LA MUJER QUE BEBÍA «JULEPE DE MENTA» de Héctor Vico

—Hola John, ¿Qué hay de nuevo?

La voz de Travis me sorprendió. Estaba atendiendo a algunos parroquianos y no lo vi llegar. Hacía un tiempo que no lo veía. Le estreché la mano y le dije:

—Qué tal, se te ve muy bien. ¿Por dónde anduviste?

—Lo de siempre. Trabajando. Nada importante, pero paga el alquiler.

— ¿Sigues teniendo la oficina en la 6ta. Avenida?

—Siempre en el mismo lugar. Si me fuera, no podría conseguir otra. Por todo ese tema de los ingresos y las garantías. Ya sabes…

Travis es investigador privado. Tuvo sus quince minutos de fama en un par de casos que llegaron a la prensa. Eso fue hace un par de años. Fueron dos casos resonantes de muertes violentas que pudo resolver rápidamente. La de mayor trascendencia fue el asesinato de una adolescente en Minnesota, investigación que llevó a cabo mientras aún era miembro de la policía estatal. Ese crimen en particular le dejo la adicción por el whisky, en especial el Crown Royal. Luego de eso, nada. El retiro, quedar por cuenta propia y un gran interrogante acerca de su futuro. Fue en ese momento en que decidió abrir su pequeño bufete de investigaciones. Lo hizo sabiendo que sus mayores fortalezas eran la experiencia obtenida en la fuerza policial y sus antiguas relaciones dentro de ella, no obstante su carrera entró en un cono de sombras. Sólo tiene trabajo persiguiendo esposas infieles y deudores morosos. No se queja pero sabe que merece  algo más. Un buen caso le ayudaría.

Su oficina, de dos dependencias,  está en el tercer piso de un antiguo edificio sobre la avenida. Se llega a ella tras utilizar un viejo ascensor con puertas de reja y de atravesar un oscuro pasillo hasta la oficina 3 M. Sobre el vidrio esmerilado de la puerta de ingreso se puede leer Travis Moore Detective Privado. Al ingresar uno es recibido por Peggy, su fiel secretaria de muchos años y la encargada de que aquello parezca una oficina y no un tugurio. Ella, tal vez por inmensa piedad recibe las llamadas, ahuyenta a los acreedores y, con esfuerzo paga la renta y el resto de las cuentas. Travis, cuando escasea el trabajo, intenta equilibrar el presupuesto apostando a los Yankees y a los Knicks.

—¿Qué es de la vida de Peggy, tu ángel de la guarda?

—Estar ordenando la oficina pues trabajo no hay.

—¿Bonita como siempre?

—Sí, está hermosa pero ahora no me mima tanto, tiene novio cosa que me alegra, se la ve feliz.

—Fue una sorpresa verte aquí. ¿Te trajo alguna investigación? ¿Buscas a alguien?

—Para nada. Encerrado me volvía loco. El teléfono no suena y es muy temprano para marcharse.

—¿Quieres un Crown Royal?

—¡Nooo, que todavía no cayó el sol— dijo lanzando una carcajada.

Continuamos hablando, recordando viejas historias y épicas borracheras. Se lo veía bien, relajado y en paz. Conservaba su buena contextura física aunque su cabello dejaba traslucir algunas pinceladas blancas sobre las sienes. Su risa conservaba la frescura de la juventud y sus ojos, de un azul profundo, permanecían vivaces y alertas. Salvo por su malhadada economía Travis estaba en plena forma.

Nos interrumpió el sonido de una llamada telefónica. Era Peggy, me pidió hablar con Travis. Puse el teléfono sobre el mostrador para que pudiera atender a su secretaria.

—Hola encanto —dijo—. ¿Qué necesitas?

Escuchó unos segundos y respondió

—¿Quién dices qué es?

Mientras escuchaba me miraba intrigado.

—Bien, dile que ya estoy en camino. Gracias.

Amigo, tengo que dejarte. Peggy dice que me espera un abogado. Espero que no sea una de esas malditas demandas por deudas, aunque pensándolo bien, Peggy no sonaba preocupada. Veremos. Luego te cuento.

