NO HAY ÁNGELES EN EL INFIERNO por Txema Arinas

 

Irina coge fuerte de la mano a Valentina tras recordarle por enésima vez que no puede llevar nada encima, que ha de dejar atrás las cuatro cosas que hasta ese momento han sido su único y exiguo patrimonio en el infierno. Durante la huida, mejor ligeras de equipaje. Y sobre todo, ya no tanto de los cuatro trapitos a los que Vale asegura haberles cogido cariño por ser lo único que todavía le ataba a la idea de poseer algo propio por ridículo que fuera, como de cualquier otra absurda idea de fidelidad o compasión hacia las que se quedan. Sin egoísmo no hay libertad, le repetía Irina en las últimas semanas a todas horas: “si una de ellas se entera de lo que tenemos en mente, no lo dudes, tarde o temprano, y por lo que sea, se irá de la lengua donde Edmundo”. Edmundo, o más bien “Inmundo” que es más bien como se refieren a él, mitad en broma, mitad con apenas disimulado desprecio, los repartidores que acuden al Paradis a dejar su mercancía, es el proxeneta que las ha mantenido encerradas en un estado de verdadera esclavitud desde el día que Alexei, el compatriota que les pagó el pasaje para que entraran en España con visado de turistas, las dejó a su cargo nada más llegar al aeropuerto de Barajas desde su Ucrania natal.  Ellas creían que el empresario textil del que les había hablado Alexei en Kiek, el que las iba a contratar en su taller y para el que llevaban varios meses haciendo un curso de costura convencidas de que ese, al contrario de las licenciaturas de una en Ciencias Políticas de la Universidad de Kiev y la de magisterio de la otra en Dnipropetrovsk, sí las iba a ayudar a, si no a salir de pobres del todo, sí al menos a llevar una vida que no envidiaría a la de cualquier trabajador español y con la que hasta podrían permitirse el lujo de ahorrar una parte para mandar dinero a su familia en Ucrania. Al fin y al cabo, una vida y un trabajo en España, como en cualquier otro país de ese occidente de la Europa sobrealimentada y aburrida, era lo más parecido al paraíso en la otra vida que podían concebir en esta los naturales de esa otra Europa siempre a la deriva, cuando no ya una vez más en guerra como era el caso de su país. Y sí, aquel era el empresario para el que iban a trabajar en los próximos dos años, si bien que en una actividad por distinta a la de hilar la aguja y en condiciones contractuales simplemente inexistentes.

-Caminaremos a pie hasta el pueblo vecino para coger el autobús hasta Verín; no podemos arriesgarnos a que nos vea nadie de Lixeira.

-¿Y por qué no vamos hasta el cuartelillo?

-Tiene comprados a todos los agentes. ¿O es que no los has visto tomando cubatas con él en el Paradis?

-¿Entonces?

-Entonces tenemos que llegar hasta Verín, que es un pueblo lo suficiente grande como para tener un cuartel de la Guardia Civil en condiciones.

Caminan tres cuartos de hora por el borde de la carretera comarcal que comunica la aldea de Lixeira con Vilamagoas, que es donde Irina comprobó con el Smartphone de un cliente que está la parada del autobús que recorre la nacional 525 hasta Verín. Ya en la parada Irina y Valentina aguardan junto a dos paisanas que las miran de reojo y farfullan entre ellas y por los bajines una letanía en gallego que a las ucranias se les hace incompresible, pero que a Irina en seguida le hace sospechar de que su escueto atuendo, esto es, la blusa con la que se pasan la mañana tiradas en la cama hasta que abre el club y que les asoma por debajo de la cazadora vaquera y el plumífero negro que robaron a los camareros que en ese momento estaban en el club, las delata junto la fisonomía de unos rasgos que sólo puede remitir a latitudes donde reina el frío y la gente habla una lengua enrevesada en la que las erres siempre suenan a amenaza o por el estilo. Irina y Valentina no pueden evitar la incomodidad de sentirse juzgadas por lo que son muy a su pesar. Entonces, y en un acto reflejo que no corresponde a la temperatura que hace en ese momento, ambas se abrochan hasta arriba las prendas con las que creen cubrir una vergüenza de la que solo en ese momento parecen haber sido conscientes. Por suerte en seguida llega en autobús e Irina no duda en subir la primera para pagar los billetes hasta Verín con el dinero que ha ahorrado desde hace meses de las propinas que suplicaba a sus clientes y que guarda en un sobre sujeto con el elástico de la braga. Ya al fondo del autobús y con esté en marcha, Irina se permite respirar aliviada ante lo que cree un paso decisivo, sin vuelta atrás, en la huida de ambas hacia la libertad. Observa a Vale con la mejilla pegada al cristal de la ventana y presiente que ella también comparte su alivio ya que, por lo menos, la muchacha, cinco años menos que Irina, por fin ha dejado de temblar y sollozar como un cordero de camino al matadero.  Antes de llegar a Verín el conductor detiene el autobús a pocos metros de donde se encuentra del cuartel de la Guardia Civil a la entrada del pueblo y por cuyo paradero le habían preguntado las dos muchachas suscitando en él no poca perplejidad. De hecho, el conductor se demora unos minutos antes de arrancar de nuevo viendo alejarse a las muchachas a la vez que se enfrenta a la tímida protesta por parte de alguno de sus pasajeros. Entonces, como quien espera que se confirmen sus peores sospechas de un momento a otro, reconoce a las dos muchachas corriendo hacia su autobús deshaciendo a la carrera el camino hasta el cuartel de la Guardia Civil.

