LA MARCA DE AISHA KANDISHA de Ahmed Oubali

 

LA  ᙏaCa

DE  Aisha Kandisha  

  Ahmed Oubali

        «Si Satanás pudiera amar, dejaría de ser malvado».

                                                                                                                Santa Teresa de Ávila.

Guía del Lector.

 En un orden alfabético convencional relaciono a continuación los principales personajes  que intervienen en esta ficción:

 

ABDESAMAD, Yunes: Médico generalista, sufre por sentirse ignorado por el sexo débil.

BAKAY, Alia: Segunda esposa de Walid Taibi, muy sexy, pese a su madura edad.                   

BARGUI, Mohamed: Profesor, de dudosa moralidad.

BIARI, Leila: Joven e ingenua reportera, víctima de acosos sexuales debido a su hermosura.

BILAL, Khalid: Discapacitado mental, padece de priapismo.              

DÍAZ,, Carmen: Hermosa turista, «tía» de Damián, aspira a ser madre soltera.

GARRAF, Farid: Joven médico forense en prácticas.

HUSNI, Abdelmalek: Elegante hombre de negocios, admirador de la periodista Leila Biari.

IBRAHIM, Ali: Exviolador, recién liberado.

LÓPEZ, Damián: Chico afeminado, buscando tensas aventuras.

MAATI, Warda: Dama muy fisgona, escritora, algo ninfómana.

MUAD, Jalil: Gerente del hostal «Rosa del paraíso».

MUNSIF, Dalia: Prostituta menor, asesinada anteriormente.   

RAHAL, Amin: Inspector de la Policía Judicial.

SULAIMÁN, Zaid: Imam del pueblo, con ademanes poco ortodoxos.

WALID, Taibi: Empresario, mecenas del festival, propietario de «Rosa del paraíso».      

WALID, Nadia: Hija del mecenas, de 17 años, asesinada.                                   

WALID, Yasir: Hermanastro de Nadia Walid, drogadicto. 

 

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SINOPSIS.

Aït Adrur -un pueblo situado al sudoeste de Tiznit, conocido como un remanso de paz por su lago Izamast- es visitado inesperadamente por una fuerza maligna que desatará una violencia despiadada, ilustrada por una serie de crímenes de los más sutiles y bárbaros a la vez. La policía no tiene pistas. Nadie ha visto nada. El que sabe algo, en cambio, es el lector. A medida que avanza la trama, va tejiendo hilos en aquel ambiente tremebundo y caótico. ¿Puede alguien con mente retorcida hacerse pasar por un fantasma para matar impunemente? Los sospechosos no faltan, pero todos tienen coartadas de hierro fundido. Y el cruel asesino en serie está entre ellos. El lector baraja las pistas de tres móviles que son el sexo, el dinero y la venganza, pero ¿cuál de ellos considerar?

El brusco y sorpresivo desenlace sacudirá a todos cuando -al final del relato- cesa el juego de las apariencias, caen las máscaras y surge la aterradora verdad, previamente ocultada por el narrador.

UNO.

Era una mañana de finales de octubre, luminosa y despejada. Los rayos de la primera hora del día se alargaron extendiéndose sobre el pueblo, que parecía inmovilizarse un momento en una exótica postal, la carretera principal que separa la parte urbana moderna, con su gran explanada, de la periferia, con sus viejas casas de adobe en lo alto, alumbrando las aguas del pintoresco lago Izamast y terminando por acariciar levemente la brillante y ocre fachada de un imponente y lujoso hostal. Se llamaba Rosa del paraíso y era de reciente construcción. Lo edificó el viejo empresario Walid Taibi cuando lo nombraron hace dos años para organizar el festival de música, baile y bodas colectivas, a guisa de Imilchil. Había aceptado gustoso, atraído por aquellos amplios prados junto al fascinante lago frecuentado por las golondrinas y al que acudían ahora turistas de todo el mundo. El edificio tenía tres plantas, ventanas espaciosas con vistas múltiples y una extensa y soleada terraza para desayunos y comida. Aunque aislado, el hostal ofrecía todas las comodidades de un hotel moderno.

Una mujer pagó el taxi que la dejaba junto al hostal, accedió a la terraza acotada, en la que muchos turistas se habían sentado ya para desayunar y comentar el evento del día que consistía en la inauguración del musim anual, se acomodó a una mesa y pidió el desayuno. Era dueña de una hermosura que provocaba inevitables escozores entre hombres y mujeres. Tenía una contextura delgada y una expresión llena de bondad y complacencia. El pelo negro, largo y echado hacia atrás, dejaba ver una frente inteligente y unos lindos ojos azules. Llevaba un traje gris de dos piezas y una camisa de seda blanca. Sus agraciadas piernas eran hermosamente torneadas y añadían otro matiz sensual a su elegancia innata. Observó que los que allí había no le quitaban el ojo de encima y que algunos bizqueaban de admiración.

De la recepción salió una dama de mediana estatura, bien proporcionada y de caderas bastante exuberantes, pero proporcionadas al enorme tamaño de sus pechos. Cuello largo, frente bastante amplia, ojos grandes y castaños, labios gruesos y sensuales. Parecía una de esas ninfas a la que los hombres darían el salario de todo un año por hacerle el amor.

Se acercó a la mesa de Leila y dijo en tono teatral:

—¿Me permite sentarme a su mesa? Es que no encuentro sitio.

—No faltaba más, señora…

—Señorita Warda Maati. Soy profesora de español y paso el weekend en este pueblo, atraída por la tranquilidad y comodidad del lugar, pues hay buena comida, agradables paseos y gente interesante. ¿Podemos tutearnos?

—Por supuesto. Encantada. Yo soy Leila Biari, periodista. Vengo a hacer un reportaje sobre el Musim. Me hospedo en una residencia, al otro lado del lago.

—¿Periodista? ¡Qué excitante! Yo sé algo de periodismo porque en mi tiempo libre escribo novelas policíacas y, como sabes, una tiene que informarse e indagar mucho. Concretamente, vengo a documentarme sobre Dalia Munsif, la prostituta menor, asesinada junto al lago. La sodomizaron salvajemente y luego la degollaron, abriéndole la garganta de oreja a oreja.

—¡Dios mío! ¡Qué horror! —exclamó la joven, escandalizada—. ¡Hacer esto a una menor, y en una aldea tan apacible! ¿Detuvieron al asesino?

—Sigue suelto. La maldad nos acecha a cada instante, querida amiga. Tenemos que estar alerta, por si las moscas.

Leila abrió la boca para preguntar algo, pero el camarero las interrumpió cortésmente con una sonrisa gingival. Pasó un trapo sobre la mesa, antes de poner el doble y copioso desayuno.

—Aquí todos nos conocemos  —explicó Warda con cierta solemnidad, cuando se hubo marchado el camarero—. ¿Ves a esa alegre pareja que acaba de llegar?

Asintiendo, Leila miró a hurtadillas en la dirección indicada. Vio a una mujer de agradable rostro y cuerpo sexy de los que atraerían en seguida la atención de cualquier hombre, ávido de sexo. Tenía el pelo rojizo y sus ojos oscuros y seductores, de mirada acaparadora y sensualidad animal, expresaban pasiones íntimas e inexpresables. Llevaba un vestido beige ceñido que le acentuaba sus atractivos físicos de tal manera que sus voluminosos pechos amenazaban con desgarrar la fina tela que los contenía. El joven que la acompañaba, visiblemente afeminado, aparentaba unos veintidós años. Tenía el pelo rubicundo, corto, con flequillo de lado, tez blanca, ojos castaños y una boca sensual, pintada de un rojo apenas visible. Llevaba unos jeans veraniegos ceñidísimos que le marcaban las nalgas, y una camisa de manga corta, color verde pálido. Se sentaron a una mesa e hicieron señas al camarero.

—Viven en una caravana junto al lago —expuso la profesora, poniendo azúcar en su taza de café con leche, antes de tomar el zumo de naranja—. Ella es Carmen Díaz y él, Damián López. Se rumorea que la mujer es su tía, pero si quieres que te sea sincera, veo algo siniestro en su relación que me pone carne de gallina.

—¿No será porque escribes historias de misterio? —curioseó la amiga, tomando unos traguitos de té a la menta, sin sorber.

—Podría ser. Pero nosotras las mujeres tenemos eso que llaman el sexto sentido, y nunca fallamos en deducir cosas.

Hubo una pausa. Ambas mujeres miraron con gran interés al joven que acababa de salir de la recepción, rumbo a una mesa cercana, desocupada. Era esbelto y bronceado, tipo Cary Grant, con ese aspecto de un hombre de triunfante vitalidad, satisfecho de la vida, optimista y a la vez sencillo.

—Ese es Abdelmalek Husni, hombre de negocios, soltero y muy elegante  —aclaró la profesora, llevándose de nuevo la taza a los labios—. Dicen que es joyero. Muy guapo, ¿no?

—En efecto. Seguro que las mujeres andarán locas por trincárselo, gustosas.

El aludido, sabiéndose objeto de conversación, saludó discretamente y con expresión jovial a ambas mujeres, antes de pedir el desayuno al camarero.

—¡Vaya! Pero si tiene ahora clavados sus ojos en ti, querida. Parece desnudarte con la mirada. ¿Buscará ligue?

La reportera observó que era cierto y le devolvió al joven la sonrisa, sintiendo que el ritmo de los latidos de su corazón se alteraba. Abrió la boca para decir algo, pero Warda le dio un ligero codazo, invitándola a observar los últimos en llegar.

El primer tipo, de traje de franela marrón usado, salió de los servicios, analizó la estancia, como si buscara a alguien conocido, se dirigió con ligereza de un tigre a una mesa reservada y se sentó. Era un atleta moreno con cara de caballo, la boca torcida y perversa, los hombros de un gorila. Parecía huraño y malhumorado. Sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno, tiró el fósforo al suelo, dejó que el viento dispersara el humo y buscó con la mirada al camarero. El hombre que le siguió era alto, delgado y con un bigotito a lo Clark Gable. Llevaba un traje color verde oliva sin corbata, y unos mocasines color marrón. El último en llegar, esta vez viniendo de afuera, era un tipo bajo y grueso, calvo, cejijunto, de cara redonda y ojos saltones inyectados en sangre. Tenía la nariz ganchuda y las orejas puntiagudas, similares a las del mismo demonio. Llevaba un traje negro usado y una corbata arrugada. Seguía testarudo a una rubia alta y gorda, de unos dieciséis años, ataviada con una chilaba malva con escote para naufragar en él y unos ojos enormes que parecían devorarlo todo. La mirada del hombre estaba clavada en el trasero de la joven, cuyas suaves ondulaciones lo dejaban anonadado. Pero muy pronto volvió a la realidad para quedarse frustrado, como un perro que pierde el hueso, al ver a su imaginada presa sentarse a la mesa del tipo de la cara de caballo, al que dedicó una libidinosa sonrisa llena de excitantes promesas.

—Ese atleta de boca torcida que está con la rubia —señaló Warda, mientras untaba una crepe con mermelada de albaricoque— es Ali Ibrahím. Dicen que es empresario, pero no lo creo, dada esa cara de gánster que tiene.

—¿Y la rubia, quién es? —inquirió Leila, mientras untaba pan tostado con miel.

—No sé. Una putita de las que vienen de Agadir —dijo la mujer, hincando el tenedor en un trozo de huevo frito.

—¿Y el tipo a lo Clark Gable?

—Es Mohamed Barguí, un profesor de árabe. Mira. Parece fascinado por el escote de Carmen, o ¿será por Damián? ¡Vaya usted a saber! En cuanto al tipo bajo y grueso, es Yunes Abdesamad, el médico del pueblo, divorciado y sin hijos. El pobre sufre por ser objeto de repulsa de parte del sexo débil, pero tampoco va de fulanas, según sabemos. Yo creo que el pobre diablo teme a las mujeres. Freud diría que es a causa de una juventud con una madre dominante y un padre sádico con obsesiones pedófilas.

—¡Qué lástima! —dijo la reportera, estremeciéndose.

—Si te fijas y lo piensas bien, todos estos personajes cojean de alguna pata. No sé qué buscarán, pero sí sé que lo hacen movidos por la maldad. De todos ellos, el que más me fascina es nuestro atleta con boca torcida. Mira con qué lascivia nos observa, pese a que tiene a la rubia en el bote. Creo que el pobre perdería su malhumor y su desdicha si follara con varias mujeres al mismo tiempo.

—Lo que dices me recuerda una cita de Santa Teresa de Ávila que dice; «si Satanás pudiera amar, dejaría de ser malvado» —aclaró Leila, luego preguntó, pelando un plátano—: ¿Te interesa el individuo como caso criminal a estudiar o como posible pareja sexual?

—¡Por Dios, querida! Como un caso a estudiar, claro está —mintió la aludida, imaginándose, en cambio, embestida por ese gorila, privado cruelmente de sexo durante años. Pero el profundo suspiro de anhelo y las mejillas sonrosadas indicaban a Leila que la amiga mentía descaradamente. Además, saltaba a los ojos que no podía ocultar su animosidad hacia la rubia que acompañaba al gorila.

La periodista se apresuró a cambiar de tema, pero su amiga se lo impidió. Entraba en ese momento al hotel un hombre corpulento, de edad madura, alto, con anchos hombros, calvo y con una visible cicatriz debajo del ojo izquierdo. Sus ojos negros recorrieron un momento la terraza, dio un leve saludo, inclinando la cabeza, luego se dirigió a la recepción para entregarle las llaves del chalet a su hija, antes de ir al aeropuerto de Agadir, ciudad en la que tenía su domicilio principal,  a acoger a su esposa e hijo que volvían de vacaciones.

—Es el señor Walid, el mecenas del festival y dueño de este hostal —explicó la escritora—. Va a saludar a su hija Nadia que es estudiante en empresariales. Viene los fines de semana a hacer prácticas de hostelería. Su padre hizo este hostal de la nada. Antes, la aldea era un lugar inhóspito y en dos años se convirtió en este remanso de paz.

Poco después, el empresario y su hermosa hija de diecisiete años, acompañados del gerente, el señor Jalil Muad, aparecieron, se aseguraron de que todo iba bien en la terraza, saludaron de paso a ambas amigas y se dirigieron al coche del mecenas para despedirse. Luego Nadia y el empleado volvieron a la recepción.

—¡Qué guapa es esta chica! —exclamó Leila, maravillada—. ¡Y vaya vestimenta sexy lleva!

— Nadia es hija de la esposa actual —explicó su amiga—. La primera esposa, con quien el mecenas tuvo un hijo, falleció, según cuentan, en un incendio en el cual perecieron también el hermano del señor Walid, su esposa e hija. Por suerte, padre e hijo veraneaban en otra ciudad cuando ocurrió el fatídico hecho. Decías que Nadia es muy sexy. Cierto. Y por vestir pantalones y jerséis muy estrechos, enloquece a todos los que la observan. Hombres y chicos van detrás acosándola, principalmente nuestro frustrado médico que ves allí enfrente, un joven discapacitado mental y el imam, ambos del pueblo.

—¿El propio imam? ¡Qué vergüenza! Deberían suspenderlo y condenarlo.

—Se llama Zaid Sulaimán. Por ser soltero y tener alta la testosterona, actúa con modales poco ortodoxos e indignos de un alfaquí.

—¿Y el atrasado mental, por qué no lo internan en un psiquiátrico?

—El pobre Khalid Bilal persigue a las niñas  por padecer priapismo.

—¡Madre mía! ¡Qué desgracia! ¿Y qué ha hecho el médico?

    —Nadia fue a su consulta por un cólico de gases. Le contó luego a su padre que los tocamientos, de la que fue objeto durante la auscultación, fueron demasiado exagerados. Podemos imaginar al desdichado estrujándole suavemente las tetas a la niña, palpándole su pubis, fingiendo buscar algún tumor, acariciando el vello púbico con deleite e insertando el dedo en el recto, mientras recorría con su ávida y asquerosa mirada todo el cuerpo desnudo de la pobre chica.

—No sigas, por favor —suplicó Leila, horrorizada—. Este médico es peor que el doctor Jekyll y Míster Hyde que drogaba a sus pacientes antes de follarlas. ¡Solo Dios sabe cuántas víctimas tendría sobre la conciencia! ¿Pero qué han hecho las autoridades al respecto? ¿No lo han inhabilitado?

—No ha habido queja ni denuncia en estos casos. Nadia dio calabazas a Zaid, lo ridiculizó por haberla pedido en matrimonio, convirtiéndolo en el hazmerreír del pueblo; y al pobre Khalid, le dio simplemente esquinazo cuando le mostró su enorme pene. En cuanto al maestro de la escuela coránica, un joven de 26 años, la abordó varias veces amenazando con degollarla si no sustituía la vestimenta europea por la musulmana.

