Novela por entregas, (Capítulo 5) por Ignacio Barroso

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El negocio parece ir sobre ruedas. O´Connor cumple con su parte pegando la oreja en tantos tugurios, bares y grupos de hampones como conoce, y no ha encontrado nada sobre el tal McGregor. Era de suponer. Un mafioso viviendo cerca de Hollywood no desentona demasiado, pero tampoco la cosa es ir haciendo alarde sus fuentes de ingresos. Bueno, siempre y cuando uno no sea Mickey Cohen y esté por encima del bien y del mal, saliendo con Billy Graham en televisión después de haber comido trullo por evasión de impuestos.
Pero te da que no es el caso. Quien dice llamarse Fred McGregor puede ser cualquiera de los peces gordos que controlan la ciudad bajo un nombre ficticio, o, tal vez sea lo más probable, tenga un ejército de testaferros a sueldo para que den la cara y se jueguen el pellejo por él. Y, ya puestos a ser quisquillosos y neuróticos, puede incluso que el supuesto hijo homosexual no sea más que su próxima víctima en un ajuste de cuentas y el muchacho esté escondido como un cordero asustado y a ti te toca jugar a los sabuesos. Una herramienta más en sus planes. El encargado de entregar al chaval en bandeja de plata a sus ejecutores. Pero vamos, que te da igual. Tienes pasta y tiempo para pulirla. Tú te limitas a hacer tu trabajo y ellos que se las arreglen como buenamente puedan, o quieran.
A falta de más información, y aceptando la hipótesis de que el desaparecido es el hijo homosexual de McGregor, los datos que tienes se resumen en:
William J. McGregor. 20 años— Sin ocupación conocida (en el dossier no pone nada sobre cómo se gana el pan el zagal, así que has decidido añadir esto de ocupación desconocida por tu cuenta, que suena bastante profesional, así rollo informe policial listo para ser entregado a un superior). Estatura media. De complexión atlética. Ojos claros. Cabellos pajizos. Facciones un tanto afeminadas (otra contribución de tu propia cosecha al contemplar su fotografía antes de tomar nota sobre sus rasgos y características físicas). Homosexual (optas por añadir un reconocido, algo que en tu cabeza suena como si pudiera aclararte las ideas a la hora de empezar la búsqueda). Última pareja conocida, en paradero desconocido (eufemismo, por no decir que está viendo crecer los cactus del desierto desde abajo). Deportista. Solía frecuentar zonas próximas a Bervely Hills. La última información que se tiene sobre él fue que salió el pasado 3/marzo (falta el año, pero deduces que fue hace dos meses) de su domicilio conduciendo su propio automóvil (Ford Mustang 1964, azul cielo con doble franja amarilla sobre el capó). No dijo a dónde iba. No regresó. Las pesquisas policiales no revelaron dato alguno sobre su paradero. No ha aparecido el vehículo ni tampoco se ha cursado denuncia por robo.

Y eso es todo cuanto tienes. El nombre de un par de bares con nombres que dejan bastante poco a la imaginación: El Apolo y El Andros, a los que el pequeño Willy solía ir con bastante frecuencia y nada más. La historia que empiezas a montarte en la cabeza es sencilla: el pequeño McGregor discute con su chico. Se enfadan. Coge el coche y desaparece rumbo a San Francisco en busca de algún maromo fornido que le quite las penas. Papá McGregor se entera de que alguien ha roto el corazón a su pobre hijo y manda a sus chicos a que le partan las piernas. Ojo por ojo. Se entusiasman demasiado y el amante acaba durmiendo arropado con varios kilos de arena para que no coja frío por la noche. El hijo huido se entera. Le entra miedo y no quiere volver a casa, rompiendo cualquier vínculo o comunicación con su progenitor. Fin de la historia. La versión masculina de la hija del granjero de Kentucky que se da a la fuga en lugar de casarse con su primo hermano y parir quince hijos, para llegar a Los Ángeles con la idea de ser actriz y acaba metida de puta en un bar de Las Vegas, o de camarera en un bar de comidas en una interestatal que mata el tiempo haciendo mamadas a los camioneros que se dejan caer por allí. Nada nuevo bajo el sol, pero te pagan por encontrar al pequeño Willy, y en eso andas.
Siguiente parada obligatoria: visitar la zona gay de la ciudad, algo que te desagrada pero que va con el sueldo. No te queda otra. Al trabajo de campo nunca le has hecho demasiados ascos. Pero una cosa es ir de tipo duro luciendo placa, y otra bien distinta meterte tú solito, y por tu cuenta, en la boca del lobo: El Apolo y El Andros. Tu mente homófoba los imagina como dos capitales de la perversión. Sodomía. Orgías. Felaciones por parte de tíos rudos y barbudos con manos encallecidas de leñador. Lesbianas hipermusculadas blasfemando como marineros. Pero es lo que hay. No tienes otro punto de partida, y lo único que te consuela es la idea de encontrar a un maricón en un callejón oscuro y volverle heterosexual a hostias. Como en los viejos tiempos…

