El diablo de las Hespérides por Ahmed Oubali
EL DIABLO DEL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES
Ahmed Oubali
La Comisión de Investigación había acudido aquella noche al Cuartel General de Artillería para escuchar la versión de los trágicos hechos de la propia boca del viejo Si Mohand, un héroe de la Guerra Civil española y ahora encargado del abastecimiento militar de la región de Larache. El médico forense tosió para aclararse la garganta y dijo en tono grave:
—Tres cabos desaparecidos, cinco sargentos ahorcados, cuatro tenientes ingresados en el psiquiátrico de Tetuán y seis generales se levantaron la tapa de los sesos y todo esto en menos de un mes. Lo curioso del caso es que son todos de nacionalidad española. Inútil hablarles de las familias que dejaron deshechas. Según usted —añadió escéptico, volviéndose hacia Si Mohand—, todas estas víctimas fueron poseídas y luego asesinadas por Satán…
—Así es, señor —contestó muy afectado el viejo—. El sereno y yo les disuadimos a que visitaran de noche el Castillo de las Hespérides, llamado también Castillo de las Cigüeñas. Pero no nos hicieron caso.
—¿Afirma que ese lugar está encantado? —carraspeó el general, malhumorado.
—Por supuesto, mi general. Todo el mundo aquí se lo puede confirmar. Vienen ocurriendo allí hechos siniestros desde la época griega. Cuentan que hasta Aicha Candisha suele hervir allí sus pócimas maléficas, para unir matrimonios o deshacerlos. —Concluyó el viejo con un estremecimiento en la voz.
—¡Bobadas! Pues yo estuve ayer y no me pasó nada —declaró el comisario con una mueca de sarcasmo.
—Los planes del diablo son impenetrables —puntualizó enigmáticamente el sereno.
—¿Dice que las victimas iban armadas con pistolas automáticas? —preguntó el general con una mirada inquisitiva y recelosa.
—Sí. —aclaró Si Mohand—. Los tenientes que ingresaron en el manicomio declararon que vaciaron sus cargadores, treinta y seis balas en total, sin que el fantasma se hubiese inmutado. Dicen que le dispararon a quemarropa. Los sargentos, tras descargar sus pistolas, huyeron pero más tarde se suicidaron.
—Dicen que el demonio surge detrás de sus víctimas y les quiebra el cuello antes de que reaccionen. —Tartamudeó el sereno, conteniendo el temblor de su voz.
Hubo un silencio insoportable. El general avivó la lumbre añadiendo otro leño en la chimenea y dijo con voz enojada:
—¡Historias de fantasmas! ¡Sandeces! ¿Acaso estamos en la Edad Media? Esta historia es pura patraña. ¡Vaya tela! Dejaros de majaderías….De nada sirven estos potingues y ungüentos…Tenemos que buscar a un asesino de carne y hueso que nos tiene a los españoles entre dientes por alguna razón que desconozco.
—Yo creo que es tan verdad como el Evangelio —vociferó enfadado el sereno del Castillo, luego añadió—: ¿Y qué me dicen de las Hespérides que tenían el poder de inmortalizar con sus filtros a los humanos o de Aicha Candisha que no deja de sembrar tragedias entre nosotros o de aquellas santas que tuvieron el poder de transformarse en cigüeñas, cosa que dio el nombre al Castillo? ¡No son leyendas, señores!
—¡Tonterías! —gritó el general fuera de sí y, lanzando una mirada retadora a Si Mohand y al sereno, añadió—: No lo aguanto más. Esta misma noche voy a desafiar a vuestro “diablo”.
—No se le ocurra, general, se lo suplico —le lanzó Si Mohand con los ojos desorbitados y la lengua atascada.
—Tranquilo, general —Farfulló el comisario—, no se lo tome a pecho, ya indagaremos más tarde. Ahora es mejor que nos vayamos a dormir después de terminar de beber este delicioso té con hierbabuena —y, dirigiéndose a Si Mohand, agregó—: ¿Qué le añade al té para que tenga este aroma tan deleitable?
—Unas lágrimas de azahar y ron, que Alá me perdone, siendo yo musulmán —aclaró el viejo, orgulloso por la lisonja.
