JUSTO Bajo la doble lupa de…por Teresa Suárez y Manu López
JUSTO
BAJO LA DOBLE LUPA DE…
Teresa Suárez y Manu López Marañón
RESEÑA DE TERESA
«[La Psicología criminal] trata de averiguar qué es lo que induce a un individuo a delinquir, qué significa esa conducta para él, porqué el saber que determinadas conductas tienen un castigo no le hace desistir de cometerlas», Hilda Marchiori, Doctora en Psicología Criminal y Victimología.
Antes de escribir la mía, he leído la opinión de otros reseñadores sobre Justo, de Carlos Bassas del Rey, y he podido comprobar, no sin cierto asombro, como desde la contraportada del libro, editado por Alrevés, hasta los diferentes blogs, revistas digitales y opiniones individuales, manifestadas vía redes sociales, se expande una corriente de respeto, casi de admiración, hacia el personaje principal de esta novela.
La empatía con este jubilado septuagenario alcanza tales cotas que nadie parece cuestionarse que ostentar el nombre de Justo ni te convierte en «honrado e íntegro» ni hace de ti alguien que «obra con justicia».
Ni aunque tu madre, judía holandesa superviviente del campo de concentración de Buchenwald, uno de los mayores centros de exterminio nazi, te lo pusiera «sabiendo bien lo que se hacía».
Ni aunque tu madre, víctima de la barbarie humana, llevara contándote la misma historia desde que estabas en su vientre («los judíos creen que en cada generación viven 36 justos, los Lamed Vav Tzadikím») y, en su lecho de muerte, insistiera («No lo olvides, Justo, tú eres uno de los treinta y seis»).
Ni tampoco aunque tu madre, una vez muerta, siguiera apareciéndose, «siempre precedida de un olor al jabón de manos Reichelet» para enseñarte los mandamientos por los que se rige el bíblico oficio para el que has nacido («no tienen por qué ser gente buena. Son gente justa, ¿entiendes la diferencia?»).
No, no la entendías.
De hecho durante mucho tiempo pensaste que estaba loca, «que era por lo que le había pasado en Alemania. Por vivir todo el día rodeada de muerte, de la indiferencia terapéutica de los que vivían al otro lado del espino; los que veían como las chimeneas tosían humo todo el día (…) cómo los copos de ceniza gris se posaban sobre los pétalos de las rosas de sus jardines, de los muros de piedra que los guardaban».
Hasta que un día la brutalidad llamó a tu puerta y te golpeó de lleno, hasta que sufriste la pérdida de quien más querías a manos de un animal sin entrañas («y casi mueres tú también»), hasta que comprobaste como ese acto tan brutal, por ser quien era el delincuente («hijo de una familia bien») y ser quien era la víctima («una pobre chavala de barrio»), quedó impune y se borró su recuerdo como si nunca hubiera ocurrido.
Ese fue el detonante.
Entonces aceptaste tu verdadera naturaleza y «brotó el tzadik, el golem asesino» devuelto a la vida para cumplir con su misión: «barrer la mierda de Dios».
Santificado por las palabras maternas («para hacer justicia es necesario ser implacables, y los buenos son débiles, pusilánimes incapaces de hacer lo que hay que hacer»), tu instinto asesino quedó oculto bajo la máscara de la rectitud con la que cubriste tu rostro.
Así fue como pese a ser un viejo cruel, irascible y desconfiado («a quien ni la edad, ni el sexo rayano en amor por «la» Remedios y sus «hoyuelos de Venus», ni el Sintrom, le hacen desviarse ni un milímetro de su camino), te ganaste a muchos lectores que vieron en ti, Justo Ledesma, a un justiciero con motivos. Un pistolero cansado que como el sheriff Will Kane recorre, solo ante el peligro, las calles de Barcelona, la ciudad que ya no reconoce, para limpiarlas de todos los indeseables que las perturban. Un héroe con pies de barro que, creyendo cercano su final, acelera el ritmo de «saldar cuentas» para abandonar este mundo sin dejar asuntos pendientes.
¿Qué eres para mí?
Un fraude. Alguien con una compulsión que no puede controlar, matar, y con la suficiente sangre fría para disfrazarla de acto de justicia («Yo maté a tu marido. He matado a mucha gente a lo largo de mi vida. Todos se lo merecían») ejecutado por mandato divino («Se revuelve como si le hubiera echado sal sobre una herida abierta. Sus ojos y su cuerpo me rechazan. ¿Y quién decide eso? Dios. Me mira atónita»).
¿Quién eres para mí?
