Le gustaba hacerlo a oscuras Por Ignacio Moreno
Le gustaba hacerlo a oscuras
1
Le gustaba la oscuridad. Eso era una ventaja. De haberlo querido, habría podido coger la su cabecita con mis manos, acariciarle dulcemente el cuello y besarla. Entornó los párpados, apretó los dientes, contrajo los muslos y gimió levemente. Se escuchó un golpeteo semisólido en el suelo. Luego relajó su rostro, volvió a abrir esos dos ojillos y aflojó dulcemente los labios. Bajo aquella extraña luz reflectante tenía una mirada tierna y rojiza y una cara joven y bonita. Era la
nueva del equipo, junto a otros dos becarios, tres asistentes y el profesor emérito. Tenía veintitrés años, siete meses y diecinueve días.
2
Había llegado antes que ella. Exactamente tres meses, diez días y unas diecisiete horas.
Cuando me bajé del transbordador me dirigieron al terminal de negocios. Vicerrector ejecutivo de un banco de inversiones. Con esas credenciales nadie te pone problemas. A los que viajamos con pasaporte premium y la billetera llena no nos hacen preguntas. Tres días más tarde me alojé en un cuatro estrellas. Ingeniero sénior de una firma de prospecciones. Iba a participar en un convención de minas de cobalto. De ahí pasé a un hostal de las afueras, un tugurio de los que no
piden credenciales. Tenía previsto acabar mi recorrido hospedándome en uno de esos cuchitriles para proletarios, pero después del adecuado estudio no lo consideré necesario. Ni me seguían, ni me buscaban. Nadie sospechaba.
Alquilé un deslizador. Pagué una buena cantidad extra para que olvidaran mi cara. Adquirí doscientos kilos de comida enlatada. Lo siguiente fue descender el equipaje a través de un rasguño en la corteza montañosa de aquel planetoide cuasi desértico. El único testigo de mi hazaña fue el gigante de gas comprimido y metal líquido sobre el que giraba. Tardé unas siete horas en bajar la comida, el equipo de iluminación artificial, las mantas térmicas que me ayudarían a no morir de frío y un equipo completo para ejercitar mis músculos. Iba a estar allí mucho tiempo, tenía que prepararme en condiciones. Mientras el minúsculo sol azulado
empezaba a despuntar en el horizonte, terminaba de sepultar el vehículo en media tonelada de piedras y rocas. El último descenso fue el más largo. Tenía que ir eliminando meticulosamente los clavos de fibrometal y las cuerdas. Cuando me instalé en mi pequeño cubículo de paredes macizas de cristal de granito, lo único que me apetecía era dormir.
3
Aquella roca en medio del espacio no poseía nada de interés. Alguien había encontrado una cierta utilidad en los materiales del subsuelo, había conseguido un permiso de explotación y una buena dosis de mano de obra barata. A muchos les pilló en una de esas crisis y pensaron que podrían escapar de la miseria cambiando de profesión y de planeta. La población apenas superaba el centenar de millones. Sin embargo, un grupo de espeleología bacteriana había descubierto, por puro azar, unos microorganismos de lo más peculiares. No eran comestibles, no producían calor, ni luz, ni oxígeno, no servían para nada. Sin embargo, por algún extraordinario motivo, estaban presentes en casi todo el universo colonizado por el hombre. Aparecían en las cuevas más recónditas de planetas alejados por varios cientos de años luz. No eran parecidos: eran idénticos. Nadie se explicaba cómo esas pseudo bacterias se habían esparcido por todas
partes, mucho antes de que llegáramos nosotros e inventáramos los viajes interestelares en cómodos transbordadores interplanetarios. Así que, cada seis meses, poco más o menos, un grupo similar al de ella cogía una de esas naves, se pasaba un par de semanas tomando muestras y volvía a sus laboratorios a analizarlos en probetas y espectrómetros.
Los enigmas concernientes a esos bichos me parecían fascinantes. Si me paraba a pensarlo, entendía la naturaleza de los dilemas que representaban para la comunidad científica.
Una lástima que no tuviera tiempo de pensarlo. Mi trabajo era otro. Pasaba las mañanas explorando aquel sitio, dando vueltas, estudiando pasadizos, galerías, cámaras y salones. Si hiciéramos un símil con una vivienda, aquello era lo más parecido al palacio encantado de una de esos cuentos de hadas de la vieja Tierra. Aquella grieta en la roca por la que había descendido era una de las muchas entradas a varios centenares de kilómetros de grutas a mil quinientos metros de profundidad. Las tardes eran para hacer ejercicio, comer, descansar y ver holopelis. Y las noches, a las dos pes: planos y planes.
4
Para cuando llegaron me conocía aquel sitio al dedillo. Pasadizos, estancias, bóvedas, y puntiagudas columnas. Aquel planeta eran un laberinto. Un queso de gruyère lleno de agujeros, como los que se cuentan que se hacían en la vieja Tierra con leche de vaca auténtica. Para quien no lo sepa, la vaca era un animal. En cualquier caso, aquellos tres meses me habían servido para explorar el terreno. Cartografiarlo. Había trazado su lugar de acampada, sus probables expediciones y rutas y mis recovecos secretos donde cobijarme. Cuando llegaron y empecé a acecharla, me di cuenta de mis dos ventajas.
