Novela negra de barrio por Manu López Marañón (parte 1 de 2)
NOVELA NEGRA DE BARRIO
MANU LOPEZ MARAÑÓN (COORDINADOR)
ROSA RIBAS
PACO GÓMEZ ESCRIBANO
JON ARRETXE
MARC MORENO
SOLO NOVELA NEGRA
BARRIOS DE NOVELA NEGRA
En una entrevista Juan Marsé aseveró que gente nacida en familias acomodadas, que va a buenos colegios donde hace provechosas amistades, estudia luego carreras, trabaja, se casa y tiene hijos, no le motivaba especialmente porque con ella no arranca la escritura que él pretendía: nueva, radical e irrepetible. Por ello sus principales criaturas literarias tenían orígenes proletarios, cuando no bastardos o marginales: el maestro convocaba a quienes se abren camino en la vida partiendo de cero y sin concesiones: a dentelladas. Algunos como Java, el trapero de Si te dicen que caí, tirando de un amplio repertorio de argucias y dobleces, trepan en la escala social para luego, ¡ay!, despeñarse con estrépito desde arriba (y su autor nunca les regateó el reconocimiento por los servicios prestados). Otros, así Manolo Reyes en Últimas tardes con Teresa, ven fracturado el pretendido ascenso a mitad de trayecto, en parte por unas circunstancias ambientales que impiden su desenvolvimiento en un medio del que casi todo desconocen, en parte por propia ineptitud y precipitación. Marsé se inventa a Manolo Reyes –más conocido por «El Pijoaparte»–, un charnego del barrio barcelonés de monte Carmelo que pronto traspasó sus contornos de personaje de ficción para convertirse en seminal arquetipo de quienes ambientamos nuestras novelas en barrios que nos vieron nacer o que, más o menos, conocemos. En Últimas tardes con Teresa el Pijoaparte personifica la rebeldía hacia un hábitat que considera injusto padecer. A comienzos de los sesenta no habían llegado las drogas como forma de diversión y, sobre todo, evasión al Carmelo; tampoco aquello era ya un poblado de barracas como en esos tiempos en que –reconoce el mismo Pijoaparte–: «no había alcantarillado. Muchas calles estaban sin asfaltar…, aquí solo te encontrabas meningíticos, ladrones y putas». Pero convertido en un Julien Sorel suburbial, a Manolo solo interesaba conquistar la ciudad. Era guapo, no tenía problemas para robar una moto y se colaba con facilidad en las fiestas de los ricos. Orgulloso de lo bien que se le dan las rubias un día conoce a una –Teresa Serrat–, universitaria y pija. El murciano intuitivo, con gracejo y empeñado en salir adelante, pero inculto, frente a la bella burguesita de San Gervasio, leída y comprometida políticamente contra el Régimen franquista. La novela estaba servida.
A gran escala la droga hace su aparición en España a principios de los setenta. Hay una indiferencia narrativa incomprensible a la hora de reflejar esta novedosa y grave situación que modificó –a peor y de forma sustancial– la vida de millones de familias de obreros manuales. Una de las pocas novelas que se toma el trabajo de mostrar cómo entraba y se pasaba la droga en un suburbio de 1972, concretamente en el madrileño de Canillejas, es Manguis, de Paco Gómez Escribano. Pareciera que el cine se hubiera arrogado en exclusiva el privilegio de reflejar fechorías de delincuentes, tan ingenuos como violentos, con sus deseos de vivir al día no pegando clavo, robando, y malgastando su tiempo drogándose en discotecas. La aventurera manera en que se presentaba esto en la gran pantalla creó una mitología del quinqui que sobrepasaba la frontera de su territorio. En colegios religiosos como al que acudía yo en Indautxu, no pocos alumnos –de clase media-alta– seguíamos con atención las hazañas del Vaquilla, del Jaro, o, sin tener que ir fuera, de la banda del Cacheiro, nuestras estrellas de la margen izquierda, con 28 atracos bancarios en su haber antes de su desarticulación (tras enfrentarse a tiros, en 1981, con miembros de la Policía Nacional). Por Santurce se oía: «Aquí sí que tienen un tío para hacer películas, ‘El Cache’ les deja pequeñísimos a ‘El Torete’ y esos otros que han hecho cine». Pero fue Deprisa, deprisa de Carlos Saura (1980), con los atracadores madrileños de Villaverde Alto acribillados a balazos por culpa de su dependencia a la heroína, el film que a algunos nos cambió la vida… ¡a los 14 años!… El tratamiento informativo de la época incidía en la espontaneidad, en aquel aparente aire de libertad en la existencia del quinqui que tanto seducía al joven espectador de cine; las armas eran primitivas y caseras, la policía que perseguía a esos menores de edad, inoperante (siempre conducía fatal), e incluso los camellos a los que compraban la droga tenían bastante de comprensivos tenderos a quienes se puede dejar a deber. Los capos gitanos, aunque llegada la ocasión se transformaban en brutos implacables, eran presentados inmersos en prolíficos y conflictivos entornos domésticos sufridamente obligados a pacificar, algo que los humanizaba.
