INTERROGATORIO

Chilla como un cerdo cuando le acerco el destornillador al rojo vivo al estómago. La piel quemada sisea. Mientras Diego jadea y le resbalan grandes lágrimas por las mejillas, Alicia me habla. Ella también tiene los tobillos atados y las muñecas bien sujetas a la baranda de balé. Sabe que se acerca su turno de sentir el metal hirviendo y cree ingenuamente que se salvará diciéndome que me calme, que piense bien las cosas. No necesito calmarme. Lo que necesito es recuperar la caja con dos mil cartones de ácido de primera calidad. La voz me irrita. ¿Cree que disfruto lo que estoy haciendo? Giro hacia ella y le doy un fuerte golpe con el reverso de la mano. Ellos son los únicos con acceso al laboratorio. Si no aparecen las drogas, estoy jodido. Puedo imaginar los dedos sudorosos del gordo psicópata que siempre acompaña a Berón cerrándose en torno a mi garganta. Miro a mis dos socios y empiezo a perder la paciencia. ¿Es posible que hayan confabulado juntos? Tenso los músculos e intento razonar con Diego. Lo único que tiene que decirme es dónde están los ácidos. Sólo eso. Yo no soy un mafioso. No planeo matarlos una vez me digan lo que necesito saber. Si logro recuperar las drogas antes de la media noche, le entrego a Berón la caja y dejo esto para siempre. Me voy al campo algunos años a no saber de nada ni de nadie. Si no las recupero…

Mi interés siempre fue consumir buen LSD. No más traficantes cobrando demasiado por malos productos. No más fiestas arruinadas por falsos ácidos. No más dependencia de terceros, ansiedad en épocas de escasez ni pruebas fallidas con productos de proveedores nuevos. Se requirió una inversión, pero no fue tan difícil conseguir e instalar las probetas, los vasos de precipitado, el tubo de destilación y los fogones. Conseguir los precursores y algunos de los químicos fue más difícil. Cuando les llevé mi tercera muestra potencialmente exitosa a los operarios del laboratorio, marcó LSD al 87%. Abrieron de par en par los ojos y me preguntaron dónde lo había conseguido. Mentí. Dije que se los había comprado a un holandés.

Organizamos una prueba: el mejor viaje de la vida. Espirales de colores, introspección, unidad con el cosmos, risa. Nada de temblores, paranoia ni sudor frío.

Los recuerdos me frustran. Intento calmarme. Fracaso. Lanzo el destornillador contra la pared. ¡¿Dónde están los ácidos?! Diego implora misericordia. Le doy un puntapié en el estómago. No puedo dejarlo suavizarme. Si me suavizo los ácidos nunca aparecerán y mis restos picados terminarán metidos en algún barril de disolvente. Bramo que fueron ellos los que volvieron todo un negocio. Es verdad.

Tras la prueba, repetimos dosis en un concierto y, sin quererlo, la cosa empezó a crecer. Alicia les ofreció una muestra a unas amigas. Luego Diego compartió su primo y la novia, y la cosa dejó de ser privada. En menos de dos meses tuve que preparar otro octavo de litro de LSD cuando la provisión inicial nos debía durar años a los tres. Iba a ser sólo para nosotros, para ocasiones especiales; pero no. Empezamos a consumir más seguido, con más liberalidad. También vendimos mucho. A amigos cercanos, luego a los amigos de los amigos.

 Diego siempre necesitaba más. Media docena de cartones de 25 dosis en menos de una semana. Ganamos más que con cualquier trabajo a nuestro alcance. Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre, me dijo, pero dinero como este le gana a todo. Lo empujé contra la pared y lo sostuve por el cuello de la camisa. Él podía vender, pero nadie podía saber que yo era el cocinero. Que se inventara la excusa que quisiera sobre su fuente.

