El teléfono robado – Hughman #18
EL TELÉFONO ROBADO, por Juan
El procedimiento lo tomó a mitad de camino, regresando de entregar la estadística semanal en Güemes. Hughman pisó el acelerador; sol recalcitrante, mediodía, la ruta estaba tranquila. Siguió las comunicaciones, haciéndose idea de la situación. Dedujo que en la costanera se produjo el hurto, o el robo, de un celular, a un niño de once años. La dupla que patrullaba identificó al ladrón, que huyó en bicicleta hacia la zona norte de Villa Azul. Pasándose datos, siguieron su rumbo hasta que las dos camionetas se sumaron a la persecución. Identificada la casa en que se introdujo, estaban rodeándola cuando el inglés se encontraba a dos kilómetros de la curva de entrada. Aminoró la marcha; eludiría el paso por la costanera, usando una calle de tierra que daba justo a la zona norte.
Como en cada ciudad turística, alejada de la costa, de los chalets y los edificios presentables para los visitantes, existía en la villa un barrio de casas precarias, sin asfalto en las calles, sin alumbrado público, sin recogida diaria de basura. Hughman condujo por la calle ‘poceada’, eludiendo los ‘huellones’ causados por los vehículos pesados que circulaban después de cada lluvia. Doscientos metros antes, observó las dos camionetas policiales sobre la calle. Se comunicó con Ortiz; el policía que trabajaba todo el año en la villa estaba a cargo de las acciones. Pidió que lo esperaran. Confiaba en el veterano pero no en los jóvenes inexpertos, venidos de puntos diferentes de la provincia. Dejó el coche sobre la vereda de pasto, por si las patrullas debían partir de prisa. Se acercó a la casa que rodeaban ocho efectivos; eran fáciles de advertir, la vivienda estaba en un terreno yermo, aislada, la edificación más cercana a treinta metros. Por atrás de los uniformes azules vio caras y ropas; los infaltables vecinos curiosos.
Ortiz, como los tres agentes que estaban al frente, sostenía su pistola. Hughman no la había bajado del auto. Observó que los dos agentes de los laterales y las dos mujeres del fondo también apuntaban hacia la casa. Cuando el inglés llegó, se abrió la puerta del frente, una puerta más nueva que las demás aberturas. El techo faltaba, sustituido por paneles de delgada madera blanca, con ladrillos puestos encima para sujetarlas. Una mujer dio dos pasos hacia adelante. Cuarenta años, quizá menos. Falda corta, tela vaquero, ojotas; uñas sucias en los pies. Tenía en la rodilla una marca roja, una roncha, una picadura o una herida menor sin tratar. Cruzó sus brazos flacos sobre la remera corta. Adelantó el pecho, reuniendo el orgullo que le quedaba para enfrentar al grupo armado.
–Yo no sé qué buscan acá, acá no hay delincuentes, acá somos gente de trabajo. Todos. Mi marido no está porque está en el balneario.
Ortiz se adelantó, Hughman le tomó el brazo, haciéndole guardar la pistola antes de hablar.
–Señora, si usted nos deja, va a ser más fácil.
Hughman echó un vistazo. Sobre la ventana de persianas grises, cortina floreada cerrada, estaba apoyada una bicicleta de gomas gastadas. Vio en el patio, por llamarlo así, una soga con ropa colgando al sol. La mujer continuó discutiendo. Tenía una vocecilla aguda, como si el cuerpo menudo no pudiera soportar otra.
–¿Si los dejo qué?, ¿qué quieren hacer?
–Sabe que estamos por Esteban, señora, sabe que su hijo acaba de robar un celular, un iPhone.
¿Un iPhone para un chico de once años, con lo caros que eran esos teléfonos en el país? Los tenían que traer de Miami porque en Argentina no se comercializaban. Un iPhone en una casa de ladrillos remendados, revocada a la mitad.
–El Esteban no es ningún ladrón, el celular que tiene es de él, se lo ganó con los diarios.
–Nos conocemos, señora, no es la primera vez que venimos.
–Ya lo creo que con vos nos conocemos, por eso no sé por qué venís a joder, sabés bien que el pendejo no roba.
–No es la primera vez que lo acusan.
–Lo tienen montado porque es de la curva. Le echan la culpa de todo. Sabelo bien, de acá no lo sacás.
La mujer se metió en el interior y cerró la puerta. Ortiz se volvió a Hughman.
–Este negrito es un ladronzuelo, afana todo el año. Cuando llega el verano siempre faltan cosas de las casas, usan el invierno para desvalijarlas, se llevan grifería, cubiertos, lo que encuentran. Y en la temporada, ‘punguean’.
–¿Quién lo vio?
Ortiz hizo venir a una de las chicas del fondo y a un flaco muy alto, pálido como si en vez de destacarlo en un balneario lo hubieran puesto a custodiar un sótano. Hasta Hughman estaba bronceado, con un mes al sol, siendo tan blanco como el agente que se cuadraba.