Se dirigieron todos a casa, pero por razones de orgullo o curiosidad, el general giró apresuradamente sobre sus talones y enfiló el camino del Castillo «encantado», en dirección al puerto.
Estaba seguro de que aquello no tenía ni pies ni cabeza y que era pura imaginación del viejo Si Mohand. El pobre moro —pensó— regresó fuera de sus cabales de la Guerra Civil española, donde perdió un pie y el ojo izquierdo, cosa que pudo haberle perturbado el raciocinio y hacer de él un mitómano y un paranoico.
El general llegó al Castillo, recorrió la vereda, empujó con fuerza la pesada puerta de madera, no sin notar la ausencia del sereno, cosa que no le sorprendió, dadas las trágicas circunstancias.
Anduvo hasta llegar al lugar oscuro, lúgubre e inhóspito, donde según se cuenta, aparecía la bestia junto al árbol de las Hespérides.
Sacó la pistola y comprobó que estaba bien cargada y dispuesta a disparar. Tuvo de repente un ligero pero efímero mareo y buscó donde apoyarse. Se sintió inesperadamente cansado, como si tuviera sueño. Hubo un clic. Un ruido semejante a un chirrido de una puerta que se abría y se cerraba. Aunque no había puertas.
Se le aceleró el pulso. «Los diablos no abren y cierran las puertas» —pensó irónicamente.
Abruptamente, le pareció atisbar una silueta blanca destacarse ante él.
Tardó unos momentos en discernir lo que estaba viendo.
Se estregó los ojos para despejarse, creyéndose víctima de una alucinación. Pero lo que vio era real: la silueta blanca se puso bruscamente a alargarse verticalmente de varios metros de alto. Desenfundó la pistola, apuntó parpadeando y avisó con voz quebrada que dispararía si la «cosa» no se identificaba.
Pero el fantasma se echó sobre él antes de que terminara su frase. Aturdido y con el corazón latiéndole con violencia, el general apretó el gatillo varias veces, hasta vaciar el cargador, sin que la «cosa» cayera al suelo.
Se inmovilizó de sopetón. Su pavor fue aumentando poco a poco; frunció el ceño. Le castañetearon los dientes.
Súbitamente, el diablo extendió sus etéreos y blancos brazos hacia el cuello del general. Este sintió un profundo escalofrío correrle a lo largo de la espina dorsal mientras que el sudor le invadía toda la cara.
Soltó la pistola y se dispuso a huir, pero una pared se irguió ante él y se vio acorralado como un animal sin defensa.
Dio la vuelta y en ese momento le sorprendieron unas heladas garras de hierro atravesándole el cuello. Se debatió. Soltó un alarido inhumano. Se desprendió por fortuna y echó a correr, pero el diablo, pisoteándole los talones, le hincó esta vez sus mortíferos colmillos en los riñones. Un ronco rugido de dolor escapó de la garganta del general. Intentó luchar desesperadamente.
Finalmente se desplomó, con los ojos desorbitados, bajo la mirada fulminante y sardónica de la bestia.
—Crisis cardiaca provocada por sofocación y varias lesiones cerebrales —declaró el médico forense, al día siguiente, cuando un marinero alertó a la policía armada, tras encontrar el cadáver del general sobre la vereda, fuera del Castillo.
—Se lo advertí —apuntó Si Mohand con voz de reproche—, pero no quiso escucharme. Por Alá, señores, ¿Siguen aún sin creerme? —preguntó con desdén, mirando al comisario y al médico forense.
—Tienes razón. No te censuramos —le aseguró el médico para tranquilizarle.
—¿Y el sereno, qué hay de él? ¿Sabéis por qué no estuvo de guardia?
—Curioso —carraspeó el policía, luego se calló.
—Bueno, señores —concluyó el médico—, vamos a recapitular los hechos mientras saboreamos otra taza de este té tan aromático —luego agregó mirando agradecido a Si Mohand—: ¿te importa añadir un poco más de azahar?