No pierdes más el tiempo. Vistes tu mejor traje y coges 200 pavos de tu escondite secreto. Sales a la calle y buscas una cabina telefónica que no apeste demasiado a orina y vapores narcóticos. Llamas a McGregor y le cuentas tus planes. Parecen gustarle, tanto que que te ofrece a dos de sus chicos para que te hagan de chófer. Te sientes la reina del baile. Ridículo. Patético. Pero en dos horas van a recogerte, no hay más que hablar. Es una orden.
Vuelves a subir a tu despacho y te sirves un whisky doble para pasar el rato. Tratas de mantener la mente ocupada. Prefieres no pensar en lo que te puede pasar, pero no puedes evitarlo. ¿La homosexualidad es una enfermedad?, ¿puro vicio? ¿Cómo se transmite? Lo único que sabes sobre todo esto es lo que decían los chicos: el que cambia de acera, rara vez vuelve y eso no entra dentro de tus planes. Por si la tentación llama a tu puerta, o alguna locaza trata de propasarse, vas preparado. Tu fiel 38 y unas esposas. Y quien quiera jugar al cuento del poli sobón y el detenido sumiso, que se prepare para aprender un par de lecciones sobre perversiones y violencia.

Llegáis pronto al garito. Aún no son las nueve de la noche. Te despides de los chicos de McGregor y empiezas a pillarle el pulso a la zona. En la puerta, una luz verde parpadea mostrando el nombre del bar: El Andros, cada pocos segundos, junto a una copa de color fucsia.
Entras. No hay nadie dentro. Nada de orgías 24 horas al día, 7 días a la semana. Ni asientos con formas fálicas ni invertidos suspirando al viento por un hombre heterosexual al que pervertir. Está vacío. Es un local largo, con una barra en un extremo, espejos en la pared del fondo, dos fotografías de Errol Flynn y otros dos actores que no reconoces pero tienen pinta de que les vayan los jovencitos. Mesas bajas y un par de reservados junto a los baños. A todo esto se resume el antro de perversión que pensabas encontrar.
Te acercas a la barra. El camarero se levanta del barril de cerveza en el que estaba sentado y te pregunta que qué quieres. Le observas. Mulato. De pelo rizado y labios gruesos. Viste una camisa blanca de lino y pantalones vaqueros. Ante tu silencio se cruza de brazos y levanta una ceja con gesto de fastidio.
—No soy como vosotros. Soy hetero. No. No quiero probar nada nuevo. Estoy muy bien como estoy. Y no. No me lo he planteado —dice a modo de retahíla desgastada a base de repetirla noche tras noche—. ¿Ha quedado claro?
Le miras fijamente. Te acaba de llamar maricón por toda la cara. Sientes ganas de romperle los dientes contra el mostrador y demostrarle que de pusilánime y afeminado tienes más bien poco. Aunque, por otro lado, si un tío heterosexual te ha tomado por un gay, tal vez esto pueda serte útil en lo que has ido a hacer allí. Te quedas con esto último.
—Tú te lo pierdes —respondes, fingiendo unas inclinaciones sexuales que te producen náuseas—. Así que a falta de tu cuerpo de chocolate, ponme un whisky, encanto.
El camarero se da la vuelta y coge una botella, controlando por encima del hombro si le estás mirando el culo. Una mueca de decepción surca su cara al comprobar que no le haces ni puto caso, estás demasiado entretenido acariciando el mostrador de cinc y absorto en tus pensamientos.
—¿Eres nuevo en la zona? No me suenas de haberte visto antes por aquí —pregunta, tratando de entablar conversación.
—Acabo de mudarme como quien dice.
—Ya decía yo… ¿Sólo o con hielo?
—Solo, por favor.
—Empiezas fuerte —bromea, acercándote el vaso —. Pero bueno, ya eres mayorcito para saber lo que haces.
—¿A qué hora empieza a llenarse esto? He oído hablar mucho de este sitio y tenía ganas de conocerlo… Pero ambiente, lo que se dice ambiente, no parece que tenga mucho.
Das un trago. El whisky sabe a barrica de roble, calidad. Tu paladar se deleita con su sabor, nada que ver con esas mierdas sureñas de destilación casera que acostumbras a beber.
—Aún es pronto. En un dos horas empezará a llegar la gente. ¿Habías quedado con alguien? Tengo unos vinilos nuevos de jazz, si quieres, cuando venga tu cita, os pongo vuestra canción.
Otro trago. Hora de dar un paso al frente.
—Sí, había quedado con un chavalito más joven que yo. Willy McGregor se llama, ¿te suena de verlo por aquí?
