La muñeca vestida de azul
ÁNGELES NAVARRO PEIRÓ| Madrid
La muñeca vestida de azul
Isabelita canturreaba mientras mecía a su Mariquita Pérez en los brazos. Empezaba a hacer frío en el parque, incluso habían caído algunas gotas. No comprendía cómo Brigita tardaba tanto. La había dejado sentada en el banco hacía ya mucho rato.
—Vuelvo enseguida. No te muevas —le había dicho mientras le entregaba un paquete de pipas.
A ella le encantaban las pipas. En casa no la dejaban comerlas, pero en cuanto salía con Brigita…, ¿o era Marie la que la había sacado ese día? Ya no se acordaba. Había pasado demasiado tiempo y su memoria le fallaba a veces. Las madres, que se sentaban en el banco de al lado para vigilar a sus hijos mientras jugaban, la miraban de cuando en cuando y decían algo así como «¡qué pena, tan mayor y tan retrasada!» También se lo había oído mencionar a Brigita o a Marie o a cualquier otra que se ocupara de ella. Pensaban que era retrasada, ¿lo era? Isabelita siguió cantando para espantar esas ideas y otras que le venían a la cabeza: Tengo una muñeca vestida de azul con su camisita y su canesú…
Apretaba contra su pecho a Mariquita; le parecía que eso le transmitía calor. No se habían acordado de llevarle una chaqueta y el frío se le estaba metiendo en el cuerpo. ¿Y si se habían olvidado de ella? Además, tenía hambre. Hacía bastante que se le habían acabado las pipas. Ya no se le acercaban las palomas para picotear las cáscaras. Le gustaban las palomas. Cuando se reunía un buen número de ellas a sus pies, daba una patada en el suelo y, ¡zas!, rompían a volar asustadas. ¡Qué risa le daba!
Isabelita sabía que Brigita la dejaba para reunirse con su novio en el bosquecillo tupido que formaban los árboles justo detrás del banco donde ella se sentaba. La saqué a paseo, y se me constipó… Eso le iba a pasar si tardaban mucho en venir a recogerla. Puso a la muñeca de pie sobre sus rodillas.
—No te duermas, ¿eh? Que dejo de cantar. Hasta que no volvamos a casa no te puedes dormir. Aquí no tengo dónde acostarte.
Todas sus muñecas disponían del mecanismo destinado a abrir y cerrar los ojos. Además de su propia cama, Isabelita tenía la habitación llena de cunas de juguete y, antes de acostarse, les ponía el camisón a sus niñas, las tumbaba y las arropaba. Le gustaba ver cómo los párpados caían, quizás un poco bruscamente, sobre los globos oculares. Cuando era más pequeña, tuvo una muñeca que cerraba y abría los ojos con mucha delicadeza. Quiso saber qué era lo que producía ese movimiento, y le sacó los ojos para comprobarlo. En el momento en que la vio con las cuencas vacías, empezó a chillar de un modo histérico, incontrolado. El recuerdo la desasosegó. A pesar de su desmemoria, no se le había olvidado aquella cara de cartón piedra con agujeros en lugar de ojos. Era un recuerdo muy poco oportuno para su actual situación. El sol empezaba a declinar y ya se sentía el relente del atardecer.
Miró hacia los árboles que tenía detrás, por donde había desaparecido Brigita o Marie, o la que fuera. Siempre le decían que no se metiera en ese bosquecillo sola, que podía haber hombres malos que la hicieran daño. Pero tenía frío, hambre y sueño, todo a la vez. Agarró fuerte a Mariquita y siguió cantando para darse valor: la tengo en la cama… Como estaban en otoño, se había formado en el suelo una manta de hojas amarillentas. Crujían un poco cuando andaba sobre ellas. Aunque le costaba un gran esfuerzo no arrastrarlos, fue levantando los pies con cuidado para pisar suavemente, sin hacer ruido. Notaba cómo algún animalillo se deslizaba veloz sobre las hojas. Sabía que había ardillas por allí. Le parecían graciosas, pero no le gustaba tenerlas cerca. En general, no le gustaban los bichos. Verlos de lejos, vale, pero que la rozaran, no; ni ellos, ni nadie a ser posible. Estaba un poco oscuro. Apretó con más fuerza a la muñeca. Dejó de cantar. Podía haber uno de esos hombres malos sobre los que le habían advertido y mejor no hacer ruido de ningún tipo. Siguió avanzando. Tropezó con una rama, más bien una raíz que sobresalía del suelo y a punto estuvo de caer, pero se apoyó a tiempo en un árbol. Sin embargo, la muñeca sí que salió lanzada. Se agachó a recogerla y vio disgustada que el precioso vestidito azul de volantes con lacitos blancos se había manchado y que sus dedos también estaban mojados con un líquido muy espeso. No sabía exactamente qué era aquello tan oscuro y asqueroso. Se veía muy poco. ¡Ay! Y la cara de la Mariquita también aparecía tiznada. ¡No, eso no! Le volvió la imagen de la muñeca sin ojos. Empezó a temblar, no solo de frío, y quiso volver. Pero no pudo. Se había metido tanto entre los árboles que no veía ninguna salida. Dio un par de vueltas; todos los rincones le parecían iguales. No sabía por dónde ir. Con el corazón palpitándole a toda velocidad, eligió al azar una dirección. Mantenía a la muñeca un poco alejada de su cuerpo. No se quería manchar el vestido, no la fueran a regañar. Le daba mucho asco ese pringue.
Llegó a un pequeño claro.
—¡Brigita!
Creyó ver a la chica sentada en el suelo y con la espalda apoyada en un tronco. Se dirigió hacia ella. Parecía dormida y la sacudió agarrándole el brazo con su mano libre. La cabeza cayó hacia delante y chocó contra su pecho; le manchó el vestido con algo similar a lo que había ensuciado a la muñeca. Un líquido espeso estaba pegado al pelo de la joven. Isabelita la empujó para apartarla de su vestido y creyó ver una cara con las cuencas de los ojos vacías. Su chillido hizo temblar por un momento las copas de los árboles. Le pareció que miles de animalillos le rozaban las piernas y quiso correr, pero ¿hacia dónde? Además, ella era muy torpe, no podía correr. De pronto sintió un aliento tibio en la nuca. Algo frío y afilado se posó sobre sus ojos, mientras una voz rasposa y cascada terminaba la canción: la tengo en la cama con mucho dolor.
Entonces Isabelita se despertó angustiada. Muerta de hambre y aterida de frío, tuvo la sensación de que la habían abandonado para siempre en el banco del parque.
Texto © Ángeles Navarro Peiró- Todos los derechos reservados
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