Cuando Travis se encontró a Peggy atendiendo muy amablemente a un señor algo mayor, elegantemente vestido con un terno azul, de rostro rubicundo y pelo cano, impecablemente peinado, sentado frente a ella. Junto a su silla, sobre el tapete de la oficina de entrada descansaba un ataché.

Apenas Travis entró, el visitante se puso de pie.

—¿Señor Moore?, soy Samuel Beltzer, abogado—dijo estirando la mano.

El detective, sonriendo, pero sin distenderse del todo pues aún no  sabía la causa de esa visita, estrecho la mano del Sr. Beltzer, y expresó:

—Un gusto, soy Travis Moore, es a mí a  quien busca.

—Encantado—respondió el recién llegado.

—¿Me podría explicar por qué me busca un abogado? —dijo tratando de sonar lo más amable posible—.

—Sí, desde luego. Represento al Sr. Tartakovsky y…

—¿Tartakovsky, el dueño de los almacenes? — preguntó Travis, haciendo referencia a la mayor cadena de almacenes minoristas de la costa este.

—El mismo. Hay un asunto que lo tiene preocupado y me encomendó que lo buscara y le encargara un trabajo.

—Pues bien, hubiéramos empezado por ahí. Creo que lo más aconsejable es que pasemos a mi oficina y hablemos tranquilos.

Una vez dentro del reducto del detective, el abogado tomó asiento en la única silla frente al escritorio mientras Moore ocupaba el gastado sillón ubicado en el lado opuesto. Peggy, que los había acompañado, discretamente cerró la puerta del despacho privado.

—Lo escucho Sr. Beltzer, ¿Qué es lo que preocupa a su cliente el Sr. Tartakovsky?

El letrado cambió de postura, profirió un carraspeo y dijo:

—Mi cliente, además de encomendarme esta entrevista, me recalcó enfáticamente que todo lo que le informe tiene que quedar en la más absoluta reserva. ¿Me entiende Sr. Travis?

—Descuide Ud., no acostumbro a ventilar mis casos—respondió el detective con un dejo de sarcasmo.

—Bien, ahora que nos hemos entendido, le comento que el Sr. Tartakovsky que, como usted ya sabe, posee una considerable fortuna y un único heredero, su hijo Joseph.

—Desconocía ese dato, dijo Travis mientras tomaba nota.

—El muchacho, algo díscolo, tiene veintitrés años y se ha enamorado.

—¿Cuál sería el problema? Yo me enamoré infinidades de veces y aún sigo dando batalla.

—El problema no es que se haya enamorado sino de quién. Es decir…  el Sr. Tartakovsky quiere averiguar si la… mujer o mejor dicho la chica que le quita el sueño es simplemente una chica o una caza fortunas.

—Bien, ya nos estamos entendiendo. ¿Hay o hubo algún indicio que hiciera sospechar que el único interés en Joseph sea el dinero?

—Nada en absoluto. Por el contrario y esta es mi apreciación personal, pues la conozco. Además de ser muy bonita, es muy correcta, algo… elemental para mi gusto pero nada que haga sospechar intenciones aviesas.

—¿Cómo se llama?

—Donna Miller, de Carolina del norte.

—¿Tiene una fotografía?

El Sr. Beltzer abrió el maletín que llevaba y extrajo un sobre voluminoso que depositó sobre el escritorio frente a Travis, al tiempo que dijo:

—Aquí dentro encontrará usted todo lo que hemos podido recabar sobre la señorita Miller, además de cuatro mil dólares a cuenta de sus servicios y… de su silencio. Eso si usted decide aceptar este trabajo.

Travis, antes de que el abogado terminara de hablar, ya había tomado y abierto el sobre.

—Por supuesto que me hago cargo del caso, balbuceó. —Déjeme su número telefónico para mantenernos en contacto.

—En ese dosier está todo lo que necesitará. Es un informe preliminar. Hay fotografías, teléfonos, hábitos de la pareja, pasatiempos, direcciones. Si algo no está muy claro o bien explicado, ahí mismo hay varios teléfonos de contacto. La investigación más profunda queda a su cargo. Si no necesita nada más, me retiro para que comience a trabajar lo antes posible.