Un asesino organizado con un modus operandi de bajo riesgo (basado en la planificación), cuyas precauciones al cometer los delitos, para evitar ser identificado, denotan un alto nivel de control psicológico.
Un asesino en serie mezcla del denominado visionario (oyen voces o ven visiones que los impelen a cometer sus actos; aunque en principio se resistan terminan por obedecer los mandatos implacables que reciben; no se sienten responsables de sus actos por lo que son capaces de separar la vida cotidiana de sus crímenes) y el misionero (se considera un elegido divino y cree tener una labor de limpieza moral que lo trasciende; está convencido de que sus víctimas merecen la muerte).
Es un hecho violento e injusto la chispa que pone en funcionamiento al homicida que Justo Ledesma lleva dentro, sí, pero no es la gasolina que lo mantiene en funcionamiento más de treinta años.
Tras tomar consciencia de su verdadero yo, aceptar su carga, y formarse convenientemente (pasó un tiempo en los regulares y después en la Legión, para aprender cómo convertir el acto de matar en un arte discreto), con su «primer ajusticiamiento» Justo inicia una dilatada carrera profesional cuyas acciones («Aparece la asistenta. La pobre mujer no tiene la culpa de nada (…) Ha tenido mala suerte en la vida. Hoy no es una excepción. Le disparo a la cabeza; no quiero que sufra más de la cuenta») ponen en entredicho tanto su misión divina (limpiador de Dios) como las palabras maternas que intentan atemperar las consecuencias de las mismas («Este mundo no es perfecto, Justo. Pero dios cuida de los buenos»).
Así que no, yo no veo en este Justo la historia de un «ojo por ojo, diente por diente» ni de una venganza «servida fría» como aconseja la sabiduría popular. Veo a un criminal que, debido al agotamiento y la incapacidad para asumir los cambios físicos y la dependencia que trae consigo la edad, entra en una espiral criminal de violencia y muerte buscando, quizás, que lo detengan porque, por primera vez, empieza a sentir algo parecido al remordimiento que le hace cuestionarse «su labor».
Si llegados a este punto, hay quienes piensan que esta reseña solo habla de Justo, como si no hubiera nada más, tienen razón: narrada en primera persona, el personaje principal ocupa el noventa por ciento de la novela, dejando libre solo un diez por ciento para el resto de los ingredientes.
De entre los secundarios que acompañan a Justo, que los hay, me quedo con Julián, «la persona más callada del mundo sin ser muda», pero que cuando habla hace gala de una lucidez capaz de desenmascarar al protagonista: «¿A cuántos te has cargado? [le pregunta a Justo] A muchos. Todos se lo merecían (…) ¿Cómo lo sabes? Porque soy capaz de ver el mal. ¿Y qué ves cuando te miras a ti mismo?». ¡Así de certero, así de contundente!
Además de la historia de Justo, la prosa contenida del autor (capítulos breves, frases cortas, economía de adjetivos), tan cortante como un sable japonés, se luce para entonar un réquiem, plagado de nostalgia, por Barcelona, la ciudad que fue y que murió hace tiempo.
Pero he de decir que ese llanto por la Barcelona de la infancia (una de las pocas ciudades peninsulares que aún no conozco), lejos de conmoverme, unas veces me sobra y otras, la mayoría, me deja indiferente. Tal vez sea porque me cansa escuchar que la culpa de todos los cambios sufridos (a peor, siempre a peor) en ciudades y pueblos la tiene la masiva presencia de turistas; como si los intereses (sobre todo económicos) de los locales nada tuvieran que ver con esa descontrolada presencia estacional de personas que, en manos de agencias de viajes, turoperadores sin escrúpulos y ciudadanos ejemplares que se suben al carro ávidos de pasta fácil, ven como el deseo natural de experimentar, viajar y conocer otras culturas, se transforma en un problema para muchos, en un lucrativo negocio para unos pocos y en una enorme decepción para ellos. ¿A quién le gusta sentirse tratado como un borrego?
En fin…
Hay libros tan cargantes que solo tirando de sentido del humor se hace posible reseñarlos. Los hay tan simples que después de escribir el título te quedas en blanco como si las palabras huyeran despavoridas para no quedar asociadas a algo tan vano. Otros te desagradan de tal manera que no puedes evitar, no quieres, sustituir la pluma por la espada. Y luego están aquellos que sea por los hechos que narran, los personajes, la forma, el estilo literario, la ambientación o lo que denuncian, despiertan tu espíritu crítico, exacerban tu pasión y te empujan a escribir sobre ellos sin orden ni concierto, sin reglas, solo a escribir e intentar hacerlo de tal manera que quien lo lea sienta una necesidad imperiosa de sumergirse en la novela.