-Rápido, subid –grita el conductor-. Dejo el pasaje en el centro del pueblo y luego os dejo en la frontera.

Irina y Valentina embarcan de nuevo el autobús de su inesperado benefactor sin poder adivinar las intenciones que pueden animar al conductor a ayudarlas en su fuga.

-¿Habéis reconocido al sargento, a que sí?  Seguro que lo habéis visto más de una vez en compañía del Inmundo. Todo el mundo sabe en la comarca que lo tiene a sueldo como protector.

-Sí, lo hemos reconocido del Paradis; pero, creíamos que era unos de los agentes del cuartelillo de Lixeira –confiesa Irina y con ello también confirma todas las sospechas del conductor.

-¿No sabéis reconocer un suboficial por el uniforme? –pregunta el conductor.

-Me temo que nos ha visto –interrumpe Valentina.

-Tranquilas, estaréis en Portugal antes de que pueda avisar al Inmundo.

Irina y Valentina vuelven a los asientos de atrás. A Irina le late el corazón con tanta fuerza o más que su compañera, solo que ella es capaz de disimular la angustia que la embarga sin exteriorizarla con gemidos o sollozos. De hecho, ha sido distinguir a la entrada del cuartel al picolo de la barriga prominente, y el mostacho otro tanto, que solía acudir una vez al mes al Paradis por la mañana para departir con el Edmundo, y darle un vuelco el corazón. Nunca lo confesará porque para algo ha asumido el papel de la fuerte en la pareja y sabe que de ello depende que Vale no se derrumbe del todo; pero, ha estado a punto de entregarse al sargento de marras. Durante unos instantes de segundo ha pensado que no había escapatoria, que allí se acababa todo, incluso que era de esperar teniendo en cuento que en aquel apartado rincón del mundo todo estaba en contra de ellas. Pero, siquiera por responder a ese papel de heroína que se había adjudicado, al final ha tenido el arranque de coger a su compañera del brazo para arrastrarla hasta la calle y una vez allí salir corriendo hacia el autobús que todavía no se había ido. Lo que no podía prever de ningún modo es que el autobús estuviera todavía allí esperándolas porque el conductor temía que pudiera ocurrir lo que ha ocurrido, que reconocieran de entre los agentes al suboficial al mando, ni más ni menos que el protector a sueldo del mayor proxeneta de la comarca. Por si fuera poco, Irina no acaba de creerse la suerte que de repente les ha salido al camino en plena huida. Estaba convencida de que en aquel, siquiera para ella y la mayoría de sus compañías de infortunio, recóndito rincón del mundo no había hombres buenos. Y no lo creía solo por individuos como Edmundo, el monstruo que las retenía bajo amenazas y alguna que otra paliza de vez en cuando para recordar quién estaba al mando y sobre todo de lo que era capaz a la menor contravención de sus normas por parte de ellas, ni siquiera por los clientes del Paradis, entre los que hay auténticas bestias que las tratan como meros trozos de carne para satisfacer sus necesidades de entrepiernas y acaso también alguna que otra perversión que jamás reconocerían en público, y también paisanos no especialmente desagradables o violentos, a algunos ella reconoce que hasta les ha cogido afecto, pero que acuden al club convencidos de que es lo que toca cuando la comezón de marras empieza a hacérseles insoportable como el que va al ambulatorio para que le traten una gripe o cualquier otra cosa por el estilo. En cualquier caso, hombres para los que ellas solo son un objeto, hombres para los que no existen como personas, da igual que sean los que las aplican palos cada vez que sugieren alguna queja o los que dentro de la habitación procuran tratarlas con cierta deferencia, pero para los que dejan de existir en cuanto abandonan dicha habitación. Por eso, por todo eso, Irina estaba sorprendida de haber encontrado lo más parecido al Ángel de la Guarda en la figura de aquel conductor de autobús de poco más de treinta y pocos años y todo el aspecto informal, desaliñado incluso, que para ello podía anunciar una coleta y el piercing en la oreja derecha.

-Ya estamos llegando. En cuanto lleguemos a Feces de Abaixo ya solo tenéis que cruzar la frontera para estar en Portugal.

Valentina se lanza al cuello del conductor al pie de la escalerilla de acceso al autobús para cubrirlo de besos sin reparar en las miradas de extrañeza o recelo que suscita entre los pasajeros alrededor. Irina apenas acierta a esbozar una sonrisa antes, la cual quisiera de infinita gratitud y que aun así se queda a mitad de una meramente protocolaria, y otra que quisiera expresar con apenas esbozarse todo lo que en ese momento le ronda por la cabeza. En realidad Irina todavía se resiste a aceptar que aquel hombre es el Ángel de la Guarda en el que nunca había creído y que aun y todo ha aparecido en el momento que más lo necesitaban. Sabe que no volverá a verlo, todo lo más cuando una vez cruzada la frontera gire la cabeza para localizarlo y poder así despedirse de verdad y ya definitivamente con un saludo que será todo lo efusivo que pueda para intentar compensar lo parca que ha sido con su agradecimiento en contraste con el de su compañera. Sin embargo, ya al otro lado del puente sobre el Rio Pequeno que separa España de Portugal, apenas tiene tiempo para darse la vuelta al comprobar que les están esperando dos agentes de la Guardia Nacional Republicana que, prácticamente a la fuerza y sin mediar media palabra, enseguida las introducen en un vehículo para llevarlas a un destino que a partir de ese momento vuelve a despertar en ellas todos los miedos de los que creían haberse desprendido hacía menos de unos minutos antes de cruzar la raya.

 

Relato: © Txema Arinas, 2019.

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