—¡Vaya por Dios! —espetó la reportera, irritada, agitando sus oscuras pestañas—. Esto me está inquietando bastante. Me daría un ataque al corazón verme violada por uno de estos tres monstruos. En cuanto termine mi reportaje, pondré los pies en polvorosa.

—Yo también. Como ya te dije, la maldad nos acecha a cada instante y no exagero si añado que el asesino psicópata de la pobre Dalia Munsif podría estar entre todos estos personajes que nos rodean, incluso detrás de nosotras, para violarnos y luego degollarnos al menor descuido. El que parece más honesto y cuerdo es nuestro joyero, pero ¿no dicen que las apariencias engañan? Mantengamos el ojo al acecho, querida, si queremos conservar enteros nuestros bonitos cuellos e intactos nuestros hermosos y sedientos coños.

Iban a levantarse e irse cuando, de repente, apareció de la nada una sorprendente e insólita silueta que se materializó en una alta, esbelta y robusta beduina ataviada en un niqab azul sedoso y fluido que le ocultaba el cabello y el cuello, recorriendo la cara de oreja a oreja, tapando la nariz y la boca y dejando al descubierto solo la fina franja de los ojos. Una túnica gris o abaya amplia le cubría el cuerpo hasta los diminutos pies. Calzaba zapatillas deportivas usadas y muy estrechas. Por el violín que ostentaba y la bolsita en forma de cuenco que dejaba en una mesa desocupada, la muchedumbre entendió pronto que era una joven que mendigaba tocando música.

En un silencio reverencial, empezó sujetando el violín entre la barbilla y el hombro izquierdo, sin uso de almohadilla, enderezando el brazo y la parte superior de las yemas de los dedos cerca de la parte superior del clavijero, mientras con la mano derecha pasó el arco sobre las cuerdas, hacia arriba y hacia abajo, manteniendo la espalda recta y sin tensar, fijando los ojos en la cabeza del violín y acomodando el brazo izquierdo ligeramente hacia adelante para que los dedos se colocaran de manera perpendicular al diapasón. Como se sabe, la gama del violín se extiende desde G, el más bajo de cuerda al aire, hacia arriba casi cuatro octavas. Se aseguró de que las cuatro cuerdas (de grave a agudo: sol, re, la y mi) estuvieran afinadas con una quinta de separación.

La melodía arrancó con un legato variolage, una técnica que consiste en alternar una nota estática y una cambiante, creando así una sensación de disforia (malestar, súplica o queja). Siguió un movimiento de Staccato de dobles cuerdas con octavas, provocado por un rasguño o golpe del arco. De la disforia pasó a la euforia, dando la sensación de esperanza, expectativa y júbilo, ilustrada con un fandango que la dama misteriosa ejecutaba con unos movimientos vivos y apasionados del flamenco, acompañado de la danza del vientre oriental. Siguieron luego saltos de cuerda con octavas disminuidas, escala menor melódica, generadora de sentimientos de tristeza y frustración. La sensación de desesperación fue agravada por un brusco pizzicato ejecutado con la mano izquierda, pulsando frenéticamente las cuerdas con los dedos, manteniendo el pulgar entre el primer y el segundo dedo.

El que conociera la letra del poema podría fácilmente «pisarle los talones» al texto sonoro y recordar su forma lingüística, haciendo coincidir ambos lenguajes.

El clímax, que cerró la melodía, fue logrado con un arpegio, haciendo brotar unos siniestros sonidos, yendo de los más graves a los más agudos. De repente, el violín se mutó en arpa, tocado ahora con alta frecuencia de vibraciones, generadora de una impresión de sollozos y gemidos. Se veía a los oyentes conmovidos y atónitos, casi trastornados por ese sublime desenlace musical. Todos parecían preguntarse cómo se las arreglaba esa dama demoníaca para obtener tan delicadísimas emociones con un pequeño y viejo violín.

Nadia, que había salido de la recepción, atraída por la divina melodía, estaba, como todos los demás, fascinada y anonadada, ella que habitualmente era inconmovible. En su rostro se dibujaban expresiones antagónicas, placer y temor: «qué hermosa melodía —se dijo—, me dan ganas de llorar y al mismo tiempo siento una extraña sensación de felicidad y paz»; «tengo que invitar a esta dama a tomar algo, ver su rostro, incluso contratarla». Se movió adelante, pero pronto se inmovilizó. En un lapso de tiempo brevísimo, la misteriosa intérprete la observó mientras cerraba la bolsita, ahora repleta de monedas, y Nadia creyó ver en sus oscuros ojos una infinita reprobación, ¿o era pura maldad? Le pareció sentir que unos fríos dedos le comprimían el corazón y le costó trabajo respirar. «¿Será que mi imaginación me está jugando una mala pasada?», pensó.

El efímero incidente no escapó a la reportera que observó la cara demacrada de la joven, pálida hasta lo enfermizo y, tomada por sorpresa, experimentó a su vez un ligero sobresalto al cruzarse su mirada con la de la violinista que se giraba en ese momento. Sus párpados se movían ahora sin agitarse. Despedían ahora simpatía. Los espectadores seguían de pie, emocionados, prodigando enérgicos aplausos y añadiendo generosas monedas. La misteriosa dama se inclinó varias veces para agradecerles el aprecio y la calurosa acogida, recogió la bolsita de dinero, saludó de nuevo y desapareció, dejándolos aún absortos.

—Oye —susurró Warda al oído de su amiga, como si temiera que la escucharan, mientras se acomodaban en sus sillas—, ¿no notaste nada en la voluta del violín?

—No. Estuve totalmente absorta escuchando.

—La imagen de una cabra con enormes orejas.

—¿Y qué?

—Es la cabeza de Iblís, querida —reveló la escritora, mientras un escalofrío le recorría la espalda—. ¿No percibiste esa mirada suya llena de ferocidad e insaciable venganza?

—Oye, ¿seguro que no es otra mala jugarreta de tu imaginación?

—No, querida. Soy una gran observadora. Una escritora ha de serlo. Y hay más: ¿qué me dices de la misteriosa dama? ¿Qué has notado de espantoso?

—Nada. Al contrario, tocaba divinamente.

—¿No te fijaste en sus diminutos pies de cabra, las imposibles acrobacias aéreas que ejecutaba, volteando, girando y esgrimiendo el violín en lo alto?

—Sí. Ahora que lo dices, sus pies eran estrechísimos. En cuanto al baile, reconozco que la actuación fue de las más difíciles de realizar. Pero, sigo sin entender adónde quieres llegar.

—Esa tía, querida, es Aisha Kandisha que Iblís utiliza para perpetrar sus malvados designios. Incluso podría ser una dyinia o diablesa, la esposa de este.

—Sé que su nombre —dijo Leila, pensativa— es la distorsión hecha por los nativos de «Isabel la Condesa» y que el personaje existió realmente durante la invasión de Mazagán por los portugueses, quienes asesinaron a su familia. Para vengarse, ella utilizó su belleza para seducirlos y luego matarlos. Pero lo demás es pura leyenda.

—No —replicó la amiga con empecinamiento—, sus apariciones son reales, como bien lo atestiguan muchas confrarías que, en sus cantos de posesión, la invocan e imploran para curar todo tipo de males o, al contrario, provocar la peor de las maldades. Has de saber que su nombre forma el pentagrama del diablo, ya que consta de cinco sílabas: ai-sha kan-di-sha, llamada también: ai-sha Su-da-nía.

Hubo una interrupción. Damián y Carmen se acercaron a su mesa y solicitaron cortésmente información sobre la melodía.

—Hola, soy Damián y esta es Carmen, mi tía —dijo en francés, sonriendo—. Nos gustaría saber el tema de esta extraordinaria interpretación que acabamos de escuchar, y pensamos que ustedes podrían ayudarnos.

—Con mucho gusto —dijo Warda, solícita—. Siéntense. ¿Quieren tomar algo?

—No, gracias. Acabamos de desayunar.

—Soy profesora de español y, sabiendo que son ustedes españoles, se lo explico en su propia lengua.

—¡Qué maravilla! —espetó el joven con voz suave—.  Se lo agradecemos, pues la violinista nos impactó mucho.

—El poema se titula Ya msafer wahdak (¡Oh, viajero solitario!), cantado por el divino y mítico Mohamed Abdelwahab —explicó la profesora—. El tema alude a la amada herida por el abandono en que la tiene el amado. El leitmotiv que sobresale con énfasis es la desgarradora angustia, la melancolía y el temor que ella siente al ser olvidada por él, porque aguardar sin promesa alguna el regreso del amado puede causar locura e incluso inducir al suicidio.

En ese momento se acercó a ellos el profesor de árabe y dijo:

—Perdonen la indiscreción, pero he captado que hablaban de la melodía y quisiera añadir mi opinión, si me lo permiten. Soy Mohamed Bargui.

—Con mucho gusto —se apresuró a decir Warda, haciendo las presentaciones consecuentes e invitando al caballero a sentarse—. Cae bien y puede hablar en francés, ya que nuestros amigos españoles lo hablan perfectamente.

—Solo quería subrayar que aquella misteriosa dama supera a todos los célebres compositores que han interpretado esta genial obra del ingenioso Abdelwahab.

—¿Por qué lo dice? —preguntó la reportera, intrigada.

—Porque viola drásticamente la partitura original, transformando la súplica de la amada en una cruel y existencial depresión. La violinista, al modificar las notas de la partitura, añade al poema un matiz macabro. ¿Cuál es el sentido de nuestra vida?, parece preguntar. Y la respuesta no tarda en aparecer. Ya msafer Wahdak es la metáfora por antonomasia de nuestra propia existencia: estamos condenados a viajar en solitario por este absurdo mundo, a perder a nuestros seres más queridos, a luchar en vano y, al final, a morir grotescamente y desaparecer para siempre.

                                                       DOS.

Los cinco amigos salieron de la cafetería, cruzaron la calle y se dirigieron a la explanada donde estaba ya levantada una enorme jaima destinada a recibir a los novios y sus tutores para firmar el acta matrimonial. Los adules, que habían llegado antes al lugar, tenían prevista la documentación administrativa de los interesados y solo esperaban la llamada a la oración del mediodía para proceder.

Se veía ya a muchos pastores nómadas bereberes deambular por las callejuelas del barrio. Unos acudían específicamente para participar en las bodas colectivas; otros venían al zoco a comprar o vender todo tipo de productos y animales, incluido especias y frutos secos, utensilios, muebles, prendas de vestir y calzado, pero la mayoría venía a reír, ligar y danzar al son de la música. Aquello daba un enorme despegue al turismo de la región, ya que acudían también los extranjeros, como Damián y Carmen, fascinados por el exótico ambiente: alrededor de la plazoleta se habían levantado ya varios tenderetes improvisados y tiendas de artesanos, barberos y curanderos. Y no faltaban los puestos de carne a la brasa, frituras o dulces, para todos los gustos. Durante el festival, el zoco solía abarcar gran parte del pueblo, extendiéndose desde la entrada, al sur, hasta el lago, al norte, ocupando la parte central donde se erguía la mezquita que, en ese preciso momento, emitía, mediante sus cuatro potentes altavoces, el ensordecedor canto del muecín anunciando la segunda plegaria del día. La multitud que llagaba y se dirigía a los aseos, para cumplir con la ablución, se separaba en dos grupos: los varones a la izquierda y las mujeres a la derecha. Entre ellos estaban los novios.  La ablución consistía en lavar primero las manos tres veces, después enjuagarse la boca y escupir con arranque otras tres veces, luego sonarse ruidosa y fuertemente la nariz, tres veces también, lavar después los antebrazos tres veces más y pasar posteriormente las manos por la frente, el cabello y las orejas, solo una vez; y por último, lavar los pies, otras tres veces hasta los tobillos incluidos. Una turista francesa, que estaba muy intrigada fotografiando aquellos ritos, pidió información a un transeúnte autóctono, quien le explicó que con la ablución el buen musulmán se purificaba antes de iniciar la oración.

Poco después, una furgoneta se detuvo en la placeta, a la altura de los cinco amigos que seguían aún paseando y buscando algo que comprar. Descendió un grupo de chicas, luego otro, de chicos. Cruzaron la calle y se dirigieron a la tienda donde se hallaban los adules. Las chicas estaban ataviadas con un mantón con finas rayas de colores, las manos engalanadas con pintorescos dibujos de hena, todas muy guapas. Los chicos llevaban elegantes chilabas y preciosos turbantes, todo de color blanco.

—Son las casaderas y sus novios que acuden a firmar el acta matrimonial. Las autoridades subvencionan estas bodas colectivas —explicó el profesor a los españoles que observaban interesados a ambos grupos.

—Pero hay menores entre ellos. Esto es un flagrante delito de pedofilia —apuntó Carmen, escandalizada.

—El matrimonio precoz es ilegal en nuestro país y las campañas de sensibilización no paran en condenarlo, pero el fenómeno sigue experimentando un ascenso meteórico, sobre todo en las zonas rurales, donde se dan casos de niñas de doce o trece años casadas con septuagenarios.

—¡Dios mío, qué macabras relaciones! —vociferó Carmen, consternada—. ¿E incluyen estas bodas el Zawax mut’a?

—No. Aquí está prohibido, aunque muchos infringen la norma, casándose en secreto.  Pero en otros países musulmanes es totalmente lícito.

—¿Qué es eso de  “Zawaxmuta”?  —inquirió Damián, boquiabierto.

—Es un contrato matrimonial de placer que dura media hora, dos semanas o todo el tiempo que corresponda al capricho del marido, quien paga los gastos.

Atraída por los “yuyus”, la reportera sacó del bolso su cámara profesional, siguió a los novios hasta la jaima y empezó a fotografiarlos desde varios lados, evitando los contrastes y los contraluces. Tenía bastantes carretes para tomar fotos de la función musical y de los demás eventos del festival.

—¡Mira quién va por allí, junto a esa tienda de comestibles! —lanzó Warda, excitada—. Es la siniestra Aisha kandisha. ¿Por qué no le sacas unas fotos?

Leila asintió y orientó discretamente el objetivo hacia la violinista.

Terminado el papeleo administrativo, un grupo de música tradicional, los Gnawa, se acercó y cantó canciones antiguas de contenido erótico para animar a los novios en su nueva vida marital. Tocaron primero el oboe marroquí, o ghaita, con un fondo de percusión muy rítmico. Ejecutaron luego sus típicos movimientos ondulantes, saltos y movimientos acrobáticos, describiendo con la cabeza círculos, dando vueltas sobre sí mismos al tiempo que se ponían en cuclillas sin parar de girar, para alcanzar al final el mítico trance. Las mujeres animaban la celebración con sus típicos «yuyus» o gritos a estilo bereber, ondulando sus brazos y dedos, a los que todos los asistentes respondían con fervorosos aplausos.

Tras lo cual se rogó a los recién casados desplazarse, antes de volver a sus respectivos aduares, al hostal Las rosas del paraíso donde el propietario del mismo los invitaba, como regalo de boda, a almorzar.

Las dos amigas se separaron del grupo y se adentraron en el zoco, rumbo al lago. El profesor invitó a Damián y Carmen a comer un suculento cuscús, una comida preparada a base de sémola seca hervida que se suele acompañar de carne de pollo o cordero o de verduras guisadas. Como postre, les prometió unos exquisitos dulces llamados «shibaquía», amazacotados con miel y cubiertos de sésamo.

Nadia salió a acoger a los jóvenes casados y los acompañó a la parte trasera de la cafetería, que servía de comedor, donde habían preparado cinco mesas de cuatro personas cada. Dio instrucciones a los camareros para que todo se desarrollara estupendamente y volvió a la recepción.

Los invitados tomaron asiento, famélicos, y su hambre se acrecentó al no creer lo que veían sus ojos: además de la variada y rica fruta, había cuatro enormes platos en cada mesa. Uno de ensalada (lechuga, atún, cebolla, aceitunas y tomate), un tayín de cordero con verduras y el mejor plato de las grandes fiestas, la pastela,  que consiste en un hojaldre relleno de perdiz, acompañado de especias y de canela, logrando un sabor entre dulce y salado. El último plato contenía los exquisitos dulces más conocidos del país. Empezaron todos a comer en silencio, algunos devoraban simplemente lo que tenían al alcance, como lobos que no han comido hacía varios días. Los camareros estaban solícitos, moviéndose febrilmente alrededor de las mesas, atentos a servir a los que pedían más comida, más pan y más agua.

