El penoso deber de un policía
El penoso deber de un policía
por Juan Pablo Goñi Capurro
Seis de la mañana, domingo ya. Hughman sintió un aguijonazo de ternura al dedicarle una mirada de despedida a Matilde, aún dormida. Diez días despertando junto a ella, ceremonia que se interrumpiría en poco más de un mes, cuando retornara a Blanca. Ternura, sin pasión ni amor; dos seres solos, adultos, que convenían en disfrutar de la mutua compañía, prodigándose cariño. Hughman mantenía su cuarto alquilado, había noches en que estaba cansado, la mujer nunca cerraba su barcito antes de la medianoche. Lanzó un beso al aire y dejó la casa, llamada de urgencia.
Caminó las seis cuadras que lo separaban del destacamento, allí deberían estar asentadas las novedades. Venturini fue quien llamó desde Güemes; habían ingresado por la madrugada a un joven, en estado comatoso, víctima de una golpiza en un boliche de Villa Azul. Podía esperar y enviarle un resumen a mediodía, pero no era su estilo; tampoco era propio del comisario estar de guardia por la madrugada. Olía a víctima importante. Hughman rogó que los del turno de noche hubieran efectuado un buen interrogatorio y tuvieran al culpable. Alzó la cara al sol tibio de la mañana, más una insinuación que una presencia contundente. Fuera del destacamento, estacionada una camioneta patrullera y un automóvil, el de Ortiz. Arrancaba mal la mañana. Ingresó, una joven dormitaba a la entrada. El inglés descartó despertarla al escuchar voces altas. En el pasillo se topó con Jorge Vega, joven agente proveniente del Gran Buenos Aires. Vestía una remera negra, decía “Seguridad” con letras grandes. Otro que hacía horas extras en los boliches para aprovechar el verano al máximo. De ordinario se mostraba impetuoso, altivo; lo extrañó verlo abatido, la cabeza hundida entre los hombros, los ojos apuntando al mosaico del piso. La puerta de la única oficina estaba cerrada. La voz era de Ortiz.
–¿Qué pasa Vega?
Titubeando, el joven explicó que Ortiz estaba interrogando a un sospechoso.
–¿Por la paliza del boliche?
Vega asintió.
–¿Estabas ahí?, ¿sos testigo?
Dudó el agente, para acabar asintiendo por segunda vez. Un grito quitó a Hughman de sus tribulaciones; empujó la puerta. Ortiz, de pie, junto a un joven sentado, pecho hinchado de gimnasio. El joven se tomaba la cara. Vestía la misma remera que el agente Vega. Hughman compuso la escena, sin dar crédito a lo que empezó a relatar Ortiz.
–Este ‘patovica’ le dio una paliza de muerte a un chico de diecisiete años.
El joven escondió el rostro, moreno, detrás de sus manos grandes. Diecisiete, menor de edad, más infracciones todavía, ¿quién estaba de turno? Ortiz continuó.
–Le estoy explicando que es mejor que confiese, Vega está dispuesto a ayudarlo, a decir que él vio cuando el chico lo atacó desde atrás. Le digo que declare eso, que el chico no pudo entrar por menor y…
–Es mejor que confiese él porque Vega, que fue quien le pegó, se complica mucho por su situación de policía, ¿es así, Ortiz?
–Yo soy el que vive acá todo el año, yo no vengo a culearme una vecina un par de meses, tomar sol y hacer diferencia de plata, para después volverme a casa, yo tengo que mostrar la cara todos los días. Si clausuran el boliche por contratar un policía, a mí me van a venir a joder.
Hughman no se contuvo, lanzó un puñetazo que dio en el estómago del sorprendido Ortiz. El chico saltó de la silla, buscando un rincón. Por detrás, Vega se asomó. El inglés lo cruzó con sus ojos llameantes, al volver su cara para controlarse. Ortiz se apoyó en el escritorio para recobrar la verticalidad. Llevaba su pistola, Hughman no. El inspector estaba de espaldas cuando el otro sacó el arma y le apuntó. Vega y el chico gritaron “¡No!”, al mismo tiempo. Ortiz disparó, ensordeciéndolos. El inglés se agachó tarde; sin embargo no estaba herido.
–¡Pedazo de pelotudo!
Ortiz. Hughman se volvió, Vega sangraba, había recibido, en el abdomen, el disparo que era para él. En el esquinero, el ‘patovica’ estaba casi en posición fetal, cubriéndose la cara con ambos brazos. Hughman le quitó el arma al paralizado Ortiz. Se oyó una voz, angustiosa, preguntando qué pasó. Hughman hizo un paso hacia el pasillo.
–Agente, precisamos urgente una ambulancia y cite, urgente también, a la otra patrulla y a la gente que esté de servicio en este momento.