—Por el momento, no necesito nada. Fue muy claro. Lo tendré al tanto.

El letrado se puso de pie, estrechó la mano de Travis y se retiró no sin antes despedirse también de Peggy, que había seguido la conversación desde el otro lado de la puerta.

Cuando Moore estuvo seguro que Beltzer se había marchado, casi gritando, dijo:

—Peggy, apaga las luces, salimos a cenar.

********** 

A bordo de su Ford Mustang Fastback de ’68, Travis pensaba que no hay nada más cobarde que el dinero. Si el crio se había enamorado, para decirlo de una manera elegante, ¿por qué no dejarlo que retozara a sus anchas? Había estudiado a fondo el dosier. Las fotografías que lo acompañaban mostraban a una belleza rubia dueña de una figura que curaba el hipo. El mismo se lamentaba de no tener veintitantos años para jugar en esa liga. Si el niño hubiera nacido en el seno de una familia modesta del Bronx—se decía a sí mismo— su padre no tendría esas preocupaciones. El dinero a veces arruina las mejores cosas de la vida.

Este tipo de cuestiones ocupaban su mente, mientras que fumando desaforadamente y dando de cuando en cuando un trago a su petaca de Crown Royal, vigilaba el nidito de amor de la pareja ubicado en un coqueto edificio del Bajo Manhattan, cerca del Hotel Marriot. De la minuciosa lectura del informe sólo pudo concluir que, en apariencia, la chica carecía de antecedentes. Según sus propias manifestaciones, Donna había nacido en Charlotte (NC), en una familia de clase media alta. Su padre era ejecutivo de una empresa metalúrgica y su madre era corredora inmobiliaria. Terminado sus estudios de preparatoria, viajó a Nueva York para estudiar arte. Se decía amante de los caballos y los deportes invernales. Conoció a  Joseph por amigos en común, en una discoteca de los suburbios de Manhattan y desde entonces no se separaron. Desde hacía dos meses convivían en el departamento frente al cual Travis montaba vigilancia, mientras el sol que lo agobió durante toda la tarde, comenzaba a caer. No sabía muy bien que esperaba pero tenía la corazonada que algo sucedería y que podría comenzar a desenredar esa madeja que, aparentemente, eran solo hormonas alteradas.

Una vez más su instinto tuvo razón. Los críos bajaron y, haciéndose arrumacos, caminaron unos cientos de metros hasta un café en la cuadra siguiente a su vivienda. Travis dejó el Mustang y se dirigió al mismo establecimiento.

Buscó una mesa no muy alejada y esperó que los jóvenes terminaran su cena. Bebió dos tazas de un horrible café y se consoló pensando que era solo trabajo; ya se sacaría el regusto a café quemado enjuagando su boca con buen whisky. Cuando la pareja dejó el establecimiento, con mucho disimulo, aprovechando una distracción de la camarera, tomó la copa que había utilizado la chica y lo introdujo en una bolsa plástica, de las que usa la policía, y la guardo en el bolsillo interior de su chaqueta. Ya tenía lo necesario para comenzar a separar la paja del trigo. Sabía muy bien qué hacer con la copa sustraída.

Silbando, con las manos en los bolsillos de su pantalón, fue en busca del Mustang y haciendo rugir el motor se dirigió al Dempsey Club. Había algo que le hacía cosquillas y John podía ayudarlo.

Cuando llegó el lugar estaba abarrotado. Era la hora en que todos los ejecutivos de Manhattan y los que sueñan con serlo descargaban su estrés trasegando alcohol sin control. Se acercó a John y le dijo:

—Cuando te desocupes, sírveme un Crown Royal con hielo y quédate un momento que quiero consultarte algo.

—Dame diez minutos y vuelvo. Primero me deshago de estos primates y estoy contigo.

Travis sonrió. Nunca se le había ocurrido calificar así a esa manada que luchaba para hacerse notar y atrapar alguna oportunidad que los hiciera avanzar hacia la cima en la pirámide alimentaria. Hombres y mujeres, voraces por igual.

John regresó. Escanció el whisky con hielo e interrogando a su amigo con la mirada, preguntó:

—¿Qué quieres saber?