Mientras tanto, en el zoco, las dos amigas vagaban sin rumbo, buscando distraídamente comprar alguna prenda u objeto. Había algunos pares de sandalias muy bonitos en una tienda de vestimenta femenina tradicional que exponían dos maniquíes, uno con el burqa y el otro con el niqab.

—Mira, allí está el atuendo de nuestra diablesa —exclamó Warda, señalando al segundo maniquí.

 —¿Te refieres al de la violinista? Parece el mismo. ¿Quieres comprártelo?

—Me lo llevaría gustosa de souvenir, si no fuera por el desprecio que le tengo al símbolo que representa.

—¿Qué símbolo?

—Esa prenda medieval, querida, representa la milenaria esclavitud de la mujer, un rebajamiento de su dignidad. Moverse en sociedad emperifollada de momia es francamente nauseabundo y ridículo.

Leila abrió la boca para decir algo, pero al oír detrás unas uñas que raspaban y un débil gemido, se giró y vio los grandes ojos de un gatito que parpadeaban, como si pidieran comida. Cogió al animalito en brazos y se dirigió a una tienda donde compró leche, atún y huevos cocidos.

—Hoy tienes fiesta, amorcito —le dijo con cariño, depositándolo en el suelo.

Vertió primero la leche en la tapa de un bote tirado, desparramó el resto de la comida sobre un cartón y dejó que el gatito la devorara con voracidad. Le acarició el lomo y lo abandonó mientras comía para que no la siguiera luego.

—¿Tanto amor a las mascotas? —inquirió Warda, perpleja.

—Un gato semejante me salvó la vida cuando era niña. De no ser por él, yo no estaría ahora aquí contigo.

—¡Increíble, querida! ¡De lo que son capaces los animales! Son más humanos que los humanos.

El sol empezaba a ponerse y el polvo y los ruidos eran insoportables: el persistente sonar de los cláxones, los gritos de los vendedores de varias mercancías, personas que, para saludarse, actuaban como en una pelea mortal, mujeres y niños vendiendo todo tipo de mercancías, gente que tosía y escupía por doquier, niños que se peleaban a grito pelado, pidiendo una limosna a los turistas.

El hombre de la boca torcida seguía discretamente a las dos amigas. Estaba decidido a pisarles los talones hasta que se separaran y entonces seguiría a la periodista, ¿cómo se llamaba? Leila. Sí. Menudo cuerpazo. ¡Y qué culo! La invitaría a tomar algo en el restaurante del lago cuyo propietario conocía bien. Y una vez allí… No podría rechazarlo. Ninguna mujer rechazaría al hombre de la boca torcida, si lo viera desnudo. Comprobó su equipo de disuasión, palpando los bolsillos del pantalón: guantes de cirujano para no dejar huellas, cinta adhesiva para fijar la mordaza y la navaja en el cinturón, debajo de la camiseta.  Repasó cómo actuaría con Leila en caso de que rehusara: golpearla, derribándola al suelo, atarle las manos a la espalda, amordazarla y con el arma rozándole la carótida, la desnudaría y todo sería coser y cantar.

Un mulo cargado de mercadería apareció de repente y separó a ambas mujeres, dejando a Leila en una callejuela sin salida y a Warda, atrás.

El psicópata las perdió de vista un momento, pero pronto vio a Warda a pocos metros de donde él se encontraba. «¡Mierda!, farfulló, yo quería follarme a la periodista. Bueno, todo a su tiempo». Se desplazó hacia ella, desconcertado.

—¡Vaya, pero si es el señor Ibrahím! ¿Qué le trae por aquí?

—Hola, señorita. Pues, dando un paseo, como usted.

—Mi amiga estaba conmigo hace un momento, pero nos separó un bruto mulo. Intenté localizarla. Nada.

—El festival transforma esta aldea en un verdadero infierno —sentenció el hombre, evitando hablar de la amiga.

—Veo que pasea solo. ¿Y su amiga rubia de esta mañana?

—Esa mujer es como una bolsa llena de víboras de cascabeles. Yo busco una gacela, no una serpiente.

—Entiendo lo que quiere decir —concedió la mujer, súbitamente relajada, sintiendo un fuerte cosquilleo le recorría la entrepierna al imaginarse penetrada por él—. Estoy cansada y hambrienta. ¿Le apetece tomar algo? Le invito.

Eso de «¿Le apetece tomar algo?», tranquilizó al hombre, causándole una inmensa sensación de triunfo. ¡No la obligaría bajo amenaza! ¡Esa Mona Lisa estaba ya en el bote! Y lo que más hinchaba su ego era que ella también deseaba follar con él.

Llegaron al lago cuya depresión terrenal formaba al oeste una zona intransitable y desértica por su maleza, lugar donde fue asesinada Dalia Munsif hacía cuatro meses, y al este la zona turística repartida en tres demarcaciones: dos restaurantes con vista al lago, una placeta central con estacionamiento y, a la derecha de esta, en la parte alta y aislada, se hallaba un camping acotado, con cuatro caravanas, la amarilla siendo de Damián. Más allá del lago, al norte, se percibían algunas luces esparcidas de los aduares, a los que se accedía  a pie, bordeando el lago.

—Los restaurantes no cierran hasta pasada medianoche —explicó Ibrahím—. Conozco bien al dueño del que está a la izquierda. Podemos comer allí shawarma con ensalada y hacer más cosas.

—Veo que tiene una segunda planta. Estaremos más cómodos y a gusto, ¿no? —observó Warda, excitada por eso de «hacer más cosas».

—No. Mejor en la trastienda de la planta baja. Con un billete de cien, nos la cederá para toda la noche.

—¡Fantástico! —entonó ella, pellizcándole suavemente el brazo—. ¿Sabes que me tienes hechizada desde que te vi en el hostal?

Ya de noche, y estando en su caravana, Damián miró el reloj. Alguien llamaba a la puerta dando tres golpecitos, como convenido. El profesor era puntual. Y el plan urdido en beneficio de Carmen iba sobre ruedas.

—Hola, querido  —saludó, abriendo la puerta y echándose a un lado—. Pasa.

El semental lanzó una rápida e inquisitiva mirada al entrar torpemente al saloncito, pero esbozó pronto una rutilante sonrisa al ver lo agradable y apacible que estaba el ambiente: había un enorme sofá de cuero, convertible en cama, dos sillones, una mesa de comedor, un pequeño mueble para los licores, un tocadiscos con radio y una pequeña televisión. Al fondo se hallaban la cocina y el aseo y el pequeño dormitorio.

—¿Te ha seguido alguien? Ya sabes lo arriesgado que está esto en tu país.

—No, nadie. Nada es ilícito si se hace en secreto —aseguró el profesor. Se acercó al joven, le echó los brazos al cuello y lo besó frenéticamente en los labios.

—Tranquilo, cariño —dijo el chico, apartándose suavemente—. Sirvámonos primero algo de beber.

Fue al mueble-bar, puso un disco de Julio iglesias, Vuela alto, preparó dos whiskies, llevó los tragos hasta el sofá y se sentó junto al hombre.

—Verás, he de ser sincero contigo. Mi tía te estuvo observando todo el tiempo y quiere también… ya me entiendes.

—¡Claro que sí! Me he percatado de ello. ¿Una orgía a tres? Esto solo se da en películas. ¿Dónde está ella?

—Está a punto de llegar. Pero mejor hacerlo por separado. El respeto, ya sabes.

—¡Ah, entiendo! Es tu tía.

En ese preciso momento alguien daba los tres convenidos golpecitos. Era Carmen. Llevaba una falda corta y una blusa gris con escote cuadrado donde anidaban sus pechos voluminosos. Entró, saludó, guiñó un ojo de complicidad al sobrino quien, sin perder más tiempo, se despidió, dejándolos a solas.

La mujer se sirvió una copa de jerez, vertió whisky en la del profesor y ambos levantaron las manos brindando por un infernal coito. Se desnudaron luego sin prisas. Ella se quitó las prendas, se desabrochó el sujetador, dejando deslizarse sus braguitas hasta el suelo. Mientras se besaban en la boca, él hundió su enorme mano derecha en la entrepierna femenina, pellizcando el pubis húmedo. El contacto le provocó una rápida erección. Ella sintió infinitas punzadas de profundo placer en todo su cuerpo. Máxime cuando la mano izquierda viril empezó a estrujar salvajemente su blando trasero.

—Pero… ¡Qué rápido eres! ¡Y qué guarro! ¡Ven! ¡Mejor estar cómodos!

Lo llevó al sofá, donde se dejó penetrar. Vibraba de estremecimientos y entrecortados gemidos. El profesor, sin enterarse, ejecutaba a la perfección el plan urdido: dejarla encinta.

Una inmensa ola de felicidad y victoria la invadió al sentir en sus entrañas la semilla tan esperada. Ahora podía considerarse madre soltera, sin trabas conyugales ni compromisos matrimoniales. Había triunfado. El apoyo maquiavélico de Damián había sido genial. “Nada me queda hacer ahora en esta asquerosa aldea y entre estas aburridas y pobres criaturas que solo piensan en rezar, comer y follar”, dijo para sus adentros.

Medianoche. Nadia recogió los ingresos del día y se dirigió a casa, custodiada por el gerente.

Entró al pequeño chalé, que tenía tres plantas, las superiores con espaciosos balcones decorados con plantas y flores. El suelo del hall y las escaleras eran de mármol blanco, lo que daba mucha luminosidad y frescor al lugar. Del techo, revestido con yesería con motivos geométricos, colgaba una enorme lámpara de cristal. Tres cuadros reproduciendo algunas aleas del Corán se exhibían en las paredes. A ambos lados había muebles de estilo antiguo ostentando una enorme televisión y varios objetos decorativos de gran valor. En el centro se situaban los sofás y los sillones, todos modernos y cómodos. A la derecha de la entrada se accedía a la cocina y al comedor, con puerta corrediza de vidrio, dando al jardín; y a la izquierda estaban los aseos. En la segunda planta se hallaban las habitaciones de invitados y de los hijos, con todas las condiciones sanitarias y ambientales; y en la tercera, la suite parental, dos habitaciones, dos cuartos de baño, un salón con tapicerías de seda y brocados, biblioteca, despacho y una cocina americana con acceso a la terraza.

La joven guardó el dinero recaudado en la caja fuerte, oculta detrás de un cuadro, se duchó, se puso la bata y bajó al vestíbulo a preparar un combinado de fruta. Se sentía deprimida, como si le hubieran clavado un tenedor en uno de los costados. La mirada de aquella violinista era la causa del actual dolor que acabaría matándola. Puso la tele para entretenerse un poco, sin conseguirlo. Puso su disco favorito Te lancé un hechizo, de de Bonnie Tyler. Le pareció oír luego un sonido que provenía de fuera. Un gato trepando por la azotea, o quizás un pájaro inquieto que graznaba buscando pareja o comida. O el viento ululando a lo lejos. El sonido se hacía cada vez más insistente, más cercano. Pensó que la puerta corrediza estaría entreabierta y se levantó a cerciorarse. Lo estaba, en efecto. Deslizó horizontal y suavemente la parte movible del vidrio que terminó cerrándose haciendo un clic. La joven exhaló un suspiro de alivio y volvió al sofá a seguir oyendo música. Ahora reinaba un silencio sepulcral. Al girarse fue presa de un tremendo shock que le provocó vértigo y de su garganta apenas trepó un sonido inarticulado:

—¡Usted! —balbuceó, estupefacta, alzando la vista, aterrada por aquella aparición—. ¿Qué quiere de mí?

La silueta le rodeó el cuello firmemente con ambas manos enguantadas y empezó a estrangularla. Sus dedos eran garras de acero. Nadia forcejeó, empujando, peleando. Intentó gritar, en vano. Movió los brazos en busca de un objeto para defenderse. Nada. Intentó aspirar con fuerza, pero el aire no logró llegar a sus pulmones. Cerró finalmente los ojos. Entonces la silueta la soltó dejando que su cuerpo se desplomara en el suelo, luego procedió a desabrochar su bata y a desnudarla.

TRES.

El gerente del hostal miró el reloj y frunció el ceño al ver que Nadia no aparecía. Solía llegar a las nueve y eran las once. Llamó al chalet varias veces, sin respuesta alguna. La joven salía de compras y hacía jogging solo en Agadir. Decidió finalmente ir a ver qué pasaba. Tocó el timbre. Nada. Trepó entonces por la verja y saltó al jardín. Se acercó a la puerta de cristal, llevó la mano a las cejas a guisa de visera para atenuar la luz del sol y lo que pudo ver por el resquicio de la puerta del salón le heló el corazón: dos piernas de mujer sobresalían detrás del sofá. Se contuvo, ahogando un grito. Aún atolondrado, el hombre salió del jardín y tomó un taxi que lo condujo al puesto de la Gendarmería Real que se hallaba a la entrada del pueblo. Allí encontró al teniente Saíd Bentato, a quien conocía bien, y le relató el macabro descubrimiento. Los gendarmes oficiales y suboficiales ejercen también de oficiales de policía judicial. Bentato era un hombre delgado, encorvado, con penetrantes ojos castaños que permitían traslucir su aguda inteligencia. Sin perder tiempo, avisó a la fiscalía, pidiendo asistencia científica y, acompañado de sus asistentes, salió en tromba hacia la escena del crimen, a la que accedió el ayudante más joven forzando la cerradura de la puerta del jardín. Entró, buscó las llaves de la vivienda y abrió la puerta principal y la verja, dejando entrar a los gendarmes que se acercaron inmediatamente al cadáver. La víctima estaba tumbada en el suelo, boca abajo, desnuda, la expresión convulsa, las piernas abiertas, unas manchas de sangre seca en las nalgas y una enorme herida en el hombro izquierdo. La parte derecha de la cara mostraba una lengua grotescamente hinchada y sobresaliente, y el siniestro brillo del ojo contrastaba con el tono pálido del cuerpo. La habían estrangulado y sodomizado. Aquello no era bonito de ver. Bentato, al borde de vomitar, se dirigió a los aseos para contener su malestar.

Mientras tanto, sus dos subalternos procedieron a delimitar y preservar el perímetro del lugar del crimen, iniciando la inspección ocular de las distintas partes de la escena, rastreando los indicios y las huellas dejadas por el asesino, y fotografiándolo todo con gran meticulosidad. El oficial tenía la cara enrojecida cuando bajó de la tercera planta del chalet, donde había inspeccionado las demás habitaciones, y caminó por la espaciosa sala de estar donde Farid Garraf, un joven médico de Tiznit, en período de prácticas en medicina forense, acababa de examinar el cadáver, un primer examen que consistía en la obtención de datos in situ sobre las causas y la hora del fallecimiento de la víctima. Era un individuo esbelto, pelo negro y de pequeños ojos que indicaban pericia y competencia. Se quitó los guantes de látex y estrechó la mano del oficial. Ambos intercambiaron palabras de cortesía.

—La víctima murió por asfixia, estrangulada por un poderoso par de manos —explicó solemnemente el médico—. La pobre no parece haber ofrecido mucha resistencia. La cogieron por sorpresa, y tengo la certeza de que conocía a su verdugo. Una lástima que el ojo humano no tuviera el obturador de una cámara fotográfica para captar y grabar las imágenes exteriores.

—Le entiendo —carraspeó el gendarme, apesadumbrado—. ¡Habríamos encontrado la foto del asesino en las pupilas de la muerta! ¿Tiene idea de la hora de la muerte?

—Para determinar la hora de la muerte con la mayor precisión posible, estudiamos el grado de deterioro de los glóbulos rojos en una muestra de sangre, y el vaciado gástrico —declaró el patólogo, mirando el reloj y alzando luego sus finas cejas—. Pero teniendo en cuenta la temperatura del cuerpo, que aún no huele a carne podrida, puedo afirmar que el cadáver está en fase de rigor mortis y que la víctima murió hace unas doce horas. Durante la autopsia sabremos más sobre la hora de la muerte, la profunda herida que tiene en el hombro y la forma en que fue sodomizada. Les prepararé un informe detallado.

—Dado que no ha habido robo —teorizó el oficial—, creo que se trata de un puro crimen pasional: el agresor, que conoce a la joven, entra a copular con ella y, viéndose rechazado, la intimida, torciéndole el cuello, sin querer matarla, pero acaba haciéndolo, presa de locura. Luego la viola y la muerde. Así actúan los psicópatas, ¿no, doctor?

—Sí. Puede que la violación ocurriese post mortem. La autopsia nos lo confirmará. ¿Podemos cubrir el cadáver y transportarlo al hospital provincial para saber más cosas?

