Los altibajos del oficio por Juan Pablo Goñi
Aberración. Encontró la palabra justa para definir lo que sucedía. Le vinieron ganas de vomitar, aunque no había comido desde el mediodía. Calosino entró exultante, quitándose el piloto en el camino. Le faltaba la gorra ridícula y la pipa para imitar mejor a Sherlock Holmes.
—¡Lo tenemos, Tano, sos un genio, lo tenemos!
—No lo tenemos una mierda —respondió Brucco con acritud.
Calosino quedó con la gabardina en alto, a centímetros del perchero.
—¿Cómo que no? ¡Era Pedemonti, como decías!
Brucco golpeó la mesa.
—¡No lo tenemos un carajo!
Calosino salió de la pausa, colgó el piloto y se sentó delante del Tano.
—¿Se puede saber qué te pasa? La piba de mechas rojas, la primera, identificó el coche. La segunda, describió una casa igual que la quinta de este malnacido. Y, el broche final, anoche, la cajera reconoció la voz cuando lo escuchó en la comisaría. Vos estabas, ¿no? Se confirmó que es el violador. Poné otra cara. Cuando todos querían buscar un pibe chorro de las 104, de Escuela 6, vos apuntaste derecho al nene bien. Y lo agarraste.
En lugar de responder, el Tano se tiró hacia atrás y estiró las piernas.
—No te entiendo, si yo hubiera agarrado a un violador como ese, estaría a los saltos de alegría. En cambio, me mirás como…
Calosino apoyó la espalda en el respaldo de la silla, desconcertado.
—Te miro como siempre, trato de descubrir si sos un pelotudo auténtico, si estudiaste para pelotudo o si te hacés el pelotudo para calentarme.
—Pero che, no se puede ni felicitarte, me voy a hacer el papeleo.
Calosino se puso de pie.
—Sentate.
El joven inspector quedó de nuevo en pausa.
—No agarramos a nadie, el pendejo está en la casa, jugando a la Playstation, o paseando en el centro en el Audi, no sé.
—¿La fiscal lo dejó ir? ¿O fue el juez? —el desconcierto puso rectos los ángulos de la cara y las cejas del más novato de los inspectores de la brigada.
—No había pruebas. ¿Todavía no sabés que no importa lo que descubrimos si no lo que podemos probar?
—¿Y las declaraciones de las chicas?
El Tano bajó la intensidad, le resultó obvio que el otro no estaba al tanto de las novedades.
—Hoy fueron a la fiscalía, ninguna recordó nada, no reconocieron el coche, ni la casaquinta ni mucho menos la voz del pendejo hijo de puta que las violó.
Calosino bajó la vista y los hombros, como reaccionando a un golpe en el estómago. Brucco se adelantó a las preguntas que venían.
—La última, la cajera, prefirió seguir en el trabajo con aumento de sueldo, Pedemonti es dueño de la mitad del supermercado. La de las mechas se muda a Buenos Aires, consiguió una beca completa de la fundación Pedemonti. Y la otra… la de la casaquinta…
—La morochita bonita.
—Esa, Ángeles, me cago en que no me salgan los nombres, Ángeles entró a trabajar en la compañía de seguros de la hermana de Pedemonti.
—Se dejaron comprar como vulgares prostitutas.
La repugnancia convirtió el plácido rostro de Calosino en una mueca propia del malvado de una película de terror.
—Cada cual atiende su juego, Calosa.
—No me digas que no es indignante que esas chicas se vendan así.
—¡Indignante es que el pendejo las haya violado, pelotudo!
—Pero lo podríamos meter en la cárcel, si ellas…
—¿Y?, ¿qué ganan metiéndolo en la cárcel? Ya les cagó la vida, al menos que reciban plata.
Calisno prefirió no contestar. Dejó el escritorio del Tano y fue al propio. Sacó varias hojas de la papelera luego de pulsar el encendido de la PC. Las pasó sin leerlas a fondo mientras la máquina remoloneaba.