Los jóvenes que hoy se meten en la droga, aun buscando esencialmente lo mismo, ese hedonista deseo de vivir al día –pero ya no a los compases que marcaron rumba y rock, sino a ritmo de rap y reguetón–, en poco recuerdan a quienes precedieron. La literatura sí parece mostrarse atenta con esta nueva ola de drogadicción que azota las periferias. Paco Gómez Escribano, siempre pendiente de la evolución de Canillejas, cuenta la metodología actual de este tráfico: en Prohibido fijar cárteles la tienen detallada. No se queda atrás a la hora de mostrar semejantes procedimientos, en su caso en la Verneda, Tiempo de ratas de Marc Moreno; tampoco Rafa Melero en sus rondas por esas afueras de Lleida que delimitan Ful, novela tarantiniana por la que desfilan capos de la droga colombiana y sus mercenarios serbios, máquinas humanas de aquilatada solvencia a la hora de matar. Y es que la droga está en manos de mafias organizadas, sudamericanas o del este de Europa, que disponen de camellos con quienes ya no valen retrasos. Secuaces que usan exóticas y tremebundas modalidades de tortura, importadas de países a los que no parece haber llegado aún la civilización, se encargan de que se cumplan –al minuto– los plazos. Las armas son último modelo y no es inhabitual que, para lograr sus fines, los capos tengan en nómina a miembros de no importa qué cuerpo de policía existente en nuestro país. Así es, la corrupción policial ha pasado a primerísimo plano en estos ilegales negocios y los lectores de Paco, de Marc, de Rafa, asistimos, además de a dolorosos asesinatos, a planificados asaltos bancarios que acaban mal pero que, por lo menos, desenmascaran «honestos» policías… que se habían dejado sobornar a las primeras de cambio. Nada que ver, por tanto, esta violencia bárbara pero sofisticada con aquella otra –un tanto naíf– que cometían los quinquis en un país tan ineficiente como era la España de los inicios de democracia, y que el cine reflejó en sagas de gran aceptación como la de esos Perros callejeros del barrio Bellvitge, en Hospitalet de Llobregat.
Debo reconocer cómo a estos autores que cito no los había frecuentado cuando salió Alcohol de 99º, mi novela negra de barrio. Había visto cine quinqui para regalar, pero la novela quinqui como tal –y, sobre todo, la que reflejase los años ochenta– pensaba que no existía. Llegué a creerme el primero a la hora de reflejar literariamente esa realidad. Tiene delito que, ni por curiosidad, me hubiese acercado a la obra de Jon Arretxe, cuyo nombre es de sobra conocido gracias a esas novelas que, a través de su personaje más emblemático, el burkinés Touré, reflejan el día a día de un barrio duro como es San Francisco. Jon, pero también Paco, Marc o Rafa son escritores de primera, y yo, que creía estar al tanto de la aparición de cualquier talento, para casos tan relevantes en mi obra como eran ellos, no me había enterado. Sin quitarme culpa, ello ilustra bastante sobre las mesas de novedades de muchas librerías y a qué tipo de escritura light potencian los suplementos literarios. Después he reseñado obras de estos autores, a quienes incorporé, el pasado año, a Rosa Ribas gracias a Un asunto demasiado familiar, originalísimo cruce de investigación detectivesca con novela negra de barrio. Todavía especulo sobre cómo hubiera quedado Alcohol de 99º tras devorar, por ejemplo, Sombras de la nada, Cuando gritan los muertos o Escapismo. Y llego a la conclusión de que hubiera mejorado no poco…
Para mi libro tuve claro que contaría una historia alejada de lugares por los que habitualmente me muevo, y, asimismo, de las personas y amigos que trato: padres de familia y profesionales liberales casi sin excepción. Lo cierto es que el tipo de personajes marginales de Alcohol de 99º yo solo los había visto en cine, pero alguien advirtió que «solo se escribe bien sobre lo que no se ha vivido», y desde esa esperanzadora premisa comencé la tarea.