Silencio sepulcral. Cuentas mentalmente hasta cinco. El camarero parece pensar si lo conoce o no, o, como sospechas, decirte lo que sabe o mentirte.
—No, así por el nombre no me suena. Viene mucha gente y me suelo quedar más con las caras que con los nombres. ¿Cómo es?— pregunta, apoyando los codos en el mostrador.
Empiezas a dudar sobre su inviolable heterosexualidad.
Se lo describes tal cual lo has apuntado en la libreta, tirando de memoria. De cuando en cuando intercalas opiniones subjetivas del tipo esos ojazos suyos me enamoraron nada más verlos y zarandajas por el estilo, para que todo resulte más creíble.
—Espera, deja que piense —se acaricia el mentón frunciendo el ceño—. Creo que sí. Me suena. Sí, sí. Solía venir con dos amigos, así monos como él, ¿verdad?
No tienes ni puta idea, pero asientes igualmente. Sí, sí. Claro. Con dos amigos, así monos como él.
—Ya sé quién dices. Willy, ¡claro! Qué cabeza la mía— se da una palmada en la frente para dar más énfasis a la exclamación—. Hace tiempo que no lo veo por aquí, pero sí que suele venir uno de los chicos con los que iba. Luego si se pasa por aquí te lo presento, porque encanto —hace una pausa deliberada y mira el reloj—… me parece que te van a dar plantón —sonríe, como disculpándose—. Y yo, te tengo que dejar también, espero que no te dé miedo quedarte solo, pero tengo que ir al almacén a comprobar unos albaranes antes de que esto se llene.
—Creo que no, ya soy mayor para tener miedo a la soledad —dices antes de dar un trago—. ¿Puedo ir a uno de los reservados mientras espero?
—Ningún problema.
Coges tu copa y te encaminas hacia el que está más cerca de los baños. Es lugar es el adecuado, perfecto para tener controlado a todo el personal. Quién entra y quién sale. Quién da y quién recibe.
El espacio es diminuto pero acogedor. Paredes prefabricadas pintadas en color crema, a juego con el resto del local, con adornos hawaianos. Dos butacas diminutas y una mesa bajera de plástico blanco. Tomas asiento y pones los pies encima de la mesa. Te enciendes un cigarro y aguardas. Sólo hay que esperar a que el amigo de Willy venga, y podrás seguir trabajando. Ahora toca disfrutar del tabaco y el whisky. Cada cosa tiene su momento.
Empieza a sonar la música. Jazz alegre y animado. La gente abarrota el garito. No pierdes detalle desde tu posición privilegiada. Magreos. Roces. Visitas al baño que se prolongan más de media hora. Locazas bailando. Bebes en silencio. De cuando en cuando el camarero se pasa por el reservado y te llena el vaso. Le ves hablar con unos y con otros. Ambiente festivo. La gente a lo suyo, salvo uno que desde la barra no te quita ojo. Parece estar interesado en ti. Te sonríe. Estás algo borracho, efusivo y simpático. Tus miedos homófobos hace rato que se han ido. Tienes ganas de charla. Levantas la copa mirándole, como diciéndole: a tu salud. Se levanta y se acerca caminando como un cowboy tras cabalgar cinco días sin levantar el culo de la silla de montar. Llega al reservado.
—Toc, toc. ¿Se puede? —pregunta.
Con un ademán le señalas la butaca vacía. Entra haciendo aspavientos y se sienta frente a ti.
—Me ha dicho Tommy, el camarero —aclara al ver que por la cara que pones no tienes ni idea de quién es el tal Tommy— que le has preguntado por Willy.
—Sí, había quedado con él, y me ha dado plantón —respondes fingiendo estar dolido.
—¿Tienes ganas de verle? Es un encanto, ¿verdad?
Asientes. El alcohol está mermando tus reflejos. Tienes la cabeza embotada y sientes los pómulos entumecidos. Empiezas a estar borracho de verdad.
—Me llamo Robert, pero todos mis amigos me llaman Bobby —dice extendiendo la mano.
—Fred, pero todos mis amigos me llaman Freddy —improvisas estrechándole la mano con fuerza.
—¡Qué apretón! —exclama— Me encantan los hombres como tú. Decididos. Fuertes. Viriles. Seguro que eres muy apasionado, ¿me equivoco?
El juego está pasando a mayores. La bebida te impide ver más allá del tonteo que se está marcando el tal Bobby contigo. Enciendes un cigarro. El pulso te tiembla.
—Tranquilo, no tengas miedo. No te voy a morder —dice, sujetándote la mano del encendedor—, todavía.