Agarro un cuchillo de la caja de herramientas que tengo sobre la mesa. No es gigantesco, pero es de doble filo y está recién pasado por la lima. Odio tener que intimidarlos. Les pido que me ayuden. Las cosas terminarán mejor para los tres si me dicen dónde están los ácidos. Intento explicarles que en la caja estaba toda la producción de las últimas dos semanas. Una fortuna en mercancía que no tengo cómo reponer. Enfoco mi atención en Alicia. Doy un paso hacia ella y empieza a llorar. En una ocasión anterior me dejé mover por sus lágrimas. Ese pudo ser el primer paso hacia el despeñadero en el que estamos.

Contra todo pronóstico, los problemas llegaron por el lado de Alicia. Alucinada y creyéndose una ninfa urbana, llamó la atención de quienes no debía. Dos matones la llevaron al baño, le quitaron el tercio de cartón que le quedaba y la plata de la imprudente venta que hizo en plena fiesta techno, y la arrojaron a la calle en pleno aguacero. Seguramente hicieron negocios con lo que le robaron y se enteraron de la calidad del producto. Llegaron a su apartamento, la amenazaron y ella vino a mí, llorando. Necesitaba 50 cartones. Su vida dependía de ello. Yo pensé que la podía salvar. Pasaron menos de dos semanas antes de que me pidiera entre lágrimas otra producción completa. luego otra.

La rabia se apodera de mí. ¡Tú me metiste en esto, drogadicta estúpida! ¡Tú! Ella intenta torcer su cuerpo atado para cubrirse, pero le clavo tres veces el cuchillo en las pantorrillas. Las puñaladas son bruscas y torpes. Ponen de manifiesto que no sé mucho de violencia. Grita y me jura entre sollozos que no sabe nada, que siempre estamos juntos en el laboratorio. Miente. Ella estuvo sola en el laboratorio hace cuatro días. Me consta y se lo escupo. Gimotea que los cartones se estaban secando hace cuatro días, que yo vi los ácidos terminados después de eso y la ayudé a empacarlos. Tiene razón. Mi frustración aumenta. Doy tres zancadas hacia la mesa y la pateo con fuerza. El dolor me sube como un corrientazo por la espinilla. Señalándola con el cuchillo le recuerdo que fue ella quien los trajo a mí.

Después de Alicia, me buscaron directamente. Llegaron a mi apartamento, armados y fingiendo amabilidad. No hubo negociación. No tuve opción. El que me habló, vestido de forma impecable, se presentó como Berón. Su supuesto socio me entregó dieciséis pliegos de cartón absorbente cubiertos con pequeños elefantes hindúes verdes, sentados en posición de meditación, rodeados de galaxias. Ganarían más con mi producto si lograban que se identificara con un logo conocido. Expliqué que yo no daría abasto, que les podía dar la fórmula, pero no aceptaron. Todo el tiempo el gordo estuvo unos pasos atrás de sus jefes con la pistola desenfundada en la mano. Me dieron una pequeña fortuna por adelantado y tres días después se llevaron los primeros ocho cuartos de pliego bañados en mi ácido. Luego me dijeron que debía trasladar la operación, expandirla. Alquilaron una academia de balé abandonada, con espejos y baranda, y me entregaron otro sobre lleno de efectivo.

Espero unos segundos. Ninguno dice nada. Les doy la espalda y repaso los momentos que pasé fuera del laboratorio en los últimos días. Son demasiados. Tuvieron mil oportunidades para robar la caja. Pensar en la red de clientes de Diego me produce un escalofrío. Tuvo que ser él. Si tan sólo Alicia lo hubiera acusado desde un principio se habría evitado las heridas en las piernas. Él puede mover el ácido. Berón mismo lo aceptó como distribuidor. ¡¿Dónde?! ¡¿Dónde están?! Merece morir cien veces, pero no me sirve hundirle el cuchillo en el cuello. Necesito que hable. Me mira en silencio y dudo. Rápidamente mis dudas se convierten en odio. Le halo el pelo con violencia y le pongo el cuchillo en la garganta. Volteo para mirar a Alicia. ¡¿Tú le abriste el laboratorio?! ¡¿Él te dijo que me iba a robar?! Incluso si ella no participó, me puede ayudar a despejar las dudas. En vez de eso intensifica los sollozos y me dice que intente hablar con Berón. Que le explique y le pida tiempo. ¿Hablar con Berón? Alicia no sólo es una ladrona, sino que me cree un tonto. Tiene que estar involucrada.

