El punto débil por Juan Pablo Goñi
Calosino conduce a Brucco por los pasillos de la comisaría. Va con prisa, el Tano reduce la velocidad de sus pasos adrede; el joven se vuelve, como si temiera haberlo perdido en una curva.
—Están en la sala de reconocimiento, Tano.
Otro que quiere jugar con la reciente incorporación del edificio; tanto escándalo por una habitación de mierda con un falso espejo, ni que hubieran colocado aire acondicionado. Calosino tuerce el cuello para hablarle sin detener la caminata.
—Fue una idea mía, para hacerles creer que hay un testigo.
Idea de Calosino, igual a estupidez, traduce el Tano; no la objeta por las dudas funcione. Se topan con Cepeda, tiene la cara pegada al vidrio como si pudiera leer los semblantes de los detenidos. Son tres, están sentados en sillas plásticas. El presupuesto no dio para una mesa elegante, apenas hay una de madera barata, arriba han puesto un grabador con treinta años de antigüedad.
—¿Y?
—Nada, Calosino. ¡Hola, Tano!
El Tano le estrecha la mano, Calosino se frota las suyas. Brucco se pregunta si el detective pretende que empiecen a confesar a solas; no se van a creer que hay un testigo mirándolos, los reconocimientos se hacen con desconocidos al lado y estos imbéciles han puesto a los tres sospechosos juntos.
—Están callados, no han dicho una palabra desde que los metimos acá.
—Primero los metimos en el calabozo, hasta que a mí se me ocurrió lo de…que te conté, y te fui a buscar —cree necesario agregar Calosino.
—Lo que no entiendo es eso, ¿para qué me fuiste a buscar? Si los agarraron ustedes…
—¡Yo los descubrí! —Cepeda no comparte el método.
—¿Me van a dejar hablar o me van a interrumpir con pelotudeces?
Calosino concentra la mirada en los detenidos, cualquier gesto puede desatar el tormentoso malhumor de su veterano colega.
—Lo que no entiendo es para qué mierda me llamaron si el caso es de ustedes.
Cepeda ha quedado frente al Tano, Calosino no lo auxilia.
—Porque sos el mejor interrogando, por eso se nos ocurrió…
Ahora comparte el mérito, flor de vivo Cepeda, aprende más rápido que su superior, que continúa haciéndose el descifrador de rostros.
—¿No los interrogaron todavía?
—Claro, pero no dijeron nada, negaron todo, ¿o no, Calosino?
Brucco echa un vistazo a los reos. El más joven, rostro cerrado y piel morena, de zapatillas estruendosas, mueve los pies y las manos, gira la cabeza como si estirara el cuello, arma y desarma un puño con las manos. En el medio, un flaco de remera azul se estudia los pies, casi rígido. En el otro extremo, el más grande, de camisa a cuadros, está estirado, los pies debajo de la mesa y los brazos cruzados; bosteza cada tanto.
—A dos los tengo vistos.
—¿Andan por los mismos lugares que vos?
—¡Calosa y la concha de tu madre! ¿De qué planeta viniste? De acá los tengo visto, de encerrarlos para que después los jueces de mierda les abran la otra puerta.
Calosino baja el mentón, Cepeda se acomoda la cartuchera de la pistola en el cinto.
—El de camisa ha estado detenido por lo menos cuatro veces, el Tony Peralta, anda por los cincuenta y pasó veinte entre rejas. El flaco es Villegas, otro ladrón, lo agarramos casi tantas veces como al otro. Pasó una temporada larga en Sierra Chica porque el boludo robó la casa de un juez, en Azul.
Brucco calla, continúa estudiando a los detenidos.
—¿Y el otro, Tano?
—¡Del otro no tengo ni puta idea, Calosa! ¿No te dije que conozco a dos?
