LE ROBARON EL CORAZÓN de Miguel Ángel Carcelén Gandía
En los oídos del comisario todavía resonaban los gritos de la superioridad: “¡Dizque es un bulo!, ¡dianche!, los bulos los crea la gente para que se conviertan en realidad.” Quince años con una hoja de servicios inmaculada, herido tres veces por arma blanca en el cumplimiento de su deber, condecorado por el mismísimo Balaguer, y de nada le valdría tan grato historial si no contentaba a sus jefes. “¿Quiere volver a patearse la Máximo Gómez como un recién ingresado en el Cuerpo?, ¿no?, pues consígame un culpable. Si los crímenes son una invención como usted dice, tráigame un asesino. Inventado o como quiera, pero tráigamelo.”
La voz dulzona de Kinito Méndez no conseguía abrirse paso entre las neuronas de su cerebro, colapsadas por amenazas imposibles. Ni que estuviéramos aún en tiempos de Trujillo, pensó sin oficio antes de sacudir la cabeza con la intención de expulsar el recuerdo de las advertencias recibidas e intentar que el ritmo del merengue lo anestesiase.
“Porque yo en el amor soy un idiota, empeñado en naufragar mil veces, empeñado en la derrota de mi alma rota”, cantaba Kinito en la mejor hora de la noche. Sus teloneros habían sido Movearte y Lamargue, quien había deslizado alguna que otra bachata de su repertorio, deudora del folclore de Barahona y Jimaní. El malecón bullía de cuerpos electrizados que componían un dinámico rompecabezas; los había que desde que comenzara el Festival del Merengue (mucho más importante el de Santo Domingo que el de Ponce, en Puerto Rico), no se habían permitido ni una hora de descanso. Vivían para ese momento, la vida para ellos era el intervalo que mediaba entre canción y canción. Los vilanos espumosos de las olas de la playa cercana refrescaban el sudor de los bailarines, los reflejos de la luna en el Caribe engrandecían una iluminación inaudita. Santo Domingo era, salvo en la zona turística, un continuo gran apagón.
“Porque yo en el amor soy un suicida, que confunde el regreso con la ida, que apetece más la muerte que la vida”, coreaban Nelson y Natanael. Habían llegado tarde; eso sí, comparones y en motoconcho, arregladitos después de todo un día chiripeando por Sabana Perdida para ganarse unos pesos con los que gozar la noche. Bailaban mientras caminaban, mientras escrutaban entre la multitud los rostros deseados. Nelson buscaba a Sapo Tomás, Natanael a Nuris. El estribillo se les había domiciliado en el cuerpo, en las caderas, en las rodillas, en los hombros, en los pies. Acercarse Kinito al micrófono y provocar el cimbreo de la muchedumbre era todo uno. Los dos canillitas recién llegados no habían precisado período de adaptación; tan pronto pagaron los diez pesos al conductor que los trajo comenzaron a merenguear para no desentonar con el resto. El merengue se bailaba mucho más con el alma que con el cuerpo. Ahora no había lugar para la letanía atemorizada de Nelson: “Le robaron el hígado, don…, le robaron las entrañas, mi hijo…” Ni para la contestación repetida de Natanael: “Ya deje esa vaina, todo el día con que les robaron esto y lo otro…, ¿quién lo vio? Más le vale tener cuidado con el comisario, que anda por allá.” Ambos canillitas lo temían por asuntos pendientes que tenían en comisaría, cosa de poco, pequeños hurtos.
Muy pocos se contentaban con mirar, entre ellos el comisario Beltrán. Ladrones de vísceras, cadáveres expoliados de niños, gringos ricos que pagaban montañas de dólares por un hígado sano, por un corazón. La leyenda rediviva de Ramfis, el hijo del dictador, por quien fueron sacrificados decenas de niñitos haitianos hasta encontrar el riñón adecuado. ¡Dianche de mundo!, murmuró el comisario sin haber conseguido que su cabeza dejara de ser un oceánico hervidero de mala sangre. Tanta alarma y todavía no se había encontrado ningún cuerpo mutilado, pese a que en los mentideros de la ciudad se hablaba, cuando no de cincuenta, de unos cien infantes asesinados. Fuese cual fuese el lugar de desaparición de las víctimas los despojos de los niños siempre aparecían cerca del aeropuerto. Se decía que la policía no los encontraba porque había sido sobornada. Por esa misma razón tampoco daban con la clínica en la que se extraían los órganos a los desgraciados para enviarlos, inmediatamente, al extranjero. Las fuerzas vivas del país podían permitir que la imaginación popular fantasease a sus anchas, pero no cuando en esas fantasías se dudaba de la integridad moral de la policía. De ahí que a Beltrán lo hubiesen urgido a solucionar lo irresoluble: identificar muertos inexistentes, localizar un hospital privado cercano al aeropuerto sin construir y detener a un asesino que estaba por nacer.
– ¿No bailas, mi amol?