—Estos aparatos de mierda.
Brucco largó una carcajada.
—¿Te volviste humano, Calosa? En cualquier momento te escucho putear.
—No entiendo cómo te podés reír.
—¿Querés que me mate? Falta una hora y termino el turno.
Se enervó al darse cuenta; por una vez que no coincidía con Calosino, al otro se le daba por venir una hora antes. Se preguntó por dónde andaba el petiso Balcedo; hacía dos horas que había salido a fumar un mentolado.
—¿Y si le tendemos una trampa?
—No tengo ganas de jugar a Sherlock Holmes, no va a ser el primer hijo de puta que se nos caga de risa con un abogado tramposo y una valija llena de fajos de billetes.
—En serio, Tano. No es difícil, este pendejo se alza fácil. Las llevó a todas en noches de viernes y hoy es viernes.
—Y yo me voy a casa en… cincuenta y dos minutos.
—¿De verdad no lo querés agarrar?
—Te dejo toda la gloria, a vos y a Pintanilla, la dupla perfecta.
Pintanilla, el más joven de la brigada, novato y con un perfil similar a Calosino; quizá no tan reglamentarista al extremo, pero sí incapaz de captar una ironía o un doble sentido —o de manejarse con el WhatsApp—. El Tano se propuso divertirse, cualquier desquite le venía bien tras la frustración acumulada en la jornada
—Me parece que a Pintanilla le va a ir mejor la minifalda, aunque no sé si van a conseguir tacos números cuarenta y cinco. A vos te veo muy peludo.
—¿Cómo me ves si estoy cubierto de ropa?
—Epa, parece que se van a pelear por el corpiño.
Brucco se levantó, lo dejó enojado; ¿qué era eso de que Balcedo se escaqueaba y él se quedaba cumpliendo horario como un pelotudo? En la escalera se topó con Pintanilla; el joven venía empapado, dejaba un charco a cada paso.
—¿Te depilaste, ya?
Pintanilla no respondió, se quedó mirando cómo el Tano terminaba de bajar las escaleras, sin entender las carcajadas.
Cuatro horas después, Brucco recorría las calles céntricas, sin un propósito claro. Había dejado de llover, el asfalto, húmedo todavía, reflejaba las luces flojas del alumbrado. El Tano precisaba un desahogo, la morocha que se ataba las zapatillas en la esquina le vendría muy bien. A punto de acelerar para dejar atrás la fantasía, vio que la piba le hacía una seña. Detuvo el Corsa azul, la chica se acercó. De un vistazo el Tano la descartó como prostituta; estaba en el centro, de zapatillas y pantalones vaqueros. Producida a medias, como las jóvenes de este tiempo.
Bajó el vidrio de la ventanilla, intrigado.
—Perdoname, te voy a parecer una caradura, pero necesito ir a casa para buscar el celular.
—¿Me viste cara de taxista?
—No seas malo, no puedo gastar en remise o no me queda para salir.
Otra viva que usaba a los boludos para salvarse el mango. La chica le habló antes que la mandara al carajo; la boca de labios anchos era una tentación, pero Brucco estaba viejo para hacer de imbécil —eso se dijo, la decisión le duró poco.
—En casa tengo cerveza, puedo convidarte. De paso me cambio.
¿Salía sin vestirse antes? El Tano le abrió la puerta antes que las sospechas le hicieran perder la mínima chance con la rotunda morocha.
Apreció la buena delantera cuando la piba se colocó el cinturón de seguridad; abrió la campera que la cubría para hacerlo. Brucco titubeó, ella se encargó de dirigir las acciones, como si fuera la veterana.
—No estoy tan lejos, cruzamos el puente de la Belgrano, dos cuadras y una a la derecha.
Brucco puso primera y salió. Pueblo Nuevo.
—¿Vivís sola?
—Ahora sí, por eso ando medio ajustada. Estoy buscando una compañera para dividir el alquiler y las tarifas.