Alicia fue mi asistente en el nuevo laboratorio y Berón nos hacía muy fáciles las cosas. Su gente traía los insumos, recogían los pliegos secos, pagaban por adelantado y con generosidad. Lo mejor era que él quería tanto la exclusividad de su cocinero como yo quería mi anonimato y la operación se mantuvo en secreto. Llegamos a pensar que era nuestro amigo. Una noche experimentamos con LSD líquido aplicado en los ojos. El viaje fue intenso, tanto que tardamos un par de días en volver al laboratorio. Cuando Berón llegó a recoger un nuevo lote de cartones, me le acerqué confiado. Casi le pongo la mano en el hombro para decirle amablemente que necesitábamos dos días más. Me torció el brazo y me agarró del pelo. Me estrelló la cara contra la mesa y arrastró mi cabeza sangrante hasta el mechero de destilación. La sostuvo a milímetros de la llama. Sin subir el tono de voz dijo que dos días estaban bien. Que volvería, pero que no toleraría más retrasos a futuro.

Suelto el pelo de Diego y doy dos pasos hacia la pared opuesta. El reloj marca las 11:45pm. El tiempo se acaba y el interrogatorio no da frutos. Diego me llama. Juli, cálmate, dice. Se atreve a usar el diminutivo de mi nombre, a tutearme como si robarme no hubiera destruido cualquier vestigio de amistad. Siento el calor que me sube a la cabeza. Ninguno de los dos me va a decir nada. Quieren gastar tiempo. Quieren que llegue Berón, me responsabilice de todo y los libere. Ratas asquerosas… Mi movimiento es rápido. De inmediato estoy sobre Diego. Le hundo el cuchillo hasta la empuñadura en el cuello. Hace un sonido de succión húmeda al salir. La sangre ahoga los gritos y se riega oscura y abundante por el piso. Diego se agita con fuerza contra las ataduras. Ya no tengo que actuar rudo. Dejó que las lágrimas fluyan mientras me acerco a Alicia. ¿Por qué? ¡¿Por qué?! ¡¡Por qué!! Cada vez que repito la pregunta el cuchillo entra y sale de su vientre. Se sacude con más violencia que Diego. Temo que va a arrancar la baranda. Grita. La sangre ajena me cubre el rostro y se mezcla con mis lágrimas. Por fin deja de moverse. Exhala antes de la inmovilidad total. El cuchillo repiquetea contra el piso. Me dejo caer en cuclillas. Cómo extraño a Valeria. Necesito un abrazo. Una mano amorosa sobre la cabeza y un susurro dulce en el oído que me diga que todo va a estar bien. En cualquier momento Berón va a golpear la puerta. Le voy a tener que hablar. Poner a prueba la desesperada sugerencia de Alicia.

La lucidez me golpea como un batazo. Valeria. Mi amor. ¿Es posible? ¿Cuántas noches profundamente dormido a su lado? ¿Cuántas oportunidades hacer una copia de las llaves? ¿Qué le pude decir de más alucinado o borracho? Tiene que ser ella. Diego y Alicia estaban ganando con el negocio. No sacaban nada con robar y sí ponían en riesgo todo, en cambio Valeria… Miro los dos cadáveres amarrados a la baranda. Mi alarido es primitivo y desgarrador. Todas las falsas palabras de amor. Todo el cultivo deliberado de confianza. ¡Maldita seas! Me pongo de pie a toda velocidad. Estoy temblando. Tengo que encontrarla. Interrogarla. Recojo el cuchillo ensangrentado, lo guardo con la punta hacia arriba en el bolsillo trasero del pantalón y llego con pasos rápido a la puerta. Antes de poder quitar el cerrojo, veo las sombras de tres pares de pies. Golpean tres veces, luego dos, luego otras tres. La clave de Berón.

¡¡Valeria, hija de puta!! Mi grito se prolonga. Todavía retumba la última sílaba cuando la puerta empieza a abrirse.

Texto: © Sebastián Goodburn Núñez, 2019.

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