Calosa asiente. El silencio gana el pequeño espacio que comparten los tres integrantes de la brigada. El alma de policía se impone sobre las pocas ganas de trabajar que tiene el inspector Brucco; él mismo se sorprendería de darse cuenta de que se está involucrando en un caso ajeno, al menos hasta que le toque su turno al día siguiente.
—Contame bien qué paso.
—¿El robo o la detención? —inquiere Calosino para protegerse de una nueva diatriba. Fracasa en parte; esta vez Brucco apela a la ironía.
—Lo que fue primero.
—Primero fue el robo —asegura Calosino, ignorando que la ironía es una fase previa a la descarga de bilis.
—¡No me digas, pelotudo! Yo creí que primero los habían agarrado y después los habían llevado a robar con las esposas puestas.
Calosino traga. Cepeda prefiere no intervenir, hasta que el silencio vence sus temores; cuanto antes acaben, más rápido se librará de la acidez del veterano.
—Por la mañana nos informaron que habían robado la casa de Biglieri. Fuimos, nos enteramos que se habían llevado la colección de joyas de la esposa, una fortuna.
El Tano va procesando la información; Biglieri es de los mayores estancieros de la ciudad, y la mujer, es heredera a su vez de otro potentado. Cientos de miles de dólares en joyas, por lo menos.
—Había sido por la noche, ellos estaban en una fiesta. Entraron por el fondo, de alguna manera desactivaron la alarma y falsearon una puerta ventana que daba al patio. ¡Qué patio, Tano!, ¡lo hubieras visto!
—Cepeda y la concha tuya, de tanto juntarte con Calosino te estás volviendo pelotudo también. Si quiero ver el patio de Biglieri, voy y lo veo, ¿o se lo afanaron también?
En la sala de reconocimiento, Villegas se ha sentado recto, siempre con la vista en el piso. Tony Peralta tiene los ojos cerrados. El joven está de pie, camina, mira por el espejo; sabe que hay alguien detrás, y sabe también que no puede verlos, pero igual lo intenta. Detrás del vidrio que mira el chico —bastante petiso—, Cepeda se maldice, Brucco está pendiente de los movimientos de los sospechosos y Calosino estira el cuello, tratando de esquivar la figura del preso joven para observar a los otros dos.
—El de camisa se hace el dormido —señala, literalmente, el inspector junior.
—Peralta está dormido, ya no le da el cuero, si robaron anoche debe tener sueño. Si te viene bien, podés seguir con la historia, Cepeda.
—La casa estaba un poco revuelta, poco. Sobre todo, el dormitorio, donde la mujer guardaba la colección. Se llevaron hasta el alhajero, era de plata. Y volvieron salir por atrás —cierra Cepeda, como si concluyera un informe ante la jefatura.
—¿Y?
—Y eso es todo.
—¿Eso es todo, Cepeda? O sea que estos tres vinieron y se presentaron voluntariamente.
Calosino se ve obligado a intervenir, un poco por espíritu de cuerpo, otro poco por orgullo ante las detenciones realizadas.
—De inmediato salimos a la calle Tano. La velocidad tuvo que ver, si nos hubiéramos demorado, los pájaros hubieran volado.
El Tano se pregunta si Calosino seguirá yendo al puto taller literario.
—Dimos unas vueltas a ver qué se veía.
¿Qué iban a ver?, ¿a los ladrones con collares de perlas, aros de rubí y dijes de oro en las solapas de las camperas? No interrumpe al lanzado inspector Calosino, él también quiere terminar cuanto antes.
—Ahí fuimos a la terminal, un lógico lugar de huida.
Seguro que fueron porque Calosino quería comprar agua mineral, sospecha el Tano.
—Yo miré en las plataformas, Cepeda en el interior. Y allí vio a esos tres en actitud sospechosa, junto a la boletería de La Estrella.
—¿Estaban por asaltar la boletería?
Calosino no puede evitar enrojecerse.
—Estaban por sacar pasajes a la capital —dice el novato, en un suspiro.
—Entiendo, es sospechoso que la gente se acerque a las ventanillas de la terminal a sacar pasajes.
