LOS VERDES CAMPOS por Txema Arinas
¿Cómo puede desaparecer una persona durante seis años sin tener noticias de ella y que al cabo de ese tiempo se encuentren sus restos dentro de un coche aparentemente accidentado en una hondonada a los pies del llamado Pico de la Monja o Mojaburu? Esa era la pregunta con la que el ertzaina Aitor Gómez Ugarte parecía haber alterado la plácida cotidianidad de los vecinos de la pequeña localidad ayalesa de Etxaurren.
—Mire, usted, ni puñetera idea.
Esa era la respuesta que el ertzaina Gómez Ugarte había obtenido del último lugareño al que había interrogado, en concreto en un caserío ya a las afueras del pueblo y tras haberlo hecho previa y prácticamente a cada uno de los vecinos que vivían en las poco más de una docena de casas que formaban el pequeño núcleo de Etxaurren.
—Eso viene a ser lo mismo que nos han contestado antes todos sus vecinos –el agente Gómez Ugarte hablaba en plural como si el rostro de infinito fastidio de su compañero de patrulla no reflejara a las claras que el motivo del interrogatorio era un empeño exclusivo del primero.
—¿Y qué más quieres que te diga este caballero si el resto ya te ha confirmado que nadie conoce ni vio nunca al finado? –el compañero de Aitor no puede evitar intervenir con el único propósito de dar por finalizada una pesquisa que iba a ser meramente protocolaria a las órdenes del superior inmediato de ambos, por si los aldeanos recordaban haber visto algo sospechoso seis meses antes.
—Hay algo que me escama y mucho —responde el agente Gómez Ugarte a su compañero ya dentro del patrullero que han aparcado a pocos metros de caserío aislado en medio de uno de los verdes campos que se extienden por doquier formando en su mayoría suaves lomas bajo la ladera del macizo calcáreo que a modo de muro defensivo, abrupto y tajante parece aislar el valle del resto del mundo.
—¿El qué, que nadie del pueblo sepa de un tipo que desapareció de su domicilio hace seis meses para despeñarse desde el alto de una sima por vete a saber qué motivo que ya se encargarán de dilucidar los de la Central? Probablemente ni pasó por el pueblo. De hecho no tenía por qué hacerlo, debió subir hasta la rasa que hay en lo alto de la sierra por la carretera por la que asciende todo el mundo antes de llegar a Etxaurren, sobre todo viniendo de Bilbao como venía él –explica el compañero de Aitor lo más convincentemente que puede con el único propósito de zanjar el asunto lo antes posible para poder volver a la comisaría y que sean otros, sin ir más lejos el subinspector al mano que les encargó bajar hasta Etxaurren a interrogar a los paisanos, los que se encarguen del asunto.
—¿No te ha mosqueado la poca sorpresa, yo diría que casi indiferencia, que han manifestado los paisanos cuando les hemos preguntado por la persona y el vehículo encontrado a los pies de la montaña que tienen a las espaldas?, eso y lo rápido y categóricos que han sido en casi todas las respuestas, todas del tipo: “Mire usted, ni puñetera idea”. Ni siquiera se tomaban la molestia de hacer memoria, casi como si tuvieran preparada la respuesta de antemano e incluso desde hacía ya tiempo.
—¿En serio, me lo estás diciendo en serio? —el compañero del agente Gómez Ugarte empieza ya a refunfuñar sin reparo alguno.
—Lo normal es primero manifestar perplejidad por el hallazgo y luego, si eso, compasión por el fallecido. Ni una cosa ni otra, como si quisieran quitarse el muerto de encima lo más rápido posible y nunca mejor dicho.
—¿De verdad me vas a decir que crees que han sido los del pueblo los que subieron al fallecido en su coche hasta la cima y que luego, una vez allí, lo despeñaron? —el compañero se remueve en su asiento del copiloto—. ¿Y se puede saber cuál sería el móvil del crimen?
—¿No te parece raro que nadie, sobre todo ningún vecino del pueblo de los que suben al monte a pastar ovejas o a buscar setas y que conocen cada rincón al dedillo, no viera nada raro en seis años?
—La hondonada donde hemos encontrado el coche era prácticamente inaccesible y el excursionista que dio la alarma dio con él prácticamente por casualidad, porque según él andaba perdido.
—¿Y quién podía saber que ese rincón de la montaña era prácticamente inaccesible sino alguien del pueblo?
—¿Pero qué móvil podía haber tenido nadie del pueblo para cagarse a un forastero? –el compañero de Aitor se descubre la gorra para intentar que le entre aire por la cocorota a ver si así ventila y consigue ahuyentar la sensación de sufrir un ictus de un momento a otro.
—Y yo qué sé, eso es lo que tendríamos que averiguar en cuanto sepamos quién era el fallecido y con qué motivo salió de su domicilio el día de su desaparición para dirigirse hasta la zona.
—Me parece muy bien. Pero que lo investigue si quiere el subinspector Urrutia que para algo es él quien se ocupa de estas cosas. Porque nosotros, te quiero recordar por si se te había olvidado, somos unos simples patrulleros.
—¿Y el instinto policial?
—Para ti que por algo llevas años estudiando para subinspector y me tocas los cojones cada vez que salimos de patrulla a la menor incidencia.
—¿Tampoco has leído Perros de Paja de Gordon Willians?
—Yo sólo leo El Marca y porque lo pillo en la cafetería.
—De la película ni hablamos.
—¿La protagonizaba Bruce Willis?
—Pues yo presiento que aquí hay gato encerrado.
—Sí, un tío que quería tirarse por un barranco porque tenía un compañero en el trabajo que le sacaba de sus casillas todos los días.
—Tú ríete, pero no sería la primera vez que detrás de una estampa bucólica de verdes campos como esta se esconde algo turbio, mucho.
—Lo que tú digas. Venga, arranca ya por lo que más quieras, huyamos al asfalto antes de que des definitivamente en loco.
Relato: © Txema Arinas, 2019.
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