FINAL DE TURNO (Hughman) La fuga III de Juan Pablo Goñi Capurro
«No cuentes los pollitos antes de nacer», ¿cuántas veces ha oído Hughman esa expresión? Le viene a la mente tras arrepentirse por décima vez por su apresurado festejo, cuando dejó a Selberger con los papeles y se subió al patrullero junto a Marisa Ruiz. «¿Qué puede pasar en media hora?», había dicho, refiriéndose al final de su turno. ¿Qué podía pasar?; que le tocara una compañera con incontinencia verbal. Marisa no ha detenido su charla ni para tomar aliento desde que partieron del pasillo, veinticinco minutos atrás. En los primeros cinco superó, por mucho, la totalidad de palabra dichas por la Selbreger en casi cinco horas.
El inglés se enteró de que la joven pretendía vivir sola, pero cuando la dejó el novio debió abortar sus planes y continuar en casa de sus padres, los números no le daban para alquilar y mantenerse. Por supuesto, conoció la composición familiar, la disposición de los ambientes de la casa paterna, los gustos culinarios de cada integrante del hogar, la mejor manera de cocinar el arroz, la lista de canciones favoritas de Marisa y de sus hermanas, las alternativas de las últimas vacaciones en la playa incluyendo picaduras de aguavivas, y un sin fin de detalles que ya ha olvidado. Lleva más de veinte minutos el inspector con la vista clavada en el reloj, apurando la aparición de los bastoncillos que forman los números, rogando que sean las ocho y pueda descansar sus oídos.
Restan trescientos segundos de suplicio para cerrar un día agotador; han recorrido completa la geografía de Blanca en procura de dar con tres fugitivos del Muro. El miedo es el principal disparador de las falsas alarmas que rebalsaron al comando radioeléctrico durante la jornada; Marisa está hablando ahora de sus preferencias en materia de armas, poco le preocupa que el inglés no intervenga en su monólogo, se sabe que los ingleses son flemáticos, parcos. Hughman observa que su deambular los ha llevado a las cercanías del Matadero Municipal. Cinco minutos como mínimo les tomará volver a la comisaría, buen momento para ordenar el regreso a base; pero antes de proponer el viraje, una nueva comunicación radial logra callar a la agente Ruiz.
Han visto a los tres asesinos en una casaquinta. Solicitan la presencia de patrulleros en el lugar. Hughman escucha la dirección, no ubica las calles mencionadas, supone que se ocuparán otros y ellos podrán irse a casa. Cuando advierte el brillo en los ojos pardos de su pequeña compañera, comprende que están cerca.
—¡Es acá, a tres cuadras! —exclama Marisa e introduce el móvil policial en una calle de tierra.
Hughman maldice; avisa que van al lugar. Luego busca en el asiento los chalecos antibalas, se coloca el suyo. Marisa está entusiasmada, más anécdotas para contar a sus próximos compañeros de turno. Al menos, no ha colocado la sirena ni ha encendido las luces azules; la velocidad es excesiva pero ese detalle no llama la atención a nadie en Blanca, donde circular dentro de los límites legales se considera, poco más, una conducta merecedora de un insulto.
La joven maniobra con destreza; al menos, está callada, el inglés puede oír sus pensamientos y elaborar ideas. Convencido —como todos los veteranos— del vuelo de los pájaros del Muro, se sorprende al intuir que esta vez sí puede tratarse de los fugados. La zona por la que se están moviendo está próxima al cuartel militar, entre Sierra y el centro de Blanca, no sería extraño que los malhechores decidieran ocultarse en el sitio donde menos los buscarían. ¿Cómo no se la ha ocurrido a nadie peinar esa área? Problema del comando, no suyo.
El patrullero se detiene en una encrucijada. Hay árboles en ambas direcciones, extendidos detrás de las alambradas por unos doscientos metros.
—No tengo en claro la altura, inspector. La calle es ésta, pero no sé si debemos ir a la derecha o a la izquierda.
