NOCHE CON UNA REINA de Juan Pablo Goñi

Noche con una reina

Juan Pablo Goñi Capurro

 

Brucco entró al bar y se topó con una escultura viviente; no una estatua viviente, una escultura que fumigaba de feromonas el espacio, una mujer de las que sólo habitan las pantallas del cine. Antes que ella se volviera supo que estaba ante Adriana Valicenti, la única belleza que todos los efectivos de la policía preferían rehuir. Hija de un comisario de la vecina ciudad de Azul, manejaba como pocos las intrigas y tenía acceso a la jefatura regional tanto como a los tribunales de alzada. Al inspector se le perdió la noche; apenas lo detectó, la joven lo llevó a la barra por unas cervezas.

—¿Cómo esperan la visita del gobernador?, ¿qué zona te tocó?

Las jerarquías no valían para ella, había crecido rodeada de jefes. El tano Brucco respondió con parquedad que no participaba del operativo, estaba de franco. La visita no le interesaba, en cambio lo intrigaba la soledad de la piba. Por lejos era la más atractiva del bar, se encargaba de resaltarlo con una minifalda brevísima y un top con el escote más deseable del universo y allí estaba junto a él, feliz de hallar con quién hablar.

—Yo voy a estar en la escolta que lo va a buscar al aeropuerto, me toca estar pegada durante todo el día a él.

Lógico, el jefe distrital quería lucirse. Brucco nombró —mentalmente— otras integrantes de la escolta más personal del visitante vip. Martina Palmieri, infaltable para contrastar con la rubia azuleña. La otra morocha vivaracha, Pilar Baigorria, no faltaría, y seguro que habían sumado a la teniente Zimmermann, sacándola del escritorio al que parecía atornillada.

Brucco bebió cerveza negra, su compañía motivó miradas de soslayo. Ácidas las femeninas; signos de incredulidad y de envidia en los varones cuando pasaban los ojos por él tras empacharse de piernas bronceadas. Adriana detalló el periplo del visitante ilustre, ignoró el aburrimiento del compañero.

—¿De verdad el turco Pérez está intentando pasarse al grupo de comandos?

¿De dónde sacaba las informaciones?, ¿el turco, comando?, ¿había enloquecido?

—Ni enterado.

—Poca comunicación con los colegas. Pero… ¿No está un poco mayor?

Pérez tenía treinta y ocho, Brucco treinta y nueve. Aunque la piba tenía razón, no le gustó la referencia.

—No sé, Valicenti.

—No estamos en la comisaría, acá podés llamarme Adriana.

¿Coqueteaba con él? Imposible, estaba muy curtido para caer; jugaba con él, que no era lo mismo. Ahí estaba la causa del vacío que le hacían los pibes de la dotación, muchos habrían caído en sus artimañas para salir mal parados, quizá hasta con un proceso abierto en su contra.

—Como quieras. ¿No es tarde, si mañana estás en la comitiva?

—Imposible dormir esta noche, tano. La responsabilidad de cuidar al gobernador es muy grande.

Seguro, las células terroristas de Olavarría despertarían con ganas de hacer un atentado. El humor del inspector se agrió al descubrir en una mesa cercana al patio a la mujer que había venido a buscar. Por las charlas en la panadería, sabía que estaría en el bar esa noche; sonreía con las amigas, pero no se olvidaba cada tanto de lanzar una mirada furibunda al policía. Maldita pendeja que no sabía ubicarse, si no fuera hija de comisario la hubiera echado. En cambio, le ofreció una segunda cerveza; la rubia aceptó de primera.

—La verdad es que de la brigada sé muy poco, ustedes medio que se esconden del resto, son casi un cuerpo de elite.

El tano dejó de beber. De reojo capturó muecas de desagrado en la mujer de pelo castaño que se había arreglado muy bien esa noche, tal vez pensando que estaría con un inspector de la policía. Y el citado inspector debía darle coba a una nena bien conectada.

—Puede decirse que… tenemos otra concentración, nada más.

—Yo digo, si Pérez se va a los comandos, va a quedar un lugar libre…

Menos mal que había tomado la precaución de no beber en previsión de un golpe de la rubia, o la hubiera bañado al escupir la cerveza.

—Te lo digo a vos porque me inspirás confianza y sos un poco el jefe. Pienso pedir el pase si se da la baja.