Justo pertenece a esta última categoría.
No obstante, y pese al reciente Hammett, en mi opinión no es Justo la mejor novela de Carlos Bassas del Rey.
Para saber si tengo razón o no, cuando hayan terminado Justo tendrán que leer Soledad y después hablamos.
No se arrepentirán.
RESEÑA DE MANU
Con Apuntes del subsuelo (que Fedor Dostoyevski publicó en 1864) arranca, para Ernesto Sábato, la novela moderna. Su protagonista, un oscuro funcionario frustrado y miserable que se imagina enfermo del hígado dice: «Estoy convencido de que el hombre nunca renunciará al sufrimiento genuino, o sea, a la destrucción y el caos. El sufrimiento: ¡pero si ésa es la única causa agente de la conciencia! Y aunque la conciencia es la mayor desgracia para el hombre, sé, no obstante, que éste la ama y que no la trocaría por la mayor satisfacción».
Por su parte Justo, el enfermo únicamente de vejez de esta novela de Carlos Bassas del Rey, dice en su capítulo 7: «La conciencia es un tumor que no se puede extirpar, o naces sin ella o la cargas toda la vida. De nada me sirve la certeza de que cada una de las almas que he enviado al infierno habría hecho sus méritos».
El exceso de conciencia, aseguraba Dostoyevski, es un padecimiento y Justo peca justamente de ello. Y es que, «cuanta más conciencia, menos vida»… Por ello el narrador en primera persona de Justo es tan sumamente infeliz: por no ser capaz de fluir en el torrente de su propia existencia, por navegar entre las oscuras aguas de su pasado, un pasado el suyo que alberga un hecho tremendo –el asesinato de su jovencísima novia Eva–, algo que para ser desagraviado sólo encuentra las circunstancias propicias después de 50 eternos años.
«Llegamos al mundo cubiertos de mierda y nos vamos envueltos en ella. Entre medio, más mierda».
Justo es un asesino en serie que inicia su carrera matando de 10 puñaladas a un policía franquista torturador, maltratador y borracho. Con ello inaugura una noble tradición: que el móvil para sus «muertes selectivas» nunca sea crematístico (en efecto, jamás se habla de dinero en la novela, ni siquiera como secundaria forma de compensación) sino algo más profundo: servir a una venganza pulida, sin aditivos, químicamente pura.
Sigue escribiendo Dostoyevski en la obra citada: «El hombre se venga porque ve justificación en vengarse, lo cual supone que ha encontrado su causa primaria, su base, a saber, la justificación. Así pues se siente plenamente tranquilo y, por consiguiente, se venga tranquila y acertadamente, convencido como está de que lo que hace es justo y honorable». Justo sigue la tradición de esos seres magistralmente definidos por el padre de la novela moderna: sabe vengarse poniendo la cara. Pero… ¿Cómo lo hace? ¿Será alguien arrebatado por un sentimiento tan intenso que mientras dura no tolere otra cosa? No.
Justo es un ser doliente pero que, entre crimen y crimen, hace vida normal: tiene una querida; acude al bar Damián donde mantiene unas relaciones que pueden denominarse amistosas con su dueño y otro parroquiano habitual; mantiene trato diario con individuos como Braulio que, de paso, le sirve de informador; pero, eso sí: no se siente feliz. Justo recuerda a una jarra con agujero. Y es que, como acertadamente le advirtió un día la Remedios: «Hay gente que es así, que nace con la incapacidad de ser feliz. Tarados: nada les está bien».
Por otra parte él no mata con el desconocimiento de unos principios morales que pueden ser calificados de correctos; tampoco se halla dominado por algún tipo de pasión moral. Justo actúa en contra de la bondad muchas veces para ser precisamente eso: justo. Lejos está por tanto de ser uno de esos psicópatas, ególatras narcisistas sin empatía ni remordimientos, que sólo buscan su propio beneficio en cada crimen.
Justo, como le inculcó su madre judía (una de esas taradas dominadas por la religión empeñadas en comer el coco a la gente), es nada menos que uno de los 36 justos –los Lamed Van Tzadikim– que produce cada generación: gente anónima, no buena pero sí justa e implacable. Sin ellos el mundo se iría al garete.
«El mundo está lleno de hijos de puta, de cabronazos, de capullos, de mamones, de gilipollas –piensa Justo–. De mala gente. Y luego hay un puñado de gente mala de verdad. A esos es a los que mando al otro barrio».