Respecto a las localizaciones, para los barrios de Bilbao tuve la suerte de
que parte de mi familia viva en la Peña. Por ese motivo suelo acudir allí y, más o menos, los escenarios que saldrían estaban seleccionados. Respecto al barrio de Irala –principal en Alcohol de 99º–, por haber en él negocios de fotocomposición lo recorrí hasta la extenuación en mi etapa de recadero para una editorial. Lo más peligroso fueron los entornos de perfil barriobajero en Barcelona. Pateé varias veces, y en años distantes, zonas y callejuelas en las que tuve la sensación de jugarme el pellejo. Espero haberlas plasmado con acierto. Menos arriesgado, pero laborioso a la hora de llevarlo al papel, fue (re)crear ambientes de la alta burguesía como ese restaurante de lujo (con casino) situado en plenas Ramblas, un local que inventé totalmente y del que estoy orgulloso
Manu López Marañón
ROSA RIBAS
Rosa Ribas nació en 1963 en El Prat de Llobregat (Barcelona). Tras estudiar Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona y doctorarse, Rosa se trasladó a Alemania. Allí ha desarrollado una intensa labor como docente y autora, habiendo sido lectora de español en el Instituto de Románicas de la Johann Wolfgang Goethe Universidad de Frankfurt y profesora titular de Estudios Hispánicos Aplicados en la de Heilbronn. Su comisaria Waber-Tejedor (de padre alemán y madre gallega) ha protagonizado una saga de éxito pronto traducida al alemán. La que, de momento, es última entrega (Si no, lo matamos) ha aparecido aquí en 2016 editada por Grijalbo. En colaboración con Sabine Hofmann (Bochum, 1964) Rosa Ribas crea a la reportera Ana Martí. Protagonista de casos a resolver en aquella España de los años cincuenta, esta negrísima trilogía arranca en 2007 con Don de lenguas y la cierra Azul marino. Escritas en alemán, las investigaciones de Ana Martí han sido traducidas, aparte de al español (las ha editado Siruela), al italiano, inglés, francés y japonés. Siguiendo en la órbita del género negro esta autora viene de crear a los Hernández, una familia de detectives de Sant Andreu dedicada a investigaciones de todo tipo. El primer título de esta nueva trilogía (así lo tiene previsto la autora) es Un asunto demasiado familiar, publicado por Tusquets en 2019. Desde 2017 Rosa Ribas es columnista habitual de la sección de Opinión de El Periódico.
ROSA NOS HABLA DE EL PRAT DE LLOBREGAT Y SANT ANDREU:
En realidad, no soy de barrio, soy de la periferia. Concretamente de la periferia de Barcelona, del cinturón. Nací y me crie a unos diez kilómetros de la capital, en El Prat de Llobregat, una pequeña ciudad en el delta del Llobregat, que mis abuelos paternos y mis padres recordaban agrícola y yo ya conocí como una ciudad industrial. La cercanía del río propició que se establecieran allí fábricas de todo tipo, químicas, textiles, papeleras e incluso una cervecera, la Damm. La suma de los olores de todas estas fábricas producía un hedor permanente que únicamente percibía cuando pasaba un tiempo fuera, lo que tan solo sucedía en verano, cuando la familia se trasladaba al pueblo de mi abuelo materno, Vistabella del Maestrazgo, en el interior de Castellón.
Allí, a unos 1.200 metros sobre el nivel del mar, el aire estaba tan limpio que los primeros días te dolían los pulmones. Y te volvían a doler cuando regresabas al Prat, altitud: a 8 metros (en algunas zonas incluso por debajo del nivel del mar) y te sumergías en esa sopa apestosa de gases industriales a la que había que sumar los aviones del aeropuerto.