—Mira, es algo loco lo que te voy a decir, pero… si alguien toma “Julepe de menta”, ¿eso que te dice?

—Puede decir muchas cosas. Dame más datos.

Travis sacó una foto de Donna y mostrándola, agregó:

—Carolina del Norte.

—El julepe de menta no huele a menta, huele a dinero rancio. Huele a soberbia, huele al sur profundo.

—¿La foto te dice algo?

John, en un tono de piedad, replicó:

—Travis, hay miles como ella. Todas en plan cacería, aunque  esta niña me resulta familiar

—Pon atención, tal vez se llegue por aquí. Sabe estar acompañada de un joven bien parecido, con dinero para derrochar.

—¿Se trata de lo que te trajo el abogado?

—Sin comentarios.

—Ok.

—A propósito. ¿Qué lleva el julepe de menta? ¿Si se puede saber?

—No es un trago difícil, aunque hay que tener algunas precauciones, en especial con la menta: lleva 3 onzas de Bourbon de Kentucky; una onza de almíbar o jarabe de azúcar y ocho o diez hojas de menta más hielo. No hay que machacar la menta, solo pegarle algunas palmadas para que suelte su esencia.

—¿Por qué huele a todo eso que dijiste?

—Es la bebida oficial del Derby de Kentucky.

—¿Por qué alguien adoptaría el julepe como su bebida preferida?

—Porque es refrescante y en cierta manera dulce o… para aparentar, su sola mención remite a caballos pura sangre, dinero, alta sociedad, en definitiva pura  vanidad.

—Entiendo. Eres un sabio, cabrón. Presta atención amigo, puede llegar a aparecer. Su nombre es Donna Miller, bebe julepe de menta y dice que le apasionan los caballos.

Travis se marchó. Las palabras de John quedaron resonando largamente en su cerebro. Tomó nota mental del último comentario.

Antes de derrumbarse en su cama ya había tomado una decisión. Era hora de tomar la iniciativa.

**********

A primera hora de la mañana se dirigió a la central de policía. Buscó al sargento Allen en la división de homicidios. Un viejo camarada de sus años de patrullaje callejero. Cada vez que necesitaba corroborar o descartar una pista solicitaba su ayuda. Le debía más de un favor.

Cuando Allen lo vio llegar, con algo de fastidio simulado exclamó:

—Dios santo, ¿Y ahora que te trae por aquí?

—Lo de siempre Jimmy. Me tienes que ayudar.

—De qué se trata esta vez. ¿Una joven viuda que tienes que sacar de apuro?

—Nada de eso. No puedo decirte nada pero—alcanzándole la bolsa plástica—, respondió —analiza las huellas de esta copa. Verifica si su dueña es Donna Miller.

—¿Es urgente?

—No. Tienes tiempo hasta que regrese de Carolina del Norte.

Sin dar tiempo a que su antiguo camarada hiciera algún comentario, el detective salió lanzado de la jefatura de policía.

De regreso a su oficina ordenó a Peggy que reservara el primer vuelo para Charlotte y le buscara un buen hotel. Específicamente le indicó:

—Que tenga más de tres estrellas y asegúrate que tenga bar.

Peggy, acostumbrada a cuidar el dinero, respondió:

—¿Podemos permitirnos esto, Travis?

—Cariño, tenemos los gastos pagos. ¿Lo olvidaste, o es que no escuchaste nada detrás de la puerta?

—Lo siento, es la costumbre— y le regaló una preciosa sonrisa.

Dos horas después estaba a bordo de uno de los vuelos directos  de American Airlines. Al llegar a Charlotte, rentó un coche y se dirigió directamente al Charlotte Marriot City Center. Su plan era sencillo. En su corta estadía en la ciudad se dedicó investigar el pasado de Donna. Buscó su casa natal, visitó la preparatoria, habló con los vecinos del barrio y por la noche del segundo día tomó el vuelo de regreso.

Volvió teniendo casi la plena certeza de saber lo que estaba ocurriendo. Debía corroborar algunas cosas pero sentía que  la hipótesis que había elaborado tenía su lógica.

Mientras se quitaba la ropa para darse una ducha, accionó el contestador de llamadas. Apareció la voz de Jimmy Allen:

—Travis, cuando regreses tenemos que hablar. Tengo algo que seguro va a interesarte.