A Justo horroriza el proceso de gentrificación de su barrio, que es el de Sant Pere, Santa Catalina i la Ribera, algo muy similar a lo que cuenta Jon Arretxe sobre el bilbaíno barrio de San Francisco en su magnífica Piel de topo. Pero las quejas de Justo tienen mayor alcance, se extienden a toda la ciudad; van dirigidas a esa nueva Barcelona inclemente con edificios históricos de cualquier época y que le dieron carácter, ya se trate del burdel de Madame Petit, de la sala de conciertos Zeleste o de gimnasios míticos donde se practicaba el boxeo (otra actividad, como los toros, en la que Cataluña destacó a nivel mundial y que hoy pertenece al pasado).
En estos desencantados paseos Justo me recuerda a Travis Bickle, el protagonista de Taxi driver (Martin Scorsese, 1976), y sus nocturnas rondas por aquel Hades neoyorquino respirando desde su taxi una atmósfera corrompida y soportando una oscuridad implacable. Ahora que lo pienso Justo y Travis se parecen a la hora de contemplar no solo la ciudad, también la vida, con una combinación de angustia e indiferencia.
Porque Travis Bickle tampoco se percibía a sí mismo como un marginado, sino como un samurái con una misión, algo que reflejaba su caos interior, su escisión de la realidad. Su personalidad gravemente disociada suplicaba a Dios fulminar la escoria de esa moderna Babilonia dominada por la corrupción y el vicio. Debido a la perniciosa educación de su madre Justo ha desarrollado asimismo esas ínfulas divinas de limpiador, pero al lado del irascible taxista nuestro septuagenario, igualmente cabreado con los tiempos que le han tocado vivir (el desenlace de la novela tiene lugar a pocos días del atropello masivo en las Ramblas), casi nos parece angelical en andanadas como esta:
«Una sociedad sin gobierno, sin jerarquías, sin policías ni ley, un país de miel, de buenos ciudadanos, de buenos vecinos y hermanos, pienso. Me entra la risa. Hay que ser gilipollas o tenerlos cuadrados para creer en la bondad del congénere».
Creo que Justo es una narración que se queda corta en sus 190 páginas, que había tema para muchísimo más. Así, encuentro a los secundarios de la novela (Remedios, Damián, Julio, el sargento Casals, la gente del hampa: desde el Milonga y el Moro hasta Cervantes, etcétera) bien esbozados en general pero sin un desarrollo que los corporice como personajes retenibles; el autor tira funcionalmente de ellos pero luego pasa sobre su sombra sin casi detenerse, preocupado tan solo por dar a la trama una espídica celeridad, lo que descarta de forma injusta a aquella sugerente comparsa.
En no pocos momentos Justo me ha parecido el esquema de una novela, su propio guion, un guion que busca deslizarse con querencia hacia terrenos cinematográficos más bien inverosímiles como los que presenta la paradigmática matanza «a lo Oliver Stone» del capítulo 15.
Por otra parte Justo, el potente protagonista –siendo el logro indudable de la novela y resultando eficaz– podría haber estado mejor trazado psicológicamente (hay piruetas demasiado osadas en su forma de actuar que hubieran requerido de, por ejemplo, una mayor graduación).
En beneficio del entretenimiento –de la superficialidad facilona habría que decir– la historia principal deja sin completar temas y subtextos de interés que habían quedado apuntados para decepción de esos lectores que buscan algo más que pisar, por enésima vez, los trillados senderos del thriller.
ENTREVISTA CON CARLOS BASSAS DEL REY
PREGUNTA TERESA:
- Tras leer las opiniones de otros reseñadores sobre Justo, he comprobado que la mayoría acepta que se trata de un abuelo que mata por encargo divino, por lo que cuenta con su total respaldo y simpatía. Sin duda es un personaje de esos que definen como poliédricos porque, dependiendo del lector, será un ángel, de la muerte pero un ángel al fin y al cabo, o un demonio. ¿Cómo lo concibió usted? Cuando los lectores ven en sus personajes características que ni se la pasaron por la cabeza a la hora de crearlos, ¿cómo se lo toma? ¿Le sorprende, le divierte, le enfada, le sirve de algo o le deja indiferente?
Mi idea inicial al construir el personaje fue que no se tratara de un tipo simpático —con el que te identificaras de inmediato—, sino que tuviera distintas capas, es decir, que haciendo lo que hace, llegara un momento en el que el lector pudiera comprenderlo y rechazarlo a la vez. No deja de ser un tipo bíblico, no del Nuevo Testamento, sino del Antiguo, un justiciero con el que podemos llegar a simpatizaren el sentido en el que nosotros mismos hemos deseado alguna vez aplicar Justicia de un modo simple, claro y directo —yo casi cada vez que veo el Telediario—. Cuando uno publica un libro, llega un momento en el que esa historia, aunque nunca deja de pertenecerle —son demasiados meses, a veces años de trabajo como para soltar esa estupidez (que me perdonen algunos compañeros)—, pasa a ser algo compartido, y cada lector lee según sus circunstancias (que cambian de día a día, de mes a mes), de modo que acaban descubriendo cosas que quizás no estaban en mi mente al crearlo, pero que son reales para él, de modo que, en cierto sentido, son reales, existen.