Hughman tampoco lo sabe, aprovecha la detención para pasarle el chaleco antibalas a la joven. La luz es baja, casi anochece. Hughman pide el helicóptero por radio; ya que lo han mandado, que sea útil. Marisa alza el pulgar, indicando que está lista; la adrenalina de la acción la mantiene en silencio, detalle que el inglés agradece a los santos inocentes, únicos santos en los que cree.
Por la derecha se acercan dos camionetas policiales. Marisa va a poner primera pero el inglés la detiene. Aguarda que los colegas lleguen a su posición, baja el vidrio y se comunica con un oficial, ¿Verdi es el apellido?
—Es la tercera casa, inspector.
—Si conoces bien las calles, pasa las señales al helicóptero. Uno de ustedes se adelanta cien metros y corta el tránsito, los demás aguardamos aquí antes de avanzar.
Se ha bajado el conductor de la segunda camioneta y decide intervenir.
—¿Para qué tanto lío? Vamos, bajamos y nos vamos, seguro que no están.
El inglés no lo reconoce, debe ser de otra seccional. Verdi parte a ubicarse donde sugirió Hughman. El segundo arranca detrás, se detiene frente la tercera casa. Todas están rodeadas de alambradas como el campo circundante, es un punto de unión entre las explotaciones rurales y las últimas casas de recreo. La camioneta enciende las luces azules del techo y la sirena, gira y se pone de frente al acceso a la vivienda. Una tranquera, supone Hughman, que no tiene buena perspectiva. Observa el cielo, ni rastros del helicóptero solicitado.
—¡Imbécil!
La agente Ruiz retrocede la cabeza, como si el insulto del inglés la hubiera golpeado. Los dos policías, hombres, descienden de la camioneta y se colocan delante de los faros. Desde el patrullero no escuchan las voces que los oficiales parados sobre la vereda de pasto dan hacia la casa. En cambio, oyen la respuesta. Una docena de disparos. Los dos policías se sacuden, se doblan, caen al piso.
—Interrumpe el paso —ordena Hughman a la joven.
El patrullero, faros encendidos, se instala en el centro de la bocacalle y cierra esa vía de escape; mientras Ruiz maniobra, el inglés solicita ambulancia y refuerzos. Indica a la joven que descienda, va hacia el baúl, abre y toma dos Ithacas. Por segunda vez en la jornada, siente el peso de la escopeta. Indica a su compañera que utilice el patrullero como parapeto.
—¿Serán ellos?
—Es muy probable —responde el inspector, preocupado porque puedan fugar por los fondos y correr a campo traviesa, aprovechando la oscuridad creciente.
—¿Dónde está el maldito helicóptero?
Un día completo tras ellos, dos oficiales derribados frente a sus narices, y les brindaban a los señores asesinos la oportunidad de huir a través de esa infinita llanura pampeana. Golpea la chapa de la bronca. A más de cien metros, la otra camioneta ofrece la misma posición, atravesada en la calzada. Fuera del radio de los focos, poco puede divisarse.
El inglés escucha la respiración fuerte de su menuda compañera; están junto a las puertas delanteras, ella tiene un codo apoyado en el capó para sostener con más fuerza la escopeta. Los estertores solares reflejan las perlas líquidas que descienden por la frente estrecha de la joven de cabello sujeto por una colita. Se ha quitado la gorra.
Fuera de esa respiración intensa, no hay más sonidos para registrar, el rumor de los coches sobre la ruta llega amortiguado, deben estar a cinco cuadras. El río no puede hallarse lejos, especula el británico; otra chance para los fugitivos. ¿Qué sucede que nadie acude a ayudarlos? Se pregunta si los maleantes estarán calmos o si la aparición de los dos policías abatidos ha incrementado la tensión, quizá haya generado discusiones sobre los pasos a seguir.
Carece de datos, ignora de quién es esa casa alejada, solo ha podido constatar que hay muchos árboles en el terreno. Seguro que han contado con cómplices, ¿cómo obtendrían las armas, de no ser así? Vuelve a observar el cielo pero no se ven las luces del helicóptero policial.
—Voy a comunicarme, atenta, por favor.
