Los Viejos Tiempos – Hughman #17
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Juan Pablo Goñi.
El comisario Venturini, camisa abierta casi hasta el diafragma, resoplaba, abriendo la boca como si quisiera tomar aire del ventilador. Hughman se mantenía con una chomba azul y vaqueros, su estado físico le permitía sudar menos. Venturini se quejó por enésima vez por la falta de aire acondicionando en la comisaría de Güemes, en tanto repasaba las planillas entregadas por el inglés. Una semana tranquila, como casi todo el verano, en la costa del partido. El incidente más grave era la ola de calor instalada desde el jueves. A Hughman se le ocurrió destacar la falta de hechos graves en la quincena.
–No te confíes, las cosas no son como antes, ya vamos a tener líos grandes. Decí que estamos en un pueblo chico, las ciudades grandes están imposibles. Antes era otra cosa.
Mientras Venturini se explayaba, Hughman recordó sus primeras charlas con su sargento, en Londres. Al revés, el hombre minimizaba el presente; allí, “antes era mucho más complicado, ahora es todo tranquilo”. Se refería a los tiempos en que el IRA había estado en más alta actividad. Luego llegaron los atentados del 2005 y la tranquilidad desapareció; pero entonces Hughman era inspector y a él le tocaba dar esa charla.
–Ni nos respetan, inglés. Antes, el uniforme era el uniforme.
Antes, se refería a la época negra de su país de acogida, a los años de las torturas y las desapariciones, del terrorismo de estado. Venturini sería joven en esos tiempos, pero ya era policía, ¿habría participado de los nefastos grupos de tareas? De pronto el inglés se contagió el ahogo de su superior y comenzó a abanicarse con las planillas. Trató de escapar a las palabras que el otro vertía sin cuidado, mas era imposible huir del despacho y muchas le llegaron al cerebro. Respeto, tranquilidad, policías con manos libres sin derechos humanos que jodieran.
–¿Vos qué decís?
Celebró la oportunidad para cortar de cuajo la charla.
–Llegué hace cuatro años, desde que estoy anda todo más o menos igual. Antes, no vivía en Argentina.
–¡Qué lástima! Igual sos un pibe, no hubieras disfrutado de los buenos tiempos.
El inglés se puso de pie, dejó las planillas sobre el escritorio.
–¿Te tomás el fin de semana? Te corresponde.
Sí, claro, lo tomaría y se quedaría en Villa Azul, disfrutando del verano y explorando sus chances con la mujer del bar. Si sucedía algo en la villa, estaría allí. Al comisario se limitó a decirle que sí, le estrechó la mano y salió a la calle. Pocos árboles en la calle de la comisaría; Güemes no se caracterizaba por la vegetación de sus calles, ni siquiera en las zonas de los grandes chalets y la casas imponentes. La clase media los evitaba para que no les ocuparan la vereda con automóviles en busca de sombra; los propietarios de las mansiones, para que no estropearan la vista de sus frentes, la obscenidad de su dinero debía ser expuesta sin estorbos. Bajo el incesante calor, el inglés se metió en su Focus y encendió el aire. Planeaba llegar a su hotel y ponerse un short de baño para aprovechar las olas del atardecer.
Circuló por la avenida más amplia de la ciudad, la gente estaría en sus casas de veraneo en las villas balnearias, o en sus piletas de los patios traseros o donde fuera tuvieran aire acondicionado; su coche avanzaba solitario. Conectó la FM local. Música bailable, reguetón. La apagó. No había cargado música, mejor dicho, no había traído el pen drive consigo. Se acercó la calle que circundaba Güemes, giró para ir hacia la ruta que lo hospedaría por media hora. Una de las veredas estaba junto a un gran terreno poblado de árboles, cuyas ramas superaban el alambrado circundante. A la sombra, dos chicas de menos de veinte años. Al ver el Focus se pusieron de pie, casi saltando, metiéndose en la calzada. Tras ellas, dos mochilas. Hughman detuvo el coche. Iban a Villa Azul, claro que podía llevarlas.
A su lado se ubicó la más flaca, de piernas que parecían alambres, negras del sol que se toma sin control cuando se tienen menos de veinte años. Cara fina, cabello largo, atado tras la nuca para resistir el calor. Llevaba una remera larga, con una imagen del Indio Solari, mítico líder de los Redondos. Luego, las piernas, quizás shorts o quizás bikini. Sandalias. Le mostró su celular.
–¿Podemos poner los Redondos?
Claro que podían; rock cuadrado, elemental, con letras cuyo significado se le escapaban. La chica manipuló el celular y el aparato del coche, pronto escucharon rock argentino. Su acompañante, un tanto rolliza, musculosa y pantalones de payaso, hizo palmas. Tenía la cara colorada; por el motivo que fuera, pasaba menos tiempo al sol que su compañera. Las chicas preguntaron por el clima, por la playa de Villa Azul, por los lugares para pasarla bien.