Das una calada. Echas el humo por la nariz. Estás incómodo, pero no a disgusto. Bobby parece inofensivo, alguien jugando a un juego en que se está enredando el solito y la situación te divierte. Por primera vez ves a alguien haciendo las mismas gilipolleces que tantas veces has intentado poner en práctica para llevarte a alguna tía a la cama, y descubres cuánto de ridículo encierra el asunto.
Tu acompañante te ha susurrado algo que no has oído. Mierda. No puedes decirle, perdona, no te he hecho ni puto caso porque me estaba riendo a tu costa. Rompería el encanto del momento o, peor aún, tiraría por tierra tus posibilidades de saber dónde anda el supuesto hijo del supuesto señor McGregor.
—Ah, entonces no quieres ver a Willy —dice al fin. Parece francamente disgustado.
—Sí, sí. Perdona. Estoy algo borracho. Hace calor aquí dentro y no te he oído bien con la música tan alta —mientes, poniendo una mano sobre su pierna izquierda.
¿Qué coño estoy haciendo?, piensas. ¡Le estoy tocando la pierna a un maricón!, ¿qué me está pasando?
—Entonces, acompáñame. Puedo llevarte a verle.
Se pone en pie y sale del reservado. Le sigues. El bar está atestado. Hay cola para entrar al baño. Pasas ente una multitud de tíos sudorosos y cachondos. Unos te restriegan el paquete al pasar. Otros, te rozan de manera sugerente. A tu mente acude una reflexión de Donald una noche de borrachera en que os echaron de un bar de putas por armar demasiado escándalo:
« Si no encontramos a ninguna tía para follar esta noche, podemos ir a un bar de maricones. Cuando nos la estén chupando, sólo tenemos que cerrar los ojos y pensar que son tías».
En su momento la idea te resultó desagradable. Pero ahora tienes ciertas dudas. Si no, ¿cómo puedes explicarte que le hayas tocado la pierna a Bobby?
Notas que te falta el aire. Te sientes raro. Confundido y culpable. Eres un tío,joder. Y los tíos no van sobeteando a otros tíos, y si lo hacen, es porque son maricones. Te cuesta pensar, caminas como en una nube. Flotando. Tratas de controlar tus pasos. Ya habrá tiempo para pensar en el por qué de todo. Lo importante es escapar de esa atmósfera que te oprime el pecho.
Salís a la calle. Respiras hondo, el aire fresco de la noche te despeja un poco.
—Buitres, es mío —exclama Bobby, sacando las garras ante la manera golosa con que te mira un grupito de tíos—. Acompáñame. Tengo el coche a la vuelta de esquina.
Miras a tu alrededor y no hay ni rastro de tus acompañantes de hace un rato. Te encoges de hombros y le sigues. Dobláis la esquina y le ves acercarse a un Packard verde. Mete la llave en la cerradura y te hace un ademán para que te acerques a él. Suspiras. No te seduce la idea de meterte en el coche de un tío al que no conoces y no sabes qué pretende, pero el roce del 38 en el costado te insufla valor.
—¡Vamos! —insiste, mientras abre desde dentro la puerta del copiloto.
Entras. Arranca. El motor ronronea como un gato feliz con un ovillo de lana entre las patas. Tienes la sensación de que algo va a salir mal, pero estás demasiado borracho como para saber a ciencia cierta el qué. Tu sexto sentido hace saltar la alarma demasiado tarde. Por el rabillo del ojo ves una sombra moverse en el asiento trasero. Tratas de girarte. Bobby te empuja contra la puerta y pisa el acelerador a fondo. Salís del callejón quemando ruedas. Un par de borrachos os silba y os aplaude. Te has clavado la pistola en las costillas. Te falta el aire. Intentas sacarla y poner orden. Bobby no está borracho y piensa más rápido que tú. Frena en seco. Te empotras contra la guantera. Un chasquido: tu puente nasal. Tratas de incorporarte. La sangre te ahoga. Desde el asiento trasero alguien se abalanza sobre ti con una bolsa de tela negra. Te mete la cabeza en ella. Forcejeas, dando manotazos al aire. Empiezan a golpearte. Bobby maldice a gritos gilipolleces sobre la tapicería y que es el coche de su padre. Alguien te agarra la cabeza por la nuca y empieza a estampar tu cara contra el salpicadero. Al quinto golpe la visión se te nubla. Al sexto, alguien apaga definitivamente las luces y pierdes el conocimiento.

 

©Novela por entregas: Ignacio Barroso, 2020.

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