Lo sacó de su ensimismamiento una prieta de cintura de avispa y caderas abundosas.
Cerca de allí Nuris y Graciela coqueteaban con Sapo Tomás, el apuesto mozo de bigotito que había sabido desenfangarse de la podredumbre de La Barquita, miserable barriada del norte, para ingresar en la policía. Si sus gastos eran mayores de los que un bisoño oficial podía permitirse se debía a que una familia de ocho hermanos le había enseñado a sobrevivir agudizando el ingenio. Cuando no estaba de servicio trapicheaba con tabaco, cerveza, pegamento, pan de agua…, con todo cuanto fuese susceptible de reportarle alguna ganancia, no siempre dentro de la legalidad. Graciela lo miraba con ojos de cordera degollada desde hacía un tiempo, no obstante él se había fijado el objetivo de enamorar a Nuris, quien no le otorgaba sus favores por tenerlos ya comprometidos, según contestaba a sus requiebros amorosos. Cuanto más esquiva se mostraba, mayores eran sus deseos de incluirla en el elenco de sus conquistas. Sería una bonita pieza más para su colección.
Esa noche iban a encontrarse. Nuris y Natanael. Ella sabía que el canillita nunca podría ofrecerle gran cosa, que con Sapo Tomás tendría resuelta, en cierto modo, la vida, pero el amor no atendía a esas razones, y su corazón ni se alteraba con las insinuaciones del policía mientras que cuando hablaba Natanael comenzaba a bombear con tal fuerza que aurículas y ventrículos confundían sus funciones. Su sentimiento coincidía con lo que la voz enlatada de Mani Manuel (un pequeño receso para los artistas del directo) pregonaba por todos los altavoces del malecón: “Contigo la vida es una cárcel de barrotes de platino, con él hasta el latón se hace divino…”
– ¿Oíste, Natanael, aquí nadie se acuerda de que hasta a los bebitos les roban los riñones? –Nelson parecía no querer olvidar su obsesión ni siquiera en medio de la danzante marea humana.
– ¡Loco! ¡Calle ya la repetición y búsqueme a Nuris! No son horas de tragedia –gritó para hacerse oír entre tanta algarabía.
Tendría que buscarla él mismo; a Nelson le precisaba más encontrar a Sapo Tomás para redondear unos negocios; unos canillitas de Los Mina le darían por el pegamento con el que solía chiripear el Sapo más del doble de lo que se pagaba por el de Sabana Perdida. Y él mismo necesitaba atontarse con un poco de esa goma para olvidar las pesadillas de los ladrones de vísceras. El pegamento no dejaba resacas como las de la gasolina, y las alucinaciones eran más reales.
– Pero, vamos, alegre esa carita de niño amargado, mi amol.
La trigueña había conseguido que Beltrán cediese a la tentación del ritmo, pero no a la de la alegría.
– ¿A quién mira tanto, mi amol? ¡Menéese!
Al comisario le había parecido ver al Sapo Tomás besando a una niña.
“Tengo un corazón, mutilado de esperanza y de razón, tengo un corazón, que madruga a donde quiera, ay, ay, ay, ay….” Era ahora el turno de Wilfred y la Canga, que parodiaban a Juan Luis Guerra antes de contentar la demanda del público con su famoso “El Venao”. Efectivamente, el Sapo se acaramelaba en las curvas de una muchacha al ritmo de la canción. Así lo encontró Nelson, quien tuvo que esperar a que concluyese el tema para cerrar el trato de la compra del pegamento. Beltrán tuvo que apartarlo de malas maneras a un lado minutos después, cuando chocó con la mujer que le estaba alegrando la noche con el contoneo de sus caderas y su sonrisa tatuada. “Déjalo, mi amol, ¿no ve que el pobre palomo se ha emborrachado?”. No era alcohol lo que lo atontaba, sino el pequeño homenaje que se había brindado con la mercancía comprada al Sapo Tomás. Pegamento del bueno, vaya que sí; con él obtendría lo suficiente como para no tener que pasearse arriba y abajo la Máximo Gómez durante unos días con la caja de lustrar zapatos. La alegría del negocio había quedado empañada por algo terrible; según avanzaba el estado de alucinación crecía en su cerebro la imagen, esa imagen. Era terrible. Terrible. Lo había visto, con sus propios ojos. Con la cantidad de chicas que había en Santo Domingo y le había tenido que tocar a ella, precisamente a ella. No sabría cómo decírselo a Natanael. Y tenía que hacerlo, a los amigos de ley no se les ocultan esas noticias, por horribles que sean.
– Ya creía que la vista me engañaba, Sapo. Con tanta gente…, con tanta cerveza…
– ¡Saludos, comisario! ¿Cómo le fue?, ¿merengueando? –Sapo Tomás acompañaba las palabras con inclinaciones casi serviles del cuerpo- Mire, acá le presento a mi enamorada.
Natanael divisó a lo lejos a su compañero. Zigzagueaba. Le llevó su tiempo llegar hasta él haciéndose paso entre la gente, gritando “un permisito, un permisito”.