—Sí. Mis asistentes ya han realizado todas las tareas criminalísticas y legales que se exigen en este contexto. Hemos avisado a los padres de la fallecida para la identificación. Están en camino. Ahora voy a reforzar los controles, ya establecidos en los tres puntos de entrada y salida del pueblo, para verificar la identidad de los transeúntes.

Poco después se oyeron los agudos sonidos de la ambulancia cuyo personal procedió al levantamiento del cadáver, custodiado por el forense. Afuera los curiosos se amontonaban, ávidos de noticias, el semblante grave y meditabundo. El oficial dio órdenes de dispersarlos, encomendó a sus asistentes la vigilancia de la vivienda, ahora cerrada, y volvió al despacho para redactar el informe y mandarlo por fax al fiscal, quien determinará el protocolo de la investigación y nombrará al encargado de la misma.

La noticia del homicidio corrió como un reguero de pólvora por el centro del pueblo. En la cafetería del hostal la gente comentaba el hecho imaginando escenarios de todo tipo. Leila estaba sentada a su mesa habitual, desayunando, la mirada fija en la entrada, esperando ver aparecer a Warda. Se unieron luego a ella Damián, el profesor Bargui y el elegante Abdelmalek Husni.

Comentaron la muerte de Nadia, todos apesadumbrados y perplejos ante el insólito e inesperado hecho.

—Estoy muy preocupada por mi amiga —espetó la periodista con una mueca de disgusto—. Desaparecida desde ayer, cuando nos separó un enorme carro mientras paseábamos por el zoco. El gerente me dijo que su equipaje y el del señor Ibrahim siguen en sus respectivas habitaciones y que ambos no han vuelto al hostal.

—¿Se refiere a ese hombre de cara torcida que estuvo aquí ayer con esa rubia? —dijo Damián, sobresaltado.

—Sí. El mismo. Pero, por no conocerse, dudo que salieran juntos.

—Podrían haberse encontrado más tarde e intimado —aseveró Abdelmalek, acariciando con la mirada el rostro de la joven.

—Puede ser —concedió ella, recordando el interés que manifestaba Warda por aquel energúmeno—. Pero si no aparece antes de las dos, iré a dar parte a la gendarmería.

—También faltan dos de los habituales del desayuno —observó el profesor—. Me refiero a Carmen y a ese médico cejijunto y de cara redonda.

—Mi tía se fue muy temprano —informó Damián, mirando sonriente al profesor, como si le indicara que ya estaban solos para amarse—. Me dijo que le quedaban por visitar Agadir y Marrakech antes de volver a España.

—¡Qué suerte tiene esta señora! —apuntó Abdelmalek, a quien no escapó la mirada íntima y llena de ardor que intercambiaban Damián y su acompañante. Se levantó y añadió:

—Me muero de hambre. ¿No querría la señorita Biari unirse a mi mesa?

—Me encantaría, de veras —respondió la aludida, sorprendida por la forma tan galante de la pregunta—. Tengo que seguir tomando fotos del festival. Además, he de dar un paseo esta tarde por el lago, a buscar a Warda. Pero aceptaré gustosa en otra ocasión.

—Será un placer. Bueno, yo voy a cambiarme y salir a comer solito.

—Nosotros también vamos a comer, pero aquí —dijeron al unísono Damián y su amigo, despidiéndose complacidos.

Cuando los padres de la difunta llegaron al hospital provincial, el forense ya había realizado la autopsia. Accedieron a una habitación pequeña y desnuda, que servía de morgue, y donde reinaba un silencio absoluto y un olor característico de aquellos lugares. El cuerpo de la infortunada estaba tendido en una camilla cubierta con blancas sábanas. El forense dijo en un susurro, levantando la sábana:

—Sé que esto es doloroso para ustedes, pero es necesario identificarla.

La difunta tenía los ojos cerrados, el rostro casi beatífico. Las enfermeras habían hecho un aseo digno de admiración.

El señor Walid se acercó, el corazón golpeándole furiosamente, y dijo:

—Sí, es ella. No cabe duda.

Sin poder contenerse, la madre se echó entonces sobre el cuerpo, la cara descompuesta por el dolor y al borde de desvanecerse. Una enfermera acudió al instante para cuidar de ella.

Las normas islámicas obligan a enterrar a los fallecidos en el mismo día, o tan pronto como fuera posible, después del lavado del cadáver, su amortajamiento en tela blanca y la ceremonia religiosa propiamente dicho. Así se procedió. Entretanto, la alcaldía había improvisado ya una espaciosa jaima en la cual se invitaba a comer a la familia de la difunta, expresando de esta manera el pésame por la desgracia que la alcanzó. Un representante del ministerio público aseguró al señor Walid que un inspector de policía acababa de viajar al pueblo para que, junto con la colaboración de la gendarmería, se arreste en poco tiempo a ese maldito criminal.

El inspector Amín Rahal aplicaba en la vida el lema de «cría fama y acuéstate luego». Empezó como agente de circulación, luego alcanzó el grado de inspector principal, después de varias promociones obtenidas gracias a varias hazañas dignas de un Felipe Marlow. Tras lo cual, se durmió en los laureles. Lo tenía todo a la perfección. Hasta que cometió el absurdo error de su vida cuando contrajo matrimonio con una bella mujer que resultó luego ser una ninfa de las más insatisfechas. El divorcio no tardó en llegar, dándole a él pretexto a disfrutar a lo tope de los placeres más desenfrenados, incluyendo la bebida y las putas. Era de mediana edad, estatura media, espaldas cuadradas, ojos de lince, prolijamente afeitado. Llevaba un traje marrón bien cortado y sus zapatos parecían nuevos. Era un policía de los duros que sabía mostrarse amable con los honestos y malo y peligroso con los villanos que odiaba como se odia a un absceso dental.

Cuando llegó a la gendarmería, entró sin llamar. Bentato, que estaba sentado en un sillón, junto a la ventana, con las piernas estiradas, un cigarro en la boca, se levantó y estrechó la mano del policía.

—Le estábamos esperando, inspector principal. Siéntese detrás de mi escritorio —dijo, invitándole cortésmente y presentándole a sus asistentes.

El aludido agradeció el gesto, barriendo con la mirada la oficina. Era pequeña, pero bien equipada: una celda, un armario para papeleo, un escritorio con máquina de escribir, donde se acomodó el policía, una radio, tres sillas y un mapa de la región colgado en la pared.

El policía aclaró la garganta y dijo con una voz llena de pesimismo, después de sentarse:

—La fiscalía quiere que esto se resuelva en 48 horas. —Miró a Bentato que se mantenía pensativo, mientras que un tic en la cara denotaba su malestar—. Tenemos que atrapar a ese psicópata, determinar si es el autor también del primer asesinato y mantener el orden en este bonito pueblo. Por cierto, he leído el informe que usted expidió a la fiscalía esta mañana. Un trabajo original.

—Muchas gracias, señor Rahal. Entonces le informaremos solo sobre las pistas que hemos reunido hasta ahora.

—Antes, quisiera ponerles al tanto sobre el informe de la autopsia —replicó el policía, poniendo sobre la mesa una copia del mismo.

—¡Vaya, un informe de 10 folios! Y sin duda con términos técnicos sofisticados —apuntó Bentato—. ¿Nos lo puede resumir, por favor?

—Lo intentaré. En primer lugar, el examen forense de asalto sexual no ha dado nada. No hay señales de que hubo relación sexual. Ni semen ni restos de saliva en el rostro. La violaron con un objeto sin identificar. El segundo punto, el más incomprensible, es que tiene una profunda mordedura en el hombro izquierdo.

—Esto corrobora mi teoría que expuse esta mañana —dijo Bentato con orgullo—. ¡El agresor la muerde después de matarla!

—No, señor Bentato. La dentellada no es de un humano ni de un perro.

—¿En qué se basa el forense para llegar a esa conclusión?

—Para identificar al autor de la mordedura, teniendo en cuenta la marca de los dientes, el forense utilizó el criterio métrico —explicó el policía, mientras rebuscaba un pasaje en el informe que leyó—:

        La mordedura de perros se diferencia de la mordida humana en que los caninos de aquellos dejan profundas huellas cónicas, siendo la arcada dentaria más estrecha y con dos incisivos más que la del humano; por otra parte, la impronta dejada tiene una forma similar a una «V» invertida, mientras que la de un humano tiene una forma redondeada, ovalada o elíptica, en forma de una «U». Ninguna de estas dos formas corresponden a la mordedura estudiada, en la cual la fuerza de mordida, es decir, la presión ejercida en el hombro de la víctima es tan devastadora que los pinchazos de los colmillos provocaron una rotura en la piel dejando verse músculos y huesos.

Al terminar la cita, el policía mostró algunas fotos de la dentellada y añadió:

—El forense vio que era inútil hacer un modelo de yeso para nuestra investigación, por no ser humana ni canina dicha mordedura.

—Entonces  —espetó Bentato, como si recibiera un puñetazo en el rostro—, ¿de quién demonios es la marca?

—Podría  ser de un lobo gigante, pero no hay lobos por aquí, que yo sepa.

—¿Y no podría ser obra de una fuerza sobrenatural? —se atrevió a sugerir un asistente.

—Podría ser la marca del diablo mismo —concedió el policía—, pero en una investigación criminal debemos descartar los fenómenos paranormales. Y ahora les toca a ustedes ponerme al tanto.

—Bien —dijo Bentato, encendiendo otro cigarro—, como le decía, la situación actual es la siguiente: tenemos a tres sospechosos, un imam, un médico y un discapacitado mental, todos del pueblo; y los demás a investigar son todos turistas y se hospedan en el hostal Rosa del paraíso donde le tenemos reservada una habitación.

—Muy amable —agradeció el policía—. Estoy hecho un asco, he de cambiarme.

—Paga el municipio —sopló Bentato, guiñándole un ojo.

—Entonces estaré entre ellos como un gato en el palomar. ¿Quiénes son?

—El gerente le dará las fichas de registro de cada uno, que usted cotejará con el DNI del interesado. Pediré al mqadem que le mande a los tres sospechosos al hostal. Tenemos métodos infalibles para hacer hablar a estos tres, pero el riesgo, como usted sabe, es que, por evitar el sufrimiento de la tortura, pueden confesar su culpabilidad, dejando impune al verdadero asesino. En cuanto a los turistas hay tres desaparecidos, una escritora, un hombre de negocios y una rubia.

—¿Qué relación hay entre ellos?

—La rubia se llama Saída Mumni, de 16 años, sin domicilio, una de esas putitas que vienen de Agadir. La vieron en compañía del hombre de negocios cuando ambos salían del hostal. En cuanto a la escritora, la vieron con la reportera del festival, Leila Biari, ayer por la tarde en el zoco, antes de desaparecer.

—Muy bien. ¿Por dónde empezamos entonces?

—Nosotros por la periferia, donde hemos asignado ya una media docena de hombres en civil, diseminados por todo el pueblo, y usted por el hostal. ¿Cuándo quiere empezar?

—Ahora mismo. Me asearé, interrogaré a los que pueda e iré a casa del señor Walid a las cinco, a petición suya.

El inspector Rahal se afeitó, se duchó, cambió de ropa y bajó al salón de la recepción donde el gerente había reunido a los huéspedes, después de entregar las fichas de registro al policía. A este le bastó una ojeada para catalogarlos. Algunos estaban al borde de un ataque de nervios, otros parecían impacientes por ir a comer y otros, totalmente indiferentes. Los miró como un gato mira a una pobre familia de ratones indefensos y saludó con amabilidad, presentándose:

—Hola. Esto no es un interrogatorio bajo juramento, sino un intento de conseguir información preliminar sobre el asesinato de la señorita Walid. Por eso no los hemos citado a declarar en la gendarmería. Vuestro testimonio es primordial en la resolución de este caso. Les recibiré por separado en la gerencia, aquí a la derecha. La entrevista no durará más de cinco minutos.

El primero en sentarse frente al policía era Abdelmalek Husni. Mostró su documento de identidad al agente quien lo comparó con la ficha de registro, antes de devolvérselo. La primera pregunta dejó al joven anonadado porque no tenía nada que ver con el asesinato:

—¿Qué le trae por aquí, señor Husni?

—Visitar el nuevo Festival de bodas colectivas —contestó con voz acaramelada el joven, pestañeando varias veces.

El policía sacó un cigarrillo, lo encendió e inhaló el humo con voracidad.

—Bien. Le haré las mismas preguntas que a los demás: qué relación tenía con la difunta, qué ha hecho el resto de la noche y si vio algo sospechoso en relación con el crimen.

El aludido miró a su inquisidor y dijo con el rostro impasible:

—No conocí a la fallecida, volví al hostal a eso de las diez, después del paseo y la cena y me encerré en mi cuarto viendo la tele, antes de dormir. En cuanto a algo sospechoso, hay rumores que circulan y que incriminan a tres personas en particular. Y supongo que usted sabe a quién me refiero.

—No se equivoca, señor Husni. Bien. Gracias por su franqueza y colaboración.

Entró la periodista, después de que se hubo ido el joyero. El policía observó absorto su bello rostro sensual, sus lindos ojos azules y el pelo recogido en cola de caballo. Llevaba unos jeans muy ceñidos y una camisa de seda verde. Se dejó caer en la silla, espabilada, la compostura impecable.

—¡Qué haya sucedido tal cosa en un pueblo tan apacible es simplemente impensable, inspector! —apuntó la reportera, estremeciéndose ligeramente—. Esto solo ocurre en cine.

Notando la refinada manera de hablar de aquella dama, el policía empleó todo su tacto para no parecer impertinente al contradecirla.

—También en la vida real, por desgracia, señorita Biari —replicó sonriente, luego orientó la conversación hacia el tema—. Como pura formalidad, ¿me puede decir qué hizo después de volver del zoco donde perdió a su amiga?

—Veo que la Policía lo sabe todo, y esto es bueno —confirmó la mujer, asintiendo con la cabeza—. Llegué a mi cuarto exhausta después de ese tremendo susto que tuve al ser embestida por un mulo. Me cambié, salí a cenar y regresé a las diez de la noche a redactar el informe sobre el festival, hasta que me dio sueño. Y no volví a salir. Le puedo mostrar el informe, inspector, son 8 folios en todo.

—No, por favor. La creo —se apresuró a intervenir el policía, fijando a hurtadillas su mirada en las finas y pequeñas manos de la dama, hechas para ser besadas y no para estrangular.

—Muy amable de su parte. Quiero ahora aprovechar esta ocasión para denunciar una desaparición. Se trata precisamente de mi amiga que perdí en el zoco, la señorita Maati Warda.

—La gendarmería está haciendo lo necesario para encontrarla a ella, a Ibrahím Alí y a la rubia que vieron con él.

—Esto me tranquiliza, inspector. ¿Quiere saber algo más?

—Sí. ¿Vio ayer algo raro o irregular cuando la señorita Walid aún estaba viva?

La reportera recordó la velada del desayuno y le narró al policía la conversación y los cotilleos que tuvo con su amiga, relativos a los acosos que sufría Nadia y a la insólita aparición de la violinista que Warda tomó por Aisha Kandisha.

—¡Muy importante! —indicó el hombre, sin dejar de anotar en su libreta—. Gracias. Y por favor, sé prudente y no salga de noche.

La periodista agradeció el consejo, se puso en pie y abandonó el local.

Entró Damián López, el chico afeminado, de pelo rubicundo, con flequillo de lado. Llevaba un pantalón marrón y una camisa azul de manga corta. Le colgaba del lóbulo derecho un diminuto pendiente de oro que enmarcaba su bello rostro con mejillas ahora sonrosadas. El policía miró la boca sensual y las finas manos del chico y lo descartó de inmediato de la lista de sospechosos. El joven contestó con voz suave las consabidas preguntas. Informó que su tía se había ido ya y terminó revelando que aquel individuo de boca torcida y hombros de gorila podría ser muy peligroso.

El siguiente en entrar era el profesor de árabe, Mohamed Bargui, con su bigotito a lo Clark Gable, la mirada de lobo. Llevaba un traje gris, sin corbata. El policía estaba al corriente de la relación que mantenían él y Damián, pero se abstuvo de meterse en ese terreno movedizo. En cambio, su mirada se centró en las grandes y fuertes manos del individuo y, sobre todo, en su poderosa mandíbula. Se notaba que los minutos se le hacían siglos mientras que las sienes le latían con fuerza, empapadas de sudor. El inspector se metió otro cigarrillo en la boca, lo encendió y murmuró para sus adentros: «Psicópatas como este podrían destruir vidas si se vieran rechazados por una joven y hermosa criatura».