Sí, porque el Prat era conocido entonces porque ahí estaba (y está) el aeropuerto de Barcelona. Aunque a veces parecía que hubiera dos. Si llegaba un famoso, lo hacía al aeropuerto de Barcelona; si pillaban un alijo de droga, eso pasaba en el aeropuerto del Prat. Porque por eso, además de las alcachofas, los pollos de patas azueles y los melones, era famoso también mi pueblo, por las drogas.
En la época dura de la heroína se decía que allí, concretamente en el barrio de San Cosme, estaba el supermercado de la droga del sur de Barcelona. Fueron los tiempos de las bandas de quinquis, de los atracos por la calle, de llevar siempre algo de dinero encima cuando ibas a clase porque, si te atracaban y no les dabas nada, te pegaban.
Sin embargo, cuando pienso en aspectos de mi lugar de origen que tengan repercusión en mis novelas, me doy cuenta de que eso, los quinquis y el miedo a los quinquis, era algo que algo que te pasaba pero que no eras tú.
No, lo que me ha parecido más esencial, era que, a pesar de tener más de sesenta mil habitantes, el Prat era un pueblo. ¿En qué sentido? En el de que todo el mundo se conoce, todo el mundo sabe cosas de los demás. Es un lugar en el que se coincide en los comercios y se habla, en los bares la gente se conoce y en el que los entierros son de pasar lista. Y eso era lo que yo quería como escenario de Un asunto demasiado familiar.
¿Por qué la novela no transcurre en el Prat? ¿Por qué elegí un barrio de Barcelona? Porque ya hice la experiencia de escribir algo que pasaba allí, en concreto uno de los casos de mi novela La detective miope, y me di cuenta de que se leía «en clave», que cuando escribes de un lugar que pocas veces ha sido escenario de una obra de ficción, nadie se cree que lo que cuentas sea ficción. Me lo confirmó una llamada de mi hermana, que vive en el Prat, que me contaba, muerta de risa, que había gente que especulaba sobre si el personaje del director de una sucursal bancaria que cree que su padre tal vez era negro se correspondía con el del Santander o de La Caixa de la Avenida de Montserrat. Así que el Prat, mejor que no.
De modo que elegí el barrio de Barcelona que más conserva su carácter de antiguo pueblo, Sant Andreu. Un barrio que, como el Prat, fue un pueblo que creció muy deprisa en los sesenta y setenta y por eso, como en el Prat, sigue habiendo gente que se dice y considera «de toda la vida», en oposición a los que llegaron entonces o lo hacen ahora. Un lugar que, como el Prat, también tiene sus zonas conflictivas. Un barrio-pueblo con suficiente entidad propia y a la suficiente distancia del centro de la ciudad para que también pudiera volcar en él ese sentimiento tan arraigado de estar en la periferia, que tanto nos marca a los que venimos del cinturón. Un barrio donde un detective como Mateo Hernández pueda sacar partido del hecho de que lo sabe todo sobre todo el mundo. Un barrio que es un microcosmos completo, en el que reflejar todo tipo de dramas y conflictos humanos. Eso es lo que encontré en Sant Andreu.
Para terminar y para que nadie se lleve una idea equivocada, actualmente el Prat es famoso por las alcachofas, los pollos de patas azules y los melones.
PACO GÓMEZ ESCRIBANO
Este ingeniero técnico industrial de Electrónica combina la enseñanza con la escritura de novela negra. Ejerce la docencia en un centro de Formación Profesional de Madrid, su ciudad natal. Como novelista debuta en 2011 con El círculo alquímico, que giraba en torno a la restauración de un fresco de la catedral de Toledo. En 2012 publicó Al otro lado una novela con un manuscrito medieval como punto de arranque. Con Yonqui (2014) da por iniciada su interesantísima serie sobre el barrio de Canillejas, fecunda saga que llega hasta nuestros días con la reciente publicación de su sexta entrega, 5 jotas. En 2019 ha aparecido su primer poemario, Versografía maldita. La música es otra de las pasiones de Paco: es el batería y hace los coros en el grupo Ochentacos, además de tocar la guitarra y ser el cantante de Rock & Books.