– ¡Le robaron el corazón! –se abrazó llorando a Natanael una vez que se juntaron.
– Ni con la cola deja la vaina, Nelson. Venga, vamos a tumbarnos un poco allá, que creo que se pasó con la esnifada.
– Le robaron el corazón, Natanael, se lo robaron.
– Ya, ya.
– Pero ¿es que no lo entiende? Le robaron el corazón a Nuris.
– ¿A Nuris? ¿La ha visto?
– Sí, cerca de la estatua de Colón, en una penumbra cercana a la playa. Pero no vaya, Natanael, es horrible, horrible…, le robaron el corazón.
Sabía que aquello era imposible, sin embargo no pudo evitar una sacudida en el estómago. Nelson la habría visto, sin duda, pero el pegamento y su obsesión por los canillitas mutilados había deformado la realidad. Con todo, instando a su amigo a que lo aguardase allí mismo, se encaminó hasta la estatua de Colón. “Y que no me digan en la esquina, el venao, el venao…”, la gente bailaba enloquecida con la canción de moda, lo que dificultaba sobremanera avanzar. Cada paso era una punzada para Natanael, “el pegamento nunca le había afectado tanto…”, pensaba, y la sombra de la sospecha que se agrandaba. “Si no hubiese sucedido algo serio Nelson no lloraría, él no es un nena”, y la duda que comenzaba a doler hasta el punto de que tres o cuatro minutos más tarde, casi en el mismo pie de la estatua de Colón, Natanael no descartaba la posibilidad de encontrarse a su amada inerte con un hueco sangrante a la altura del pecho. Vio a Graciela. Llorando también. El corazón del canillita no latía, bombeaba frenéticamente.
– ¿Qué pasó? ¿Dónde está Nuris? –inquirió zarandeándola.
Ella señaló hacia la oscuridad de la playa sin dejar de hipar, moqueando, con la mirada perdida. Natanael corrió como nunca, no era posible, pensaba, ¿por qué a él?, ¿por qué?, ¿por qué no había hecho caso a Nelson?
Lo que vio le heló la sangre. Allí estaba Nuris, era ella, tendida, con los brazos en cruz. Las lágrimas afloraron a los ojos del muchacho. Había alguien intentando reanimarla. Con la oscuridad no podía distinguirlo bien. Parecía el policía con el que se entendía Nelson. Sí. Y apretaba el pecho de Nuris para que reaccionase, acercaba los labios a su boca para devolverle la respiración… Pero la muchacha jadeaba, su cuerpo se arqueó y Natanael lo entendió todo. Se besaban y Sapo Tomás masajeaba sus pechos.
– Ya parece que se le salió la tristeza del cuerpo, mi amol.
– Sí, por fin me decidí mandar al dianche un asunto –rió Beltrán midiendo las nalgas de la mujer al ritmo de El Venao.
No sabría explicar cómo había sucedido; la música, la noche, el calor, la promesa de Sapo Tomás de tantos regalos para la celebración de sus quince años, un traje blanco, unos zapatos de tacón, la diadema dorada, el susurro de las palabras del policía tan cerca de su oído, la imaginación de poder salir por fin de tanto aprieto, de tener que dejar de lavarle la ropa a las fulanas del lupanar del barrio. No sabría explicárselo, lo cierto era que cuando consintió que los labios de Tomás explorasen los suyos se excusó mintiéndose que aquel cuerpo pertenecía a Natanael. Ni siquiera quiso oír el llanto histérico y envidioso de su amiga Graciela. Ahora le llegaban los gritos de la discusión de sus dos pretendientes que caminaban hacia el malecón. Sentía deseos de que la arena cubriese su desnudez y se la tragase.
– Felicitaciones, comisario Beltrán. La intendencia no esperaba menos de usted.
La resaca del merengue y de la cerveza de la madrugada todavía le martirizaba las sienes y le dificultaba razonar con celeridad. Podría haber dicho que el mérito correspondía por entero a Sapo Tomás, pero prefirió callar; no le cuadraba nada en aquel caso, pero sí a los superiores que, a esas alturas, era quienes importaban. “Caso resuelto, pues –explicó-. El tal Nelson Guzmán es el responsable. Nada de ladrones de órganos. El canillita, desquiciado por el pegamento y las drogas, asesinaba a sus compañeros y escondía sus entrañas para despistar.”
Sapo Tomás había encontrado en la playa los cuerpos abiertos de Nuris Leal y Natanael Bello; más tarde apresó al asesino, drogado, con el corazón de la muchacha todavía en la mano.
Si Natanael, despechado, no se hubiese empeñado en contarle a Beltrán sus sucios manejos, Sapo Tomás habría terminado el Festival del Merengue sin ensuciar de sangre el machete. Ahora tendría que corresponder a Graciela para que la chica no sacase conclusiones peligrosas.
Texto: © Miguel Ángel Carcelén Gandía.
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