MALDITA SUERTE de Javier Holmes
—Les digo que yo no lo hice, ¡maldita sea! ¿Es qué no me van a creer?
La linterna del policía me enfocaba los ojos cegándome, aunque no lo suficiente como para no ver el cañón del arma que sostenía su compañero apuntando con su negro ojo en mi dirección.
—¡Venga hombre!, si tienes las manos ensangrentadas y las huellas de tus botas están por toda la habitación. ¡No me jodas!
Maldije mi suerte. Me encontraba de rodillas, esposado y al lado de un fiambre que aún no estaba tieso porque apenas llevaría muerto media hora. Me la habían jugado bien, no tenía escapatoria.
Dos días antes había entrado en mi despacho de Detective Privado, en la quinta planta de un cochambroso edificio cuyo arquitecto cuando lo proyectó olvidó el ascensor, una rubia de bote con sonrisa bobalicona y labios carmín. Dijo estar buscando a su antiguo amante y dijo también que ya lo había encontrado. Menuda paradoja, pensé. El caso es que me pagó mil pavos por seguirle, un trabajo fácil. No le tenía que perder de vista y todas las noches, a las diez en punto, la debía llamar y darle detalles de lo que había hecho el individuo. Iba a ser la pasta que más fácilmente hubiese ganado en mi larga vida como sabueso.
No firmamos papeles, no lo consideré necesario por aquello de escamotear impuestos. Además, la rubia parecía de fiar, quién sabe si cuando acabara el trabajito…. Así que cogí la pasta de manos de Sally, así dijo llamarse, y comencé a trabajar. El primer día transcurrió sin nada especial que reseñar. Salvo que le vi perder hasta la camisa en el hipódromo y más tarde, para celebrar la derrota supongo, se largó hasta un afamado prostíbulo en las afueras de Madrid por el lado noroeste. Pero eso no pareció importarle a mi clienta cuando se lo conté.
El segundo día le seguí con mi viejo Chrysler 180 del 76 dejando en el garaje mi, también viejo, Dodge 3700 con el que me había dejado ver el día anterior. Fui un estúpido al no sospechar nada de la encerrona que me habían preparado. Me tuvo todo el día de un lado para otro recorriendo pueblos; no sé qué maldito oficio tenía ese hombre, pero era incapaz de mantener el culo en un mismo sitio durante por lo menos una hora. Era tarde cuando le vi dejar la A6 y coger la carretera hacia Galapagar. Más tarde, en la rotonda, cogió la del Escorial. Ya oscurecía y le había seguido a una distancia prudente para no levantar sospechas. Nada más pasar el pantano de Valmayor, cogió un camino que lo bordeaba hasta llegar a una cabaña de madera adentrada en mitad de lo que parecía un bosque. No había luna, la única luz llegaba de un montón de estrellas desordenadas que contemplaban mi ingenuidad, probablemente partiéndose el culo de risa conocedoras de lo que estaba a punto de suceder. Le vi aparcar afuera del perímetro vallado con cerca de palos, le vi abrir la puerta de la cerca, le vi entrar en la cabaña y ya no le volví a ver, por lo menos vivo.
Salí apresurado cuando escuché el tiro, tronó demoledor en el silencio de la noche. Entré con mi Beretta 92 de 9 milímetros en la mano esperando encontrar allí al autor del disparo. Pero lo único que encontré fue al sujeto al que estaba siguiendo, flotando sobre el charco que había formado su propia sangre. En el ambiente se respiraba el olor acre de la pólvora recién disparada mezclado con el también acre olor de la sangre fresca. Pero también había otro olor que no me pasó desapercibido: el perfume de Sally, mi clienta. Ahí fue cuando empecé a sospechar. Aun así, toqué todo, como si de un novato se tratase. Toqué al muerto para registrarlo y, por si fuera poco, manché mis botas con la sangre escarlata del sujeto. La había cagado bien: el individuo resultó ser comisario de policía según rezaba en su documentación. Desde luego que en los dos días que le había estado siguiendo nada me indujo a sospechar su profesión. O estaba de vacaciones o trabajaba de incógnito. ¡Qué sé yo!