Se abrió la puerta y entró el médico, Abdeslam Yunes, calvo y cejijunto. Llevaba su habitual traje negro usado y una corbata arrugada. Llegó a la mesa semejante a una oveja que llevan al matadero. Se sentó y sacó un pañuelo de su bolsillo para enjugarse la frente y los ojos, empapados de sudor. Temía que saliesen a relucir secretos íntimos. El agente rompió el silencio, después de encender otro cigarrillo:

—Veo que la muerte de la señorita Walid le ha afectado terriblemente —observó el policía con un ademán falsamente amable, después de hacer las preguntas preliminares.

Los labios del obeso se torcieron en un rictus de dolor, sus mejillas se encendieron y sus manos empezaron a temblar.

—¡Todos la queríamos! Vino una vez a consulta, quejándose de un cólico en el bajo vientre —relató con voz ahogada, mordiéndose el labio inferior—. La examiné como es debido y con respeto

—¡Yo no le he preguntado cómo la examinó, doctor! —enfatizó el policía, con sarcasmo—. Dígame, ¿tenía ella enemigos que quisieran hacerle daño?

—¡Oh, no, que yo sepa! Pero puede que algunos acosadores o chantajistas. Porque ella lo tenía todo, belleza, dinero, glamur y éxitos.

—¿Alguna persona en particular? —inquirió el inspector con desdén, observando las manos como garras que el aludido entrelazaba nerviosamente sobre el regazo.

El hombre tuvo un sobresalto, luego permaneció dubitativo un momento, sin saber si hablar o no.

—Hable, hombre, lo que diga quedará como secreto profesional.

—¡Todos sabemos con qué frecuencia obsesiva la estuvo acosando el pobre Khalid Bilal! —farfulló, falsamente horrorizado y visiblemente satisfecho.

—Tomaré nota. Cuénteme ahora qué hizo ayer noche entre las diez y las doce —dijo el inspector, mientras una fugaz sonrisa crispaba sus labios.

—Nada en particular. Mi último paciente se fue a las ocho, salí a cenar y volví a las diez para dormir.

—¿Tiene testigos para corroborar su coartada?

—Yo vivo solo  —dijo, ladeando su cabeza de lagarto, la mirada zorruna.

—Entonces, ¿puede pasar a la gendarmería mañana a las diez para un interrogatorio más detallado?

—Claro que iré. Los inocentes no huyen.

El discapacitado mental entró acompañado de su madre, pálida y luchando por mantener su aplomo.

El inspector se apresuró a acomodarlos, antes de declarar:

—Quiero que sepa, señora, que no acusamos a nadie de momento y que solo buscamos información para llevar a cabo esta investigación.

Observó al joven. Era muy alto, con un aspecto tosco y brutal, los ojos desenfocados, la sonrisa colgante y blanda, como la que tienen los chicos torpes de 20 años con la edad mental de niños.

La madre le ayudó a limpiarse los mocos con un clínex, le dijo frases breves y cortantes al oído, obligándole a hablar, en vano. Hizo crujir los nudillos y declaró solemnemente:

—Bien es verdad, inspector, que mi hijo siguió en varias ocasiones a Nadia, pero de allí a matarla, eso sí que no es posible. Khalid es incapaz de hacer daño a una mosca.

—¡Sí, sí! —exclamó de repente el joven gigante, los labios temblándole, como si padeciera dispepsia—. Yo amo mucho a Nadia, nunca pegarla, solo follarla.

La madre le tapó la boca con la mano, después de abofetearlo. El policía lo miró con suspicacia, sin mover ni un músculo de la cara. No sabía qué creer: ¿expresaba el aludido solo sus deseos o aquello era una confesión de los hechos? Garabateó cosas en la libreta y concluyó:

—Está bien. Quiero que mañana se presenten en la gendarmería para un interrogatorio oficial. Pueden salir.

El último que accedió a la gerencia era el imam del pueblo, Zaid Sulaimán. Tenía un rostro largo y amarillento, dientes de conejo, nariz grande y ojos húmedos. Su boca parecía un zapato abierto que le daba el aspecto de un caballo a quien mandaron a pastar para desembarazarse de él. Pero lo que sobresalía era su frondosa barba y un enorme callo marrón en la frente, formado por las numerosas postraciones que requerían los cinco rezos diarios, que le acreditaba como buen musulmán. Estaba en un estado de gran excitación nerviosa. Entregó el DNI, permaneció en silencio unos minutos y, viendo que el inspector reflexionaba, sin querer preguntar, dijo con voz solemne:

—Sé lo que estará pensando, inspector: que yo maté a la pobre Nadia porque rechazó mi petición de mano. ¿Por qué diablos lo habría hecho sabiendo que hay tantas mujeres en este mundo que me aceptarían como marido? Además, nuestra sabia religión nos permite casarnos hasta con cuatro mujeres y más, si hay medios de subsistencia. Se preguntará también cómo un tipo como yo pida la mano a una familia rica. Sepa que disfruto de una herencia sustancial y que mi furgoneta de distribución de legumbres y fruta me deja importantes ingresos.

—Yo no pienso nada, señor Sulaimán. Solo me atengo a los hechos. ¿Dígame qué hizo ayer noche entre las diez y las doce?

—Leyendo el sagrado Corán en mi cuarto, que me tienen asignado en el ala izquierda de la mezquita. Como sabe, vivo solo, por ser soltero y huérfano. Y hay testigos que se lo pueden confirmar.

—¿Y cuándo fue la última vez que vio a la difunta?

—Desde que rechazó mi petición, hace dos semanas —dijo, afectado, luego desvió la conversación—: ¿me permite, inspector, que le indique una pista clave que podría aclarar esta misteriosa muerte?

—¿Qué pista?

—Me acerqué esta mañana a un corro que escuchaba música de violín interpretada por una endemoniada mujer.

—¿Por qué dice que es endemoniada?

—Porque nadie toca así el violín, inspector. Aquella mujer era una de las esposas de Iblís, camuflada bajo los atributos de una violinista. Créeme si le digo que fue ella quien mató a esa pobre chica.

—¿Qué pruebas tiene para sustentar tan descabellada idea?

—Sé de qué hablo, inspector. Soy experto en demonología y le puedo afirmar que todas las maldades que nos azotan en este mundo, incluidos los crímenes, son causadas por el diablo. Y no es casualidad si los musulmanes le llamamos el «privado de toda bondad», el «adversario», el «susurrador», el «esquivo» y el «lapidado».

—Siento discrepar, pero todo esto es pura superstición.

—No diga eso, inspector. En nuestra religión no hay ninguna superstición. Ninguna mentira. Todo es verdad. Recuerde que en nuestro sagrado Libro, el nombre de «shaitán» aparece citado 87 veces y el de «Iblís», 9. ¡Dios es grande!

En la terraza del hostal, los camareros se desplazaban ajetreados, llevando bandejas con diferentes platos de comida para servirla a los comensales. La mayoría eran platos que se preparaban en las fiestas: el estofado de cordero, el haris o una mezcla de trigo y carne con mantequilla y el arroz mayún con pollo. De postre, había hojaldres con miel, nueces y pistachos, y para beber, traían agua en jarras y limonada fría.

La reportera había pedido pollo aliñado, condimentado con la sabrosa y deliciosa mezcla de las principales especias y verduras, además de las ciruelas y aceitunas. Miró a su alrededor, buscando ver alguna cara conocida. El inspector comía con el gerente al fondo, pero no había rastro de Warda ni de los demás amigos. Terminó su postre, que consistía en unos dulces condimentados con frutos secos, y salió de la cafetería a seguir tomando fotos del festival. Se centró en dos eventos: un desfile de modas y un grupo de música sufí.

El caftán es una vestimenta tradicional y de patrimonio nacional, amplia y larga, sin cuello y con mangas anchas. Había diferentes tipos de caftanes, según sus colores, bordados, adornos, motivos y diseño. Leila observó a las jóvenes y bellas maniquíes que exhibían dichas prendas, eligió las que ofrecían la mejor pasamanería, llena de exotismo y elegancia y las fotografió.

Orientó luego su aparato hacia el grupo de música sufí que interpretaba la famosa melodía, fuerte y rítmica, llamada «Smaa» que significa «escucha con el alma». Consistía en unos bailes hechizantes orientados todos a producir el trance colectivo final que une las almas y los cuerpos.

Terminado el reportaje, la joven se dirigió al lugar donde había perdido a  su amiga, en busca de alguna pista o información sobre aquella desaparición. Preguntaría en los cafés y restaurantes. Deslizaría un billete en cada mano, sabiendo que lo cogerían como una lagartija atrapa una mosca. Lo único que deseaba era volver a ver a Warda sana y salva, y no violada y degollada.

El inspector Rahal llegó a la hora convenida al chalet de los padres de la difunta. El portal estaba abierto para permitir el acceso a los que llegaban en grupos a presentar sus condolencias a la familia. Preguntó por el señor Walid, pero lo recibió una mujer que vestía una chilaba negra para la ocasión, de unos cuarenta años, el rostro, aunque sin maquillar, mostraba la nobleza de sus facciones e indicaba una imponente sensualidad, debido a los generosos pechos que ostentaba y que la prenda no podía disipar. Uno adivinaba lo excitante y volcánica que podría estar en la cama.

El policía se presentó, expresó el pésame y luego dijo:

—Comprendo el golpe terrible que esto representa para ustedes, pero el señor Walid me instó a acudir.

—Soy Alia Bakay, la esposa del señor Walid —dijo con voz profunda y triste, pero agradable—. Pase, por favor, mi marido le está esperando en la tercera planta. Sígame.

El policía advirtió el exagerado apretón de mano y la mirada lasciva de la mujer. No recordó dónde leyó que la excitación sexual aumenta en intensidad durante el duelo y un hormigueo le corrió por la espina dorsal al imaginarse satisfaciendo a aquella ninfómana.

La bella dama acompañó al visitante, lo presentó a su cónyuge y se despidió.

—Iré a traerles té con bizcochos —explicó.

El mecenas agradeció la visita, acomodó al huésped en uno de los sillones de cuero y, sin irse por las ramas, dijo con un fuerte endurecimiento de sus facciones:

—Nadie en su sano juicio mataría a mi hija. ¿Por qué querrían asesinarla?

Hizo una pausa al entrar un joven de unos veintitrés años.

—Mi hijo Yasir —anunció el hombre, con orgullo—. Está en tercer año de ingeniería.

El policía apreció la pulcritud y la educación del hombre y observó a hurtadillas el aspecto alarmante que aquel no podía, como todos los drogadictos, ocultar. Tenía un tic en los labios, ojos enrojecidos y movimientos descoordinados.

—Todo el mundo la quería  —sollozó el joven, tomando asiento cerca de su padre—. Tiene que tratarse de un loco.

—Podría ser —concedió el policía—. Lo tenemos en cuenta. ¿Se peleó con alguien últimamente?

—No. Tuvo algunos acosos de tipo sexual, pero no les dimos importancia.

—Estamos al tanto. Trabajamos en ello. ¿No tenía relación sentimental?

—No.

—Estamos investigando todas las posibilidades, y por eso quisiera hacerle una pregunta personal, si me lo permite.

—Diga.

—Usted ejerció de juez durante mucho tiempo y puede que algún condenado sintiera resentimiento contra usted y se vengara matando a su hija.

—Entiendo lo que quiere decir. Los jueces tenemos muchos enemigos, a pesar de que aplicamos solo lo que dicta la ley.

—¿Recuerda a alguien en particular?

—No. Son tantos.

—Hay entre los huéspedes de su hostal un tal Ibrahim Alí. Hemos pedido información al Departamento de Identificación de Rabat. Su ficha indica una condena por acoso sexual y violación. Liberado hace una semana.

—¿Cómo dice que se llama?

—Ibrahim Alí.

—¿Un individuo desagradable, con cara de caballo?

—Sí.

—¡Dios mío! Lo recuerdo bien. Iba quejándose a voz en grito de que la pena impuesta era demasiado alta. ¿Dónde se hallaba en el momento en que mataron a mi pobre niña? ¿Lo saben?

—No. Desapareció precisamente mucho antes del fatídico hecho. Desapareció también del hostal una profesora y escritora. Ignoramos qué vínculo los une. La gendarmería, que les está pisando los talones, lo averiguará pronto.

—Comprendo que no pueden detenerle ni acusarle de nada mientras no hay cargos en su contra, pero encontradlo y no le quitéis el ojo de encima. Mientras tanto, yo estaré alerta y sobre aviso.

—No tengo los avíos de un mago —aclaró el policía—, pero le prometo que detendré al asesino, quienquiera que sea.

Sonó el teléfono en el pasillo y fue la esposa a atender la llamada.

—Es para usted, inspector.

—Diga —farfulló el aludido, llevándose el auricular al oído.

Era Bentato quien llamaba, anunciando el suicidio del joven minusválido.

El policía colgó el aparato, refirió al matrimonio la noticia y salió precipitadamente.

El inspector encontró la puerta abierta, abrió paso entre un grupo de curiosos y se adentró en una sala con cocina en la esquina donde la greñuda madre del suicida no dejaba de lamentarse, dándose bofetadas en la cabeza, consolada por dos mujeres. Por todas partes reinaba el desorden, En el fregadero, había platos sucios, una sartén llena de grasa seca, restos de comida y moscas chamuscadas. Por el suelo, botellas vacías de limonada. El policía accedió al patio y vio al gendarme y sus asistentes en plena faena indagatoria. El cadáver estaba en el suelo, a medio vestir y descalzo, la mirada ausente. Su cuello presentaba una siniestra impresión morada, la huella de la soga que lo había oprimido hasta ahogarlo.

—He avisado ya a las autoridades para el levantamiento del cadáver —informó Bentato—. La víctima se ahorcó con ese gancho que ves allí arriba en la pared, utilizado para colgar corderos en Aíd el kebir. Es un caso de suicidio por ahorcamiento. La asfixia mecánica, producida por la constricción del cuello, es la causa directa de la muerte. Signos tanatológicos: no hay aún frialdad ni rigidez cadavérica generalizada, por lo que la muerte no remonta más allá de 4 horas. Tampoco hay signos de violencia.

—Lo he interrogado esta tarde y lo cité a declarar mañana en la gendarmería. ¿No será este el motivo de su lamentable y absurdo acto?

—No. Dejó este papelito en el cual garabateó en un árabe dialectal incorrecto una frase de cinco palabras.

El policía escrutó la bolsita de plástico que contenía la hoja de papel liso y logró descifrar el sentido de la frase: «viajo paraíso donde esperarme huríes».

—¿Huríes? —preguntó el inspector, anonadado.

—Sí. Hace referencia a las 72 vírgenes que esperan en el Paraíso a cada buen creyente musulmán. Podemos imaginar que el pobre Bilal, sufriendo de priapismo y herido por los rechazos femeninos, decide optar por el premio gordo que, según su imaginario, es viajar al Más Allá donde satisfará su crónica erección.

Eran las siete de la tarde y las callejuelas seguían bulliciosas de gentes de todo tipo: autóctonos ataviados al estilo beduino con turbantes, turistas europeos en pantalones blancos, camisas de colores vivos llevando gorras o sombreros, mujeres con la vestimenta occidental y otras con chilabas, niqab o burka.

Los cafés con terrazas en la acera invitaban a tomar un té a la menta o a acceder a su interior y pasar un tiempo íntimo. Sin pasar al interior de los locales, Leila dio la descripción de su amiga a varios camareros, deslizándoles algunos billetes en la mano, pero solo uno de ellos informó que su amiga estaba acompañada de un extraño individuo con cara de caballo, la boca torcida, y que se dirigían a los restaurantes del lago. Los pómulos de la joven se tiñeron de púrpura mientras un frío sudor perlaba su frente y su corazón latía aceleradamente. Caminó hacia el lugar indicado. Uno de los camareros interrogados y generosamente pagados asintió con la cabeza, se quitó el corto delantal blanco, que guardó en la trastienda, y la invitó a seguirle, indicándole la parte trasera del restaurante.

—Están en una cabaña —dijo—. Sígame por este sendero que lleva allí.

El individuo parecía inofensivo y sumiso. Era bajo, pero robusto, de piel bronceada, el pelo y los ojos oscuros.

Llevaba una camisa abierta sobre un pecho robusto y lampiño.