Hughman oyó los dedos de la chica martilleando las teclas del teléfono. Ortiz se había sentado, los ojos abiertos en blanco; Vega se tomaba la herida, la sangre corría entre sus dedos. ¿Habría tiempo para una ambulancia? El dispensario estaba a cien metros… si es que la ambulancia había vuelto de Güemes tras trasladar al chico golpeado.
–Yo no fui…
Se inclinó hacia el joven que le había salvado la vida, controlando de reojo que Ortiz no se moviera. Había puesto la pistola en su cintura, a mano.
–¿No le pegaste al chico?
–Al chico sí, se me hizo el canchero y le di una lección. Pero la idea de cargarle la culpa a Salpietro fue de Ortiz, cuando llegó al boliche.
Salpietro sería el patovica que sollozaba en el rincón. La agente de guardia, de uniforme azul, se asomó a la oficina. Silvana Testa, recordó Hughman.
–La ambulancia todavía está en el hospital de Güemes.
Hughman se incorporó, fue con la agente hasta la entrada. En ese momento, ingresó la morocha Gutiérrez, agitada; la seguía su compañero de ronda, faltaba el otro patrullero.
–Gutiérrez, espose a Ortiz y póngalo en el patrullero, cuando llegue. Que lo lleven al calabozo de Güemes. Usted –dijo al flaco– se viene conmigo, vamos a llevar a Vega.
Confundidos, los efectivos no reaccionaron. El inglés no los aguardó, corrió hasta la oficina y se acercó al caído.
–Tranquilo, Vega, te llevamos ya mismo a Güemes.
Colocó una mano bajo su hombro, trató de incorporarlo. El agente, Ruiz, llegó a tiempo para socorrerlo, entre ambos lo trasladaron por el pasillo. La morocha, con dudas, pidió a Ortiz que se pusiera de pie, contra la pared. El inglés no fue testigo de la detención. Una línea de sangre trazaba su derrotero con el herido. La agente Testa los observaba, pálida, el cabello recogido y arreglado un tanto el uniforme, desajustado por la siesta previa a los incidentes. Oyeron una frenada, el patrullero estaba ahí. Preocupado por Vega, Hughman dijo a los recién llegados que siguieran las instrucciones de Gutiérrez, sin tomarse un segundo para identificarlos. Se acercaron a la camioneta, doble cabina. Los alcanzó la agente de guardia.
–¡Inspector! Las llaves.
–Abra la puerta trasera, por favor.
Con cuidado, depositaron al sangrante en el asiento posterior. Ruiz se quedó con él, para evitar que se golpeara en el camino. Hughman tomó el volante, encendió la sirena y encaró la salida de la ciudad, por la zona de la curva, eludiendo la vuelta por la costanera. Acelerando fuerte, ayudado por la ausencia de tránsito, pronto estuvo en la ruta.
–¿Qué me van a hacer, inspector?
–Te van a curar, Vega, no te preocupes, tratá de no hacer escuerzos.
–No, no, hablo del chico, ¿qué me van a hacer?
–¡Olvidate de eso, ahora! No hables.
A toda marcha, Hughman recorrió rápido los veinte kilómetros hasta la ciudad. Durante la marcha, recibió una comunicación de Gutiérrez; Ortiz, esposado, había salido también hacia Güemes. Villa Azul se quedaba sin móviles. El inglés recordó al testigo; ordenó que tomaran declaración al tal Salpietro. Se comunicó con el comando de Güemes, dio un informe y pidió le realizaran el test de disparo al detenido Ortiz. Cortó la comunicación cuando ingresaban al hospital, por la entrada de las ambulancias. La agente Testa estuvo eficiente; una camilla y dos profesionales aguardaban a Vega.
Caminó junto a él hasta la zona de quirófano.
–¿Qué van hacerme, inspector?, ¿el chico está bien?
El inglés le apretó la mano y vio cómo lo engullían las puertas batientes que daban a la zona de quirófanos. Fue hasta la sala de espera y se lanzó sobre una banqueta larga y baja. Sacó el celular del bolsillo de la camisa, había sonado varias veces. Venturini, cuatro llamados. No estaba preparado para enfrentarlo. Una enfermera, de piernas macizas y cara ancha, pasó por delante. La detuvo y le preguntó por el estado del chico de la paliza. La mujer negó con la cabeza.
–No pudo salir, falleció hace veinte minutos.
El inglés se sintió aplastado. Un hombre, uno de su misma fuerza, había querido asesinarlo. Y el hombre que se interpuso y recibió la bala en su lugar, era culpable a su vez de homicidio. Maldijo haber atendido la llamada, estaría enredado en la calidez de Matilde, sin sentir esa culpa inmensa. Tomó el teléfono para hablar con el comisario. Recapacitó. Si no se hubiera levantado, el inocente Salpietro estaría ahora acusado del crimen del boliche. Tecleó el número de Venturini; por una vez, el deber cumplido no le bastaba para estar en paz.
Texto © Juan Pablo Goñi – Todos los derechos reservados
Publicación © Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados
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