–Luis Sosa, inspector.
–Marisa Ríos, señor.
Los había visto ya, la mujer medía no menos de un metro sesenta pero quedaba petisa junto al compañero –y era la más alta de las mujeres trabajando en la villa. Hughman buscó sombra. El árbol más cercano estaba cerca de la esquina, los planes de forestación –tan lindos en la zona del acantilado– aquí no existían. Hughman pidió que le contaran lo que vieron. Lo hicieron a dos voces, excitados, su primera persecución.
–Estábamos controlando la costanera, señor, a la altura del balneario “Brisas del mar”, cuando un chico, un nene de rulos, empezó a llorar en la vereda.
–Un nene hermoso, ¡desgarrador! Cruzamos la calle corriendo, nosotros estábamos del lado de la playa. El nene gritaba “me robaron el celular, me robaron el celular”.
–Le pregunté para dónde había salido el ladrón y me señaló a la derecha. Y ahí estaba el Esteban este, en la bicicleta, escapándose.
–Dimos el alerta y…
Hughman los cortó, esa parte la sabía.
–¿Dónde quedó el nene?
Los agentes se consultaron. La mujer asumió la respuesta.
–Lo dejamos con los padres, que salieron cuando lo escucharon llorar.
Hughman se volvió hacia Ortiz.
–Que encuentren al chico.
Ortiz envió un hombre a la camioneta. Hughman avanzó hacia la casa, tras dispersar a los informantes. Ortiz se le reunió, sudaba más que el inglés.
–El padre está trabajando en un parador, dijo la mujer, ¿no?
–Mentirosa, tenemos que entrar y agarrarlo con el iPhone. ¿De dónde va a sacar para comprarse uno? Mi hijo hace meses que me lo pide y no lo puedo comprar.
–Ortiz, no podemos entrar sin orden judicial.
–¿Pido una?
–Espere.
Hughman pasó por entre los pastizales del frente. Se supo observado tras las cortinas. Golpeo la puerta y retrocedió. La mujer abrió de inmediato. Cara pequeña, pómulos huesudos, saltones. Linda, a gusto del inspector.
–Señora, no queremos hacer un allanamiento. ¿Dónde está trabajando su marido?
–Se les rompió el tanque de agua del parador del acantilado, el último, el “Brisas del mar”.
–Y su hijo, Esteban, estaba con él.
–Sí, por eso venía rápido, venía a buscar una pinza que el padre se olvidó.
–Entiendo, de ahí la confusión.
La mujer lo miró sospechando una trampa. Una mano se fue a su cabello, acomodándoselo.
–Espere que ya lo aclaramos.
Hughman fue hacia la Toyota, donde un confuso agente repetía la misma pregunta. Le quitó el micrófono.
–Está la morocha, Giménez, con los padres… Pero dice que…
La morocha Giménez, fácil de identificar, un cuerpo para revistas, electrizante en el uniforme. El inglés sintió la respiración cercana de Ortiz, protestaba porque los tendrían todo el día ahí plantados.
–Acá, Hughman. ¿Está con los padres del chico?
–Afirmativo inspector. Los padres de la víctima no van a hacer denuncia. Cambio.
–¿Motivo?
–El teléfono apareció. Cambio.
–¿Por arte de magia?
–Negativo, inspector. Lo tenía el hijo del dueño del parador, dijo que se lo había quitado por una broma. El padre lo devolvió y pidió disculpas. Cambio.
Lenguaje argentino; los negritos robaban, los rubios hacían bromas.
–Gracias, cambio y fuera.
Hughman se volvió a Ortiz.
–Parece que vamos a hacer lo mismo, pedir disculpas y volvernos cada uno a su puesto.
Ortiz se separó y dio orden de dispersión. Los agentes de pie se dirigieron a las camionetas, para ahorrarse la caminata. Hughman tocó las espaldas del veterano.
–Pedir disculpas, Ortiz.
–Ahí mando al flaco, que hizo el lío por inútil.
–Usted, Ortiz, usted la conoce, usted se disculpa.
Ortiz quedó inmóvil, sintiendo la mirada del equipo. Hughman fue consciente del enemigo que se ganaba. Ortiz apoyó las manos en una panza que destacaba entre tanto joven en bastante buen estado y, agachando la cabeza, se acercó a la puerta. Hughman ordenó al resto que se marchara. Ortiz giró la cabeza al oír el movimiento. Hughman continuaba con la vista fija en él. Ortiz golpeó la puerta, despacio. Hughman no regresó al coche hasta que la mujer volvió a cerrar la puerta, acabada la misión de su subordinado. No había alcanzado la costa, que lo pasó un chiquillo pedaleando tan rápido que no se le veían las piernas; en la espalda, colgaba un morral del que sobresalía el mango de una tenaza.
© Texto. Juan Pablo Goñi – Todos los derechos reservados
© Publicacion. Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados
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