- Recientemente reseñamos, para esta misma publicación, La noche sin memoria de Jordi Ledesma, y he encontrado similitudes entre esta novela y Justo: las dos hablan sobre el efecto que la turistificación ha tenido sobre los lugares en los que transcurre la acción (un pequeño pueblo costero y una gran urbe); ambas novelas tratan sobre personas pertenecientes a la clase obrera asesinadas por miembros de la burguesía o clase alta, motivo por el cual las autoridades cierran los casos sin investigar demasiado; en ambos casos los protagonistas oyen voces que les instan a hacer algo para reparar esa injusticia (mientras que en La noche sin memoria el narrador hace justicia con la palabra, escribiendo la historia de los dos desaparecidos, Justo imparte justicia con las armas). ¿Qué opina al respecto? Cómo me consta que, además de compartir sello editorial, Jordi y usted son amigos, me gustaría saber si alguna vez han hablado sobre estas coincidencias entre sus novelas.
Jordi es uno de los escritores que más me gustan del panorama actual; coincidimos en muchas cosas, en especial en una idea de la literatura que nos gusta leer y escribir, por lo que, sin duda, tenemos muchas referencias compartidas, y eso se nota, supongo, en nuestra forma de mirar el mundo y de entender la escritura. Es inevitable, por tanto, que existan ciertas conexiones. En ocasiones incluso bromeamos con que algún día, dentro de muchos años, algún académico aburrido creará una especie de etiqueta literaria que nos aunará como autores en un movimiento. Lo que yo busco por encima de todo en la literatura es una mirada, y en cómo esa mirada única se plasma en una forma también única de expresarla por encima de la efectividad de la propia trama muchas veces, lo cual no significa que no me importe en absoluto. Lo que diferencia a unos escritores de otros es cómo miran y cómo cuentan después lo que han visto; eso, por encima de otras cosas, es lo que les hace únicos. Dicho lo cual, el puro formalismo sin esencia, sin contenido, tampoco sirve de nada; no es más que un precioso contenedor vacío. Admiro a esos escritores como Toni Hill que son capaces de aunar ambas cosas de un modo casi perfecto. Por desgracia —por suerte para él—, no todos somos David Peace.
- ¿De dónde le viene a usted, catalán de nacimiento, esa fascinación por la cultura japonesa? Puesto que tienen en común el uso de armaduras, espadas y códigos éticos que exigen lealtad, honor y sacrificio, ¿por qué preferir un samurái a, por ejemplo, un caballero de la Orden de Santiago, Alcántara, Calatrava u otra cualquiera de las órdenes militares y de caballería que surgieron en la península?
También me parecen apasionantes —mi hermano es Doctor en Historia Medieval— ciertas figuras del medievo europeo, pero el ritualismo japonés me fascina, siempre teniendo en cuenta que lo que, en ambos casos, ha llegado hasta nosotros no es otra cosa que una idealización de una realidad que debió de ser bastante más sucia y oscura (en el caso de Japón, los culpables son gente como Inazio Nitobe o escritores maravillosos como Rionnosuke Akutagawa o Eiji Yoshiwara, por ejemplo). Pero lo japonés tiene, como decía, ese plus de ritual que lo hace único. En ambos casos, un samurái y un templario o un hospitalario, por ejemplo, eran militares de élite adiestrados para la guerra, máquinas de matar, pero el samurái, en especial a partir de cierta época algo más tardía (siglo XVI en adelante), se convirtió, además de en guerrero, en alguien —no todos, por supuesto— con una formación en otras disciplinas literarias y artísticas que le otorgan ciertos rasgos que no puedes rastrear tanto en occidente. La imagen de un samurái cometiendo suicidio ritual —seppuku— por propio convencimiento y escribiendo un poema de despedida —jisei— antes de abrirse el vientre es de lo más reveladora.
