El premio Pulitzer

C. Clarke periodista de investigación independiente abierto 24 horas a cualquier tipo de noticia, recibió una llamada a una hora intempestiva, y fiel a su lema contestó. El tipo al otro lado del teléfono fue breve, pero afortunadamente articuló las palabras clave, a las que todo periodista da más importancia que a un amago de infarto. Es una exclusiva. Y  Clarke como todo buen periodista acostumbrado a revolcarse entre la mierda para sacar una buena información, captó la indirecta.

Antes, y muy a su pesar, despidió a la prostituta mulata que le acompañaba, con unos pocos dólares de su anoréxica cartera y la promesa de volverla a ver. Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre, pero en el caso de aquella prostituta ambos conceptos se fusionaban en uno solo. Clarke la mintió, solía mentir con asiduidad, es parte del juego cuando eres periodista de investigación. Empiezas por jugarte la vida para ganar un Pulitzer, y acabas mintiendo para echar un buen polvo con una mulata cocainómana al borde del sida. Clarke estuvo una vez cerca del Pulitzer, esa es la verdad, pero se lo dieron a una despistada  rubia que se presentó con un reportaje sobre inmigrantes explotados por un blanquito racista. Los blanquitos racistas venden más periódicos que una planta nuclear a punto de explotar.

La mulata le miró con la forzada sonrisa de un púgil noqueado, mientras le daba un abrupto abrazo lleno de esperanza inútil antes de desaparecer tambaleándose mientras bajaba por las escaleras del cuarto piso. Su aterciopelado culo apretado como el de un galgo persiguiendo conejos, se movió hasta perderse entre la oscuridad de la escalera. Sabía que nunca más la iba a volver a ver y aún así, sintió lástima por su culo.

1

Se vistió sin pensar en nada. Para eso, se acercó al tocador del dormitorio calzado para que no cojeara, con dos ejemplares de las confesiones de Pepe Carvalho y su Yo maté a Kennedy, para apresuradamente sacar lo primero que encontró y ponérselo a toda prisa. Luego,  llamó a un taxi. Al bajar a la calle ya estaba en la misma puerta esperándole con el motor en marcha. El taxista le reconoció de otro viaje anterior. Qué hay de nuevo Clarke, volvemos al tajo de las noticias importantes. Clarke no contestó. Se limitó a indicarle la dirección y a sonreír con modestia. La modestia no era lo suyo, más bien la desconocía. Pero no tenía ganas de hablar con un taxista palurdo, aficionado a los cotilleos y a llevar la contraria a sus pasajeros.

Después de una hora infecta por carreteras descoloridas y con las almorranas doloridas, llegaron al lugar indicado. En la puerta de entrada había un tipo enjuto vestido de negro. Vestía igual que un enterrador del oeste en espera de clientes para su negocio. El taxista cobró y le deseó suerte a Clarke antes de largarse con su ruidoso trasto de nuevo a la ciudad. Clarke fue condescendiente y le dio una suculenta propina. El taxista era un palurdo, pero su precioso silencio durante el viaje había que recompensarlo de alguna manera.

El enterrador le recibió con nerviosismo, le temblaban las manos. Me llamo Sherman y tenemos que darnos prisa. Esas fueron sus atropelladas palabras antes de agarrar fuertemente a Clarke del brazo como si lo conociera de toda la vida y arrastrarlo al interior de la vivienda. Clarke sintió que algo no andaba bien en aquella cabeza, pero siguiendo su instinto de periodista, ese que le permitía hurgar entre la mierda sin escrúpulos, se dejó llevar.

2

La casa tenía un aire a los años cincuenta típico de las películas antiguas de la Metro. Cajas de cereales caducadas, un televisor anclado en la Fox, fotografías de mujeres en blanco y negro posando en bañadores que ya no se pondría nadie ni para llamar la atención, un póster gigante de Mae West dedicado, y un olor nauseabundo a muerte sobrevolándolo todo.

«Y bien, ¿qué coño estamos haciendo aquí a estas horas?. Si fuera tan amable de explicármelo». Clarke lo dijo sin quitar el ojo de encima al enterrador. El enterrador se dejó caer en el sofá que bloqueaba la energía ying de la casa y suspiró con desesperación. Eso no tanquilizó mucho a Clarke, pero como mínimo despertó su curiosidad.

«Mi padre se muere». Clarke miró con sorpresa el rastro de aquellas palabras en el rostro de su anfitrión. «En ese caso debería usted llamar a un médico, no a un periodista». El tipo le miró antes de contestar: «Es demasiado tarde, un periodista le hará más bien» «¿Y un sacerdote?»,Insistió Clarke. «Quizás eso sea lo que necesite en estos momentos si se está muriendo». «No», dijo con contundencia el tipo vestido de enterrador. «Le necesita a usted».

Clarke dio un respingo y movió la cabeza. «¿A mí? Está usted de broma». Comenzaba a arrepentirse de haber malgastado un buen polvo, para ser el espectador de un pobre moribundo al que apenas le quedaba mucho tiempo y al que encima ni siquiera conocía. Suele pasar, a veces parece que tienes algo, una noticia, un buen crimen. Pero lo único que sacas es un poco de radiación acumulada y mucha frustración.

3

Clarke se casó una vez. Hasta donde él la recordaba, su mujer era como una aspiradora. Ruidosa en extremo, y el polvo lo acumulaba en su interior sin que nadie lo pudiera disfrutar. Hasta que explotó y todos comieron polvo hasta hartarse. Todos menos el pobre de Clarke. Que fue el último en enterarse, de lo mal que funcionaba la aspiradora que tenía por esposa. Ese fue su maravilloso vínculo con el sagrado matrimonio. La parte buena de la historia, es que duró poco.

