La niñera por Juan Pablo Goñi
La niñera
Juan Pablo Goñi Capurro
—Vamos con Robocop —dijo Pérez, haciéndose el gracioso.
Pintanilla no captó la alusión, la película de Verhoeven fue estrenada en 1987, ocho años antes de su nacimiento. Calosino, pese a su juventud, sí comprendió la broma; era tan adicto a mirar clásicos como a leer novelas policiales. Brucco, el destinatario de la pulla, no respondió. Sostenía el casco en el regazo, sobre la campera; llevaba colocado un chaleco antibalas. El resto, viajaba ligero, con las ropas de todos los días y los abrigos habituales.
—Ni que fuéramos a detener a Pablo Escobar, Tano.
Pérez se estaba poniendo pesado. Al tano se le ocurrieron mil insultos, pero estaba tan cansado que putear se le ocurrió un esfuerzo desmedido.
—¿De verdad esperamos resistencia, Tano?
Calosino desafiaba los límites del inspector. Uno de ellos, era que fueran tres inspectores en el auto, Pintanilla era el único sin esa jerarquía; habían cambiado tanto los turnos, que la división de la brigada se descompensó. Ninguno se quejó, les convenían las modificaciones, para ello las habían efectuado.
La Eco Sport entró en el barrio CECO sin llamar la atención; hora de la siesta, nublado a muerte, veredas desoladas y patios desiertos. Debían viborear entre las calles interiores del único barrio que desafiaba el trazado cuadricular de la ciudad; encontrar la casa del traficante era la parte más difícil de la misión. La numeración no respetaba lógica, no se correspondía con las calles; corría por las casas, con una escala diferente en cada curva. Al tano le hubiera gustado contar con un grupo de apoyo y efectuar un allanamiento de la casa; el juez negó el pedido, bastante que les diera la orden de detención.
—¿Cómo hacemos?
—No sé, Pérez, yo soy el exagerado, así que decidan ustedes cómo vamos a entrar.
—Tano, el tipo tiene una inmobiliaria, no anda en la calle con pistolas, llevando la merca encima. Este maneja la plata, vive en la casa con la mujer y los hijos, ¿qué puede pasar?
Calosino interrumpió el debate de los veteranos del equipo.
—¡Es esa!
Señalaba una casa a la que le habían agregado un porche; un rosal cubría la medianera. En décadas de existencia, las anexiones y modificaciones terminaron logrando que las casas del CECO ya no fueran idénticas como al inicio.
—Como dijo el testigo, el rosal y el porche.
Pérez pasó delante de un Passat, y estacionó la Ford frente a los vecinos de Tamborini. Pintanilla, nervioso, amartilló la pistola dentro del vehículo.
—Cuidado, nene, que se te va a escapar un tiro —dijo Pérez y abrió la portezuela.
—¿Dónde vas? Hay que esperar el patrullero.
-—Tano, dejate de joder, lo que falta, que no podamos nosotros con un comerciante.
Pintanilla y Calosino estuvieron abajo antes que Pérez cerrara la puerta. El Tano se quedó sin interlocutores para plantear su argumento: ¿dónde pensaban meter al preso? Dudó en bajar. Observó al trío acercándose al cerco de cemento; Calosino llevaba la gabardina abierta, le flotaba como una capa. Pérez hizo saltar la trabilla; el porche apenas era un techo donde dejar un coche protegido. Brucco descendió, casco en mano; dejó la campera en el asiento. Oyó dos disparos, vio a sus compañeros arrojarse al piso. Suspiró. Cogió la campera, cubrió el chaleco. Se puso el casco.
Pasó delante del trío de colegas parapetados tras el pilar con las casetas del gas y la luz, pistolas en mano, sin atreverse a alzar la cabeza y disparar.
—Dale Tano, tirale, ¿qué esperás?