- Creo que la mayoría de los lectores amantes de lo negro y criminal tenemos dificultades a la hora de saber si una novela merece o no la etiqueta negra, lo que suele enfadar bastante a los puristas del género (algo que no entiendo porque el lector no es quien pone el sello de “novela negra” en la portada ni quien coloca el ejemplar en el estantería correspondiente al noir). Personalmente siento aversión por las novelas que, al modo clásico, hablan de detectives alcoholizados, con un sentido del humor cuestionable, resistentes a las balas, machotes a los que ninguna mujer puede resistirse (hay escritores que siguen escribiendo la misma historia una y otra vez) ¿Qué opinión le merecen esas novelas?
Mi concepto de lo que es negro y lo que no tiene más que ver con una forma de mirar que con lo más puramente argumental o con ciertos esquemas y tipo de personajes está claro, pero jamás me atreveré a poner etiquetas en el sentido de decir esto es A y esto no lo es, más cuando creo en el traspaso de barreras entre géneros a la hora de enriquecer la literatura. Están el policial, el crook, el hardboiled, el misterio, la novela lógico-deductiva, el realismo sucio-social, las novelas de habitación cerrada, ahora el country noir, el domestic noir… Son etiquetas, como decías, que sirven para ordenar algo en una estantería, pero lo verdaderamente importante para el escritor es, creo, contar bien una buena historia, y, para el lector, que le cuenten bien una buena historia. No hay más. En cuanto a aquellos que llevan muchos años escribiendo el mismo libro, atrapados en los mismos esquemas, lo único que suelo decir al respecto es: cada uno es libre, ellos de seguir repitiéndose y yo de dejar de leerlos.
- Usted escribe sobre asesinatos pero lo hace de una manera que lo sitúa a años luz de la forma tradicional de contar las historias que hablan de asesinos, policías y crímenes. Sus narraciones transcurren con la lentitud, melancolía y tristeza propias de un blues ¿Esa originalidad en la forma le suma o le resta lectores?
Es posible que me reste lectores, pero me aporta identidad. Entiendo que a los lectores que buscan un tipo de literatura más de entretenimiento —aquí debo hacer la aclaración que hago siempre: eso no significa ni de lejos que sea mala literatura; no es nada fácil escribir una buena historia de entretenimiento—, mi forma de escribir les resultará tediosa, incluso pretenciosa a veces, y a pesar de la brevedad de mis textos, me abandonaran con buen criterio en una estantería a la que quizás regresen meses o incluso años después, o a la que no regresen jamás. Pero es mi forma de escribir. Podría renunciar a ella —de hecho, mis novelas de aventuras japonesas están escritas de otro modo menos poético, más narrativo—, pero cada vez me siento menos yo cuando me salgo de ese registro. El tiempo dirá.
- Conoce mi opinión sobre su novela Soledad y el impacto que la misma me causó. Considero que Soledad es mejor novela que Justo porque esa nueva forma narrativa que estrena en Justo florece en Soledad. ¿Está de acuerdo? ¿Qué diferencias hay entre ambas novelas? ¿Qué le ha aportado cada una? ¿Se puede decir que ya ha encontrado su estilo definitivo?
Estoy de acuerdo. Soledad es una culminación, y espero seguir por ese camino de ahora en adelante cuando escriba noir. Justo y Soledad tienen puntos en común, pero parten de dos situaciones vitales diferentes, y eso se refleja en ellas. Justo es una novela homenaje a una ciudad y a un tiempo, a una época, y no deja de ser un pulp escrito con ironía y ciertas dosis de mala leche; Soledad, en cambio, es una novela de duelo, escrita desde el dolor de la pérdida. Ha sido una novela necesaria para mí y, durante mucho tiempo, pensé que no vería la luz, que no le gustaría a nadie precisamente por eso, porque es muy íntima y muy dura —de ahí la advertencia con la que se abre el texto, que es lo último que escribí una vez concluida la novela—, pero la respuesta de los lectores ha sido muy buena y generosa. A veces, lo que crees que no va a interesar a nadie es, precisamente, lo que más acaba funcionando y definiéndote, lo cual me reafirma en la máxima de que nadie sabe realmente nada en nuestro mundillo.
PREGUNTA MANU:
- El gran acierto de la novela para mí ha sido su protagonista, Justo. Como ilustres antecesores suyos he encontrado al anónimo funcionario sociópata de Apuntes del subsuelo y a Travis Bickle, el taxista apocalíptico que protagoniza Taxi driver. Son meras referencias literarias con las que se pueden estar de acuerdo, o no, y que me gustaría ampliara con otras, estas sacadas de su propia experiencia y que –sin duda– habrán sido todavía más decisivas para construir un personaje tan vivo e inolvidable.
