El ministerio de la verdad de Carlos Augusto Casas por Rafael Guerrero

«La penúltima verdad y nos vamos»

por Rafael Guerrero


 

 

Resulta que tampoco en 2030 habrá coches voladores en nuestras ciudades y ya he perdido la cuenta de las premoniciones fallidas que llevamos en ese sentido. A cambio, eso sí, seremos completamente idiotas y dóciles. Casi todos

Desde la perspectiva actual del autor, Carlos Augusto Casas, en esa venidera fecha el mundo en general —y en particular Madrid que siempre supuso un foro hecho con trozos de otros mundos y cosas aún peores— parecerán una inmensa y anodina franquicia en la que todo lo orgánico e inorgánico se asemeja demasiado a todo cuando circula a ras de suelo y de cara a la galería mientras desde las cloacas del Estado las ratas mueven los hilos por mandato de sus inmaculados jefes, líderes y gurús al compás de un apetito voraz por el poder omnímodo y una insaciable sed de dominación, actuando estas y aquellos sin acatar las leyes que ellos mismos promulgan ni el orden estricto que imponen. Cigarro en boca, los próceres y sus secuaces prohíben fumar porque fumar es muy malo, aunque no tanto como sus intenciones.

Así pues, el lector pronto se pregunta qué es verdad, qué es la verdad, quién la urde, quiénes la consumen, para qué sirve, cuánto cuesta, cuánto dura, cuándo aprieta y cuándo ahoga. Si eso mismo se lo preguntara cualquier personaje de la novela el Ministerio de la Susodicha enviaría a su machaca predilecto, alias el Poeta, para responder a la duda aniquilando la duda y de paso al que dudase. Ahí tiene usted la jodida verdad, que la disfrute.

Bajo la apariencia argumental de un futuro que presuntamente está al caer, distópico en lo social, uniforme, cool y ultracapitalista, se traza una radiografía cruda del presente, de nuestro presente, al que acompaña un balance crítico de los últimos veinte o treinta años de una sociedad que ha involucionado sin resistirse  –entregada y absorta en sus pequeñeces­— hacia la nadería y la mediocridad, aborregada, infantilizada por los medios de comunicación y demás instituciones, atemorizada, embrutecida y alienada por la tecnología y el consumismo desaforado. Para combatir la eterna insatisfacción y eludir la incertidumbre una mayoría ha aceptado la tutela de un sistema totalitario con piel de cordero y silicio sin cuestionarlo, enmendarlo o repelerlo. Y tan contenta.

El entretenimiento, ese placebo para flojos sin espíritu crítico ni ambición intelectual, ha sustituido al conocimiento. ¡Por fin!, lo celebran muchos. ¡Es el fin!, se atreven a clamar unos pocos siempre con miedo a la Nueva Inquisición que apenas se distingue de su predecesora cuando censura, controla, guía, tolera y perpetúa los privilegios de, cómo no, los privilegiados de cuna.

Se configura, por tanto, un rebaño con las necesidades básicas más o menos cubiertas víctima y cómplice de su propio sometimiento bajo el yugo del omnisciente Ministerio de la Verdad y también la posverdad y la preverdad como el zorro cuida las gallinas. El Gran Hermano propone y el Gran Hermano dispone. La versión Juan Palomo de la orwelliana y brillante ‘1984’.

Y en ese caldo de cultivo o sopa revenida pululan los protagonistas y sus adláteres, lidiando con lealtades inquebrantables y traiciones cantadas, culpas y miedos patrocinados, esperanzas de libertad y espejismos de seguridad. El mercantilismo se ha adueñado de los sentimientos y emociones, únicamente quien nada posee es verdaderamente libre al tiempo que invisible. Y contra esos muros infranqueables se rebela, se arroja, la joven reportera Julia, estudiante de segunda clase económica y becaria a dedo en un diario digital de chichinabo que pasa de renegar de su famoso padre alcoholizado (la botella esconde una historia traumática y un secreto heroico) a luchar por restablecer su buen nombre enfrentándose primero desde la ingenuidad y luego con sagacidad y convencimiento al Leviatán que la acosa y amenaza. A pesar de los duros golpes que recibe, Julia es capaz de levantarse y continuar tocando los bigotes al gato gordo y a la rata amaestrada. A ella su integridad le importa bastante más que su perfil en Instagram y asume que ese posicionamiento comporta un alto precio a pagar. Pero también a cobrar si finalmente gana la partida, si David vence de nuevo a Goliat, si la horda de supuestos mendigos que la protege cumple con su cometido y la Resistencia logra desenmascarar el fraude de la Verdad. Uve de verdad y de vendetta.

Género negro en clave periodística (los detectives y polis en esta ocasión descansan), diálogos ingeniosos y contundentes, trama milimétrica que va sembrando intriga, desasosiego y algo de luz a lo largo del túnel en que la condición humana se ha refugiado de sí misma y del que ya no sabe si quiere salir, entrar o decorarlo siguiendo los dictados del feng-shui. Que la verdad, si la hay, le pille confesada.

 

©Reseña: Rafael Guerrero, 2021.

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