PACO NOS HABLA DE CANILLEJAS:
Canillejas es mi barrio y está situado al este de Madrid, justo al final de la calle Alcalá, que desemboca en la carretera de Barcelona (N-3). Fue municipio, como tantos otros barrios periféricos de la metrópoli (Vicálvaro, Carabanchel, Vallecas, Hortaleza, Fuencarral, Villaverde…), hasta 1950. En ese momento y por obligación ante el régimen franquista se integró en Madrid como consecuencia de las migraciones del desarrollismo franquista. Fue un pueblo muy próspero, con agricultura, ganadería, alguna fábrica y hasta tres títulos nobiliarios.
Este es el contexto geográfico y social de mis novelas en donde sitúo a mis personajes. Pese a ser un escenario muy concreto, al especificar su nombre y situación, estos personajes padecen y tienen sentimientos universales. Son perdedores que sufren angustia, desesperanza y una amargura propia de la vida que les ha tocado vivir.
Estos barrios han sido muy maltratados. Construyeron los pisos antes que las aceras. Recuerdo raspar los zapatos por el barro. Y había bares y bodegas mucho antes que bibliotecas o consultorios médicos. Después vino la heroína y los escuadrones de yonquis zombis caminando hacia los poblados para pillar su dosis de caballo con el dinero conseguido de la venta de un radio casete robado o las joyas robadas a las abuelas; y las ratas mordisqueando las piernas y los brazos de los pobres yonquis que sufrían un jamacuco después del chute. Después llegaron las muertes de miles de jóvenes como recompensa para unos padres que habían venido desde lejos con una mano delante y otra detrás para deslomarse a trabajar por cuatro duros.
El contexto para hacer novela negra es inmejorable, aunque hubiera preferido no hacerla y que el barrio hubiera sido otro. El caso es que las cosas son como son.
El barrio ha ido mejorando, pero cuando estaba empezando a levantar cabeza vino la crisis del 2008, y las crisis en los barrios son más crisis. Al menos ya había luz, Metro, autobuses y servicios. Justo cuando empezábamos a salir de las consecuencias de la crisis ha venido la pandemia, y en los barrios las pandemias son más pandemias. El barrio ha cambiado, sí, generalmente para bien. Aunque no deja de asombrarme que haya habido caceroladas con himnos de España por las terrazas de ultraderechistas, algo tan extraño como un pingüino en el desierto. Pero ya se sabe, los fachas en los barrios son más fachas, incomprensiblemente.
Una vez me preguntaron en Getafe Negro que por qué la novela negra no pasaba de moda. La respuesta es obvia: siempre habrá ricos y pobres y eso genera conflictos; en cada época hay escritores que se dan cuenta de ello y lo plasman en novelas.
Cuando decidí escribir novela negra medité mucho sobre la temática. Pensé en detectives, en policías e incluso en ladrones de cuello blanco. Paseé mucho por el barrio recordando muchas cosas y reflexionando sobre cómo había ido cambiando todo. La figura del perdedor en literatura, del antihéroe, fue ganando espacio en mi cabeza. Y un día, de repente, me dije: «tío, pero si lo tienes delante».
Así que empecé a inventarme historias del barrio protagonizadas por personajes inventados del barrio. Mezclé realidad con ficción y salieron mis novelas, procurando emplear un lenguaje duro, como el barrio, con la técnica de las viejas novelas de los maestros americanos del harboiled y tomando también prestadas algunas situaciones de las novelas del realismo sucio.
Y esta es mi historia con mis novelas y el barrio. Mi «zona de confort», como dicen los modernos, aunque de confort nada. Me cuesta un huevo escribir cada novela. Me dejo la piel.
JON ARRETXE
Nacido en Basauri, en 1963, es doctor en Filología Vasca, licenciado en Educación Física y ha completado, en los conservatorios de Bilbao y Vitoria, sus estudios de piano y canto. Este polifacético autor tiene la creación literaria por oficio, y además canta, siendo integrante de los coros de ópera de Bilbao y Pamplona. Desde la publicación de su primera obra, en 1991, su producción combina principalmente la literatura de viaje (7 Colores, El sur de la memoria) con la novela negra. A este género pertenecía ya Sueños de Tánger, pero dentro de él debemos incluir, sobre todo, a la merecidamente alabada saga del peculiar detective Touré, un burkinés en situación irregular que ofrece sus servicios como vidente y trata de sobrevivir, como puede, en las duras calles del barrio de San Francisco. 19 cámaras (2012) fue la novela inaugural del ciclo, un ciclo que, con la reciente aparición de Desconfía, va ya por la séptima entrega. A veces Jon deja descansar al personaje que más fama (y lectores) le aporta y escribe novelas ambientadas en otros lugares, como La banda de Arruti (2018) que se desarrolla durante las fiestas de Basauri, en pleno agosto.