El origen remoto de Justo está en el personaje de Damián (de ahí que ese fuera el nombre elegido para uno de los pocos amigos de Justo) de la película Magical Girl, de Carlos Vermut, interpretado por José Sacristán. Al verlo, me dije: ¿por qué no un protagonista de la tercera edad dentro del universo de la novela negra? Eso también me permitía elegir cierto tono y una mirada para él, la de un hombre con más vía por detrás que por delante, con mucho pasado, algo de presente y nada de futuro ya. Eso era lo que buscaba: un tipo que mira a su alrededor y se da cuenta de que todo lo que conocía ha desaparecido o está a punto de expirar, los amigos, el barrio en el que se crió, la ciudad en la que vive, la propia realidad… y no le gusta. No le gusta un pelo.
- Por supuesto que nadie mejor que el autor para saber el número de páginas que requiere la historia que se ha dispuesto a contar. Pero el lector también es soberano en sus propias sensaciones y, en mi caso, la que predomina tras leer Justo es que este libro hubiera requerido un mayor tamaño para desarrollar tanto personajes secundarios como temas. Rebátame.
Creo que cuando haces una elección de estilo literario como el de Justo —lo mismo sucede con Soledad, quizás de un modo más acuciado—, cuanto más te alargas, menos efecto tienes y corres el riesgo —muy cierto— de volverte tedioso, aburrido y previsible para el lector. Además, soy de los que tratan de desnudar el lenguaje de todo artificio, de todo exceso, y eso hace que las páginas, los párrafos, las propias frases que los forman se reduzcan drásticamente de tamaño con cada corrección. Justo podría haber tenido 50 páginas más, incluso 100, pero no hubiera sido el Justo de Carlos Bassas, sino el Justo de otro. Tiendo cada vez más, en lo que a novela negra se refiere, a desnudar el lenguaje, a dejarlo en pelota picada, sujeto, verbo, predicado corto y directo y ausencia general de adjetivos; si te pones a analizar muchos de los textos que leemos, un alto tanto por ciento de los adjetivos que se usan son prescindibles, incluso están mal usados. Pero, repito, se trata de una elección personal que no implica que aborrezca los textos de otros que manejan de maravilla ese exceso florido y a veces maravilloso de palabras. Cada cual usa las que siente y cree conveniente para crear su mundo.
- Voy a romper una lanza en favor de la gentrificación de barrios como el de Sant Pere, Santa Catalina i la Ribera, que es donde vive Justo, o el bilbaíno de San Francisco, que yo conozco y es donde vive el negro Toure, falso vidente protagonista de muchas de las novelas de su colega Jon Arretxe. A Justo le desagrada profundamente encontrar Sant Pere literalmente tomado «por los señoritos de Pedralbes, de Gracia y de Sant Gervasi», niños de papá y mamá de repente encaprichados por «esos pisos de techos altos con rosetones de escayola y con molduras de filigrana; de sus lámparas de cristal como diamantes de una película de Tarzán…» Pero hay que decir que, al mismo tiempo de tales «invasiones», estos barrios en los que casi ni se podía entrar (y me refiero a San Francisco) muestran ahora un aspecto mucho más amable, con sus bares reformados en los que no es difícil encontrar los mejores vinos y a los que acuden gente variopinta, de toda la ciudad, o incluso restaurantes bien dispuestos y atendidos, con todo tipo de cocinas. De paso, se han creado zonas verdes y plazas. Con todo esto la inseguridad y la delincuencia han bajado notablemente… ¿Dígame, con estos datos tan alentadores no sería posible modificar un poco la mentalidad tan negativa de Justo hacia su barrio?
Coincido contigo en lo de San Francisco, pero, a diferencia del bilbaíno, San Pere, Santa Caterina i La Ribera no eran un barrio conflictivo en el que predominara la delincuencia. Eso era, en Barcelona, más el Barrio Chino, el Raval de determinada época, la del Carvalho de Vázquez Montalbán. El Born, para simplificarlo y que nos entendamos, era uno de esos barrios de toda la vida, con gente de toda la vida y negocios de toda la vida en pleno centro turístico de la nueva y pija Barcelona —allí uno puede visitar Santa María del Mar, la iglesia más bonita de la ciudad, y el Museo Picasso, con sus colas interminables a veces—, y, claro, pues determinadas cosas afeaban el entorno; porque la gente que vive en esos barrios suele ser de clase media-baja, de clase trabajadora, y no pude ser que un turista se tope con un Damián o un Justo sin clase alguna, Dios nos libre. Y luego está el negoci, por supuesto. Quien verdaderamente ha arruinado Barcelona no ha sido el turismo, sino los barceloneses que han jugado a hacer negocio con determinado tipo de turismo; negocio de toda índole y a cualquier precio. Nadie tenía un plan a medio o largo plazo en la cabeza —me refiero al Ayuntamiento y a otras instituciones—, solo muñir a la vaca una vez al día.
