La trampa – Relato esencial
Con el sugerente título de ‘La trampa‘, Antonio Tejedor García nos brinda un nuevo relato esencial repleto de seducción
La trampa
Habló el arquitecto Vitrubio y Leonardo da Vinci dibujó la divina proporción en su famoso círculo. Ninguno de ellos sospechó entonces que la personificación de sus teorías saldría a la calle vestida con una falda corta y una especie de pareo blanco sobre ella, levemente caído en pico para dotar a las piernas de una sensación de infinito. El cabello, negro y largo, ponía marco a un rostro de diosa. Una diosa negra. Su sola presencia se sentía como un desafío insolente que despedazaba el secreto de cualquier mirada. ¿De qué cielo había descendido para humillarnos?
Apareció tras una esquina y la calle se detuvo. El cierzo rebló, los latidos pausaron, el semáforo quedó en rojo. Un gorrión abandonó las migas que picoteaba. En esa quietud paseaba ella su cuerpo, como lleno de espuma. Flotaba sobre el bordillo que separa la acera de la calle en un juego de equilibrios que podía pasar por infantil. Y, sin embargo, lo hacía con la seguridad de quien pisa su propia calle, de quien la ha pisado durante años. Pero no, una mujer así tenía que ser nueva en la ciudad. Tanta belleza habría sido portada del diario, entrevistada en televisión, trending topic en las redes sociales. Nada de esto había sucedido. Ahora estaba allí, toda la ciudad a sus pies. ¿Qué hemos hecho, señor, para merecer tus bendiciones?
Lucifer habría caído de hinojos ante aquellos andares resueltos que estrellaban la armonía de su cuerpo contra el mundo. Además, sonreía. El corresponsal del diario describió al día siguiente la estela de sueños y fuegos a su paso, el sembradío de emociones. No exageraba. ¿Qué pensar, si no, de la locura, atrevimiento o rapto místico de Jardiel, un mulato de piel oscura, que botó de su coche para abrirle la puerta con una reverencia oriental? Ella inclinó levemente la cabeza y entró como si obedeciera al destino.
El semáforo cambió a verde, regresaron los pitidos de los coches y la calle echó a andar de nuevo. Jardiel condujo de una avenida a otra y a muchas más, ciego a lo que no fuera el aleteo de sus manos. Ellas extendían por el habitáculo todo el aroma de la Provenza y eso hacía irrelevante en qué paisaje pudiera cerrarse el azar. Indicaron un garaje y entró. Afuera se oían las sirenas de la policía. Él notó un dedo que bajaba por su espalda y un rayo incendió el aparcamiento. La siguió tras una puerta casi escondida, una escalera estrecha, la entrada de un piso. Ella iba de una habitación a otra, de pronto con prisas. Arrastró una maleta pequeña y cayeron papeles del bolso. Aparecieron en otra calle. La gente iba y venía un tanto alterada, nerviosa. Jardiel la seguía embelesado en pisar donde ella pisaba, en no perder la mano que le servía de guía. Dócil al instinto.
Un taxi y una dirección escrita. ¿Muda? Él solo conocía sus gestos y aún ardía el rayo en la espalda. Entonces lo miró con la dulzura que derrite un alma y acarició su mejilla. Alguien dirá que un beso es una insignificancia, pero para un esclavo cualquier pago es oro. Y un beso de ella… Durante un minuto él se negó al movimiento, a respirar, incluso; a cualquier cosa con tal de sentir esa sensación de ingravidez, de silencio absoluto.
La ciudad se deshilachó en un desfile de adosados y algún chalet suelto en el lindero del bosque. Más allá, el taxi giró en una carretera estrecha y en medio de un claro apareció un hotel. Pequeño, con flores en cada ventana y colores vivos. De los que llaman con encanto.
Cruzaron el umbral y en la cara de Jardiel nació una sonrisa: uno se sabe en un pedestal cuando camina guiado por la mano de una diosa y, al mirar desde allí arriba, toma conciencia de que es la diana donde se clavan todas las envidias.
Tomaron una habitación en el tercer piso. Ella conectó el televisor: en la ciudad, unos los policías apartaban a la gente y rodeaban con una cinta la entrada del Banco Central. Un bulto con aspecto de muerto resaltaba en la acera cubierto con una sábana blanca. Sonido ambiente de gritos y pitidos, algún frenazo. Dio la espalda a la tele y se movió por la habitación con una soltura que parecía costumbre. Abrió los armarios, colocó alguna prenda en los cajones, entró al servicio. Sobre la mesilla de noche dejó su bolso, el pasaporte, una foto. Somalia, leyó Jardiel. El país de las mujeres más hermosas. Nunca lo discutiría.