JON NOS HABLA DE SAN FRANCISCO:
A finales del siglo XIX, el humilde arrabal bilbaíno de San Francisco sufrió una gran transformación, cuando sus calles se inundaron de obreros llegados desde diferentes puntos de España, mano de obra para las colindantes minas de Miribilla. Fueron años de miseria. Estos trabajadores arrancaban el hierro de las minas en condiciones infrahumanas, malvivían en pisos compartidos, las llamadas «casas de goma», se turnaban para dormir en las «camas calientes», malgastaban gran parte de su sueldo en alcohol o en la prostitución presente en el barrio desde tiempos inmemoriales, y los que formaban familia veían cómo las enfermedades se llevaban a muchos de sus hijos a edades demasiado tempranas.
Las condiciones de vida fueron mejorando poco a poco durante el siglo XIX, y la larga calle que da nombre al barrio llegó a convertirse en una de las más elegantes de Bilbao, no suponiendo un obstáculo que en las vías adyacentes conocidas en su conjunto como «La Palanca», hubiera multitud de locales de alterne en los que predominaban el ambiente cabaretero, el juego, los espectáculos y la música en directo.
El segundo gran cambio llegó al barrio durante los años ochenta, con la aparición de la heroína y su efecto devastador. Los distinguidos comercios de la calle San Francisco cerraron sus puertas, y los clubs de La Palanca siguieron el mismo camino o se convirtieron en tristes antros, refugio de la prostitución más miserable. La mayoría de los vecinos con recursos huyeron a otras zonas de Bilbao, y los que no, tuvieron que aguantar la degradación del entorno y compartir espacio con los nuevos inmigrantes, llegados ahora de las zonas más desfavorecidas de todo el mundo. A estos también les tocó compartir espacio en las nuevas casas de goma, los pisos patera, y sobrevivir en un ambiente de marginación económica y social. La historia se repite.
Durante estos últimos años la situación ha vuelto a mejorar, aunque sigue habiendo marginación, y, a pesar de que la droga continúa presente, su incidencia en el paisaje urbano, en el día a día, se ha atenuado mucho. Ahora lo que muestran las calles de San Francisco es un hervidero multirracial y multicultural, donde cada colectivo, cada etnia, cada ideología ha sabido hacerse su propio espacio. En este barrio hay locales de ambiente muy diverso, ya sea abertzale, latino o hípster, y las teterías árabes conviven con las tascas clásicas a las que acuden los txikiteros bilbaínos de toda la vida. Además, los nuevos visitantes se verán sorprendidos por una variada oferta gastronómica que les dará la oportunidad de probar un cuscús delicioso o un sabroso kebab, de descubrir la cocina senegalesa, degustar especialidades de varios países sudamericanos…, y todo ello sin olvidar varios restaurantes alternativos, algún que otro clásico y hasta una estrella Michelín.
San Francisco, hábitat natural de multitud de sin papeles con el mismo perfil que el detective-vidente africano Touré, es un barrio único, un territorio con todo lo bueno y todo lo malo, con algunos evidentes puntos negros, pero con una vitalidad desbordante y un movimiento solidario y socio-cultural admirable, agrupado en torno a la Coordinadora, un conjunto de asociaciones con un objetivo en común: regenerar el barrio y socorrer a los más indefensos, sean sin techo, drogodependientes, prostitutas, mujeres maltratadas, inmigrantes sin recursos o refugiados.
A pesar de la admirable labor de estas asociaciones, sus planteamientos no suelen coincidir con los de las autoridades, para quienes resulta muy incómodo semejante agujero negro en pleno centro de un Bilbao cada vez más pulcro y turístico.
En las recepciones de los hoteles e incluso en información turística os aconsejarán evitar el barrio de San Francisco, pero yo os recomiendo todo lo contrario: venid a conocerlo, y venid rápido, antes de que culmine el proceso de gentrificación que ha echado a perder el encanto de tantos barrios singulares europeos, y que aquí también avanza a paso imparable.