¿Cómo una posible encamada con una mujer interesante se convirtió de golpe en la peor de las noches?, se preguntó el tano. Ahora sí bebió, necesitaba generar una pausa. Se había perfumado, además de estrenar camisa y pantalón, ¿qué necesidad de recibir tamaño chubasco?

—No soy el jefe, si te escucha el comisario Tomicci…

—Con Diego no hay problema, es muy amigo de papá, van a visitarlo al menos una vez por mes con Pamela.

Diego; para él era el comisario, para ella era Diego. Las jerarquías serían borradas; menos mal que tenía una garantía de que esa chica no ingresaría a la brigada, el turco Pérez nunca pasaría un examen para comando.

—Qué bueno que estemos hablando y nos vayamos conociendo, me gusta. Espero encontrar mejor clima que en la comisaría.

La piba lo daba por hecho, ¿el turco se había vuelto loco? Una broma a esa piba era impensada, nadie se atrevería. Aunque, quizá, la broma era para otro, esta había escuchado y se había creído que era cierto.

—¿No te gusta el ambiente de la comisaría?

Lo dijo por decir algo, veía que la chica no se movería de su lado y que la panadera se levantaba de la mesa dedicándole una última mirada asesina.

—Me tienen envidia. Me doy cuenta, no me hablan, no son como vos, así, cómplices.

Lo que le faltaba, que la Valicenti desparramara por la comisaría que era cómplice suya. Tanto que lo querían por su carácter, hasta sus más incondicionales dejarían de tratarlo. ¿Cómo corregir esa impresión sin ponérsela de punto? La rubia alzó su copa.

—Por eso me van a venir bien los nuevos aires. ¡Chin, chin!

Quedaba poco de las pintas, pero igual chocaron los vasos. El tano tenía el teléfono de la piba de la panadería, ¿lo atendería si le enviaba un mensaje? Primero, salir de allí.

—Un placer, Adriana. Pero me temo que no doy más, mañana libro, pero hoy quedé fusilado.

—¿Me llevás, ya que estás?

¿Cómo decirle que no? Se espantaría al ver los envoltorios tirados en el piso del auto; mejor, así no repetían la experiencia. Aguardó que se acomodara la cartera y salió con ella. Era la primera vez que abandonaba un local en compañía de una reina y su semblante informaba que iba camino a una cámara de torturas.

Le abrió la puerta, galante. Ella sacó papeles, dos bolsas plásticas y cuatro latas vacías; las arrojó a la calle, ni dedicó una mirada al sitio donde cayeron. Brucco se puso al volante. Le pidió la dirección. Vivía en la calle Balcarce, cerca.

—Me voy a poner a mirar una serie, capaz que así se me cierran los ojos.

Hablaba mucho, no había notado antes esa particularidad. ¿Pretendía hacerse la simpática?

—¿Te gustan las series?

¿Lo estaba invitando a la casa? La falda alzada casi mostraba la bombacha, le puso una delicada mano en el muslo cuando le hizo la pregunta; el tano se enfrió más en lugar de calentarse. Le vino una necesidad imperiosa de huir, rogó que apareciera un milagro que le permitiera escapar de esa trampa. Por una vez, sus oraciones fueron oídas.

Delante de ellos, en el puente de la avenida Del Valle, arrancó un Bora azul. De inmediato una mujer bajó a la calzada y abrió los brazos. El tano frenó, la mujer corrió hacia la ventanilla.

—¡Me asaltó, me robó el auto!

—¡Vamos! —gritó la rubia y llevó la mano a la cartera.

El tano arrancó sin pensarlo, aceleró al pasar los cambios. Las luces traseras del otro coche estaban cerca. Cuando volvió la vista, no lo atrajeron los muslos sino la pistola que la Valicenti tenía en las manos, amartillada.

—Dobló en la Rivadavia, dale que lo tenemos.

El semáforo estaba en rojo, pero el inspector giró igual. La Valicenti encontró la radio, dio parte de la persecución y descubrió con exactitud el automóvil que seguían, incluso dio la patente. El tano se preguntó cuándo la había mirado. El Bora iba más lento, se le acercaron antes de llegar a la siguiente avenida. La Valicenti hizo señas, logró ponerse a la par. Ventanilla baja, la chica sacó la pistola.