Leila dirigió su vista hacia el lugar. No había nadie a la redonda. Comprendió súbitamente que aquello podía representar un peligro inminente y, haciendo de tripas corazón, echó a correr, retrocediendo. Pero de nada le sirvió. Apareció de repente otro individuo que le cortó el paso. La sujetó por un brazo, obligándola a dar la vuelta. Intentó zafarse, movida por un arranque de rabia asesina que le sacudió todo el cuerpo.

El camarero se unió a ellos, sacó rápidamente una navaja del bolsillo y se la acercó a la mejilla:

—Andando a la cabaña —ordenó— donde te bajarás el pantalón y te arrodillarás mostrando el culo, si quieres conservar tu hermoso rostro.

—No temas nada, ni robo ni daños  —la tranquilizó el otro hombre, alto y rudo—, solo queremos follarte.

Para dar más énfasis a la amenaza, el violador apretó la punta del cuchillo en la nuca de la joven que sintió pronto que le corría una gotita de sangre.

La tenían bien cogida y ella lo sabía. Pero sería una catástrofe para ella abandonarse a sus deseos perversos.

Había que hacer algo. Movió el pie y lanzó con todas sus fuerzas contra la entrepierna del que la tenía atrapada, pero falló su golpe, al mismo tiempo que recibía un poderoso puñetazo en la frente que la echó al suelo, donde se quedó, tendida de espaldas, las piernas abiertas y mareada.

En una situación de shock como aquella, uno recuerda episodios de su vida de los más rocambolescos. Y fue lo que le ocurrió. En su mente se activó el recuerdo de un vértigo que la marcó en su adolescencia: salía de un escondite, con su gatito en los brazos y cruzó la calle, escapando de una explosión a su alrededor. Las llamas avanzaban velozmente como lenguas de monstruos, engulléndolo todo. Y, absorta en esa calle contemplando aquel dantesco infierno, no pudo ver que una enorme furgoneta surgía bruscamente a toda velocidad para aplastarla. Y ocurrió el milagro: el conductor contó más tarde que, pese a haber estado completamente aturdido por aquel incendio, tuvo tiempo de ver a la niña de diez años y frenar con todas sus fuerzas, evitando embestirla. Sí, había superado aquella siniestra experiencia. Y ahora con aquella otra experiencia: ¿se salvaría de aquellos dos asquerosos villanos que la estaban embistiendo?

Volvió pronto en sí y se percató de que uno le estaba arrancando el pantalón, mientras que el otro le acariciaba el cuello con el arma. Comprendió que aquello no acabaría hasta que esos dos asesinos se cansaran de mancillar su cuerpo.

Aún aturdida, sintió cómo el hombre rudo y alto le besaba el rostro con violencia y los labios con abrasadora pasión, aplastando su cuerpo, sofocándola y privándola de toda resistencia. Mientras él le inmovilizaba los brazos, el camarero le arrancaba las bragas. La llama del vicio ardía en sus ojos como un fuego devorador y se veía que estaban decididos a matarla si no lograban su propósito. El terror se apoderó de ella al comprender que no podía evitar las inminentes y dolorosas embestidas.

—¡Eh, tíos!

Se volvieron en el instante preciso que Abdelmalek lanzaba su potente puntapié en el rostro del camarero y su poderoso puño en la mandíbula del tiparraco rudo campesino. El impacto en pleno rostro mandó al primero al fondo de la estancia, y el demoledor puñetazo le rompió la mandíbula al segundo a juzgar por el tremendo crujido emitido y el grito bestial lanzado. Sin darle tiempo de reaccionar, el joven se acercó y le acarreó una patada en los morros que hizo que su cabeza rebotase con violencia contra el alféizar de la ventana de la cabaña. El hombre dejó luego de moverse, aunque seguía respirando penosamente. Mientras tanto, el camarero se incorporó lentamente, escupiendo con desdén y odio la sangre que le brotaba de la boca y le manchaba la barbilla y la camisa. Blandió la navaja, los ojos echando chispas, y se abalanzó contra el joven, decidido a hundírsela en el cuello. Se movía como un felino y estaba seguro de vencer al enemigo. Pero en la vida no se gana solo con la fuerza o las armas, sino sobre todo con la astucia y la presteza. Abdelmalek fingió no darse cuenta de que su garganta era el blanco de la punta de acero. Dejó hacer y el idiota mordió el anzuelo. Al esquivar el golpe, girando a la derecha, el joven asestó un aparatoso trompazo en el antebrazo del rival, luego en la nuca, tirándolo al suelo. En ese momento volvía en sí el hombre rudo y, temiendo otra posible paliza, ayudó a su amigo a levantarse y salieron de la cabaña echando humos, con el rabo entre las patas.

Leila no perdió ni una secuencia de la pelea, que apenas duró algunos minutos. Se había subido el pantalón y recuperado la compostura.

—¿Cómo te sientes? —dijo su defensor, ayudándola a salir de aquel inmundo lugar y respirar aire puro.

—Recuperada, pero necesito ducharme para quitarme el olor que me dejaron esos dos zorrillos.

—¿Zorrillos?

—Sí. El zorrillo es el animal que más apesta de todos. Sus glándulas anales expiden unos olores que provocan ahogo y hasta ceguera. ¿Pero dime, cómo es que me has encontrado? Te pareces a un Deus ex machina.

—Salí simplemente a buscarte. ¿Recuerdas que esta mañana me dijiste que irías en busca de tu amiga?

—¡Vaya! Es verdad. De no ser así, me habrían violado. Acabas de salvarme la vida y también el honor. Gracias.

Se miraron mutuamente. Ella avanzó y cayó en sus brazos, deseando besarle.

—Aquí no, Leila, estamos en el campo. Nos lapidarían si nos vieran.

—Pues que nos lapiden. Te mereces un beso y te lo voy a dar. Además, empieza a oscurecer.

Antes de que él pudiese hablar, ella se apretó contra él, irguió la cabeza, dejó que sus brazos se deslizaran en torno a su cuello y le imprimió un beso de película. Sus labios entraron en contacto con dulzura y permanecieron estrechamente unidos un largo momento.

Unos rumores lejanos los interrumpieron. Miraron al otro lado del lago, por la parte de la maleza.

—Mira. Hay un corro alrededor de algo. Parece un accidente.

La luna se elevaba por encima del monte cuando bajaron caminando por un callejón que lleva al lago. Era una noche calurosa, y las estrellas centelleaban a través de un terciopelo azul. Se acercaron a la multitud, abrieron paso con dificultad y avanzaron hasta el lugar de los hechos, acordonado con cinta amarilla.

Había gendarmes buscando en cada rincón de la maleza que circundaba el lago; avanzaban con la agilidad de unos gatos salvajes, afanados en descubrir pistas.

—¡Está muerta! ¡Le han cortado la garganta! —gritaban algunos curiosos.

—¡Y en el mismo sitio en que degollaron a Dalia Munsif hace algunos meses! —vociferaron otros campesinos.

Leila pensó que la muerta era Warda y sintió que el suelo se movía debajo de sus pies como si fuera un alucinante tiovivo. Apoyándose en Abdelmalek, se puso de puntillas y observó la escena del crimen, iluminada por la luz de la luna y la de los restaurantes cercanos. La mujer estaba tendida en el suelo, los ojos desorbitados, una larga herida en el cuello, algunos arañazos en el rostro sin sangrar, y su chilaba malva salpicada de barro estaba subida hasta las caderas, dejando desnuda su intimidad.

—¡Dios mío! —profirió la periodista—. Pero si es la joven rubia que estuvo ayer en la cafetería con Ibrahim Alí.

Leila reconoció al inspector Rahal que discutía con un señor que debía ser médico. Ambos parecían haber acabado la tarea de examen e identificación del cadáver. Esperaría para referirle el incidente de la tentativa de violación de la que fue objeto.

—Sabemos quién es —dijo el policía al forense—. Se llama Saída Mumni, de 16 años, una prostituta que trabajaba por su cuenta.

—El algor mortis y la rigidez post mortem están en su máxima intensidad —explicó el forense—, es decir, el cuerpo aún no ha adquirido la temperatura ambiental, estado en el que se inicia el proceso de la descomposición, por lo que la víctima no lleva muerta más de 24 horas. Creo que murió poco antes que Nadia.

—¿La violaron?

—Sí. Hay síntomas de violación en ambos orificios —dijo el forense, quitándose los guantes—. Pero inútil buscar semen o huellas, porque el asesino utilizó preservativo, guantes de cirujano, cinta adhesiva para amordazar, etc.

—Entonces ¿no tenemos ninguna pista?

—Sí. Tenemos dos de las más infalibles. Antes de morir, la víctima marcó de forma inexorable a su asesino.

—¿Cómo? —preguntó el inspector, incrédulo.

—He examinado la parte interna de sus uñas: contiene trocitos de piel arrancadas sin duda al agresor, mientras luchaba e intentaba huir. También he examinado sus dientes: contienen sangre seca, lo que supone que, si no es suya, ha mordido a su violador. Procederé al análisis de estas muestras dubitadas que delatarán al agresor, pero si tiene ya algunos sospechosos, busque una dentellada y unos arañazos en sus cuerpos. Tenemos a nuestro psicópata “marcado”, inspector.

Llegaba en ese momento la ambulancia para trasladar el cadáver al hospital.

—No me quedo aquí ni un día más —lloriqueó Leila, al borde de la desesperación.

—Ni yo tampoco —dijo el joyero, apesadumbrado.

Eran las diez de la noche cuando el inspector Rahal, después de tomarse unos buenos tragos de whisky de su botellita Ballantines, llegó a la gendarmería donde lo esperaba Bentato para redactar el informe del día.

—Acaba de llamar el jefe —dijo el gendarme—. Está de un humor de perros. Nos abroncó a todos y amenazó con mandar nuevos agentes si no resolvemos estos crímenes en dos días.

—El asunto se pone bastante peliagudo con los dos nuevos cadáveres que nos caen encima  —reconoció el inspector.

—Sin olvidar la agresión sexual —añadió Bentato— que sufrió la periodista que por poco termina en homicidio. El jefe anda muy disgustado con nuestro trabajo. ¿Qué sacó del interrogatorio?

—Poca cosa. El asesino podría ser el joyero, el profesor de árabe, el imam, el de la boca torcida e incluso Warda, la escritora de novelas policíacas, que podría matar por puro juego intelectual. Todos con coartadas sin corroborar. Me queda por  interrogar al maestro de la escuela coránica que amenazó de muerte a Nadia, si no llevaba una burqa. ¿Qué se cree el tío, la mano de Dios?

—Mejor la del diablo. ¿Y esa dama misteriosa con niqab, alias Aisha kandisha?

—Es un rompecabezas, porque un hombre puede también llevar ese atuendo y pasar por una mujer. Este tenebroso disfraz permite cometer una infinidad de delitos y crímenes y dejar al asesino en la clandestinidad total. Deberían prohibirlo. Otra cosa: sospecho que el asesino quiere despistarnos utilizando dos modus operandi.

—¿Qué quiere decir?

—Nos hace creer que hay dos asesinos: uno que decapita a la víctima sin morderla y otro, que la muerde y mata sin degollarla.

—Entiendo. ¡Qué listo es el tío! ¿Y el forense, qué ha descubierto?

—Que la occisa ha arañado y mordido a su agresor.

—Entonces, solo tenemos que examinar a nuestros sospechosos para encontrar esos arañazos y esa dentellada.

—En la gerencia no vi ningún arañazo en el rostro de los interrogados.

—Podrían estar ocultados por la vestimenta. Además, faltan la escritora y ese tipo con cara de caballo.

—Tiene razón. Mañana vienen a declarar algunos y los examinaremos, desnudándolos si hace falta.

—Volviendo al móvil, yo sigo creyendo que el asesino mata movido por algún trauma físico y psíquico del que sufre tremendamente. Puede que abusaran de él en su infancia, puede que sea tan feo y poco atractivo, o huela muy mal para las mujeres y, al verse así despreciado, se ensaña causando esas crueldades. Nuestro hombre es un tipo auténticamente repulsivo, una especie de lagarto humano.

—Comparto su punto de vista. Sí. Creo que no fue por dinero, venganza, celos o envidia. De hecho, tengo a cuatro sospechosos que corresponden a su hipótesis. El médico podría ser ese lagarto. No ha dejado traslucir nada. Parecía una caja hermética. El imam se comportó como una ostra cerrada. Ha interpretado bien su papel de creyente beato. No ha oído nada, no ha visto nada, ¡solo sabe que el asesino es el mismísimo diablo reencarnado por metempsicosis en Aisha kandisha! El profesor de árabe cree que no sabemos de qué pata cojea. Los tipos perversos como él suelen ser sadomasoquistas y causan atrocidades teniendo sexo. En cuanto al joyero, puede ocultar detrás de ese rostro angélico y sonriente al psicópata más sagaz y cruel del mundo.

—Entonces, inspector, hagamos lo imposible por aclarar mañana el misterio de estas cuatro muertes.

A medianoche el pueblo, como un viejo somnoliento, dejó de vibrar. Los últimos transeúntes desaparecieron de las callejuelas donde solo algunos gatos seguían errando sin rumbo ninguno, muertos de hambre. Tres siluetas vestidas de negro, con niqab y abaya, atravesaron la plazoleta, moviéndose por separado y a distancia, como fantasmas. La primera se dirigió con paso firme y rápido a la caravana de Damián y entró. Era el profesor de árabe, ávido de whisky y carne, ambos suaves, sedosos y frescos. La otra silueta caminó hasta la mezquita y llamó con los nudillos a la puerta del imam. Este abrió, dejó entrar al intruso y cerró rápida y sigilosamente. Cuando se quitó el velo, la visitante resultó ser una de las menores recién casadas en el zoco, de rostro hermoso, piel suave, labios carnosos y melena rubia, y cuya familia conocía al imam. Contó que escapó de su marido, un septuagenario desdentado, porque la obligaba a participar en «inmundas perversiones». La pobre niña buscaba consuelo y comida. Mientras hablaba, observó a otra chica recostada en la estera, apoyada en un almohadón, medio desnuda. El imam la tranquilizó, prometiendo llevarla en su furgoneta a la ciudad donde podría preparar su futuro. La invitó a comer algunos restos de comida que había en la mesa y cuando acabó de hacerlo le pidió que se desnudara junto a la otra chica. Él hizo lo mismo, se tendió entre ellas y comenzó a acariciarlas por todo el cuerpo, besando como una fiera las zonas erógenas, abriendo muslos, provocándoles grititos y gemidos de placer. Las penetró al final con brutalidad y luego con suavidad. Follaron toda la noche.

La tercera silueta se paró junto a la farmacia, miró el reloj y empezó a impacientarse. Tenía cita a medianoche con Yasir Walid para darle el pésame y consolarlo, llevándolo al séptimo cielo del placer. Le telefoneó diciendo que era amiga de su hermana Nadia y que quería saludarlo en persona. Él accedió, sin duda atraído por la suave voz femenina y por lo que un cuerpo de mujer sexy pudiera ofrecer a un hombre solitario. Prometió recogerla cerca de la farmacia. Y allí estaba. Un coche apareció de repente, los faros apagados. Se paró a la altura de la silueta, la portezuela del copiloto se abrió y ella se acomodó en el asiento y dijo:

—Hola, soy Latifa El Hadi, trabajo en Correos, y soy asidua cliente de la cafetería de vuestro hostal, donde conocí a Nadia, que en paz descanse. Allí te vi esta tarde y me caíste simpático.

—¡Vaya! ¿Puedo ver tu rostro? —pidió el hombre, embriagado por el caro perfume de la mujer y ansioso por besarla.

—¿Tanta prisa, hombre? Llévame al monte. Allí hay una cabaña y te enseñaré algo que no verás ni en tus sueños. Tenemos toda la noche.

—Gracias. Necesitaba este encuentro. En casa me sentía tan deprimido por el duelo, sin bebida ni droga.

El vehículo paró cerca de la cabaña.

—Mejor hacerlo dentro del coche —se apresuró a decir—. Es más limpio e íntimo. Pero no tengo preservativos.

—No importa —dijo ella, echándose atrás, los pies en lo alto, cuando él desplegó el asiento, dándole forma de camita.

Sin perder tiempo, él empezó a besarle los pies y las medias. Le abrió precipitadamente las piernas para arrancarle las bragas. Ella lo atrajo hacia sí, aplastando su rostro contra su pecho, cosa que enloqueció al hombre, absorto en mordisquear como un loco esos exóticos frutos. Le agradó sentir la presión de las manos de la mujer acariciándole la nuca, como si le incitara a seguir gozando. Y siguió haciéndolo, sin percatarse del estilete, ese cuchillo de hoja larga con punta aguda y punzante, que la mujer blandió antes de clavárselo en la yugular, donde se hundió profundamente, como en un bote de manteca. Apartó el pesado cuerpo. Enderezó el asiento, desabrochó luego la camisa del muerto, buscando destacar el hombro que observó con una profunda intensidad.

