‘Huye’- Relato corto de Soledad García Garrido

Con ‘Huye’ la escritora extremeña Soledad García Garrido nos propone una caída a los infiernos más despiadados de la condición humana

HUYE

Debiste ser más prudente. En cuanto lleguemos a la estación, compra el billete del primer destino que encuentres lejos de aquí y huye. Se echarán encima de ti como perros de presa y te hincarán los caninos hasta desangrarte. No menos de lo que te mereces.

Si pretendes que te disculpe, baja del coche ahora mismo. Te has convertido en un monstruo, y lo peor es que, a pesar de todos los turnos que hemos compartido y las copas en aquel antro de mierda, apenas te conozco. Sí, me presentaste a Marisa, de acuerdo. También te lo podías haber ahorrado. Los últimos meses con ella me tenían loco. Pero no cambies de tema, en realidad, no tienes perdón. Ni el cura más bondadoso debería plantearse absolverte. Ni en nombre de Dios.

Me extrañó tu reacción cuando murió la vieja de la 211. Murmuraste que te alegrabas de que hubiese acabado ya su sufrimiento. Lo cierto es que no sé si quedaron más satisfechos sus hijos que tú. Tremendos desgraciados. La mujer llevaba ingresada solo cuatro días con una insuficiencia respiratoria, pero parecía que el tratamiento le hacía efecto. Morirse en vísperas de Navidad es una putada, como quiera que lo mires. Y vi que te alegrabas. Parecía que te alegrabas con la satisfacción del deber cumplido. Me dio la sensación de que le cerrabas los ojos antes incluso de que muriese.

Lo del abuelo de la 234 me mosqueó también. Parecía que habías entablado con él cierta amistad. Dos meses ingresado dan para coger cariño a un paciente. El viejo se gastaba malas pulgas, no digo yo que no, pero qué clase de héroe te has creído para ir limpiando el planeta a tu antojo. Las bromas que te gastabas con él le salieron caras. El hombre no disfrutaba de un solo día de humor –cuéntaselo a quien tenga un tumor en el recto−, pero tú mereces arder en el infierno. Te has valido de tu superioridad, al menos física, para hacer todo lo que has hecho.

También me llamó la atención tanto cambio de turno durante las vacaciones. Lo que no quería nadie te venía bien a ti. Bien sabías que en esas fiestas abundan los ingresos de ancianos. Mierda de hijos, asco de ingratos. Hacen como con los perros en verano, cuando se van de vacaciones, fuera mascotas de un plumazo. Yo creo que dejan a los viejos a la intemperie para que se pelen de frío y se pillen una neumonía. En el hospital, saben que no les van a faltar cuidados y cinco comidas al día. Pero no estoy ahora para cuestiones de moral. Eso te corresponde a ti. Ni siquiera te preocupaste de guardar un poco las apariencias, de espaciar los casos. Solo caíste en variar a los compañeros de turno. ¿No pensaste que el hospital abriría una investigación ante la avalancha de muertes y que el denominador común serías tú? ¿Pensabas que los familiares no iban a denunciar? Parece mentira… Aunque solo sea para cobrar la indemnización.

Los rumores se propagan como un diente de león cuando lo soplas, resulta imposible sujetar las palabras, devolverlas a quien las pronunció. Y tú comenzaste a sospechar que la gente hablaba de ti, no me lo niegues. Es sencillo interpretar los silencios que se formaban a tu alrededor, incluso las acciones. ¿Tampoco te paraste a meditar por qué nadie quería coincidir contigo en los turnos? Estabas tan implicado en la tarea épica que te habías propuesto que esa misma ofuscación te cegó. Cuando quisiste darte cuenta de que hasta el último celador estaba al tanto de tus andanzas, sentiste miedo. Reconoce que fue así. No obstante, no cejaste en tu empeño.

Aquel chaval no debió morir. No comprendo todavía cómo se te ocurrió hacerle hueco en la estantería de tus triunfos. Fue todo un cúmulo de mala suerte. El coche que lo atropelló no debió ir a noventa por aquella calle. El muchacho no debió perder un riñón y el bazo, no debió complicarse el postoperatorio por una bacteria pertinaz para terminar topándose contigo. A los dieciséis años uno no se muere así como así. Alguien tiene que cortarte los hilos para que dejes de moverte. Mala suerte también que fuera a parar a tus manos. Los antibióticos comenzaban a hacerle efecto y un cuerpo joven se aferra a la vida hasta en las peores circunstancias. Ese tanto no lo tenías que haber marcado.

¿Ahora vienes a juzgarme? Podrás estar muy seguro, pero tú no tienes pruebas. Lo de Marisa no lo puedes demostrar. Ya viste el informe de la autopsia: ingestión masiva de lorazepam. Intuyes cómo las consiguió: si quieres te lo confieso ahora mismo. Se las di yo. Yo la obligué a tomárselas. La primera fue muy fácil. Le dolía la cabeza y le serví una con un vaso de agua como si fuera un calmante cualquiera. La animé a tomarse una segunda. No me resultó difícil convencerla de que en el hospital a veces las administrábamos con una dosis doble para que hiciera efecto debidamente. Me miras como si no lo hubieses hecho nunca. No seas hipócrita: menudo palmarés has acumulado tú. Si quieres saber el resto, es muy fácil: adormecida, el resto de pastillas entraron sin dificultad. Veintiuna exactamente. Las que me guardé en el bolsillo de la bata aquella mañana, las que no dispensé en la planta. Así estaban de alborotados aquellos inocentes.

No, no somos iguales. Vosotros me disteis razones para hacerlo, desgraciados. Menuda zorra. Si me acusan, siempre tendré a quien cargar las culpas. Nadie te creerá.  ¿Cómo justificas tus actos? ¿Por qué te ensañaste tanto? Hemos quedado uno contra ¿cuántos? ¿Sesenta? ¿Setenta? Lo están investigando en estos momentos y no te vas a librar. Deja de temblar, coge tu bolso y móntate en el primer avión con destino a Argentina o lo más lejos que puedas de aquí. Y olvida mi nombre. Es importante. ¿Que cómo se hace? Ya ves, yo ya no me acuerdo del tuyo.

Texto: © Soledad García Garrido, 2018.

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