Cepeda los ha detenido por portación de cara, seguro; el morocho le debe haber llamado la atención, a la clase media se le hace imposible concebir que un pobre pueda viajar.
—La verdad, Tano, los detuvo Cepeda —confiesa Calosino y se vuelve al detective—. ¿Cómo los viste?
—¡Basta! Los detuvieron, los trajeron, los interrogaron y no dijeron nada, ¿eso es todo?
—Quisimos que allanaran los domicilios de los tres, pero la fiscal se negó a pedir las órdenes sin más elementos de prueba.
Lógico, solo faltaría que la fiscal se dedicara a pedir allanamientos en las moradas de todos los pasajeros que viajaban al día siguiente a un robo. Brucco repite una frase de Calosino, calificando a la terminal como «un lógico lugar de huida». De lógico, nada. Delincuentes capaces de desafectar un costoso sistema de alarma no van a robar a pie; si tienen un coche, ¿por qué no se han escapado por la noche? Ya estarían en capital.
El Tano aplaude; plan de Peralta, seguro, se han hecho detener adrede para que los eliminaran de la lista de sospechosos. Con el prontuario que tienen, más temprano que tarde los hubieran ido a buscar de todas formas.
Calosino y Cepeda malinterpretan el aplauso; el inspector se yergue orgulloso, sacando pecho, Cepeda sonríe y agradece.
—Gracias, Tano, pero fue solo trabajo policial.
El aludido se traga la puteada y sigue husmeando la patética sala; el chico ha vuelto a sentarse, ahora sigue con las manos un ritmo solo oído por él, tamborileando las rodillas; Peralta continúa dormido y Villegas estira las piernas.
—¿Qué te parece, Tano?, ¿entramos los tres y los apretamos para que suelten la información?
El Tano se aleja del vidrio; no mucho, al segundo paso en retroceso da contra la pared. Se apoya, separa las piernas y cruza las manos por delante, dispuesto a darles una lección. Los mira alternativamente cuando habla.
—No serviría para nada, Calosa, ninguno va a hablar delante de los otros. Tenemos que elegir al más débil, ese se va a quebrar. Ustedes dos se llevan a los otros al calabozo y yo me encargo.
—¿Dejamos al negrito, entonces? —pregunta Cepeda.
—No.
—Cepeda tiene razón, Tano, está re nervioso.
—Está ansioso, es joven, pero no está nervioso, ese pibe no tiene nada que perder. Me lo llevan con Peralta y me dejan a Villegas.
—¿Les ponemos esposas?
El Tano abre las manos, no responde. La pareja deja el cuartucho, los ve ingresar a la sala con las esposas en mano. El morocho se para de un salto, Villegas lo hace lento, duro. Peralta no se inmuta.
Cepeda le pide al pibe que se ponga contra la pared; el chico obedece, Cepeda lo esposa. Villegas imita al joven, se coloca de cara a la pared y deja sus manos atrás del cuerpo. Calosino pasa por delante de él, se coloca detrás de Peralta, mira hacia el espejo y lo señala con el dedo. El Tano bufa: ¿el petoludo espera que le haga una señal cuando estoy invisible? Como si lo escuchara, el inspector toca un hombro de Peralta. No obtiene respuesta.
Cepeda sale de la sala, Villegas continúa de pie, con las manos detrás. Calosino sacude a Peralta; este mueve los brazos al despertar, casi le pega. Calosino le da órdenes. Peralta se pone de pie, mas no gira; lleva las manos a la espalda. Calosino titubea; tras unos segundos, lo esposa y lo saca del cuarto. Cierra la puerta, después de hacer un gesto con el pulgar en dirección a Brucco.
El Tano lanza una enésima puteada y espera. Villegas sigue con los brazos extendidos. Pasa un minuto, dos. Villegas mira hacia la puerta, la ve cerrada y gira el rostro hacia el espejo. Tiene un lunar grande junto al labio, la nariz con un ligero desvío. Como los otros, luce aseado y con prendas presentables. Se han bañado a primera hora para completar la simulación, comprende el Tano.