Escuchó la grabación varias veces. Su amigo sonaba como excitado.

El segundo mensaje era más extraño. Se trataba de John que raramente llamaba:

—¡Hey, campeón!, si estás por la ciudad ven a verme. Tuve visitas.

Esa noche durmió sobresaltado, continuamente los dos mensajes golpeaban en su inconsciente. Creía saber de qué se trataba lo que John quería decirle pero le intrigaba sobremanera, la urgencia y aparente agitación de Jimmy.

**********

Llegó a la jefatura demasiado temprano. Tuvo que esperar una media hora larga hasta que Allen apareciera.

—¿En dónde estabas, maldito? Hace dos días que te espero. Tengo que mostrarte algo.

—Dime de que se trata.

—Acompáñame a la oficina, allí podremos hablar tranquilos. Se trata de las huellas que me dejaste.

Cuando estuvieron a buen resguardo de oídos curiosos, Jimmy retomó la palabra.

—Encontré a la dueña de esas huellas.

—¿Donna Miller?

—Lo siento, es Tracy Davis. De Concord, Carolina del Norte.

—¿Estás seguro?

—Completamente, mira la foto que arroja el sistema de rastreo de huellas.

—¿Qué otras cosas averiguaste?

—Vivió y trabajó un tiempo en Charlotte. Registra un par de arrestos por vagancia y un caso de hurto que quedó en la nada. Lo más grave que muestran sus antecedentes es el robo de un automóvil en complicidad con un  antiguo novio. Se libró porque el muchacho se adjudicó toda la responsabilidad. Tiempo después cayó por tenencia de estupefacientes y recibió una condena de dos años. Desde que fue liberada  se le perdió el rastro.

—Gracias, amigo. Te debo una—hizo silencio y agregó—En realidad varias. Te dejo, nos estamos viendo.

Las cosas comenzaban a cerrar. Quedaba pendiente la charla con John.

Mientras aguardaba que el Dempsey Club abriera se encaminó a su oficina.

Peggy estaba ubicada en su puesto, bella y alerta. Travis entró, le dio un beso en la mejilla y le entregó una caja de bombones:

—Hola primor, le dijo.

—Que galante que estamos. ¿Sucedió algo?

—Nada, pero el dinero que fluye saca lo mejor de mí.

—Puedo notarlo, exclamó la chica sonriendo.

—Peggy—dijo Travis cambiando el tono—Pide una entrevista con el Sr. Beltzer. Luego de que hable con John en el Dempsey quiero hablar con él. Dile que es sumamente importante.

—¿Averiguaste algo?

—Creo que lo tengo resuelto. Ya te contaré. Sólo me queda hablar con John.

Salió a la calle. Bebió un café y comió unos entremeses en un pequeño bar de la avenida. Pasado el  mediodía se dirigió al club. Tenía la seguridad de que John ya estaría trabajando.

En efecto. Su amigo estaba repasando las copas y mirándolas al trasluz para asegurarse de su pulcritud.

—¿Qué es eso de que tuviste visitas?

—Eso, tuve visitas. Vino tu rubia infartante.

—¿No digas? ¿Estuvo sola?

—No, llegó con un grupo de amigos y, por supuesto, su noviecito.

—¿Qué te pareció?

—Es una impostora.

—Cuéntame.

—Cuando ese hato de malcriados se acercó a la barra  les pregunté que deseaban tomar. Cada uno hizo su pedido. Ninguno pidió nada en especial, sólo ella dio la nota.  Me preguntó si sabía preparar julepe de menta.

Travis lanzó una carcajada

—Te debe  haber caído como si insultara a tu madre ¿verdad?

—Algo así.

—¿Qué respondiste?

—¿Lo quieres en plata o peltre?

Se quedó mirándome. No supo que responder. Por eso te digo que es una impostora. Esta niña no vio un caballo ni en fotografías.

—Está bien, te creo pero… me podrías explicar ¿de qué va todo eso?