Una: era puntual. Como un reloj atómico. Entre las once y media y las doce menos cuarto, cuando los demás dormían. Cogía su linterna, recorría unos doscientos metros de galerías y conductos, le daba la vuelta al indicador de «no pasar, está ocupado» y se introducía en el pequeño cubículo. Una habitación de apenas cinco por tres en superficie, pero con una altura nada despreciable. Siete metros desde la plataforma hasta el techo, y un desnivel de quinientos metros hasta el lago interior de mercurio.
Y dos: le gustaba hacerlo a oscuras. Esa era la segunda ventaja. Apagaba la luz, dejaba la linterna en el suelo y se dirigía al lado opuesto de la entrada. Para mí, fue toda una revelación. Se ponía en cuclillas, entornaba los párpados, contraía los muslos y gemía levemente, antes de un chasquido semisólido golpeara en el suelo, cayendo a 0,98 g. Gravedad casi estándar.
Y yo lo veía todo suspendido desde aquellos siete metros de altura. Aunque cada noche me acercaba un poco más.
5
El tipo que me contrató no se anduvo con rodeos: «Quiero que desaparezca. No me hace falta que sufra, ni que se entere, ni que se las vea venir. Me da igual si le corta el cuello, si se cae desde la azotea de un séptimo, si se desangra en un callejón mientras vuelve del trabajo o si tiene un inesperado ataque de hipo. Lo que quiero que nadie vuelva a verla nunca. En especial su puñetero padre».
Así que era eso. Venganza. La más jugosa y estéril de las aspiraciones humanas. No arregla los problemas. No soluciona los perjuicios o daños que esa persona (o sus aledaños, como era el caso) hayan podido ocasionarte. No sirve para nada, y no deja ninguna sensación placentera una vez que se ha consumado el acto vengativo. Pero mientras se planea, mientras se tiene en la cabeza antes de que ocurra, mientras se rumia en la oscuridad del sillón con una copa de bourbon o un Schnapps antes de acostarte, se convierte en tu única idea apetecible. Ni el sexo, ni las drogas, ni una buena comilona. Nada es tan codiciable. Ni pajolera idea de qué pudo hacerle a aquel tipo el padre de la pobre muchacha. Tampoco era el momento de pensarlo. Quizá en otra vida, en otro universo un poco menos despiadado, podría dedicarme a estudiar ese tipo de cuestiones. Como los dilemas concernientes a esos bichos esparcidos por el universo humano. Sea como fuera, mi único objetivo era ella.
6
Bajo aquella extraña luz reflectante, su cara seguía siendo joven y preciosa, y sus ojos enormes y marrones me seguían pareciendo enormes y rojos. Entornó los párpados, apretó los dientes, hizo fuerza con los músculos y gimió levemente. Un ligero olor a mierda llegó hasta mi nariz antes de que golpeara en el suelo. Luego relajó los ojos, volvió a abrir los párpados y aflojó los labios con dulzura. Podía haber alargado la mano y haberle retorcido el cuello mientras le besaba los labios. Sin embargo, esta vez fue ella la que se movió. Tuve que recular para que no nos chocáramos. Las cuerdas que me sostenían del techo se tensaron. Se escuchó un crujido.
Fue tan leve y sutil como sus preciosa boca, pero lo oyó. Se quedó parada con los oídos abiertos. Contuve el aliento y cerré la garganta. Un golpe de tos estuvo a punto de salirme del gaznate, pero me contuve. Algunos pedruscos de granito se desprendieron de la bóveda rocosa.
Nada fuera de lo habitual. Estas cosas pasan en este tipo de antros subterráneos. Escuché el crujido del papel deslizándose en el rollo y el chasquido cuando lo cortó.
Vi cómo recogía los restos de excrementos. Su cuerpo desprendía una radiación infrarroja que se mezclaba con la del calor de la caca. Estuvo agachada unos diez segundos antes de dejar el suelo limpio. Esparció el desinfectante de rigor, agarró el paquetito y se dirigió al abismo.
Aquellos bichos metaplanetarios poseen un metabolismo tan extraño como su propia expansión. No dependían del carbono. Puedes aprisionarles en una tonelada de estiércol y ellos siguen tan felices. Así que los restos de las digestiones de aquella expedición universitaria terminaban en el mar de mercurio, sin riesgo alguno para sus investigaciones. Era el momento.
El plan era saltar. Un empujoncito. Quinientos metros de caída al vacío. Chof. Subir a velocidad de vértigo, retirar las cuerdas y meterme en mi escondrijo. Sin embargo, no me dio tiempo. Cuando se giró para tirar su mierda, tropezó. Ella solita. Resbaló con el desinfectante y su pie trastabilló con un pedrusco. Cayó a 0,98 g sin que pudiera hacer nada. Ni siquiera gritó, probablemente por lo inesperado del susto.
7
No la encontraron hasta el medio día. Para cuando lo hicieron, yo ya había terminando de sepultar el rastro de mi estancia en varias de toneladas de rocas. Calculo que tardarían de veinte a treinta horas en sacar el cuerpo. Para entonces me encontraba a un par de decenas de años luz de distancia. Cuando accedí al interfaz de mi cuenta bancaria, siete nuevos ceros relucían como pequeños planetas recientemente conquistados por el hombre, o como pequeñas células de simpáticos microorganismos pseudo bacterianos.
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©Relato: Ignacio Moreno, 2021.
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