‘No tendría que haberlo hecho’, relato de Yolanda Gil

Nuestra colaboradora Yolanda Gil Jaca nos trae su relato premiado, por título ‘No tendría que haberlo hecho’

NO TENDRÍA QUE HABERLO HECHO

No tendría que haberlo hecho, pero lo hice. Volvía de la enésima entrevista de trabajo, salí contenta y todo. Aquel tipo de Recursos Humanos parecía simpático y cuando me dijo:

—Ya te llamaremos.

Pensé que lo decía en serio. Pero después cogí el coche y a medida que me iba alejando del polígono me fui dando cuenta de que no, que eso se lo decía a todos y que, como siempre, no me llamarían. ¿Qué posibilidades tenía una mujer de cuarenta años, separada, con dos niñas pequeñas de encontrar trabajo? Llevaba ya dos años en el paro y parecía que todavía sería alguno más.

Cuando salí caía una lluvia fina y hacía un frío que pelaba. Tanto que me puse los guantes y el abrigo y ni me los quité en el coche, porque la calefacción hacía tiempo que se había estropeado y no había podido arreglarla. Unos minutos después, la lluvia se convirtió en un chaparrón que desafiaba los limpiaparabrisas de mi coche. Levanté el pie del pedal, que no conocía bien la carretera. Entonces me adelantó un cochazo a toda velocidad. Llevaba detrás pegada una estela de gotitas de agua que me ensució el cristal durante cuatro vayvenes de los limpias. Lo perdí de vista. No se veían más vehículos por aquella carretera que daba miedo con tantas curvas, todos iban por la autopista, demasiado cara para mí, claro.

Unas curvas más allá volví a ver el cochazo, estampado contra el muro de contención. ¡Vaya susto, madre mía! Pasé por su lado poco a poco mirando  y paré. Bajé con el chaleco reflectante y el móvil, bajo la lluvia, y me acerqué. Tenía el capó chafado; el cristal, reventado en mil pedazos pero sin romperse y el air-bag estaba desinflado sobre el volante. Dentro, sólo una mujer. No se movía ni decía nada. Tenía la cabeza apoyada en el reposacabezas y los ojos cerrados. Abrí la puerta y apagué el motor. Antes de llamar al ciento doce comprobé el pulso, como hacen en las películas, poniendo los dedos en su cuello. No me pareció notar ningún latido, estaba muerta, seguro. Marqué el uno y el uno. Entonces me fijé en que de la oreja le salía un hilo de sangre. De la oreja. Y de la oreja le colgaba un pendiente de oro y diamantes. O eso me pareció, porque de joyas no es que entienda mucho. Entonces quise marcar el dos, pero mis ojos no querían dejar de mirar aquel pendiente tan bonito. Respiré profundamente, miré a derecha e izquierda. Ningún vehículo. Sólo el rumor de la lluvia que caía sobre las hojas de los árboles caídas al suelo y sobre la carrocería del cochazo. Puse el móvil en el bolsillo.

—Señora —le dije y le toqué el hombro—. Señora, ¿me oye?

Nada. Me miré la mano con la que le había tocado el hombre. Llevaba el guante. Una descarga me recorrió el cuerpo, de abajo arriba, y mi corazón empezó a galopar. Mi cerebro calculaba cuánto podía costar aquel pendiente. Volví a mirar a derecha e izquierda. La boca se me secó. Y no me lo pensé más, le quité el pendiente de la oreja izquierda y después, tanteando, el de la derecha. Me los eché al bolsillo. En la mano derecha llevaba un anillo con una piedra roja gigante. También lo cogí- Y la alianza. En el reñoj ponía “Rolex” y también me lo llevé. En el cuello llevaba un collar dorado y, como no quería moverle la cabeza, empecé a girarlo poco a poco para que el cierre me quedara al alcance. Y aunque lo hice con mucho cuidado, de repente, la mujer dejó escapar un suspiro y una especie de gemido. Me costó Dios y ayuda quitarle el dichoso collar, porque me temblaban los dedos y con los guantes no acertaba. Ella se quejaba pero los ojos no podía abrirlos.

—Tranquilla, no pasa nada —le dije.

Vaya idiotez, ¿no? Con los bolsillos llenos de joyas, cerré la puerta del cochazo. Miré otra vez a derecha e izquierda y corrí hacia mi coche. Salí de allí a toda prisa. Ni miré hacia atrás por el retrovisor. Ya no sentía frío, y eso que estaba empapada por la lluvia. Si aquella mujer tenía ese cochazo y llevaba esas joyas, seguramente tenía más. Sólo deseé que pasara alguno y le echara la mano que yo no había podido darle.

En lugar de ir a casa, me fui a la ciudad de al lado. Busqué una tienda de esas a las que puedes llevar tus cosas para venderlas y nadie te pide explicaciones.

Ahora sigo en paro. Pero aquella mujer subvencionó nuestra alimentación durante dos meses.

Texto: © Yolanda Gil Jaca, 2018, con el que obtuvo el Segundo Premio en el XV Concurso Literario «Relats de Dones»,  organizado por el Servei d’Informació i Atenció a les Dones y el Consell Municipal de les Dones del Ayuntamiento de Tarragona.

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