—¡Frená o te quemo, hijo de puta!

El tano vio el rostro atribulado del conductor.

—Cuidado, debe estar armado.

—Yo también, y lo tengo apuntado —respondió su compañera sin atisbo de miedo alguno.

El tipo dudó, más al final detuvo el coche cerca de la esquina. El tano cruzó el suyo por delante; de un brinco la rubia estuvo sobre el pavimento apuntando al ladrón. Ojos calculadores, el tipo miró hacia el asiento de la derecha, donde Brucco supuso que tendría el arma. Valicenti se acercó más, puso la pistola contra el vidrio. Retrocedió en sincronización perfecta con la apertura de la puerta.

—Date vuelta, las manos contra el auto.

El tano puteó, tendrían que hacer un parte por la detención, a la mierda con el llamado a la panadera. Lo que le faltaba, una rubia acomodada que se creía la versión femenina de Harry el Sucio. Pronto las luces de dos patrulleras le dieron en los ojos. A todo esto, la rubia tenía las manos del chorro sujetas con precinto, a las espaldas; ¿salía de bares con el kit completo? Brucco no conocía al detenido, no era de los habituales; por lo visto, la rubia tampoco. Lo hizo apoyar contra el Bora y le puso la pistola casi en la cara. El tipo movió la cabeza para esquivarla.

—Tan valiente te creés, lástima que no sacases, te hubiera cocido a balazos.

No tuvo respuestas. Bajaron cuatro efectivos. La Valicenti pidió que avisaran que la mujer robada estaba en el puente Lucio Florinda; conocía más los nombres de la geografía de la ciudad que Brucco, que vivió siempre en la ciudad. Un efectivo retrocedió corriendo para dar el mensaje al comando.

Uno de los varones era Dichara, él llevó al detenido a un patrullero. Caminó de costado para no perderse el show de las gambas de la heroína de la noche; el asco que Brucco sentía hacia él se incrementó. Valicenti hizo ver a Brucco el revólver en el asiento del acompañante.

—Robo agravado por uso de armas de fuego, a este le va a tocar un buen rato —señaló satisfecha la azuleña.

El tano pensó en el rato que les tocaría a ellos llenando partes y cumpliendo otras diligencias. La rubia debió notarlo. Guardó el arma en la cartera. Al ver a otro uniformado embobado, se bajó la falda. El policía dio vuelta la cara, rojo de vergüenza.

—Tano, no es necesario que te quedes, yo lleno todo y cuando estés de turno, pasás y firmás.

Los tres agentes que rondaban el Bora expresaron sorpresa por el trato que recibía el inspector. El tano imaginó las mismas reacciones en toda la comisaría; mejor, aprovechar la oferta.

—Gracias.

Calló cuando iba a decir Adriana, demasiado atentos estaban los demás.

—De nada, ¿viste qué bien trabajamos juntos? Después me devolvés el favor, en la brigada.

El tano caminó cuidando que no se viera que cruzaba los dedos haciendo cuernitos. Estaba loca si creía que de verdad el turco Pérez se iba a pasar a los comandos. Por la mañana lo llamaría para enterarse bien el porqué de esa bola que había hecho rodar. Al menos no se había involucrado en lo que fuera maquinara el colega, que se las arreglara solo con el deseo frustrado de la señorita Valicenti.

A todo esto, la rubia se reunió a los uniformados; gesticuló con amplitud, seguro describía la persecución. Persecución pedorra, si le hubieran preguntado al tano. Pero no le preguntaron ni dio tiempo a que lo hicieran; se subió al coche y partió. Acomodó la radio, apagó la frecuencia policial. La hora en los números rojos del tablero era definitiva; no podría llamar a Melisa, no podía recomponer esa noche perdida. Al menos, había terminado, se dijo. Y se equivocó.

Le sonó el celular cuando estacionaba. Mensaje de WhatsApp. Cepeda, uno de los más jóvenes de la brigada. ¿Qué carajo querría a la madrugada?

Perdoná la hora, tano, pero acaban de darme la confirmación extraoficial y quería decírtelo porque vos mañana no estás en el turno. Me paso a los comandos, ya aprobé todo.

El tano sacó el arma, como venía la noche no le hubiera extrañado tener un ladrón adentro de la casa.

 

©Relato: Juan Pablo Goñi, 2024.

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