«No entiendo nada de lo que ocurre aquí», volvió a insistir de nuevo Clarke un poco disgustado en el tono de su voz. «Quizás lo mejor es que lo vea en persona y así lo entenderá», sugirió su anfitrión. Y el tipo vestido de enterrador, después de pronunciar aquellas palabras, se levantó del sofá que bloqueaba la energía ying de aquella casa, y subió por las escaleras que desembocaban en el segundo piso, entró en una pequeña habitación seguido de cerca por Clarke, y allí estaba su padre estirado sobre una amplia cama, consumido como si fuera uno de los extras que hicieron de esqueleto en Posesión infernal.

«Papá, está aquí». Y el espectro que ocupaba una pequeña parte de la cama, al escuchar esas palabras, levantó ligeramente la cabeza y sonrió a su hijo. Después, se incorporó levemente y se quedó mirando fijamente a un Clarke desconcertado. Respiraba con dificultad, y exhalaba un aliento fétido a cloroformo y metano que lo invadía todo.

4

«Me alegro de ver al gran H. C. Clarke», dijo el tipo con lentitud. «Quiero confesar algo antes de morir, algo que cambiará la Historia para siempre, y nos helará el corazón a toda la humanidad, pero, pero la gente tiene que saberlo», tartamudeó. «Quizás lo que necesita es un médico», insistió Clarke de nuevo. «A la mierda esos agoreros del demonio», lanzó el viejo por su boca en una especie de exabrupto, que Clarke llegó a imaginar que tal vez fuera el último. «A la mierda, y que les den».

«Tranquilo papá, tranquilo». Y el tipo que vestía de enterrador, le indicó a Clarke con la mano para que se sentara en una punta de la cama y así pudiera escuchar más de cerca lo que el moribundo de su padre le tenía que decir. Clarke le hizo caso y siguió el juego de aquellos dos tarados, se sentó sin creer que tuvieran nada interesante que decir. Quizás especuló por un instante, le dirían que se habían tirado en un Motel a Marilyn Monroe, o que habían visto a un enano radioactivo salir de una central nuclear, quizás que habían matado a una avispa espía en un Hotel de la extinta U.R.S.S, o peor aún, que habían matado ellos a Kennedy gracias a una máquina del tiempo en vez de su amado Carvalho.  

5

Clarke, una vez sentado le hizo una indicación al anciano para que comenzara a hablar cuando quisiera. La noche estaba perdida, y la mulata en algún callejón tirándose a cualquier otro desesperado. El viejo se incorporó y de un fogonazo se le iluminaron las pupilas antes de empezar a hablar. Era como si su cuerpo estuviera ya muerto, y lo único que aún le funcionara bien fueran las cuerdas vocales. Tosió y empezó a relatar su historia. Al principio era anodina, casi insulsa. Que si era un niño, que si se perdió en el bosque, que si oyó un golpe y la tierra tembló. Ahí, el gran Clarke, sí que comenzó a tener interés, pero sobre todo cuando escuchó la palabra clave. Roswell…

A lo que parecía, el pobre anciano a las puertas de la tumba, recordó como siendo aún un crío, presenció el incidente de Roswell y quería explicárselo al Mundo. Roswell siempre se mostró como un misterio para los ufólogos, un quebradero de cabeza para el gobierno y un montón de buenas historias y películas, en un largo camino hacia ninguna parte. Pero allí estaba un moribundo dispuesto a contar lo que en realidad sucedió, de contárselo a él. Y Clarke se aprestó a escuchar.

«Todo el Mundo se tragó el cuento de que lo que allí se estrelló fue un globo sonda», dijo el viejo. «Mentiras y más mentiras. Todo se encubrió, se tapó y se enterró». Clarke se encogió de hombros sorprendido. «Entonces, entonces es verdad que allí se estrelló un ovni y que sacaron de los restos del aparato un extraterrestre». El viejo se acercó lentamente a Jack antes de contestar. «No», dijo. Y luego un largo silencio.

6

Por fin, el viejo volvió a hablar: «Lo que los soldados sacaron de aquel aparato estrellado fue un hombre». Clarke se quedó desconcertado, no entendía nada, y el viejo captó su desconcierto enseguida. Así que lo repitió de nuevo. Lo que los soldados extrajeron de aquel artefacto estrellado fue un hombre. De un metro ochenta, rubio con los ojos azules y un emblema claro y definido en su pecho. Una esvástica.

Clarke abrió los ojos de  golpe: «¿Una esvástica?». «Sí», aseveró con firmeza el viejo ante la incredulidad de Clarke. «Era un nazi con uniforme, y en suelo americano. Pero todo se encubrió, porque la verdad era aún más aterradora que unos marcianos verdes del espacio exterior» «¿Y cuál es esa verdad?», repitió Clarke desde el borde la cama.

Y el viejo en su último aliento, miró por la pequeña ventana que daba a un patio pequeño y señaló con el dedo a la luna antes de dejarse caer y fallecer. «No entiendo nada», murmuró Clarke ante ese final inesperado. El hijo tapó a su padre ya fallecido con delicadeza y miró a Clarke antes de contestarle.

La luna se había tapado tras una nube oscura y misteriosa, mientras el hijo continuaba con la historia de su padre: «Mi padre siempre creyó que los nazis huyeron a la luna antes de ser derrotados y que allí nos observan y esperan antes de volver para intentar dominar el Mundo de nuevo. ¿Qué opina de esta historia, se la cree?». Clarke miró al hijo y al cadáver del padre antes de responder, para ello tragó saliva y esperó unos segundos: «Es buena, es una historia muy buena. Si va de blanquitos racistas, seguro que ganamos un Pulitzer».

Texto: © Vicente García Cobos, 2018.

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