El inglés abre la puerta mas no llega a cumplir su cometido. Un automóvil blanco asoma ante las luces de la camioneta de los policías derribados, aún encendidas. Pisa la calle de tierra, el conductor acelera como dudando a qué enemigo enfrentar. Hughman señala a Ruiz la parte trasera del patrullero, donde ofrecerán menos blanco. La joven obedece, presta. El inspector puede oler el miedo que emana su piel trigueña.
El auto no se mueve. Nuevos ruidos aparecen en el panorama; sirenas, vienen por la ruta. El inglés no quiere ilusionarse pero ese rumor que se acrecienta sólo puede ser el rotor del helicóptero. Allí están las luces, el reflector buscando sus presas por los suelos del arrabal. Los sonidos son más fuertes. El auto blanco acelera, dos, tres veces. Luego, se apaga el motor. El reflector da con el objetivo; dos patrulleros se detienen junto al inglés.
Las puertas del automóvil se abren, descienden cuatro personas, las manos en alto.
—¿Disparo, inspector?
—¡No, Ruiz, se están rindiendo!
La joven baja la escopeta con un alivio que no disimula. Hughman ordena avanzar a los refuerzos, luego camina detrás de las camionetas. El helicóptero mantiene el reflector concentrado en los cuatro personajes, los tres fugitivos y un cómplice. Los policías se detienen a veinte metros de los hombres que continúan con las manos en alto; Verdi acerca la camioneta desde su lado, frena y desciende.
Hughman se da cuenta que todos aguardan órdenes; es él el de mayor jerarquía. Se acerca a una mujer, es una oficial de la segunda, no recuerda el nombre.
—Somos cuatro móviles. Ustedes llevarán los fugitivos, dos por camioneta. Nosotros quedaremos aguardando las ambulancias y custodiando la escena.
Tras diagramar la operación, el inglés se adelanta e indica a los prófugos que se identifiquen. Tal cual esperaba, son los tres asesinos fugados, el otro resulta ser hermano del cabecilla. Les ordena acercarse de a uno; la mujer oficial les coloca las esposas y hace pasar dos a cada asiento enrejado de las camionetas, apoyada por las armas de los efectivos ocupantes de los vehículos.
Hughman indica a Ruiz que avance, sitúan el patrullero junto a la camioneta de los policías caídos. Se les reúnen Verdi y su acompañante, Cora Dolys, ¿cómo el inglés no la ha visto antes? Se saludan con ligereza, no es momento de euforias cuando, a tres metros, hay dos compañeros tendidos en el piso. Es obvio que ninguno quiere ver cómo están los caídos; llevan tiempo sin efectuar un movimiento, ni siquiera gemir.
El inglés, otra vez, asume las obligaciones correspondientes a su jerarquía. Va junto al más cercano, se agacha; las ropas se interponen en el camino de la luz pero distingue el corte de cabello, es quien hablará con ellos antes de hacerse el cowboy. Está muerto, el agujero en la frente lo exime de buscar signos de vida. Desde ahí ve que a la cabeza del compañero le falta un trozo, vaya a saber con qué le han tirado. Se incorpora, Cora está a su lado, consternada; ha captado de inmediato la situación.
Hughman camina lento hacia el patrullero; hay que dar parte, pedir científica, forense y demás. Esta vez, nadie los librará de los papeles. Ruiz, arrastrando la escopeta por la tierra, marcha a su lado.
—Creí que iba a ser más emocionante.
El inglés se detiene al oírla. La indignación lo sulfura, ¿más emociones que dos compañeros muertos?, ¿quería cargarse a los prófugos? Está dispuesto a gritarle pero Marisa, una vez sentada, ofrece una imagen de desolación tan profunda que lo deja pasar. Piensa entonces en la arrogancia del joven asesinado ante sus ojos, ¿le habrá parecido emocionante caer bajo las balas?
Toma el micrófono; ocho y veinte, vaya a saber cuánto más durará su turno. Mientras da el parte del hecho, piensa que debe elaborar una estrategia para que no le dejen a la agente Ruiz como compañía mientras redacta sus informes. Sería injusto que a la chica le atribuyeran otra tarea poco emocionante.
Texto: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2019.
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