CUATRO.

El cuerpo de Yasír Walid fue hallado al día siguiente por un campesino que se dirigía al zoco. Cuando vio que el hombre estaba muerto en su coche, corrió enseguida a alertar a los gendarmes que llegaron al lugar veinte minutos después en un furgón policial. Bentato ordenó acordonar el área y observar los alrededores en busca de pistas. El inspector Rahal se afanaba en tomar notas:

—Les recuerdo  que fue aquí donde agredieron a la periodista, que por milagro se salvó de ser violada y degollada.

—Aunque la señorita Biari no denunció el hecho —agregó Bentato—, he ordenado que arresten y condenen a ese camarero y su compinche por agresión a mano armada y tentativa de violación con ensañamiento.

El forense, que había pasado la noche en el hostal, terminó el examen del cadáver y dijo:

—Asesinado con un bisturí. La misma marca en el hombro que su hermana. No hay robo. El indeleble perfume, aunque ínfimo, en el pelo de la víctima, indica que estaba con una mujer en plena faena de preliminares. Algo o alguien los interrumpió. La muerte remonta a unas doce horas. Hay que llamar a su padre para confirmar la identificación. Otro entierro para el pobre Walid. Él y su esposa van a estar todo el día atosigados.

El médico se quitó los guantes y preguntó al inspector:

—¿Examinaste a los sospechosos por lo de los arañazos?

—No acudieron a la gendarmería, y esto es una buena señal. Buscamos al imam y al médico por el pueblo. Ni rastro. Se dictó entonces una orden de busca y captura en su contra. La cuenta regresiva del reloj está en marcha. Intuyo que pronto resolveremos estos crímenes.

Entretanto, en el hostal, Damián y el profesor se unieron a Leila y a Abdelmalek y pidieron el desayuno. Aquella vez hubo novedades, pues les sirvieron mortadela, huevos, tomates fritos, tostadas, además de zumos, té y café. El camarero dijo que invitaba alguien que pronto se reunirá con ellos. Y efectivamente, minutos después, salían de la recepción Warda y Alí, pulcramente vestidos, resplandecientes y felices.

—¡Warda! —exclamó la periodista, levantándose para abrazar a su amiga—. Me has tenido en ascuas desde el viernes.

—Te explico, querida —dijo con entusiasmo, mientras se acomodaban todos—. Estuvimos Alí y yo en el aduar Bni Ixra y no había teléfono para comunicarme con el hostal. —Miró con cariño a Ali, cuya boca ahora era agradable de ver—. Cuando nos separamos, Alí me invitó a cenar en ese lindo restaurante del lago donde pasamos la noche —le guiñó el ojo a Leila—, luego por la mañana, el mismo gerente nos recomendó ir a visitar a su hermano en aquel maravilloso aduar. Todo bio, querida, y ¡qué paisajes, qué gente más simpática y servicial! Nos hubiera gustado quedar más días, pero los gendarmes nos abordaron e informaron que su jefe quería interrogarnos. Y fue lo que hicimos esta mañana muy temprano, antes de volver al hostal para asearnos. Muy simpáticos los señores Bentato y Rahal. Les referí incluso el incidente de la violinista y mi teoría sobre ella. Los dejé perplejos.

—Y aquí estáis, formando la pareja más feliz del mundo —apuntó la reportera, guiñando un ojo a la pareja—. Veo que finalmente Santa Teresa tenía razón.

—Sí. En efecto, querida —corroboró la amiga, luego añadió, mirando a Alí que no entendía la indirecta—: te lo explicaré luego, cariño. —Miró de nuevo a asu amiga y dijo—: y ¿tú, qué te ha pasado? Me han dicho que te habrían violado en esa cabaña abandonada, si no hubiese intervenido el señor Husni.

—Casi me despedazan. Todo ello porque salí en tu busca.

—¡Cuánto lo siento, querida! No te han hecho ningún daño físico, espero, ya sabes a qué me refiero.

—No lograron su propósito. Y las palabrotas proferidas me dañaron más que sus golpes.

—¿Qué palabrotas? —preguntó Damián, excitado por escuchar alguna obscenidad.

—En árabe suenan tan feas que ruborizarían al mismísimo Satanás.

—Mejor no decirlas, querida —aconsejó la mujer, disgustada—. Sé que algunos campesinos, no todos, son capaces de convertirse en la peor de las bestias cuando se trata de follar a una dama como nosotras. —Se volvió al joyero, guiñándole un ojo—: Ha sido usted muy galante al salvar el honor de mi amiga. Bueno, para compensar esta peripecia, os invito esta noche a nuestro noviazgo, Alí y yo nos casamos el mes que viene.

—¡Enhorabuena! ¡Qué bonita sorpresa nos das! Yo me iba esta tarde, pero me quedo con mucho gusto.

—Eres una amiga de verdad. Os invitaré a la boda, tú y tu ángel defensor —dijo, guiñando de nuevo un ojo al joven.

Vieron pasar por la calzada un coche policial con la sirena puesta. Llamaron al gerente por si sabía algo. Este se acercó, sin tomar asiento, y narró lo que acababa de comunicarle por teléfono el oficial Bentato:

—En ese coche transportan al cadáver del hijo del señor Walid al hospital para la autopsia. Fue asesinado en su propio coche. El inspector cree que el joven fue objeto de un guet-apens perpetrado por una prostituta y su cómplice.

Los seis amigos permanecieron un momento petrificados por esa devastadora noticia. El profesor iba a decir algo, pero fue interrumpido por el gerente:

—Y la buena noticia es que esta mañana arrestaron al imam. Un mero control policial de su furgoneta reveló que en su interior viajaban clandestinamente una prostituta y una menor de edad que huía de su marido. Confesaron que pasaron la noche en el cuarto del imam y que este las llevaba a Tiznit donde les aseguraba un futuro mejor.

Los seis amigos encajaron otro shock que los dejó atontados.

—Que lo haga uno cualquiera, pasa todavía —vociferó la escritora, casi estallando de rabia, cuando se hubo ido el gerente—. Pero un imam, símbolo de la moralidad y en una mezquita, la propia casa de Dios, esto sí que es abominable. A este tío habría que castrarlo.

—Este no es un caso aislado ni extraño —aclaró el profesor—. Suele ocurrir en todas las ciudades. Basta leer los periódicos. La semana pasada, por ejemplo, detuvieron y condenaron a tres imames, uno por explotación sexual de mujeres, entre ellas algunas casadas, a quienes el teólogo prometía la curación de enfermedades físicas y sexuales mediante la roqya chariya; otro, que era un alfaquí de 50 años, lo detuvieron mientras ejercía violencia a menores de edad, practicándoles la «falaqa» que consiste en golpearles con palo la planta de los pies, en un aula de enseñanza coránica. A los recalcitrantes, les bajaba el pantalón y les azotaba el culo hasta ponerlo rojo. El último fue condenado por abuso sexual a niños vecinos durante cuatro años.

—Yo sé de un caso que me revolvió las tripas durante días —informó Warda, apesadumbrada—. La cámara penal de Marrakech condenó a prisión, el pasado mes, a un alfaquí de 60 años, casado y con hijos, por pedofilia a varios menores de 8 años, de los que abusaba en la escuela coránica.

Damián, muy intrigado por lo que decían y que no entendía, pidió traducción y cuando el profesor le resumió los hechos narrados, farfulló en francés, moviendo la cabeza, entre enfurecido y abatido:

—Lo que contáis no es nada en comparación con lo que ocurre en las iglesias. Las aberraciones sexuales que cometen los religiosos, sean curas, cardenales, obispos o párrocos, no se pueden describir. Hay diariamente casos de violación de niños y la autoridad eclesiástica se ve superada por los hechos. Los niños se apuntan en la catequesis al cumplir 6 años y es a esa edad cuando algunos clérigos malvados los inician al sexo y al vicio. A mí me violaron tres curas durante tres años cuando tenía apenas nueve años. Dejé luego de ser creyente por eso, porque no me cabía en la mente que un Dios justo y misericordioso permitiera esta inhumana barbarie que ni los primitivos de antes del Neandertal cometían.

El gerente volvió, interrumpió la conversación y pidió a Leila que lo acompañara a la recepción para hablar con el inspector por teléfono.

—Hola, señorita Biari, perdone la molestia.

—No es ninguna molestia, inspector —dijo solícita la joven—. A sus órdenes.

—La señorita Maati nos dijo que le pidió tomar fotos a esa violinista y si es así queremos saber si podemos revelarlas y ver a aquella misteriosa mujer.

—Sí, inspector. Lo hice el viernes pasado por la mañana, en la explanada, mientras fotografiaba las novias que aguardaban a sus pretendientes para celebrar las bodas. Vi a la violinista y tomé tres instantáneas, una de frente cuando ella cruzaba la calle adelantando un carro de legumbres guiado por dos mujeres bereberes, y dos de perfil junto a una tienda de comestibles, mientras la atendía un muchacho alegre, impresionado por el aspecto insólito de la dama. No sé si hay un estudio en el pueblo que nos pueda resolver el caso.

—Sí. Hay uno adosado a la farmacia. Nos vemos allí dentro de un cuarto de hora, el fotógrafo se llama Abderrazak.

Leila colgó el receptor y pidió a Warda que la acompañara.

Cuando llegaron al pequeño estudio, Warda se quedó en la entrada y Leila pasó al cuarto oscuro donde felicitó al profesional al ver que nada faltaba. Empezó efectuando todas las etapas exigidas para revelar las fotos: el kit de revelado con los químicos en formato de líquido concentrado, el agua a verter dentro del tanque, la medición del tiempo de revelado y la temperatura adecuada de los químicos. La tarea resultaba fácil porque las fotos a color revelan diferentes carretes en un mismo procedimiento. Colocó el carrete en la bobina que introdujo en el tanque.

Cuando entraron Warda y el inspector, Leila había efectuado ya todas las etapas de revelado y estaba ahora colgando las películas para que se secaran. Aisló las tres fotos objeto de investigación y los invitó a que se acercaran. Leila se inmovilizó súbitamente, sin poder reprimir un espanto. El inspector frunció el ceño y Warda ahogó un grito.

—¡Dios mío! —vociferó la periodista, pasando del espanto al estupor—. ¡No puede ser! No hay ni rastro de la violinista. Miren. Solo aparecen con nitidez las dos mujeres empujando el carro de legumbres y el sonriente adolescente.

—¡Muy asombroso! —espetó el policía, atragantándose—. ¡El diablo es invisible, claro! ¡Incluso no aparece en los espejos! Ahora sí que he de creer en fenómenos paranormales.

—Y finalmente —aulló Warda, cuando salieron del estudio—, me felicito a mí misma por ver que aceptáis mi teoría.

—Por cierto —dijo el policía, recordando algo—, el imam, que acabamos de arrestar, también piensa que la violinista es Aisha kandisha.

—No, inspector. Hay un matiz capital entre lo que ese mal nacido cree y lo que yo pienso. Él, como un ciego fanático religioso, cree que Iblís utiliza intermediarios o cómplices para perpetrar sus maldades. Yo digo que, además de eso,  actúa también sin esa delegación o procuración, metiéndose directamente en nuestra psique. Lo que Freud llama Inconsciente es el terreno ideal donde opera Iblís. Esta manipulación se define en semiótica como el hacer del hacer. «Yo es otro», de Rimbaud, nos desvela mejor esta situación, es decir, alguien, que no soy, actúa dentro de mí y me hace hacer cosas.

—¡Dios mío, Warda! ¿Quieres decir que el diablo puede guiar nuestras ideas a sus anchas y caprichos y hacernos hacer la peor de las acciones?

—Exacto, Leila.

—En lo que a mí concierne —replicó el policía—, solo importan los hechos y las personas en carne y hueso. Por eso descarté pedir una orden de captura contra aquella violinista —concluyó, sin saber si llorar o soltar una carcajada—, porque nadie puede capturar a un fantasma.

Llegaron a la plazoleta y se separaron. Warda volvió al hostal a preparar la comilona para el noviazgo; el inspector caminó a la gendarmería y Leila se dedicó a tomar las últimas fotos del festival.

Los nómadas, que antes habían transformado el pueblo en un gigantesco zoco donde todo se vendía y se compraba, estaban ahora desmontando sus tiendas y recogiendo sus cosas. Algunos grupos folklóricos seguían tocando y bailando sus últimas actuaciones. Leila les tomó algunas fotos y se concentró en la carrera de ruta, un sprint en relevos de 4 corredores, que consistía en correr lo más rápido posible en una distancia corta de 400 metros, sin obstáculos, siendo la carrera principalmente un desplazamiento en traslación. Se trataba para los jóvenes atletas de alcanzar y mantener una velocidad máxima. La reportera fotografió las tres fases de la carrera que el deportista efectuaba: el ataque o contacto con el suelo por la cara externa del talón; el apoyo o transición entre un pie y el otro y la propulsión o empuje que se produce cuando el primer pie deja el suelo con un fuerte empujón sobre el otro pie.

La periodista volvió al hostal, se duchó, se cambió y bajó a la cafetería. Llevaba un jersey con patrón de rayas de cebra y un pantalón blanco ceñido, el pelo recogido en cola de caballo. Caminó hacia la parte reservada al comedor y vio que los cinco amigos la estaban esperando, sentados a la mesa ya acomodada.

—Siento llegar tarde. Me pasé todo el tiempo sacando fotos.

—No pasa nada, querida —la tranquilizó Warda, dándole una palmadita en la espalda—. Son aún las siete y tenemos toda la noche para nosotros. —La miró maravillada y añadió—: ¡Pero qué vestido más original! Y ¡Qué guapa vas!

Los demás emitieron al unísono unos discretos silbidos de admiración que la hicieron sonrojarse como un tomate. El joyero la desnudaba literalmente con la mirada, víctima de apodyopsis.

—No es para tanto,  pero gracias por el piropo y por vuestro afecto.

Llegaron dos camareros con cuatro enormes bandejas.

—Por respeto a nuestros recientes fallecidos —aclaró Warda, mostrando los platos variados que los camareros dejaron en la mesa—, he reducido la comilona a una pequeña merienda.

Los comensales observaron con ávido apetito los platos variados. Había tostadas integrales con queso, huevos duros rellenos de humus, tortitas de arroz con plátano, rollos de calabacín y salmón, sándwiches integrales de pollo, batido de frutas con yogur, café y té verde, y todo bajo el hechizo de la música andalusí.

—Delicioso —dijeron al unísono Damián y el profesor, sirviéndose.

—Riquísimo —reconoció la periodista.

Se unió a ellos el inspector para anunciarles una noticia. Warda insistió en que se quedara a comer.

—Se lo ruego, inspector. Celebramos nuestro noviazgo de forma extraoficial —dijo, señalando a Ali.

—¡Enhorabuena y que tengan mucha felicidad! —expresó entusiasta el policía, tomando el bocadillo de pollo—. Vengo a traerles una noticia que alegrará más este evento. Acaban de comunicarme que han detenido al asesino.

—¡Dios santo! —exclamó Damián, estupefacto.

—¿Quién es? —inquirió el joyero, perplejo.

—El médico Yunes Abdessamad. Huía por el sur.

—¿Qué cargos tienen contra él? —preguntó Leila, atónita.

—Cuando el forense examinó el cadáver de Saída Mumni, encontró trocitos de piel en sus uñas y sangre seca en su boca. Supuso que esa piel fue arrancada al agresor y que la sangre seca indicaba que la víctima le imprimió una dentellada al mismo, mientras peleaban.

—Y supongo que el asesino —interrumpió Warda, adivinando la conclusión—, al ser examinado, llevaba esos arañazos y esa marca dental en su cuerpo.

—Así es —confirmó el policía—. Estaban en su brazo izquierdo. Tras el examen comparativo, resultó que la piel dejada en las uñas era suya y que la dentellada correspondía a la forma de la dentadura de la víctima. Acorralado, el médico terminó confesando haber asesinado a Saída Mumni, el viernes pasado, y también a Dalia Munsif, anteriormente.

—Siempre he creído que el asesino era ese psicópata —sentenció la escritora—. Por fin tengo confirmado el villano de mi próxima novela. ¿Y no confesó haber matado también a Nadia Walid?

—Estamos intentando averiguarlo. Intuyo que oculta algo.