—En absoluto —contestó satisfecho el aludido, mientras rellenaba las tazas de sus compañeros con su delicioso brebaje, luego añadió suspirando—: ojalá nos deje en paz esa maldita bestia…
—A eso quería llegar —aclaró el médico con voz apagada—, me toca ahora a mí retar al diablo. Bueno ¿qué traen hoy los periódicos?
Si Mohand dijo guturalmente.
—Marruecos sigue pidiendo a España que conceda a los soldados marroquíes que participaron en la Guerra Civil española y a sus familias reparaciones por los daños que sufrieron. El artículo dice: «Marruecos invita a España a una nueva lectura audaz de la memoria común, con serenidad y lejos de todo prejuicio.»
—¿Algunas estadísticas? —preguntó el médico.
—Los dañados oscilan entre 70.000 y 100.000, con unos 7.000 niños entre los reclutados de los cuales más de 2.000 siguen vivos en las provincias del norte. «Ha llegado el momento de que se haga justicia a estos combatientes y a sus herederos, —concluye el artículo.
—Esta noticia sobre Marruecos me parece justa —sentenció el médico—. Sin embargo hay españoles que no quieren que se pague esta pensión porque creen que los marroquíes eran mercenarios que ayudaron a Franco a destruir y acabar con la República, ayudados por la aviación nazi y los cañones, tanques e infantería italiana. Por otra parte, este grupo de españoles denuncian los saqueos, pillajes y violaciones que cometieron los marroquíes contra los españoles mismos.
—Pero Franco quiso dejar bien claro a la sociedad española cuáles eran los poderes que le habían llevado a la victoria en la guerra civil española: se hizo rodear por una escolta militar de soldados marroquíes en los primeros años de su larga dictadura. La Guardia Mora fue casi tan popular como el Real Madrid. Franco quería enseñar quiénes fueron los que le dieron la victoria, y esos militares de élite, que vestían capas blancas y montaban a caballo, eran la flor y nata de los cerca de 100.000 combatientes que reclutó entre los rifeños.
—Es verdad, Si Mohand. No es ninguna osadía afirmar que la participación de la fuerza militar marroquí fue decisiva en la guerra, y que favoreció que se inclinara la balanza a favor de los generales alzados frente al Ejército de la República, inferior en cuadros de mando y en efectivos. Sobre la intervención de las tropas marroquíes en España durante la guerra hay, sin embargo, grandes leyendas, y no es del todo equivocado decir que fue el propio franquismo quien alentó esas historias de ferocidad irreflexiva contra la población civil. Hay un componente de racismo obvio, y el afán de amedrentar a quien quisiera alzarse contra el régimen dictatorial de Franco. Para eso estaban ahí las capas blancas de los lanceros, la terrible, temida, feroz Guardia Mora.
—Creo que la participación de los marroquíes en la Guerra Civil no se ha abordado de manera científica. Lo ideal sería realizar una serie de entrevistas en profundidad con algunos supervivientes para entender cómo percibieron su participación y los motivos, tanto económicos como ideológicos, que los empujaron a incorporarse a una contienda cuyos retos, orígenes, protagonistas y referentes políticos desconocían totalmente.
—Claro. No olvidemos que estos soldados que salieron desde el antiguo Protectorado para ir a una guerra eran tropas reclutadas en lugares donde reinaba la miseria y la ignorancia, y fueron estas las que los empujaron a luchar por los caminos y pueblos de Andalucía, Extremadura, Castilla, Madrid, Aragón, Valencia, Cataluña… Al Ejército franquista no le faltaba dinero. El apoyo de la oligarquía económica española y de sus colegas fascistas de Europa (Hitler y Mussolini), y las corrientes de simpatía que venían de Estados Unidos permitieron que los alzados fueran hasta cierto punto opulentos. Tanto, como para contar con un ejército colonial, de acuerdo con los modelos que se seguían tanto en la Legión como en los tabores de Regulares.