A pesar de estar más que curtido en lides de difícil resolución, esa a la que me tocaba enfrentarme a todas luces me superaba. Las gotas de sudor frío que resbalaron por mi frente lo corroboraban. Me vino a la cabeza en ese momento, mientras por caridad le cerraba los ojos al cadáver, que yo había visto ya la Derringuer 38 especial que estaba tirada a escasos metros de mí. Me la había enseñado en mi despacho la rubia que me contrató preguntándome qué opinaba de ella. Yo la había cogido para sentir el liviano peso del metal de cañón corto. Un arma de juguete, pero capar de matar como así se había evidenciado. Mis huellas, supuse, todavía estarían sobre la culata del arma. Las de ella no porque cuando me la entregó llevaba puestos unos coquetos guantes de piel marrón. Nuevamente maldije mi suerte, pero cuando más la maldije fue cuando escuché las sirenas de la policía aproximándose a una velocidad vertiginosa. Alguien que no había sido yo los había llamado.
—Cómo se lo tengo que decir agentes, una rubia me la ha jugado —insistí.
—Ya, eso dicen todos. ¿Pero te has visto el careto tío? ¿Qué rubia se va a acercar a ti? Te has cargado al comisario, ¡esto apesta!
—¡Soy detective joder! Estaba siguiendo a un fulano.
—¿Te refieres a este? —dijo el policía señalando al muerto.
Asentí sin decir nada.
—Eso se lo vas a contar al juez, pero con nosotros ni te molestes —añadió el otro.
—Y cierra la puta boca no sea que te vaya a meter la porra por el culo —apostilló el primero. Le creí capaz de hacerlo.
Bajé la cabeza. Estaba perdido. No tenía más prueba de mi inocencia que un contrato de encargo que no se había formalizado. Y no tenía más prueba de la culpabilidad de la mujer que me había contratado que el recuerdo en mi pituitaria de su perfume esparcido por la estancia cuando entré. Y eso no me iba a salvar. El juez se iba a partir de risa con esa mierda de argumento. Aventuré en mi interior que el que fuera a ser mi abogado defensor, no lo iba a tener nada fácil.
No acababa de entender lo que había pasado instantes antes de escuchar el disparo. No había más coches aparcados cuando yo llegué, no vi a nadie salir. ¿Quién había apretado el gatillo y dónde leches se había metido? ¡Bah!, la respuesta a la primera pregunta ya la sabía. No sé cómo me había podido fiar de ella. Soy un idiota, unas bonitas piernas, unos llamativos zapatos de tacón y piqué como un principiante.
Oí como otro coche aparcaba derrapando sobre la gravilla del camino, el circo estaba a punto de comenzar y los leones ya rodeaban completamente al cristiano preparados para devorarlo.
—¿Me secáis el sudor, muchachos? Quiero salir guapo en la foto —bromeé con los policías.
—Espera que te tengamos en el calabozo, allí te lo vamos a secar bien. No veas como tratamos a los asesinos de policías.
Un estremecimiento recorrió mi cuerpo al escucharlos decir eso. Pero lo peor vino cuando sentí que mi esfínter se había relajado totalmente y algo caliente resbalaba hacia abajo por mis piernas; fue al escuchar a mi espalda una voz que me era conocida. ¡No podía ser!
—Chicos, acabo de escuchar por la radio que se ha cometido un asesinato. Vivo en un chalé justo a cien metros de aquí, aunque he venido en coche para no perder tiempo. Decidme que tenéis al puto asesino. Quiero machacarlo con mis propias manos.
—Aquí lo tiene inspectora jefe, el asesino del comisario, esposado y a su disposición.
No podía ser. Otra vez el maldito perfume. Me giré y la vi. Maldita rubia, ¡cómo me la había jugado!
©Relato: Javier Holmes, 2020.
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