Villegas duda, pasa la vista de la puerta al espejo. Se acerca a la mesa, mira el grabador, no lo toca. Regresa a la silla que ocupara antes, se sienta luego de mirar dos veces más hacia la entrada a la sala. Brucco se pone en marcha.
—¡Villegas, querido! Otro viajecito con estadía Sierra Chica.
—Yo no hice nada.
Brucco coge una silla, la coloca detrás de la mesa. Indica a Villegas que mueva la silla y se ubique delante de su cara. El flaco obedece, solícito.
—Vos ya sabés como es esto, flaco, si me decís donde pusieron las joyas, salís librado más fácil.
—Yo no sé nada.
—¿Qué te dio Peralta para que lo defiendas? Todo el plan es idea suya.
Brucco ve bajar la saliva por el garguero del preso, se le atora en la nuez de Adán.
—Yo no hice nada con Peralta.
—Cierto, se iban de viaje de estudios a Bariloche cuando los agarraron.
—Íbamos a Buenos Aires.
—¿A buscar un comprador para las joyas?
Casi obtiene éxito el Tano; Villegas cierra la boca a tiempo. Le tiemblan los labios. Brucco sabe que ha acertado, le falta encontrarle el punto flojo, ¿qué es lo que le da tanto miedo a Villegas?
—¿A qué iban?
—De paseo, ¿o no podemos pasear?
Brucco no responde. Le mira los ojos, uno por uno. Villegas baja el rostro, no lo soporta.
—Lástima, seguro que Peralta va a hacer algún acuerdo, siempre zafa.
Villegas cambia la estrategia, se hace el suelto, el confianzudo.
—Nos conocemos, Tano, nosotros no nacimos ayer, mirá que nos íbamos a robar las joyas de la loca esa y nos íbamos a ir en colectivo. Hubiéramos salido anoche en un auto, no nos agarraban más.
¡Bingo! A Brucco se le van todas las dudas, son los culpables; como previera, es la excusa dibujada por Peralta, los ha aleccionado el rufián. Rufián, otro de los emprendimientos del mayor de la banda. El Tano ve un blanco fácil.
—En serio, Villegas, ¿qué te da Peralta, además de fifarse a tu mujer y dejarla contenta?
Impacto pleno; el reo no la esperaba, no estaba en guarida. Villegas abre la boca, tiembla la cabeza, no consigue elaborar una frase.
—¿No sabías que se come a tu mujer?, ¿en serio me lo decís?
El Tano ríe; la farsa funciona.
—Seguro que le va a dar alguna de las joyas, el prendedor de rubí…
La presión se marca en las sienes de Villegas; el Tano no disfruta el momento, está buscando un nuevo golpe antes que el ladrón logre recuperarse.
—Cuando me contó que le embadurnaba el culo con…
Golpe perfecto, el puñetazo de Villegas hace saltar el grabador; no hay daños, vuelve a caer sobre la mesa.
—¡Hijo de puta! Fue él el que le hizo el culo…
Brucco no se mueve, tiene la pistola en la espalda, pero no considera necesario sacarla, aunque que la expresión furibunda de Villegas haría dudar a más de un policía avezado. El flaco da un bramido animal, gira, patea las sillas plásticas. Se oyen pasos en el pasillo. Villegas patea la pared. Se abre la puerta, asoma un oficial morrudo, el Tano le hace señas para que los deje.
El flaco Villegas se sienta, coloca las manos sobre la mesa, unidas como en un rezo.
—¿Qué necesitás, Tano?
Brucco coge el grabador, da vueltas hasta que encuentra el botón de REC. Lo pulsa y coloca el aparato en el extremo de la mesa más cercano a Villegas.
—Empezá por decirme dónde están las joyas.
©Relato: Juan Pablo Goñi, 2022.
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