-Esta mañana se ha producido un atraco en la sucursal del banco…
Una voz en off comenzaba a narrar el suceso cuando la puerta del servicio se abrió y apareció ella. Desnuda. Se perdió el sonido, la televisión, el mundo. Los pies y las manos de Jardiel quisieron moverse hacia adelante, acariciar su piel, estrecharla entre los brazos. Algo las retuvo. Como había retenido a la ciudad una hora antes. Seda en la piel, labios levemente gruesos. Un haz de luz, un cuello largo. La palabra belleza no era un resumen atrevido. Ella le hizo una seña con la mano, que se acercara. En su figura, ahora de perfil, los pechos desafiaban a la gravedad. Luego giró el cuerpo, se colocó un vestido rojo y largo, como de fiesta, y toda su espalda quedó a la vista. El cuello brindaba para un beso. ¿Qué otra cosa podía hacer?
-Abdullah –oyó en un suspiro.
Un nombre. El de su marido, supuso. O un amigo. La primera palabra y sin significado. Daba igual, estaba ella. Y hablaba. Su voz era su cara: cálida, suave. Ab-du-llah. El gesto de que le subiera la cremallera rompió el hechizo.
Aceleró, de improviso. Una prenda quedó sobre la cama, la ventana abierta, zapatos en el suelo. Bajaron. El taxi esperaba. Campos verdes, colinas en el horizonte. Un camino de tierra y un restaurante escondido. El vestido rojo se rompía en un escote ante el que nada podían las artes de la cortesía y la discreción. Ni las mujeres disimulaban. Cada paso retumbaba como un trueno. Jardiel se veía aplastado por el poder de su sola presencia, temeroso de que, en cualquier momento, un clic de sus dedos hiciera desaparecer la magia. Los clientes la contemplaban entre el pasmo y el alborozo, sin capacidad para salir del asombro. El único que reaccionó, el camarero, que ponía un ojo en el telediario y otro en el móvil desde el que realizaba una llamada. Ella, consciente de que su belleza perturbadora dejaba a su paso un reguero de deseo se le acercó, le quitó el móvil, lo puso en su oreja y lo apagó. Con dos dedos, como quien cuida un objeto venerable, lo depositó en el bolsillo de la chaqueta del camarero, rígido y mudo como una estatua. Luego pasó el dedo índice por su cara en una caricia larga y le borró el color.
El mulato llegó a sentirse fuera de lugar, a pensar qué hacía allí su sola sombra. ¡Ah, la belleza! La palabra como sortilegio. O como trampa. Vio que el camarero despertaba y palpaba cada bolsillo en busca del móvil. Él volvió a sus sueños, a las expectativas que se disolvieron en dos besos y una caricia. Él, un perrito. Tamborilearon sus dedos en la mesa y ella le tomó la mano, acarició el dorso y sonrió como quien produce un milagro.
Volvieron a la carretera. A Jardiel le hubiera gustado saber a dónde lo llevaba. ¿Al hotel, a soñar dos lunas a su lado? Continuaron callados como quien colecciona silencios. Él puso una mano en su piel como quien agarra un cabo con el que mantenerse a flote. Ella se recostó sobre el hombro. La esperanza volvió a volar por encima de los miedos. Una victoria pequeña, de corto recorrido. El paisaje, verde, contagiaba serenidad. Bosque a ambos lados, alguna casa aislada, vacas pastando en el cercado.
Tras la curva, un vehículo atravesado, luces, el baile de una sirena. El sol, que brillaba en todo lo alto, se borró. Reventaron los sueños. Chirriaron los frenos y ellos se refugiaron en un abrazo. Las puertas se abrieron con violencia de gritos atropellados. Policía, confusión, pánico.
-Aaabdullaaah –dijo ella.
El cuerpo de Jardiel era un temblor, la pistola en la nuca. El policía repetía las frases como una ametralladora. “Quieto, Abdullah”, “Ni un movimiento, Abdullah” “Arriba las manos, Abdullah”. Los sacaron a trompicones. Cuando él quiso abrazarla, un golpe le descubrió la inutilidad de la resistencia. Un hilo de sangre comenzó a manar de la nariz. Su cara quedó a escasos centímetros de la cara del policía, que primero lo miró con espanto y sin salir de su asombro lo zarandeó, pellizcó la piel de sus mejillas, buscó algo detrás de las orejas, le tiró del pelo.
-¡Regístralo a fondo! –gritó a un compañero.
La ira lo llevó hasta ella en un rapto de furia ribeteada en odio. Se detuvo, de pronto, ante la efigie. Los ojos se agarraron a su piel, al perfil de diosa, al cuerpo que dibujó Leonardo. Y le atacó la parálisis. No fue capaz de un desprecio, de un insulto, de un golpe. A otra le habría descerrajado tres tiros por el engaño, por el sembradío de pistas con las que salvar a su amado Abdullah. El atrevimiento solo llegó para un puño apretado y una maldición al cielo. Después reventó la puerta del taxi de una patada.
Se acercó a Jardiel. Clavó en él una mirada que algo tenía de asesina; pero había más de rabia y más aún de frustración.
-Siempre hay un tonto útil de quien echar mano –dijo.
Texto: ©Antonio Tejedor García, 2018.
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