EL PORTAL
Sin lugar a dudas, ese era el portal. El fuerte olor, como el de un orinal reposado y repleto bajo la cama de un viejo, servía como indicio suficiente para saber que aquél era el lugar convenido. El vetusto edificio, de paredes ennegrecidas por el “aire puro” de Madrid y con unas enormes puertas de madera entreabiertas, era uno más de los que aun resistían en el centro. El amplio recibidor, que quizá una vez estuvo limpio, acogía entre sus sombras todo tipo de bultos: unos, agachados y en ese momento inofensivos, encendían ajenos a todo su papel de plata; otros, dormitaban entre restos de vómito mecidos en un narcótico sueño, mientras que, un filósofo y su botella de vino, relataba en su jerga una incomprensible letanía, en un eterno monólogo. Viendo aquel cuadro, recordó una frase leída en una revista cultureta mientras a su chica le hacían las ingles: “Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre”. Estaba claro; el tipo que escribió eso, había pillado aquí.
A pesar de llevar mucho dinero en el bolsillo, estaba tranquilo; éste era sin duda un lugar seguro, donde nadie toleraba broncas que atrajesen a la policía. Pero sobre todo, porque no podría existir jamás distracción alguna entre un yonky y su dosis ya preparada; salvo que se la quitases y, ¡ay de ti!, resultabas invisible para él, tan útil como las heces que se acumulaban en el rincón, bajo la escalera. Subiendo rápidos por ella, Jota y su chica alcanzaron pronto la puerta que buscaban: antiquísima, de madera noble y con un rosetón de bronce por mirilla, posiblemente franqueó en su día el paso a una antigua pensión. La misma que ahora podría pasar por ser la de banco, de tan blindada e inaccesible como se veía.
Sentada en el rellano, una mujer de edad imposible de calcular sin la ayuda de un forense, les ofreció sus servicios. La minifalda y su blusa adornada de manchas, dejaban ver, por desgracia, unas famélicas, renegridas y flácidas carnes. Puede ser que en algún momento del pasado fuese guapa: conservaba la mirada coqueta de unos preciosos y vidriosos ojos verdes, dos esmeraldas brillantes bajo un pelo oliváceo y multicolor; lucía una sonrisa adornada con unos dientes como perlas, escasos; y, completando el cuadro, unos brazos, cuello y piernas perlados de puntos de inyección, amoratados y purulentos.
Era la clásica representante de una de las peores formas de esclavitud de los siglos veinte y veintiuno; el yonky. Por un poco más de dinero de lo que te consume un yorkshire y con el aliciente de que, en general, suelen ser más listos que un perro, un adicto joven y entrenado no da más que alegrías y buenas prestaciones. Si soportas el asco y hasta que tengan alguna venérea, en la cama o en el váter de una estación, son dóciles y disfrutones: siempre dispuestos, cualquier recado, por engorroso que sea, resulta para ellos un auténtico placer, a cualquier hora y lo que fuere. ¿Y qué decir de la seguridad?; rápidos e intuitivos alertan y, llegado el caso, muerden: no se puede encontrar mejor protección por si viene la policía, alguien intenta robar o para defender la puerta de su amo y sus intereses. Todo son ventajas; no dan gastos sanitarios, viven el tiempo suficiente y son fáciles de sustituir, si alguno se te muere. ¿Y a qué precio? Prácticamente de saldo: unas micras de caballo, farlopa o meta; de vez en cuando un bollicacao y lo tienes para toda la vida, entregado y fiel. En fin, un regalo, como para decirle al camello, ¿por tan poco, qué más quieres?.
Rehusando de tan atractivos servicios, esperaron a que ella tocase el timbre según algún tipo de clave interna que, de manera inmediata, desencadenó la apertura de infinidad de cerrojos. Les recibió una gitana de unos cincuenta años, con un moño negro aplastado y repleta de oro, ataviada para la ocasión con una estridente bata de guata de mil flores y zapatillas rosas con pompones. Pues aún con esas, ella resultaba ser lo más discreto de la casa: desde el hall de entrada, un largo pasillo la dividía en dos; a ambos lados y emulando a la avenida de las Esfinges, perros, gatos y paragüeros de bronce señalaban el camino hasta el final, una luminosa estancia a la que nunca llegaron. Boquiabiertos pudieron contemplar el ingente número de lámparas de cristal, cortinas y brocados; todo un pequeño Versalles, hecho con restos del Rastro. Fue la faraona la que les sacó de su asombro, indicándoles con un gesto la puerta que daba paso a la cocina. De ella, sólo tenía el nombre: aséptica, adornada y amueblada en acero como una morgue, allí en apariencia nunca se gestó un plato. Tres gitanas, las tres Gracias del Rúben, hermano de unas y marido de otra allí presentes, charlaban y reían sentadas en torno a una mesa, fabricando con habilidad papelinas con polvos blancos y marrones. A un lado tenían una caja de cartón sellada con cinta carrocera, con una abertura superior similar a una urna electoral, por donde el dinero entraba, pero no salía. En el otro extremo de la mesa, en el suelo junto a ellas y bien a mano, reposaba un cubo azul del chino, con un líquido que, por el fuerte olor, estaba claro que era cloro, la vulgar lejía. Rúben, el gitano, calentaba en el fuego de gas un enorme cuchillo con el que cortar las placas de hachís que se apilaban en la encimera. Aquello no era lo habitual, el poder acceder a la sala de máquinas de tan secreta y fructífera empresa: sólo a partir de una cierta cantidad y a clientes de confianza contrastada se les permitía entrar; además de un pequeño detalle, la absoluta certeza de que, en caso de traición, tu muerte estaba asegurada.
Con una sonrisa que daba miedo, girándose les preguntó:
-¿esta vez qué va a ser, mi arma?-.
Los trescientos gramos de cocaína cortada con un diez por ciento de pureza, traída desde el mismo Perú y ahora metidos dentro del pantalón, dejaban como un auténtico eunuco al actor porno mejor dotado.
Salieron del portal, disimulando el bulto bajo la camisa suelta; rápidos cruzaron hasta la otra acera, subieron a la moto y avanzaron hasta girar al final de la calle, desapareciendo.
Después de observarlo todo y tras unos instantes, un moro sentado en la terraza del kebab frente a la casa, marcaba con un sólo dedo un número en su móvil:
– ¿Jefe?…les tenemos.
Texto: © Manuel Manteca Jiménez 2019.
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