Los efectos de una obsesión


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LOS EFECTOS DE UNA OBSESION,  Por OSCAR F. CAMPORRO

Todo comenzó así.

Quedé en mi ciudad natal con un viejo amigo que acababa de regresar de California. Él había estado trabajando como geólogo durante los dos años que llevábamos sin vernos. En esas mismas fechas, yo había estado viajando durante varios meses por la costa este de los Estados Unidos; un país muy grande, demasiado como para coincidir por casualidad.

Mi amigo y yo nos pusimos al día con nuestros asuntos. Nos contamos algunas anécdotas sobre nuestras vivencias fuera de nuestro país, alardeamos de nuestras conquistas y elucubramos sobre nuestro futuro.

Después de una agradable comida, pasamos a los licores de sobremesa. Deberíamos haber alcanzado un estado anímico totalmente distendido. Pero no fue así. A medida que charlábamos, iba notando en mi amigo un comportamiento extraño, como si un desasosiego profundamente arraigado luchara por salir de su interior.

Tres copas más tarde y tras unas frases embarulladas sin ningún sentido para mí, mi amigo se decidió a contarme una historia. Comenzó dubitativo y balbuceante; continuó apasionado y directo; y finalizó retraído y temeroso.

Ese relato le había afectado tanto que había acabado convirtiéndose en una obsesión.

Según me contó, la historia se originó a partir de un encuentro fortuito con un desconocido en un bar de San Diego. Las circunstancias del encuentro carecen de importancia; lo conversado no. Apoyados en la barra, mi amigo escuchó las palabras de ese desconocido… Palabras de poder, de arrepentimiento, de miedo, de camaradería, de añoranza y de violencia; confusas, deslavazadas y enigmáticas. Me retrató a un hombre consumido por el miedo, torturado más allá de la bebida y con la certeza de lo inevitable de su destino.

Mi amigo quedó fascinado por las palabras de ese hombre; tanto, que resolvió constatar su veracidad. Abandonó su trabajo de geólogo, reunió sus pertenencias y viajó a los lugares de referencia. Consultó hemerotecas, indagó en los registros públicos, habló con algunas autoridades e incluso llegó a conocer a algún testigo de esa historia.

Buscaba respuestas.

Y encontró algunas.

Al final de la comida, me expuso sus conclusiones. Y fue en ese preciso momento cuando entendí perfectamente su inquietud.

La historia me atrapó inmediatamente. Mi amigo me había contagiado su fascinación de tal manera que decidí investigar por mi cuenta para averiguar todos los detalles que él no había logrado descifrar.

La velada finalizó con un regusto amargo. Antes de despedirnos, me dijo el nombre del desconocido. No creo que mi amigo supiera su nombre real. Da igual, yo se lo he cambiado: le llamo John Howard.

Nos marchamos cada uno por nuestro lado, deseándonos que el futuro nos deparara mucha suerte. Yo, desde luego, la iba a necesitar. Me marchaba a Estados Unidos de nuevo, concretamente, a Riverthree, un pueblo del estado de Idaho al pie de las Montañas Rocosas.

En cuanto aterricé en el aeropuerto y di mis primeros pasos en el aparcamiento, constaté la veracidad de algunos detalles sobre los sucesos narrados por mi amigo. Luego un taxi me dejó en la plaza del Ayuntamiento. Allí reconocí inmediatamente el restaurante, la agencia de viajes y la inmobiliaria. Hasta entonces nunca había pisado ese pueblo, pero la sensación de conocerlo me había invadido el corazón como si me lo aprisionara una garra. Sí, yo ya había viajado allí, al menos, en mis pensamientos. También visité la clínica, comí en los restaurantes, observé las fachadas de las casas de algunos protagonistas, paseé por el cementerio, me bañé en el arroyo y, por último, acudí al centro comercial. Dentro del coche, en el aparcamiento, contemplé los edificios que componían ese centro comercial: la tienda, la oficina, la floristería, el área de maquinaria, el centro maderero, el de lumbricultura, el de helicicultura y el pabellón de caza. Yo había dibujado un plano con las indicaciones de mi amigo e, increíblemente, todos esos lugares se encontraban en el mismo lugar que en mi cuaderno.

Permanecí en Riverthree cuatro días.

En la mañana del cuarto, conduje mi vehículo de alquiler hacia el único lugar que me faltaba por ver. Una profunda sensación de miedo me atenazó mientras circulaba por la pista de tierra entre esas colinas rebosantes de vegetación. Ese miedo provenía de mi interior. Temía que, cuando llegara a mi destino, descubriera que los últimos tres meses había vivido una fantasía.

Allí vi el bosque quemado, que luchaba por regenerarse, los árboles renegridos, el cauce del arroyuelo… y la pequeña construcción en la que habían fallecido dos personas. La visión de esa construcción, La Cabaña, me conmovió y me trasladó mentalmente a una escena trágica que había cambiado la vida a muchas personas. No tuve ninguna duda: allí había empezado toda la historia y, además, no había sido producto de mi imaginación.

Pasé varios días en el condado y, cuando hube recopilado toda la información que pude, regresé a mi país, a mi casa, con mi maleta repleta de apuntes, declaraciones, recortes de periódicos, documentación de registros públicos y algunas copias de informes oficiales. Y también me traje una sensación de inquietud como la que se había apoderado de mi amigo. Yo sabía que me había arriesgado mucho. Pero, a pesar de esa permanente desazón, he de reconocer que mi viaje valió la pena.

Ya nada ha vuelto a ser lo mismo desde que regresé.

