La mujer del escritor por Txema Arinas
Lo había visto acercarse de frente, y, en contra de lo que previa, un ligero cabeceo y un efusivo hasta luego para quitárselo de encima sin resultar excesivamente desabrido con alguien al que hacía lustros que no veía el pelo, un antiguo compañero del colegio con el que había compartido pupitre y con el que, aun así, nunca había llegado a congeniar del todo, le había parado en seco en mitad de la calle.
-He leído tu relato sobre la pederastia en los colegios de curas en el suplemento de El Diplomático y me he quedado de piedra. Bravo por ti, Josema, no te has cortado ni un pelo.
-Gracias. Era un relato figurado sobre…
-Qué figurado ni qué hostias, si has puesto los nombres y apellidos de los hijos de puta que nos manoseaban de críos.
-¿Seguro? Creo que todos eran nombres ficticios. No soy tan temerario como para arriesgarme a una querella por injurias sin tener pruebas fehacientes.
-¿En serio? Hablas del padre Fernando Izarra, alías Astronauta, el padre Patxi Ventosa, Chepas, Guillermo Saenz de Samaniego, alías Manoslargas, y, el más asqueroso de todos los que tuvimos que aguantar de pequeños, Iñigo Gariñanos, alías Patxaranes; ya sabes, el que te decía: “Areta, si tanto le gusta meter bulla en clase, pase después por mi despacho que le voy a tocar el clarinete…” Vamos, que no te has dejado ni uno.
-Me dejas de piedra. Era un relato ficticio sobre un colegio de curas… No tenía ni idea de que había puesto nombres y apellidos de personas reales.
-Y los motes, no olvides los motes. De hecho, nadie se acuerda de los nombres de los curas que nos daban clase; pero, de los motes… ¿Qué pasa, que no lees lo que te publican?
-Pues no, no suelo hacerlo. Cuando escribo un relato, o un artículo, se lo paso a mi mujer, si ella me dice que hay algo que corregir lo corrijo siguiendo sus instrucciones y luego lo mando al periódico. Si no me dice nada ni lo miro y lo mando tal cual.
-Pues no sé si habrá un lapsus de mil pares de cojones o qué; pero, tienes soliviantada a media ciudad. Unos celebran lo que has hecho, eres su héroe. Otros están escandalizados por haber comprometido a personas que juzgan decentes y a las que tienen en muy alta estima incluso años después de haber dejado el colegio. No me extrañaría nada que los aludidos decidieran querellarse contra tu persona.
-No entiendo nada. Puede que sea lo que tú dices, un lapsus. Ya lo voy a mirar. Me paso los días escribiendo novelas, artículos, relatos, reseñas de libros. Puede que se me haya cruzado el cable, no sé.
Ya en casa el escritor revisó el relato mandado hacia apenas dos semanas a la redacción de El Diplomático. No había duda, los nombres, apellidos y motes de los personajes que aparecían en su relato sobre la pederastia en los colegios de curas correspondían a esos otros reales de su antiguo colegio.
-¿Cómo no me has dicho nada? -pregunta el escritor a su mujer.
-¿Cómo iba a saber yo si era reales o no? -contestó ella perpleja.
-Te he hablado mil veces de…
-¿Y tú crees que me acuerdo de todas las tonterías que me cuentas?
Al final, el escándalo del que le había hablado su antiguo compañero del colegio quedó en nada. El escritor supuso que los afectados, conociendo el percal, había preferido dejarlo correr con el fin de no exponer todavía más el buen nombre del colegio a la opinión pública. Al fin y al cabo, esa y no otra era la marca de la Casa; no solo la del colegio, sino de esa otra con mayúscula a la que pertenecían todos en su condición de clérigos.
En cualquier caso, todo parecía olvidado con el transcurrir del tiempo, esto es, una docena de artículos y otros tantos relatos y reseñas más, y, sobre todo, absorto como estaba con la próxima presentación de una novela negra sobre la corrupción en la España de nuestros días y la sumisión de la prensa al poder político. El día de la presentación de la novela en una pequeña pero prestigiosa librería del casco viejo de su ciudad el escritor se sorprendió de ver entre el público a su antiguo compañero del colegio. En ese momento, y consciente de que al final de la presentación probablemente se acercaría hasta él para que le firmara el libro, el escritor tomó la decisión de intentar esquivar a su antiguo compañero del colegio, a la vista del número de gente que le requeriría una firma con dedicatoria, prometiéndole un encuentro para otro día que, desde luego, no estaba dispuesto a cumplir convencido de que aquel tipo parecía haber reaparecido en su vida única y exclusivamente para tocarle los cojones.
Para su desgracia, e incluso también para su sorpresa dado que durante las presentaciones de libros en su ciudad las preguntas del público no solían estilarse mucho, o prácticamente nada, al menos no en comparación con alguna que otra ciudad vecina que solía visitar, su antiguo compañero del colegió fue el único que levanto la mano para intervenir durante el turno de preguntas.