Brucco salvó las distancias hasta la puerta de la casa, bien agachado. Sonaron dos balazos que pasaron lejos. El Tano hizo saltar la cerradura de un disparo y partió la madera. Oyó a los compañeros pedirle que apretara el gatillo; no lo hizo, esperaba lo que encontró en la sala. Tamborini tenía a una adolescente atrapada por el cuello, con el caño de una Sig Sauer apoyado en la sien. La piba tenía idéntica nariz que el narco; estaba casi desnuda, el cabello mojado, la piel enrojecida por el agua caliente. El Tano se escudó con la pared. Se oyeron sirenas muy próximas.
—No seas imbécil, Tamborini, soltá a tu hija y entregate.
—Yo no voy a ir a la cárcel, un paso y la quemo.
Por detrás del Tano, Pintanilla y Calosino se acercaron y tomaron posición en cuclillas, bajo las dos ventanas del frente. Pérez permaneció en la vereda, siempre agazapado detrás del pilar.
—¡Papá! No, papá…
La voz de la chica era aguda, desesperada. El Tano intentó adivinar si se debatía para librarse del brazo tatuado. Hizo una seña a Pintanilla; el joven dudó. El Tano la repitió, con más urgencia. Pintanilla, demudado, se paró, rápido, y descendió más rápido para ponerse otra vez a cubierto. Ese segundo le bastó al Tano para asomarse; la piba era una bola gelatinosa, sostenida en pie por el brazo del padre bajo la quijada. Tamborini vio a Pintanilla, giró la pistola y casi perdió a su hija. Se inclinó hacia atrás, la sostuvo con una rodilla flexionada. El Tano aprovechó, la pistola del maleante apuntaba al piso. Entró mientras Tamborini soltaba el cuello y tomaba la cintura de la jovencita; no le dio tiempo a alzar el arma, le pateó la mano y la hizo volar.
—¡Momento! —pidió el traficante.
Brucco escuchó a los compañeros entrando a la casa. También oyó motores, luego pasos fuertes en la vereda; llegaban los oficiales de seguridad. Delante de él, Tamborini asió con ambas manos el cuerpo sin conciencia de la chica, y lo llevó hasta un sillón de dos cuerpos. Cuando enfrentó a los cuatro hombres de la brigada, reparó en los ávidos ojos clavados en las considerables tetas de la adolescente.
—¡Hijos de puta!
Se lanzó furioso contra Pérez, el más cercano. El inspector se limitó a darle fuerte con la pistola en el mentón; lo derribó. Calosino se quitó la gabardina y cubrió a la chica, ganándose las mudas puteadas de los compañeros. El Tano se liberó del casco, sacudió el cabello sudado. Dos uniformados ingresaron, el Tano les indicó que se hicieran cargo del preso y salió a la vereda.
Calosino se reunió con él; en mangas de camisa, se movía para mantener el calor.
—¿Cómo sabías que se resistiría, Tano?
—No lo sabía. Pensé qué haría yo si me desarman una operación así, imaginate la fortuna que perdió el tipo.
Calosino asintió, con cara de no entender del todo el comentario. El Tano caminó hacia la Eco Sport. Pasaron más uniformados, de la casa salieron los dos primeros en llegar, traían al preso a los empujones. Al ver a Calosino siguiéndolo, Brucco separó las piernas y lo encaró.
—Ocupate de lo tuyo, Calosa.
—¿Qué nos queda por hacer, ahora? No tenemos orden de allanamiento.
Pudo decirle que los habían recibido a balazos, motivo más que suficiente para ingresar a una morada. En cambio, apuntó con el dedo a una de las policías que estiraba el cuello para mirar por encima del cerco.
—¿Pensás volver así a casa? Que una de las pibas se haga cargo de la chica y recuperá tu gabardina, gil.
Calosino enrojeció, giró y fue de prisa hacia la agente que curioseaba. El Tano metió el caso en el coche, se sacó la campera, y luego empezó a quitarse el chaleco, mientras se preguntaba hasta cuándo debería hacer de niñero. Puteó con ganas, Pérez tenía dos años más que él y acudía a la captura de un delincuente como si fuera a un paseo de compras, ¿qué le esperaba con el resto?
©Relato: Juan Pablo Goñi, 2022.
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