El mal como vocación
EL MAL COMO VOCACIÓN
Para los ancianos de la residencia la señora Blanca constituía una amenaza seria a las buenas costumbres del lugar. Tenía casi setenta años, pero por su manera de vestir parecía tener muchos menos. Por las noches, mientras los demás dormían, dejaba encendida la televisión mientras ella descansaba con tapones. Nunca se mostraba en público sin maquillaje y al despertar sonreía a todo el mundo y mostraba su perfecta dentadura a las ancianas que carecían de ella. Éstas solían opinar con discreción que Blanca era descarada y vulgar, pero lo cierto es que la anciana se desenvolvía en la etiqueta como un pez en el agua.
Cuando hablaba, le gustaba hacerlo de sí misma. Explicaba que había estado casada tres veces, la primera por amor, las otras por dinero. Decía con entusiasmo que tenía tres hijos muy apuestos y adinerados, aunque jamás la visitaba nadie. En resumen: presumía de haber llevado una vida llena de lujo y comodidades.
—Es usted un caballero encantador —decía con locuacidad entregando su mano a otros ancianos en el jardín.
En el centro sólo los hombres la escuchaban con dedicación. Alababan la agudeza de sus conversaciones, pero sobre todo su generoso escote. Por esto, y por otros muchos detalles, ellas la aborrecían. Blanca, por supuesto, se complacía de esto, pues fuera para bien o para mal, su nombre estaba siempre en boca de todos.
Con la llegada del buen tiempo las actividades en el jardín se triplicaban. Blanca no participaba, y cuando veía a los demás ancianos haciendo calceta, pintando o ensuciándose las manos de arcilla o harina, pensaba que eran unos completos estúpidos.
—No me importa lo que piensen de mí esas ancianas —dijo un día a una de las empleadas que atendía las habitaciones.
—Blanca esconde nuestras revistas —protestó una anciana de ochenta años en una de las clases de gimnasia.
No había duda, el principal entretenimiento en la vida de Blanca consistía en hacer desgraciados a sus semejantes.
Un día contó una mentira a una anciana enferma del corazón, con relación a una supuesta infidelidad de su esposo, también residente, y a punto estuvo de sufrir un infarto. Algunas ancianas la acusaron públicamente, pero Blanca se las apañó muy bien desviando toda la culpa hacia otro lado.
—Yo no tengo la culpa si su marido es un mujeriego —decía en público a la hora del desayuno—. Además, ella tampoco es ninguna santa, así que se merece todo lo que ha pasado.
Blanca disfrutaba con estas cosas.
Oliveira, director del centro, observaba preocupado la marcha de los acontecimientos. Una semana atrás se había personado en su despacho una comitiva de ancianas para quejarse del comportamiento de la anciana. Oliveira prometió interesarse por el asunto, pero en realidad estaba atado. Blanca pagaba religiosamente sus cuotas. Además, ¿qué medidas legales podía adoptar contra una anciana de setenta años?
—En el fondo los mayores son como los niños —le dijo un día su mujer quitando hierro al asunto.
Sí, sin duda las disconformes dramatizaban la realidad de los hechos. O al menos eso quería pensar.
Al terminar el verano una anciana recibió una carta de su hijo recién casado. En ella le culpaba de todos los problemas que estaba sufriendo su matrimonio. En el último párrafo, además, el hijo manifestaba su intención de aceptar una oferta laboral en el extranjero, añadiendo además que lo mejor para él era no volver a verla más. La anciana, por supuesto, cogió un disgusto gordísimo que sólo pudieron suavizar con mucha medicación. Una semana después otra anciana recibió otra carta. En ella se anunciaba el fallecimiento de su hija, embarazada de siete meses, en un accidente de circulación. En un primer momento la anciana perdió el conocimiento y cayó el suelo. Sin embargo, cuando una hora después despertó, el funcionario de correos le explicó personalmente que la carta carecía de sello y cuño, lo cual significaba que había sido redactada en la misma residencia.
Blanca, como siempre, lo negó todo.
Una tarde Oliveira no pudo evitar escuchar una conversación entre dos ancianas en uno de los pasillos.
—Blanca es una mierda —comentaban—. ¿Hasta cuándo va a seguir puteándonos?
No era la primera vez que escuchaba semejante vocabulario en personas de edad avanzada, pero sí la primera que detectaba odio en el tono. Sin duda la situación estaba lejos de poder calmarse.
Ese mismo fin de semana una anciana fue trasladada a un hospital tras sufrir quemaduras en la boca, al parecer tras confundir su tubo de pasta dental con otro similar de crema depilatoria. Una vez más, todas las miradas se posaron en Blanca.
—No pueden echarme a mí la culpa de esto porque no salí en todo el día de mi habitación —le dijo a Oliveira al día siguiente, el cual le había preguntado por el asunto después de atender quejas durante toda la mañana.
Sin duda tenía excusa para todo.
Así trascurrieron algunos meses más, durante los cuales Blanca siguió estando en boca de todos. En noviembre una anciana la acusó de pegarle un chicle en el moño. Por supuesto, tuvo que cortárselo. Un mes después otra anciana se rompió la cadera al tropezar con “algo” mientras bajaba unas escaleras. Casualmente Blanca se encontraba a su lado. En marzo, una pulsera de oro, cuya propietaria había denunciado su desaparición una semana antes, fue encontrada en la habitación de una recién llegada. Cuando ésta juró y perjuró que ella no había robado nada en su vida, nadie puso en duda que Blanca se encontraba detrás del asunto.
Como resultado de esto Oliveira trasladó su dormitorio a una de las habitaciones del primer piso. Quería tener vigilada a Blanca, sorprenderla en mitad de un acto canallesco. Así que, cuando una noche de abril, pasada ya la media noche, se despertó alertado por unos ruidos, su mente se posó inmediatamente sobre la anciana.
El director salió de puntillas al pasillo con la intención de pillarla in fraganti, pero lo que vio fue a media docena de ancianas volviendo atropelladamente a sus habitaciones. Pero, ¿volviendo de adónde? Como era tarde y Blanca no parecía involucrada en el asunto regresó a su habitación con la intención de pedir explicaciones a la mañana siguiente.
Pero por la mañana, antes del desayuno, la noticia era ya conocida por todos: Blanca había muerto.
La conclusión a la que llegó el forense fue que murió asfixiada con la almohada. Cuando la policía preguntó a todo el mundo si se habían producido ruidos o circunstancias anómalas durante la noche, nadie denunció nada. Sólo Oliveira sospechaba la verdad, pero cuando fue interrogado alegó haber dormido profundamente.
Después de todo, pensó, el asunto se olvidaría en unos pocos días y el centro recuperaría la deseada normalidad después de mucho tiempo.
© Pablo Hernández.
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