—¡Por fin ha terminado la pesadilla! —suspiró de alivio el señor Bargui—. Esto quiere decir que podemos abandonar el pueblo, ¿no, inspector?

—Por supuesto. Se lo iba a notificar. The game is over, como dicen en las películas.

Poco después de que los padres de Yasír volvieran del funeral, sonó el teléfono en el vestíbulo.

—Hola, inspector  Rahal —dijo Walid, con cansancio en la voz—. ¿Alguna novedad?

—Sí. Le llamo desde el hostal para tranquilizarle: Ibrahím Alí resultó ser un individuo inofensivo y además lo que ahora le preocupa es casarse con una bella dama que conoció aquí en el hostal.

—Esta sí que es una buena noticia, inspector. ¿Alguna pista sobre la muerte de mis hijos?

El policía le narró las circunstancias de la detención del médico y la confesión del mismo respecto a los asesinatos de las dos prostitutas.

—¿Cree que está involucrado en la muerte de mi hija, inspector?

—Creemos que oculta algo. Se lo vamos a sonsacar. Última pregunta, señor Walid, si me lo permite.

—Por supuesto. Diga.

—¿Conoce o ha visto a una violinista vestida de negro?

—No. No veo a qué se refiere —dijo, después de una larga pausa.

—Estuvo en la cafetería del hostal, el viernes, interpretando una canción de Mohamed Abdelwahab. Algunos la toman por Aisha Kandisha, pero nosotros creemos que estuvo con su hijo Yasír, que en paz descanse, en el coche. Una cita amorosa, si me permite decirlo así, que terminó mal por razones que ignoramos.

—¿En qué pista se basan?

—Poca cosa. Un ínfimo perfume de mujer dejado en la víctima, además de la escena del crimen que apunta a una aventura sentimental. Si recuerda algo sobre aquella misteriosa mujer, le ruego nos lo transmita.

—Así lo haré, inspector. Gracias por la labor que lleva a cabo.

—Buenas noches, señor Walid.

Alia salió de la cocina, donde preparaba la cena, miró arriba hacia la tercera planta y gritó:

—¿Quién era, cariño?

—El inspector Rahal. Traía buenas noticias —informó él, saliendo al rellano y mirando abajo—. Luego te cuento. Prepara la cena, mientras yo me ducho.

Cuando acabó de ducharse, se puso una bata, fue al bar a servirse un whisky y se dejó caer el confortable sofá de cuero para saborear su bebida y felicitar al inspector por aquella alegre noticia. Tenían al asesino y era cuestión de horas para que confesara. Suspiró contento y bostezó. De repente una imagen insólita le perforó el cerebro. Algo había dicho el inspector sobre aquella violinista. ¡Santo Dios! Lo de Aisha Kandisha no era una broma. El viejo se llevó la mano a la cabeza, después de apurar la copa. ¡La mordedura! ¿Cómo es que no se había dado cuenta antes? ¡La marca en los hombros de sus hijos! ¡La mordedura que él imprimía en el hombro de su cuñada mientras alcanzaba el orgasmo, después de sodomizarla! ¡La marca que ahora dejaba la bestia en la misma zona del cuerpo de sus hijos, después de asesinarlos! ¡Dios mío! ¡Ella los mató para vengar las muertes que él perpetró! Y ahora él y su mujer estaban en el punto de mira de sus garras. Había que hacer las maletas y escapar, antes de que fuera demasiado tarde.

Entonces su cerebro se bloqueó un momento y un flashback veloz, al estilo de cine, desvió la corriente de sus pensamientos hacia donde todo había empezado.

Durante los primeros tres años, Walid había obtenido enormes recursos financieros, gracias a sus engaños y artimañas de juez agusanado. Se casó. Nació el niño. Engordó y se sintió feliz y jovial. Pero las cosas se pusieron feas al empezar las autoridades a sospechar de él e investigar sus bienes. Temiendo vérselas con la justicia, dejó de aceptar comisiones y de hacerse el listo en los juicios corruptos y poco sostenibles. Pero ser honesto y cumplir con el deber implica también perder muchas ventajas y ocasiones beneficiosas. Poco a poco fue planeando proyectos. Su hermano había acumulado una fortuna vendiendo muebles. Construyó todo un edificio: garaje y tiendas en la planta baja, el primer piso para él, su esposa y la niña y el segundo se lo concedió, diciendo que así se ahorraría el alquiler. Pasaron los años, y mientras su hermano se ausentaba, él se enredó con la cuñada con quien hacía todo lo que la esposa le prohibía, incluyendo el placer de morder causando profundas heridas al lograr el orgasmo. La situación financiera en el juzgado empeoró. Pero las buenas soluciones a veces llegan de improviso. Y así fue cómo se las ingenió para eliminar a toda la familia y quedarse con la fortuna de su hermano. Él y la criada, su actual esposa, lo planearon todo: provocar un incendio que redujera el edificio en escombros y estar, mientras dure el accidente, en otra ciudad, para exhibir una coartada de acero. Y lo lograron. Poco después del incendio, cuando se cercioraron de que todos habían muerto, volvieron a Marrakech donde habían reservado el hotel tres días antes, es decir, para el personal, ellos no se han movido del hotel durante aquellos cuatro días. Su hijo participaba en una excursión de alumnos, tipo boyscout. Todo había sido genial: cometieron el crimen perfecto a medianoche y dos horas después estaban en el hotel, durmiendo en su habitación a pierna suelta. Quedaron impunes. Las autoridades concluyeron a un accidente causado por una bombona de gas que explotó provocando el efecto dominó en las demás. Heredó toda la fortuna de su hermano y empezó la buena vida. Nació Nadia. Creció y estudió empresariales. El hijo inició la carrera de ingeniería. Después de peregrinar a la Meca, él se dedicó a realizar obras filantrópicas y de beneficencia. Hasta que apareció aquella maldita diablesa, con figura de violinista, para vengar aquellas muertes. ¡Había liquidado a sus hijos! Y ahora venía por él y su esposa, la cómplice de aquellos crímenes. No había tiempo que perder.

La mujer de negro había accedido a la vivienda de Walid poco antes de que la pareja volviera del funeral. Había inspeccionado el lugar y preparado el golpe final. Cuando ellos llegaron atendieron una llamada telefónica que los preocupó hasta tal punto que acordaron abandonar el chalet de inmediato. Empezaron a preparar el equipaje, recogiendo lo esencial. Él arriba, ella, abajo, empaquetando cosas en la cocina. Vio una furtiva sombra reflejarse en el vidrio de la vitrina y se volvió para asegurarse de que su imaginación le jugaba una mala pasada. La intrusa estaba allí, lista a atacar. Ambas mujeres se observaron como estatuas incapaces de moverse. Alia reaccionó primero. Presa de un pavor extremo, corrió a la puerta del jardín para abrirla de un golpe y salir a gritar, pero era mal conocer a Aisha kandisha con fama de ser más rápida que el mismo relámpago cuando se trata de peleas. Sus reflejos reaccionaron mucho antes de que su mente entrara en acción. Agarró a la mujer del brazo, luego de la garganta, ahogando su agudo alarido que lanzó con todas sus fuerzas: «¡Taibi, ven enseguida!». Intentó de nuevo gritar, pero su voz sonó como una sierra cortando madera en una bañera llena de agua, al recibir un brutal puñetazo en la sien, entre la línea del cabello y las cejas, que la desmayó. Cayó lentamente, como si su cuerpo fuera atraído por un imán hacia el suelo, doblando las rodillas y arqueando la espalda, antes de derrumbarse. Entonces la mujer de negro sacó el estilete del estuche que llevaba en el pliegue de la manga, se inclinó hacia la rígida figura de la mujer y se lo hundió en el corazón. Alia soltó una seca tos, luego quedó inerte, mientras su rostro adquiría el color del vientre de un pescado.

Walid había hecho ya las maletas y se disponía a bajarlas al vestíbulo cuando creyó oír ruidos a los que no había prestado atención hasta entonces. Eran crujidos en los peldaños de la escalera, quizás un débil roce en la puerta de la habitación. Pensó en dejar de comportarse como un idiota. «Los demonios y los fantasmas no existen», se dijo. Pero rectificó, dando un respingo: ¡allí había alguien! La mujer con niqab estaba ahora ante él. La miró un momento, aterrorizado, y comprendió. La hubiera atacado y dejado fuera de combate en dos minutos, si hubiese sido una mujer ordinaria. Pero era el diablo en persona, y él tenía que ser prudente y quedarse quieto, evitando así recibir posibles chorros de fuego o abrasadores relámpagos que lo reducirían en cenizas. Se dejó caer en el sillón de cuero, como un pesado saco de patatas, exhausto, dando resoplidos, aterrorizado por aquella aparición que le causaba ahora un escalofrío por la espina dorsal.

—¡Aisha Kandisha! —farfulló con voz sepulcral, mientras susurraba algunos versos anti satánicos—. Cuando el inspector me llamó, preguntándome si conocía a alguna violinista vestida de negro, comprendí que se refería a ti, que venías a vengarte. Esta mañana cuando vi esa marca en el hombro de mi hijo y supe por el inspector que mi hija Nadia la tenía también, la asocié de inmediato a las dentelladas que le solía infligir a mi cuñada, mientras le hacía el amor.

—¿Hacerle el amor, dices? La sodomizabas y mordías como un perro, sinvergüenza. ¿Qué respeto es este? ¿No te remuerde la conciencia?

—Mi mujer no quería sexo pervertido y, estando mi hermano siempre de viaje de negocios, deseé a mi cuñada.

—Y cuando te hartaste de ella, decidisteis tú y la criada, tu actual esposa, quedaros con la herencia, asesinando a tu propia familia.

—Tuve que hacerlo porque el salario de juez en aquel entonces era mínimo y mi hermano era millonario. Ahora lo soy. Tengo mucho dinero, muchas joyas, todo es tuyo si me dejas sano y vivo. Aquí está la combinación de la caja fuerte en mi billetera. Quiero con ello redimir mis crímenes impunes. Lamento de veras haber causado esas cuatro muertes.

—¡Tu sobrina no ha muerto!

—¿No? Creí que había desaparecido bajo los escombros. ¿Qué pasó?

—La salvó el gato. Maullaba pidiendo comida. Ella fue en su busca para darle la leche. En el sótano oyó pasos y se escondió, conteniendo la respiración. Erais tú y la criada. Planeabais incendiar el edificio: «Coge esta lata de gasolina y yo cogeré esas dos —le decías a Alia—. Los vamos a matar a todos mientras duermen».

—Sí  —reconoció el viejo, atolondrado por el poder de adivinación de aquella diablesa—, recuerdo haber proyectado el haz de luz de la linterna sobre el animal, pero no vi a mi sobrina.

—El haz de luz de tu linterna atravesó la oscuridad, pasando justo por encima de su cabeza y, temiendo que la descubrierais, soltó al gato que corrió en vuestra dirección y os tranquilizó. Pensó alertar a sus padres, pero la hubierais estrangulado al instante. Mantuvo la boca cerrada, escuchando, mientras cogíais las latas de gasolina de los estantes donde se guardaban los utensilios del coche. Cuando subisteis al primer piso, ella salió a la calle a pedir socorro. Corrió con el gatito en sus brazos, y entonces al cruzar la avenida, se detuvo y se volvió, atraída por una fulgurante explosión. El primer piso donde dormían sus padres voló en pedazos. Las llamas avanzaban veloces como lenguas de monstruos, alcanzando el segundo piso y el tercero, haciendo explotar todas las bombonas de gas que había en las cocinas, despidiendo gigantescas olas de fuego que se elevaban hacia el cielo. En segundos, el fuego había engullido todo el edificio. Dentro de aquel infernal estampido, la niña imaginó los desgarradores gemidos y los crueles dolores de los que allí morían y rezó por que Dios hiciera que aquella noche no fuese real. Pero, al girarse y seguir caminando, vio cómo una enorme furgoneta surgía bruscamente a toda velocidad para aplastarla.

—¿La atropelló? —preguntó el viejo, de nuevo anonadado por los precisos informes que tenía la diablesa de su pasado.

—Se despertó en un hospital donde el médico le diagnosticó una amnesia retrógrada causada por un shock emocional.

—¿Pero no fue luego a dar parte a la policía?

—No. La amnesia duró tres meses. Mientras tanto un matrimonio francés se ocupó de ella: él era ingeniero y la esposa, profesora, sin hijos. La llevaron a París donde la educaron, dieron un nuevo nombre y prepararon a la carrera de pediatría. Pero el recuerdo de la muerte de sus padres, desde que se recuperó,  quedó indeleble.  Luego visitó Agadir en varias ocasiones y temporadas.

—¿Y ahora dónde está mi pobre y querida sobrina Yasmín? Quiero que sea mi heredera universal, y así redimir mis crímenes. Tú eres vidente y diablesa, dime dónde está.

—Aquí —dijo entonces Leila, quitándose el niqab y dejando alucinado al hombre—. ¡Yo soy Yasmín! No tenía intención de vengarme al principio, y luché mucho contra la idea, pero la imagen de mis pobres padres quemándose en aquel infierno nunca ha dejado de torturarme. Y finalmente aquí me tienes.

—¿Yasmín? Pero si eras una niña blanca, rubia y de ojos azules.

—Me teñí el pelo y tomé sol para broncearme.

—¡Un momento! Si de veras no eres Aisha Kandisha, explícame cómo causas esas dentelladas profundas e inhumanas.

—Muy simple. Utilizo un cepo de caza en acero y en forma de dentadura inventado en China —explicó Leila, sacando el artefacto de una bolsa de cuero que tenía en el suelo—. Captura a animales por sus extremidades causándoles una muerte instantánea. Es pequeño, como ves, pero la fuerza de la dentellada es demoledora porque el mecanismo se abre y cierra con un botón que gradúa la profundidad de la mordedura. Pero no te preocupes, verás tú mismo cómo te destrozará el hombro, mientras agonizas.

—No saldrás con la tuya, si me matas. La Policía atará cabos y te tenderán trampas cuando te pongas a reclamar la herencia.

—No soy idiota. No lo haré. Ya no llevo el apellido Walid. Tampoco es auténtica mi identidad actual. Me la inventé, al venir aquí, para que nadie sospechara de mí después. En cambio, prefiero quedarme con tu dinero y tus joyas que, a fin de cuentas, son de mi padre. Simularé un robo. Cerraré a cal y canto la vivienda para que tu cadáver y el de tu esposa, que acabo de matar, permanezcan aquí varios días pudriéndose. Y si el gerente llama el viernes próximo, para entregar los ingresos de la semana, y ve que nadie contesta, creerá que estáis de vacaciones. Pasará entonces mucho tiempo, y cuando descubran vuestras putrefacciones, yo estaré a años luz de aquí, en un lugar desconocido, disfrutando de unas merecidas vacaciones.

Sabiendo que ahora estaba frente a una simple y ordinaria mujer en carne y hueso, el viejo juez se levantó de repente, como propulsado por un resorte, se lanzó rabioso sobre ella, extendiendo las manos para estrangularla. El impulso realizado le costó la vida porque avanzó veloz al encuentro del estilete que le atravesó el cartílago cricoides. Lo último que su mente captó, luego de recibir la acerada dentellada del cepo chino, fue una voz grave y femenina que decía: «en memoria de mis queridos padres».

Al día siguiente, Leila se acomodó a su mesa habitual y pidió el desayuno. Eran las once de la mañana y no había gente conocida. Como si adivinara la extrañeza de la periodista, el gerente se acercó y dijo con cortesía:

—Se han ido ya todos: Warda y su novio, Damián y su amigo, y el señor Husni.

«Vaya, pensó Leila, hasta mi ángel defensor se ha volatilizado».

—El pueblo vuelve ahora a ser apacible y lindo como antes, ¿no, señor Muad?

—Sí, señorita Biari. Ahora que el médico y el imam están en la cárcel. Sin embargo, las muertes de Yasír y Nadia quedarán insolubles. La policía comparte la sabia opinión de su amiga: nada se puede hacer contra Aisha Kandisha, que mata por razones que solo ella sabe.

La joven se despidió, agradeciendo la feliz estancia, y salió a buscar un taxi. Pero enfrente, al otro lado de la acera, vio al galán guapo, tipo Cary Grant, visiblemente loco enamorado, abriendo la portezuela derecha de su coche. Vestía un jersey lacoste naranja, de manga corta y pantalón gris.

Y mientras caminaba hacia él, empujando la maleta con ruedas, recordó la melodía de la genial violinista y sonrió: ahora el viajero y su amada iban juntos.

 

FIN

 

©Relato: Ahmed Oubali, 2022.

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