—A mí lo que más me sigue doliendo —se quejó Si Mohand—, es que nos mintieron y engañaron a todos: para reclutarnos fácilmente se utilizó también el argumento de la guerra santa. Nos dijeron que íbamos a pelear en esta guerra, en nombre de un Dios único, al que los republicanos querían quemar y eliminar de la faz de la tierra. Las zonas de extracción de estos soldados fueron mayoritariamente las montañas del Rif. Cuando acabó la guerra, y salvo los lanceros moros de El Pardo, esos 100.000 combatientes resultaban muy incómodos de mantener. Así que unos pocos se quedaron en el Ejército Regular español, consiguieron la nacionalidad española en algunos casos y sus familias se establecieron en las ciudades del Protectorado, o en Ceuta y Melilla. Pero la mayoría aplastante volvió a sus montañas, más o menos a la misma miseria de antes. Como en mi caso.
—Pero el Estado español sigue pagando regularmente algo, aunque una miseria…
—Sí. A mí me dan el equivalente de 500 dírhams al mes. ¿Cómo puede uno vivir con 100 dírhams a la semana teniendo 5 hijos? Muchos han tenido que pleitear, pero los pagadores del Ejército viajan raramente al Rif, a Castillejos y a El Aaiún a pagar a los que pelearon al lado de Franco y a sus deudos. Tampoco cobran las viudas de los que fallecieron o fallecen por muerte natural. Esta situación es injusta, porque al principio las viudas eran aún jóvenes y podían trabajar, pero ahora se quedan en la miseria más absoluta.
—No olvidemos que hubo alrededor de 8.000 árabes en el ejército republicano, que vinieron de Palestina, Argelia y otras partes. Existe una importante diferencia entre estos y los marroquíes que lucharon al lado de Franco. Ellos eran voluntarios que llegaron a España para luchar contra el fascismo, mientras que los marroquíes traídos por Franco fueron obligados o bien engañados, como dice Si Mohand, para que empuñaran las armas.
—La mayoría de ellos comprendieron que habían sido engañados. Así por ejemplo, y según mi tío, alrededor de 3.000 rifeños fueron llevados a Sevilla con la promesa de que se les darían tierras allí. Cuando llegaron, se les dijo que “los rojos” habían robado sus tierras y que tendrían que luchar contra ellos con el fin de recuperarlas. En realidad, se convirtieron en carne de cañón. Estuvieron todo el tiempo en el frente y fueron situadas otras tropas franquistas detrás de ellos con orden de dispararles si intentaban marcharse.
»Después de la guerra, fueron maltratados y discriminados. Pese a que ganaron la mayoría de las medallas en el ejército de Franco, incluyendo la Laureada de San Fernando, se les concedieron pensiones mensuales miserables que fueron congeladas en los años cuarenta, a diferencia de lo que sucedió con las pensiones de los militares españoles, que eran actualizadas cada año. Sus viudas, a diferencia de las de los militares cristianos, no recibieron ninguna pensión. Todo esto tuvo dramáticas consecuencias para la región del Rif. En primer lugar, la región perdió unos 100.000 de sus mejores trabajadores. La mitad de ellos nunca retornaron. Otros hombres regresaron paralíticos o mutilados, pero no recibieron ningún salario o pensión.
»Se dice que el 90% de las personas que están mendigando en busca de comida en la región del Rif son hijos de antiguos soldados marroquíes que habían luchado en España, ahora muertos. Me parece que el gobierno español está esperando a que ellos se mueran también para solucionar el problema por medios naturales —concluyó tristemente Si Mohand—. El mundo entero cree que el tratamiento que los soldados marroquíes recibieron fue vergonzoso.
—¿Y qué me dicen del papel de la Iglesia Católica en esta guerra? —preguntó un soldado, con un rictus de enfado en la cara.
—Algunos dicen que jugó un papel tremendo en la discriminación contra los soldados marroquíes, por ser musulmanes. —Observó Si Mohand.
—Pues sí, desgraciadamente. Durante cinco siglos, la Iglesia insistió en que España era únicamente un país católico y suprimió cualquier tipo de libertad religiosa para las demás confesiones. Sin embargo, cuando la Guerra Civil estalló, la Iglesia bendijo la llegada de soldados musulmanes con el fin de luchar contra el “comunismo.” Durante la guerra, sin embargo, la Iglesia no permitió que mujeres españolas se casaran con los soldados marroquíes y cuando el conflicto finalizó, presionó a Franco para que retirase inmediatamente a estas tropas moras de España.
