El Gringo- Relato

Con «El Gringo» el escritor murciano Víctor M. Mirete se lleva el noir hasta el Lejano Oeste.

El Gringo

El ruido de las herraduras de su caballo era inconfundible. A nadie en Anáhuac le era desconocido ese correoso y amenazante sonido dejando un rastro de miedo y silencio a su paso cuando ‘El Gringo’ hacía acto de presencia en el pueblo. Tenía la altiva costumbre de pasearse con calma por todos los rincones del pueblo antes de hacer su habitual parada en la taberna para disfrutar de la compañía en solitario de la única mujer de todo Méjico con la que ninguno de podíamos siquiera soñar. La bella tabernera irlandesa de cabellos dorados y ojos verdes era su concubina a este lado de Río Salado. Era irlandesa de origen, pero llevaba más tiempo en Méjico que muchas piedras y balas. Su padre adoptivo era una leyenda en el medio oeste y ella fue un regalo, o más bien una antigua deuda a pagar. Shannon, se llamaba. Decían de ella que era algo similar a un talismán para ‘El Gringo’. Una especie de tesoro celestial que sólo podía ser tocado por sus manos. Yo estaba convencido de que era otra forma de demostrarnos su jerarquía y dictadura sobre un sometido y renegado pueblo mejicano al sur de Texas, al oeste de Río Bravo, al sudeste de Juárez y en el centro del infierno del contrabando entre sureños y colonos. Aún así, ella era intocable, y por alguna razón, mantenía a salvo Anáhuac.  

Aquel día de abril, una espesa y anómala niebla baja cubría las calles de Anáhuac. Al alba llegó ‘El Gringo’, pero esta vez  no recorrió el pueblo. Fue directo a la taberna. Tampoco se bajó del caballo al llegar. Se quedó en medio de la calle, cuerpo erguido y rostro adusto, flanqueado por dos de sus hombres: Buch ‘La mole’ y ‘El rifle’ Martínez. No hacía falta mucho más que sus pasos sobre el albero de las calles del pueblo para provocar el silencio y el temor de un pueblo dictado por sus normas y su látigo. Un hombre increíblemente oscuro, enfundado en un nacarado traje blanco y oro. Y no había nada que hacer. Su poder estaba demasiado alejado de nuestras míseras vidas de agricultores, vaqueros y tuerce botas contrabandistas. Ninguno de los hombres que gozaban de una posición como la suya se caracterizaban por tener compasión, clemencia o escrúpulos; pero ‘El Gringo’ se distinguía de entre los otros peces gordos de Méjico por no tener tampoco miedo a la muerte. Por esa razón, la muerte le esquivaba, era su aliada, y cuando tienes fuerza e impunidad política, es fácil esquivar a la muerte.      

Jamás miraba a nadie a los ojos, jamás hablaba con nadie, jamás se sentaba en ninguna silla que no fuese en la que nadie se sentara. Jamás comía ni bebía si había alguien haciéndolo en el mismo sitio al mismo tiempo, y nadie comía ni bebía si él estaba en ese sitio en ese momento. Jamás cogía un centavo de sus impuestos o botines con sus propias manos. Jamás mataba a nadie con su revólver, ni nadie salpicó jamás sangre en sus botas. Él no hacía ese tipo de cosas. Él las ordenaba y los demás las ejecutaban.  Salvo aquel día.

Ese día no vino al pueblo nada de eso. No. Aquel día vino a matarme. A mí. Solo a mí. Incluso la niebla sabía lo que iba a pasar allí. Un hombre sabe cuando otro hombre quiere matarle, sin necesidad de que lo advierta. Algo en el clima del salvaje oeste cambia. Es como un silbido estridente que solo tú puedes escuchar y que proviene de la pólvora que alguien prensa para ti. Por eso, no esperé a que preguntase por mí. Tomé el último sorbo de whisky irlandés que Shannon me había servido, prendí la colilla del cigarrillo y salí de la taberna con la mirada firme y el corazón encogido. Avancé dos pasos más, quedándome delante de la escalinata de la entrada y respiré la bocanada de aire desértico más grande que pude. Ya no había nadie visible en la calle, ni en las ventanas, ni en los soportales; pero todos estaban allí. Incluso Shannon, a la que jamás iba a volver a ver, ni abrazar, ni besar, ni a hacerle el amor.

—Acércate —masculló ronco ‘La mole’, mientras ‘El Gringo’ clavaba sus ojos en los míos.

No lo dudé. Al gringo o a los suyos nadie debe desobedecerle, al menos con el primer aviso. Me aproximé a él, Buch y Martínez azuzaron levemente a sus caballos con las espuelas y dieron un paso al frente para hacer cerco sobre mí. Martínez asomaba su recortado rifle sutil por encima de la silla de montar, escondido bajo el poncho negro que le tapaba casi todo el cuerpo.  Continué dando pasos hasta ponerme bajo su alargada sombra.

—¿Por qué has elegido morir cuando podías vivir en paz? —Habló, y su voz sonó tan fría como su gesto. No esperé esa pregunta. Lo cierto es que ya estaba vivo más tiempo del que me había imaginado.  

—La muerte la elige usted, señor. Yo solo he elegido amarla.

No esperaba mi escueta, firme y rápida respuesta. Fue como una primera bala alojada en su pecho. Me miró con displicencia y odio al mismo tiempo, girando ligeramente el cuello hacia un lado, imprimiendo en el gesto de su cara un aciago sabor a crueldad.

—Yo puedo quitarte esas dos cosas ¿Lo sabes, no? Puedo incluso dejarte con vida y verter tu traición sobre ella. Puedo incluso quitarle la vida a ella y que tu amor por ella te mate lentamente.

Afligí la mirada y el gesto. Su voz era tan serena al pronunciar aquellas terribles sentencias, que era imposible mantenerse sobrio mucho tiempo delante de él.

—Los que no podéis elegir a quien matar, tampoco podéis elegir a quien amar. Quiero que saques tu revólver y vayas a buscarla. Quiero que la traigas delante de mí, quiero que la mates y que luego te mates a ti mismo. Porque yo sí puedo elegir por ti y por ella.

Quise llorar, pero un hombre jamás debe llorar ante el tipo que le va a llevar a la muerte. Llevé la mirada hacia su rostro, me vi en sus ojos, y comprendí que en este lugar del planeta la única persona libre es la que no tiene miedo a la muerte, pero es la primera en morir.

—Cuando estéis muertos, recordad que vuestro amor sólo es posible en un lugar en el que yo no esté.

Shannon salió a la calle. Nos miramos desde lejos, pero nuestros ojos estaban a menos de un centímetro. Pude sacar mi revolver allí mismo y alojarle una bala en la sien antes de que desenfundasen alguno de ellos,  pero no serviría de nada, y a ella… prefería matarla yo a que lo hiciese él.

Texto y fotografía: © Víctor M. Mirete

 

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