Y aquí, en mi casa, a miles de kilómetros de Riverthree, empecé a ordenar la historia.

El encuentro con ese amigo mío cambió mi vida.

Así de claro.

No solo tenía que desentrañar lo sucedido, sino que, además, tenía que contarlo.

Pero… ¿cómo?

Mi profesión, mi experiencia y mis aficiones, muy alejados del mundo de las letras, no me ofrecían la menor posibilidad de elaborar una historia a través de ningún método de expresión. Pero no iba a dejar de intentarlo. Un bolígrafo y un papel están al alcance de cualquiera; así que decidí escribir un relato que fue fluyendo, unas veces a trompicones y otras a borbotones, desde mi cabeza hasta el papel.

Sin darme cuenta y sin proponérmelo, el relato se conformó en dos partes consecutivas, aunque bastante diferenciadas.

 Sobre cada una de esas dos partes, escribí una novela.

Al finalizar ambas y tras releerlas por enésima vez, me demostré a mí mismo lo que sospechaba previamente: que la historia no se había cerrado con la segunda. Había que acabarla, tenía que acabarla, pero me había quedado sin información para continuar.

¿Pero…, pero cómo?… ¿Inventándomela…, indagando de nuevo…, volviendo a Riverthree?

No, eso no. Ya había conseguido marcharme de allí… Indemne. El miedo, afortunadamente, había controlado mi obsesión y me había obligado a abandonar el pueblo… Hice bien, claro que hice bien, aunque jamás me amenazaron, jamás se violentaron conmigo, todo fueron buenas palabras… Pero hice bien en marcharme de allí, porque hubo un momento en que noté que me estaba acercando demasiado y que cuanto más me acercaba, más sentía una presencia que me vigilaba.

No…, no podía volver a Riverthree.

Pero, entonces…, ¿cómo iba a acabar la historia?

Sí, claro, no me quedaba otra opción.

Tenía que inventármela.

Y comencé a escribir la tercera novela.

Durante el tiempo que pasé escribiendo, fue apasionándome con las letras que plasmaba en el papel. Me gustó, me insufló un espíritu creativo, hasta ese momento dormido, muy distinto al mero hecho de transcribir acontecimientos reales, como los de las dos primeras novelas. No podía parar, aunque no dispusiera de información adicional. Pero no me importó. Mi imaginación manejaba mi bolígrafo sin apenas esfuerzo.

Tardé cinco días en escribirla.

Sin descanso.

Me obsesioné con ella.

La releí seis veces.

La corregí a conciencia. Incorporé nuevas escenas y modifiqué otras. Mi única intención era la de adaptar las situaciones ficticias a la personalidad de los protagonistas, porque sabía que estaba escribiendo sobre personas reales, no sobre personajes de ficción. Esa gente existía de verdad: el sheriff, los magnates, los gerentes del centro comercial, el agente forestal, los propietarios de los negocios, los policías, los sicarios… y, por supuesto, esos tres hermanos. Sí, los hermanos: el fiscal, el soldado y el empresario fallecido en accidente de tráfico. No debía moverlos por la trama como si no existieran. No debía caricaturizarlos, ni defraudarlos ni debía engañarme a mí mismo. Para evitarlo, me puse en el pellejo de cada uno de ellos e intenté que actuaran en mi novela inventada como si hubieran vivido mis escenas en la realidad.

Han transcurrido diez años desde que la terminé.

En todo ese tiempo, no he sentido la necesidad de publicar la historia. Ni siquiera he hablado de ella a mis amigos o a mis familiares.

No puedo.

No debo.

Los pondría en peligro.

Si la difundiera, de la forma que fuera, quizá, a pesar de la distancia, alguien se enterara de que sé más de lo que debo y de que, quizá, el desenlace de la tercera novela se parezca mucho a la realidad.

Sí, la realidad.

Porque estoy convencido de una cosa: la historia no ha finalizado, y no solo para mí, sino también para los protagonistas… Para esos dos hermanos que perdieron a su padre y a su tío en La Cabaña. Ellos van a cerrarla, pero de verdad, no me cabe duda. Tienen una cuenta pendiente con el hombre ese que mi amigo se encontró en el bar… Con John Howard.

La tienen.

Y la van a resolver.

Incluso es posible que ya la hayan resuelto.

Y quizá, de la misma forma que yo la he resuelto en mi tercera novela.

Por eso no puedo publicarla.

Porque tengo miedo.

Miedo a esos dos hermanos, sobre todo a uno: al soldado.

Es…, es implacable.

Esta historia me ha afectado mucho. No sé qué voy a hacer…, sigo obsesionado. Y lo estoy porque sé que hay algo más. Sé que falta algo. No he conseguido cerrar definitivamente la historia. Y me están dando ganas de escribir otra novela… La cuarta.

No sé…

Quizá regrese a Riverthree.

Quizá deba enfrentarme a mis miedos.

Y no solo a mis miedos.

También…, a esos dos hermanos.

A los hermanos Eastwood.

Ross.

Jake.

Yo… os pido disculpas.

Lo siento.

Si alguna vez llegáis a conocer algo sobre mí o sobre estas novelas…, por favor…, os lo ruego…, tened en cuenta que todo ha sido producto de mi imaginación, que me lo he inventado todo, que no he escrito una crónica de sucesos.

Espero que lo penséis así.

No quiero problemas.

No quiero tener problemas con vosotros.

Aunque, es irónico…, no me importaría conoceros personalmente.

Por favor, solo espero que me toméis por lo que soy: por un escritorzuelo.

FIN

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