Brucco llegó al parque Mitre, dobló a derecha; pasaría por la esquina de la comisaría, le dieron ganas de hacer bajar a Calosino y a Pintanilla, seguro que estaban encerrados, inventando planes ridículos.
—¿Cómo te llamás? Yo soy Lala.
—Me llamo deseo —se le ocurrió decir al Tano.
La chica efectuó una exclamación admirativa. El Tano esperó el semáforo y cruzó el arroyo Tapalqué. La voz de la joven no se destacaba por la sensualidad ni el pulimento, se preguntó de qué trabajaría. Ella se lo dijo sin necesidad de pedírselo; mejor, no quería verse como un policía haciendo un interrogatorio.
—Uf, tengo que aprovechar que mañana no abrimos, trabajo en una despensa, ni horas de vida me deja.
La morenita era de los escalones bajos, las aguas donde Brucco mejor sabía pescar. ¿Qué le habría visto?; si algo sabía de mujeres, terminaría acostado con ella antes del segundo vaso de cerveza.
—En esa tenés que doblar.
No soy un idiota que precisa que le digan dos veces las cosas; y me estoy amansando, eso tenía que habérselo dicho en voz alta, pensó el inspector.
—Ahí, es arriba del local, entramos por esa puerta gris.
La chica buscó las llaves en una cartera negra, gastada. Brucco quitó los seguros de las puertas, no abandonaba la costumbre de colocarlos cuando subía al coche. Bajó y siguió el redondo culo de Lala hasta la puerta. Ella pasó, él fue detrás. Una escalera angosta daba a una puerta placa, marrón. Las nalgas de la morocha daban pequeños saltitos en cada escalón, llenas de vida.
Entraron en una sala modesta, ella encendió la luz; se dieron, en primer plano, con un par de sillones amortizados largo tiempo atrás y una tele de las anchas. En un costado, una mesa, dos sillas de plástico; lo sorprendió ver libros, en pilas de cinco o seis contra una pared. La puerta que daba al pasillo estaba cerrada.
Lala pasó la mano por debajo de la cabellera, la alzó sobre la nuca.
—Ponete cómodo, ya vengo con la birra.
Brucco se quitó la campera de canelones, se obligó a no mirarle un segundo más el culo. Se palmeó la panza, escogió el sillón que daba de frente a la puerta de ingreso, dejó la campera sobre una de las sillas plásticas. Miró los lomos de los libros más cercanos, no reconoció a los autores. El control de la TV estaba encima del aparato. Prefirió no encenderla. Oyó ruidos, más puertas que se abrían y cerraban, Lala hacía algo más que buscar cervezas.
Cuando asomó, tenía las piernas desnudas, dos latas heladas de Imperial negra, stout. La morena iba descalza, apreció la bombacha negra, la remera no conseguía taparla.
—Traje la cerveza, porque si esperás a que termine de cambiarme vas a quedar con la boca seca.
Se agachó y le mostró el culo cuando dejó las cervezas sobre una pila de libros que corrió adrede. No sé de qué va esto, pero, por las dudas, a este culo no me lo pierdo, pensó el Tano antes de meterle la mano.
Lala dio un salto.
—¡Socorro, me está violando!
Brucco no atinó siquiera a quitar la mano; la chica se quedó inclinada, repitió los gritos. Se escucharon puertas, pasos. El Tano se volvió; empujándose, ingresaron con las armas en la mano dos personajes conocidos.
—¡Policía, arriba las manos!
—¡Arriba las manos!
Brucco empezó a reír; Lala se zafó. Los policías se acercaron, rodearon el sillón y quedaron de frente a su colega.
—¡Tano! ¿Qué mierda…?
Calosino miró a la joven con ganas de crucificarla; Pintanilla estaba a un milímetro de llorar. Brucco rio, alzó las piernas y las movió en el aire como si pedaleara. Lala miraba la escena sin comprender.
