. Se mete la mano en el bolsillo y acaricia con deleite el billete. Sabes que la mitad de ese dinero acabara en sus venas y la otra mitad en su hígado, aunque tampoco es que te preocupe demasiado. Se despide con un gesto y se va. Una vez a solas miras a Joe. Evita que tus ojos se fijen en los suyos.
—¿Qué sabes del tema que yo no sepa? —preguntas. Al parecer el azúcar y la cafeína están activando tus neuronas y éstas carburan más rápido de lo habitual.
—No he llegado a viejo por hablar más de lo que debía, Dax. Lo que sepa o deje de saber es asunto mío. Me considero tu amigo, y lo único que puedo decirte es que son gente peligrosa. Déjalo. Se han equivocado una vez, no habrá una segunda. Hazme caso, coge la pasta y desaparece.
Apoyas un codo en la barra. Te masajeas los ojos. Aire arrogante, de poli de película. El ceño fruncido, como si valoraras lo que te acaba de decir Joe. Pero no es así, en verdad te importa una mierda. Algo huele a podrido en todo esto y quieres llegar al fondo del asunto. Que haya o no haya gente peligrosa de por medio es algo inherente a tu trabajo. Te mueves en el centro de un triángulo equilátero cuyos vértices los describen Patterson, los tíos que le borraron la sonrisa a Bobby y McGregor. Hagas lo que hagas, sabes que vas a acabar jodido. Posiblemente muerto, y llegado el momento sólo piensas en irte al otro barrio haciendo ruido y arrastrando al fango a cuantos puedas.
—Gracias, Joe. Valoro tu consejo, pero ya he tomado una decisión —respondes, dándole una palmada amigable en el dorso de sus nudosas manos.
Pagas tu bebida y la cerveza de O´Connor. Te despides con un movimiento de cabeza y sales a la calle. Te sientes excitado. Ansioso. Tienes 48 horas por delante hasta la cita con Russell. Demasiado tiempo. Demasiadas tentaciones. La espera se te antoja larga, eterna entre sudores fríos y temblores, pero no imposible.
©Novela: Ignacio Barroso, 2020.
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