MARC MORENO
Marc Moreno (Barcelona, 1977) es autor de media docena de novelas (varias publicadas en Los libros del delito –editorial que él dirige–), entre las que destaca la penúltima, Tiempo de ratas (Editorial Milenio, 2017), con la que merecidamente gana el VII premio Crímenes de Tinta que concede RBA. En 2019 ha publicado su última novela, Escapismo, con la editorial madrileña Grupo Tierra Trivium. También ambientada en la Verneda, hay quien ha querido ver en Escapismo una continuación de Tiempo de ratas, algo favorecido porque ambas novelas comparten algún personaje. A sus actividades editora y escritora Marc Moreno une la labor periodística (sus artículos pueden leerse en La Vanguardia y en la revista Lonely Planet) y ser comisario del festival de literatura y cine negro Vilassar de Noir.
MARC NOS HABLA DE LA VERNEDA:
Podría ponerme profundo y soltar grandes parrafadas sobre el barrio en el que ubico mis novelas negras –negras, eh, nada de policías–, pero no sé si sería capaz de alargarme con detalladas descripciones sobre la Verneda. Principalmente porque lo mío, y creo que tampoco lo del género negro, no son las explicaciones milimétricas de unas calles o unos parques llenos de vida pero faltos de esperanza. Prefiero que el lector capte esa esencia de barrio al otro lado de la frontera imaginaria que lo separa de la gran ciudad que se levanta tan solo unos cientos de metros más allá. Porque yo no acostumbro a describir las calles o los parques de la Verneda, me limito a explicar la vida en esas calles y parques donde la desilusión degrada una realidad que no es amable, pero que pide a gritos ser explicada.
Quizá el lector se podría hacer una idea de cómo es la Verneda si buscara en mis novelas, como si fuera un matemático, las palabras calculadas para explicar la fotografía de ese barrio asqueado por el paro y el fracaso escolar, por las familias desestructuradas y por la presencia de la droga. Pero se quedaría en la mera apariencia. El lector se arrastraría por una simple descripción física sin validez y no captaría lo que esas calles esconden más allá del primer vistazo. Lo que cada rincón calla, que es al fin y al cabo lo que a mí me interesa de la Verneda.
Lo que al escritor de novela negra le debería interesar de todas las vernedas que existen en cualquier ciudad de este país.
Porque la novela negra es áspera, como las calles de ese barrio que me acompaña en mis novelas pero que yo me niego a describir. O que describo sin demasiada aspiración de exhaustividad, porque como he dicho antes, lo que nos atrae de este tipo de lugares no es su estética ni nada de lo que se pueda detectar a simple vista. A mí, lo que me seduce de esta periferia barcelonesa, como de la madrileña y la bilbaína de mis compañeros Paco Gómez Escribano y Jon Arretxe, es lo que ninguno de nosotros puede describir pero sí que somos capaces de transmitir: su atmósfera y su vida.
Nunca he pretendido hacer una radiografía física de la Verneda en mis novelas, por eso las descripciones que utilizo apenas son pinceladas para situar al lector en un espacio. Y es que estoy seguro de que cualquiera que haya pisado la Verneda de su ciudad será capaz de hacerse una imagen rápida de cómo es la Verneda de la mía. Sin embargo, pese a no tener alma de radiólogo siempre aspiro a observar con detenimiento y atención qué hay en el interior de ese barrio que tanto me atrae. En lo que no se ve a primera vista. Aquello que necesita de una visión de rayos x para descifrar lo que el barrio nos esconde como si fuera un secreto a voces que tanta gente se apremia por enmudecer, incluso a fuerza de taparse los oídos.
Podría describir cómo es la Verneda, pero no lo haré porque el lector conoce perfectamente cómo es esta y todas las vernedas del mundo. Y estoy seguro que tampoco dará saltos de alegría ante la expectativa de volver a leer la misma descripción una y otra vez, tan solo cambiando el nombre. Prefiero explicar cómo late el corazón de este barrio, qué lo para o lo acelera, qué lo maltrata o lo mima, si es que alguien lo hace. Lo único que quiero es ver qué hay al otro lado de esa frontera imaginaria que la separa de Barcelona.
No os perdáis la segunda parte donde entrevistaremos a los distintos autores que aparecen en este artículo.
©Artículo: Manu López Marañon, 2021.
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