—¿Qué hiciste?, ¡este es el inspector Brucco!
—Me dijiste ahí viene, en un auto azul.
—¡Un Audi azul, un Audi azul!
Calosino fue a agarrarse los pelos; olvidó que tenía la pistola en la mano, se dio un tremendo golpe en la sien. Tambaleó. Pintanilla seguía apuntando al inspector. Brucco estaba rojo, se ahogó, tosió. Lala se había enojado, tenía los brazos cruzados, el triángulo negro de la ropa interior se lucía con plenitud.
—¡El baño, el baño! —gritó el Tano.
Lala señaló en la dirección obvia, hacia la única puerta interna. El Tano salió, retorciéndose. Calosino se sentó en la silla donde estaba la campera de Brucco, la cabeza baja; Pintanilla ahora apuntaba a la joven.
—Bajá eso pelotudo, a ver si se te escapa un tiro —le espetó la briosa morena.
Pintanilla obedeció, sin reparar en el tono irrespetuoso de Lala. La piba se tiró sobre el sillón más oscuro, cruzó las piernas, se alzó el cabello estaba vez desde delante.
—Nos cagaste la trampa, Eugenia, ahora no lo cazamos más.
—Claro, ahora la culpa es mía.
Brucco reapareció, acomodándose el pantalón. Pasó delante de Eugenia, cogió la lata de cerveza y la destapó.
—Al menos la cerveza está buena, ¿de dónde sacaste a esta Mata Hari, Calosa?
—Fui yo, inspector. Apenas el inspector Calosino me transmitió su idea, me acordé de Eugenia, ella es mi prima.
Eugenia no se mostró orgullosa por el parentesco.
—A esta hora, Pedemonti debe estar violando a otra piba —expresó Calosino en tono fúnebre.
La trampa había sido tan torpe que el Tano ni se molestó en echárselo en cara. Dio otro vistazo a las piernas de la morena, daban calor de tan intensas.
—Lala…
—Se llama Eugenia, inspector.
—Eugenia, ¿qué te prometieron estos dos salames para meterte en esta pelotudez?
Calosino se paró, ofendido.
—¿Cómo se te ocurre Tano? Colaboró por solidaridad con las chicas violadas, de buena ciudadana que es. No le ofrecimos…
—Borrarme las multas y recuperarme la moto que me secuestraron la semana pasada.
Calosino perdió el paso, Pintanilla caminó hasta la ventana, apartó la cortina y contempló la calle. Brucco le dirigió una mirada divertida a su colega.
—¿Cómo? —logró balbucear el hombre del piloto.
—Le tuve que prometer algo, inspector —admitió Pintanilla sin volverse.
—Vamos a la brigada Pintanilla, te voy a dar corromper mujeres, esto es… —se quedó sin calificativos.
Pintanilla marchó primero, cabeza gacha. Detrás Calosino. Ninguno se despidió. Brucco eructó.
—Asqueroso —murmuró Eugenia.
Brucco se hizo el que no escuchó. Estiró las piernas y bebió otro trago. Se extasió ante los muslos jugosos de la piba enojada.
—Estos pelotudos, me quedé sin nada.
—Disfrutemos, Lala.
—Eugenia.
—Me gusta Lala.
—Pero me llamo Eugenia.
La joven no lo miraba, tenía la vista puesta en la pantalla apagada el televisor.
—Dale, traé algo para anotar.
Se volvió al inspector, hizo un gesto con la mano indicando que no entendía.
—Necesito que me des los datos de la moto si querés que te la saque y anule las multas.
Eugenia brincó, beso la carretilla con barba de dos días y corrió al interior.
—¡Sos un divino!
No soy un divino, sé hacer muy bien el trabajo policial; no lo dijo, acabó la cerveza tras un brindis imaginario con los que calientan la pava y se marchan antes de tomar el mate, y se dispuso a disfrutar la noche del viernes.
©Relato: Juan Pablo Goñi, 2021.
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