-¿No te parece muy arriesgado haber incluido en la trama de tu novela nombres y apellidos de personajes reales de la política local, incluso de la prensa, y, sobre todo, el de un famoso constructor de la ciudad al que todo el mundo relaciona con los chanchullos más sonados de los últimos años?
El escritor se puso lívido, incapaz de articular palabra o pensamiento alguno. De hecho, lo primero que pensó cuando por fin consiguió salir de su estupor, es que aquel tipo le estaba jugando una mala pasada, quién saber si con motivo de algo que ocurriera entre ellos cuando eran compañeros de pupitre y que él no conseguía recordar.
-Creo que todos los nombres que aparecen en el libro son ficticios. Otra cosa es que puedan estar inspirados por personajes de la actualidad con el único propósito de darle así más veracidad al relato. En todo caso, cualquier parecido con la realidad…
-¡No jodas, Areta, si hasta citas al director de tu periódico!
El escritor resolvió hacer caso omiso a aquel tipo antes de que acabara haciéndole perder los nervios. Lo hizo tras reparar en el gesto de su mujer, sentada en la última fila de las sillas colocadas para el evento, el cual lo conminaba a zanjar el tema lo antes posible.
-Insisto: cualquier parecido con la realidad es pura casualidad. En una ficción hasta los nombres de personas de carne y hueso, si los hubiera, son un mero artificio literario.
Sin embargo, y, aunque después de aquellas palabras finales durante la presentación de su libro el escritor llegó a creérselas como si fueran su único asidero, en esta ocasión no pasó mucho tiempo antes de que recibiera la confirmación de que su supuesta indiscreción, pues todavía no llegaba a explicarse cómo podía haber deslizado, una vez más, los nombres y apellidos de los personajes reales que habían inspirado la trama de su novela negra, esta vez sí iba a tener consecuencias.
-¡Me han despedido del periódico! -participó a su mujer visiblemente exaltado.
-¿Y te extraña? En tu novela el director del periódico que está a sueldo del empresario constructor que tiene chanchullos con los políticos que le recalifican terrenos municipales lleva los nombres y apellidos de ese otro que ha estado pagando tus artículos y relatos durante años. ¿Por qué no utilizaste seudónimos?
-¡No lo sé! De hecho, no recuerdo los nombres que utilicé en la novela. Puede que me precipitara al escribirla y se me pasara por alto sustituir los nombres de las personas que tenía en mente por otros ficticios.
-Pues no sabes la que has montado por no revisar las cosas antes de mandarlas a la editorial.
-Tenías que haberme advertido.
-Te recuerdo que ni siquiera me dejaste echarle un vistazo al texto. Tenías mucha prisa en publicarlo.
No había opción para la réplica, su mujer estaba en lo cierto, había mandado el manuscrito a la editorial al poco de terminarlo de escribir. En realidad, había pensado que para una segunda lectura nadie mejor que su editor. De ese modo, y sin otra intención que escapar, tanto de las palabras como de la mirada reprobatoria de su mujer, el escritor se echó encima su chamarra y salió de casa en dirección a la cafetería donde acostumbraba a desayunar por las mañanas mientras leía la prensa del día.
Para llegar hasta allí tenía que cruzar el paso de cebra donde ese día fue atropellado por un vehículo que el escritor jura y perjura que salió de la nada, pues él se había cerciorado de que no venía ninguno antes de cruzar, tal y como era su costumbre. Por suerte, y una vez más también para sorpresa del escritor, el cual, a ver venírsele el coche encima, no había dudado en despedirse de la vida, solo sufrió heridas leves en la cadera y un tobillo. Con todo, el escritor era incapaz de quitarse el susto de encima, y no tanto por el recuerdo del momento del accidente, en realidad todo había sucedido como en un abrir y cerrar de ojos, como por su convicción de que no había sido casual, sino más bien un aviso en toda regla por parte de aquellos a los que había incomodado con su libro.
A decir verdad, el escritor se había pasado la noche en vela dándole vueltas a la cabeza en la soledad en la soledad de su habitación del hospital. Tiempo de sobra para conjeturar todo tipo de conspiraciones contra su persona, la más disparatada de las cuales no dudó en hacérsela saber a su mujer cuando esta llegó al hospital con el corazón en un puño.
– ¿De verdad me estás acusando de haber cambiado los nombres de los personajes de ficción de tus novelas y relatos por otros reales con el único fin de comprometerte a ver si así te dan un escarmiento y, con un poco de suerte, hasta me quedo viuda?
– Eres la única que tiene acceso a los archivos de mi ordenador.
– También dices que, como no tengo imaginación alguna para inventar historias, eres tú el que se dedica a escribir novelas y yo a corregírtelas. Ni más ni menos como esta que te acabas de inventar.
©Relato: Txema Arinas, 2020.
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