–Villa Azul es chico, es para pasarla bien en plan playa, capaz que fogones en la arena, guitarras… No esperen discotecas.
–Ya no se usa discoteca, no seas antiguo. Boliche decí.
La bronceada dirigía el diálogo. Hughman conducía descansado, la ruta estaba libre y el sol a sus espaldas, sin molestarlo. Le vendría bien el toque de actualidad que aportaban sus acompañantes.
–Vinimos nosotras antes porque no trabajamos estos días. Nuestros amigos recién zafan el domingo. ¿Está bueno el camping?
–Vamos a decidir si nos quedamos acá o seguimos para otro lado –agregó la del asiento trasero. Se disponía a continuar cuando cambió la canción; no pudo resistir las ganas de cantar.
El camping estaba bueno, lo que no estaba tan bueno era la voz de la chica de atrás, con la cabeza metida entre ambos asientos. Exasperaba, el inglés piso más el acelerador sin pensarlo.
–Y decime, ¿se consigue fácil ahí?
¿Qué buscaban estas chicas? ¿Novios? La miró perplejo, por unos segundos. Volvió a la ruta.
–Hierba tenemos, un toco grande, quiero saber si se consigue algo más fuerte, ¿entendés?
–No, Lisa, no entiende, ¿no ves que es antiguo el pobre? –intervino la mofletuda–. Lisa quiere cocaína, marihuana tenemos de sobra, incluso para canjear.
¿Tan instalada estaba la idea de la corrupción policial para que dos chicas le vinieran a pedir droga a un inspector? La indignación cedió al recordar que ellas no conocían su profesión. La radio policial no era diferente a las de los coches de alquiler. Aun superado el enojo inicial, Hughman estaba en un brete, ¿debía trabar las puertas, girar el auto y llevarlas detenidas a Güemes? Lisa lo observaba; le sonrió, como si le causara gracia la expresión del inglés. Hughman se miró al espejo; y sí, se veía como un tonto.
–¿Sos virgen?
–¿Eh?
–¿Nunca te fumaste un porrito?
Las chicas se miraron entre sí, rieron y aplaudieron. La de atrás, que tenía las mochilas a su lado, empezó a buscar algo en un bolsillo. Con retraso, Hughman comprendió que se proponía liar un cigarrillo de marihuana.
–No se te ocurra sacar nada en este auto.
–No seas cagón, ojitos celestes, no va a pasar nada.
–¡A brillar mi amor, vamos a brillar mi amor! –cantó la de atrás, a coro con el Indio.
Hughman redujo la velocidad. Imprimió un tono severo a su voz.
–¡Te dije que no saques nada!
Lisa se replegó en su asiento, acercándose a la puerta cuanto pudo. La otra sacó las manos y las puso en alto.
–Perdón policía, ya tengo las manos arriba, ¿nos va a detener? –dijo desafiante.
–Es lo que debería hacer. Soy el inspector Hughman, policía a cargo del operativo sol en Villa de Carmen y Villa Azul.
El auto se detuvo en la banquina. Campo a la derecha, campo a la izquierda, campo al frente, campo atrás. Lisa perdió el color ganado en meses. Su amiga empezó a llorar, gritando “no quiero ir a la cárcel”. Hughman evaluó que si traían tanta marihuana como decían, podían incluso ser acusadas de narcotráfico. Tomó una resolución en segundos.
–Puedo llevarlas detenidas o…
Las chicas quedaron expectantes, en silencio. Al inglés le costaba hacer un ofrecimiento en contra de sus obligaciones; necesitó ver los rostros juveniles, imaginarlas en una prisión con mujeres de otros ámbitos y de otras costumbres, para completar su frase. En realidad, lo que lo decidió fue imaginar a Venturini diciéndole “te lo dije, ahora la juventud está perdida”.
–O agarran la marihuana, bajan del auto y la tiran en el campo. Llegan a Vila Azul, acampan esta noche y llaman a sus amigos avisándoles que van a otro balneario. Y mañana mismo se van.
–Nos cagaste las vacaciones –murmuró la morocha.
–Gracias, gracias –dijo su amiga, mientras sacaba de su mochila un paquete del tamaño de uno de medio kilo de yerba y bajaba del coche.
Ante la mirada de ambos, lo rompió y esparció el contenido sobre el alambrado. Lo sacudió para que el inglés viera que había quedado vacío y retornó. Lisa quitó su celular del equipo, terminaron el viaje en silencio. Las chicas, cabizbajas. Hughman tratando de convencerse de que había hecho bien, ¿acaso no estaba de franco? No se le cruzó que había conseguido una solución a la Argentina, tirar el problema a otro, a quien estuviera a cargo en el destino final del grupo.
© Texto. Juan Pablo Goñi – Todos los derechos reservados
© Publicacion. Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados
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