- Para el exquisito e irreprochable gusto literario de Justo Juan Marsé y Eduardo Mendoza han sido los mejores cronistas de esta ciudad junto a Manuel de Pedrolo, Manuel Vázquez Montalbán y Francisco González Ledesma. Después de soltar su nómina Justo sentencia: «Su Barcelona está muerta». Díganos, ¿en qué escritores deberíamos fijar nuestra atención para conocer de primerísima mano esta Barcelona de hoy, tan caótica a todos los niveles pero llena de posibilidades narrativas?
Pues te digo varios bien rápido: Carlos Zanón, Toni Hill, Aro Sainz de la Maza, Graziella Moreno, Cristina Fallarás, Marc Pastor, Teresa Solana… Podría citar a varios más. Cada uno tiene su propia visión, de presente y de pasado de la ciudad, porque Barcelona no hay solo una, sino muchas, tantas como habitantes tiene y como escritores que ambientan sus novelas en ella.
- La última novela de Carlos Zanón, Carvalho: Problemas de identidad y su Justo coinciden en terminar poco antes del atropello masivo de agosto de 2017. Parece que hay un respeto a tratar el tema o quizá se está esperando a que pase un tiempo para distanciarse y narrar mejor aquella carnicería. ¿Entraría en sus planes creativos semejante asunto?
En mi caso, no fue por eso. De hecho, la primera versión de la novela fue anterior a ese suceso –ese día, el día del atentado, yo estaba por casualidad en Barcelona y lo viví en primera persona—. Tampoco lo hubiera metido porque no creo que tuviera cabida dentro de la historia, pero sé que hay compañeros que han empezado a citarlo, a meterlo incluso en sus novelas, y me parece perfecto. Lo mismo sucede, supongo, con el tema del Procés y todo lo que gira a su alrededor. Hay temas que necesitan de cierto enfriamiento, de cierta reflexión para poder escribir de ellos con cierta perspectiva, tal y como ha sucedido en Euskadi con la violencia de ETA.
- Con la publicación este año de Soledad parece haber abandonado la serie protagonizada por el policía Herodoto Corominas. Yo leí (y reseñé) la última, Mal trago, que me pareció espléndida. Me gustaría saber si piensa retomar la saga, una de las muy pocas a las que yo estaba dispuesto a seguir. ¿Considera que haya podido llegarse ya a un agotamiento del lector a la hora de encarar investigaciones criminales protagonizadas por agentes de todo tipo? ¿No sería necesario, por el propio bien del género negro y su supervivencia, una criba de títulos estrictamente policíacos?
Pues mi intención es escribir al menos una más, que pueda servir de cierre, aunque siempre dejando una gatera abierta por si acaso. Estoy muy contento y orgulloso de Mal Trago, porque en ella ya empezó a gestarse el modo de escribir de Justo y de Soledad, y creo que le debo un buen cierre a Corominas. En cuanto a lo que dices del exceso de series policiales, pues quizás sea así, pero creo que la apuesta por ese subgénero dentro del negro tiene su razón de ser, y no solo es de tipo tradicional, sino también de índole, en muchos casos, práctica por parte de los escritores —y lo digo desde el conocimiento de haber escrito una saga de ese tipo con, hasta el momento, tres novelas—: el policial nos ofrece mucha seguridad desde un punto de vista estructural y narrativo, casi tanta como el hardboiled más canónico; ambos suelen tener —más el policial, es cierto— unos parámetros muy definidos, y eso, a la hora de sentarse a escribir una historia, es de una gran ayuda (lo veo mucho con mis alumnos de escritura, esa demanda, esa exigencia constante de pautas seguras que les permitan sentarse a escribir con un agobio menos en la cabeza). Sucede lo mismo que con los guiones de un buen número de películas: existe una estructura —un andamio, un esqueleto, una espina, como la llaman en dramaturgia— que ayuda a saber hacia dónde va uno, de modo que eso le permite dejar de preocuparse un poco (aunque el niño no me quede del todo guapo tendrá sus dos brazos, sus dos piernas, sus diez deditos y sus ojos y su boca más o menos en su sitio) y dedicarse a retorcer las cosas con la seguridad de que todo irá más o menos bien. También funciona desde el punto de vista del lector, que reconoce de inmediato la fórmula y sabe exactamente dónde está, que es lo que quiere en muchos casos. Por eso, escribir un buen policial no es nada fácil, más bien todo lo contrario.
©Reseñas y Entrevistas: Teresa Suárez y Manu López, 2019.
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