—Alguien que esté vinculado al mundo del turf, que ama a los caballos y elige la bebida oficial del Derby de Kentucky como su trago habitual, seguramente conoce la historia de la bebida y los modos de beberla. El julepe de menta se vende por miles en esas carreras. Lo recaudado durante los dos días del Derby se destina a beneficencia para los jinetes retirados. Cada trago vale cómo mínimo mil dólares y antiguamente se servía en vasos de plata o de peltre. No saberlo, frecuentando ese mundillo es ser un advenedizo. Es rubia es una estafadora, montó la escena del refinamiento para embaucar a ese pobre crio.

—¿Sabes qué, amigo? Tienes toda la razón, terminas de confirmar mi teoría. ¿Me servirías un Crown Royal?

—Apenas pasó el mediodía.

—La ocasión lo amerita.

 **********

Travis llegó a la reunión con el Sr. Beltzer con renovados bríos. Los datos recabados en Charlotte más el apoyo recibido de su antiguo colega Allen y la fina percepción de John, no hacían otra cosa que confirmar las sospechas que traía desde Carolina del Norte.

El abogado lo invitó a pasar a su despacho privado, le ofreció un trago y, yendo al grano, le preguntó sin rodeos:

—¿Qué me trae, Sr. Moore?

—Quiero contarle cual ha sido mi trabajo en estos días, lo que pude averiguar  y la conclusión a la que arribé.

—Lo escucho atentamente.

—Pues bien. Hace dos días viajé a Charlotte, ciudad natal de Donna Miller. Efectivamente existe una familia Miller. Estuve de visita en su casa y conocí a sus padres. Por lo que pude apreciar es gente de  muy buen pasar. Es un  matrimonio muy bien avenido y sus ocupaciones coinciden con las mencionadas en el dosier que me entregó. Dona Miller concurrió a la preparatoria de esa ciudad. Visité el colegio, hablé con sus antiguas profesoras y pude corroborar que  el pasado de la joven coincide con la información que ustedes informaron…

—Entonces no hay nada de que temer—interrumpió el letrado.

—No se apresure, Sr. Beltzer, hay más. Le decía que todo concuerda salvo que la Srta. Miller, la verdadera Srta. Miller falleció hace tres años atropellada en la vía pública por un automóvil que se dio a la fuga y del cual nunca pudieron encontrar a su conductor.

—¡¿Entonces la novia de Joseph quién es?!

—Se trata de Tracy Davis, con antecedentes penales y condena purgada por tenencia de drogas. Fue compañera de Donna en la preparatoria. Tuve acceso al anuario de graduación y, aunque en ese momento no sabía la identidad de la llamada Tracy, me llamó la atención el parecido entre ambas. Según mi instinto, es la presunta asesina de Donna. A la luz de lo que ya conocemos, el móvil del crimen fue  usurpar su identidad para fraguarse una nueva vida. Una vez en Nueva York y habiendo conocido a Joseph, montó el numerito de niña elegante y distinguida, lo cual era efectivamente, Donna. El resto fue fácil Con su belleza natural se dedicó a enamorarlo pues la condición de, Joseph, de único heredero de un imperio, lo convertía en un muy buen partido. Desde luego que lo que le estoy contando habrá que probarlo pero estos son los hechos. Ustedes decidirán que hacer de ahora en más con esta información.

—No se preocupe, nosotros nos encargaremos.

Beltzer abrió un cajón de su escritorio, extrajo un voluminoso sobre que  entregó a Travis, se puso de pie y comentó:

—Manténgase en contacto. Podemos tener otros trabajos. Fue un gusto. Hasta luego Sr. Moore.

—Hasta luego, fue un placer.

Travis Moore, detective privado de Nueva York, ganó la calle. El sol aún no se había ocultado. La ciudad comenzaba a encenderse. Las pasiones y las ambiciones recorrían sus calles y seguramente, pensó, traerían un nuevo caso que le permitiría sobrevivir en medio de todo ese caos.

Reconfortado, feliz y más confiado, encaminó sus pasos hacia el Dempsey Club, en dónde su amigo John lo estaría esperando con un vaso de Crown Royal o, tal vez mejor, le pediría que le prepare un julepe de menta y se lo sirva en su icónico vaso de plata.

Sonrió.

 

©Relato: Héctor Vico, 2020.

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