—¡Qué barbaridad! ¡Cómo utilizan estos la religión para derramar tanta sangre! ¡En nombre de Dios matar les está permitido! He leído bastante sobre Torquemada, la Expulsión final y la exterminación de los indios: Es una verdadera vergüenza histórica. ¡Cargarse a ocho siglos de civilización para volver a las tinieblas de antes! ¡Habrá que escribir un libro dedicado a los crímenes perpetrados por la Iglesia en nombre de Dios! —anunció el soldado, asqueado y receloso. ¡Por lo menos Hitler y Stalin no se escondieron detrás de la religión!
—A mí lo que más me saca de quicio también es que nadie habla del bombardeo químico del Rif por los militares españoles —se quejó con voz ronca Si Mohand.
—Pero eso es viaja historia —aclaró el comisario.
—¿Vieja? ¿Y qué me dice de los nefastos efectos de los que aún sufre toda la población del Rif? Hay casos de cáncer bajo todas sus formas…
—Perdone —exclamó el soldado, aturdido, con el ceño fruncido—, ¿Están hablando de guerra química española? No recuerdo haber leído algo sobre el particular.
—Eres joven —apuntó Si Mohand, indulgente, frunciendo los labios—. Se intentó con todos los medios ocultar aquella tragedia.
—¿Qué pasó exactamente? —inquirió el soldado, confuso, arrugando la frente.
—Todo el mundo le dirá que este genocidio lo perpetró el Ejército Español usando agentes químicos esparcidos desde aviones, para sofocar la rebelión rifeña. El gas utilizado en dichos ataques fue producido por la Fábrica Nacional de Productos Químicos, en La Marañosa, cerca de Madrid. Los españoles fueron asistidos por los alemanes nazis.
—¡Dios mío! ¿España hizo esto? —prorrumpió el joven, atónito y con chispas de rabia en sus ojos.
—¡Aún recuerdo el olor! —lloriqueó el viejo, luego añadió, tartamudeando, con desconcierto—: Era como el de un medicamento letal. Los rifeños seguimos llamándole «Arrhash» a ese maldito veneno.
Era medianoche cuando el médico decidió a su vez adentrarse en el laberíntico castillo, sin informar a los demás.
Empezó a oír unos ruidos estremecedores.
Algunos rayos estallaron.
Las paredes del castillo parecieron derrumbarse, cuando dos figuras siniestras se destacaron, delatadas por un relámpago deslumbrador: la silueta del sereno que colgaba de un árbol, cuello torcido y otra silueta que ahora empezó a adquirir proporciones gigantescas para luego abalanzarse sobre el médico. Era la bestia.
—¡Alto! —gritó el médico, empuñando la pistola—. Descúbrase o disparo a matar. No se haga el idiota.
El fantasma avanzó atrevido pero cuando el médico disparó, alcanzándole en una pierna, profirió inesperadamente un alarido de dolor, saltó hacia atrás cojeando y en su inesperado desequilibrio se desembarazó sin querer de las inoportunas sábanas que le cubrían, tras lo cual apareció un rostro humano, con cara de berenjena y aspecto enfurecido.
Era Si Mohand, hecho un manojo de nervios.
De pronto la sorpresa se mutó en una expresión de terror. Vociferó odiosos sonidos guturales, sus gemidos fueron aumentando.
Lanzó improperios a voz en grito, zafio y rojo de ira.
Se lanzó sobre el médico, esgrimiendo una navaja en la mano izquierda y estallando en una orgía de quejas y reivindicaciones, acusando a Franco por haber engañado vilmente a Marruecos y por no haberle debidamente recompensado a él por sus heroicas hazañas militares.
—¡Hijos de perra! —gruñó como un loco, lanzando chispas con sus ojos—. Asesinos, fascistas, malditos, habéis expoliado a mi país cínicamente. Habéis causado todas las guerras y las miserias del Rif. Lo habéis empobrecido y dejado en la ignorancia total. Habéis matado a sus héroes y abandonado sin recurso alguno a los que os consiguieron la victoria final. Habéis desvirgado a nuestras niñas, humillado a nuestras mujeres. El norte de Marruecos lo habéis transformado en un cementerio ¡Cabrones! ¡Marranos! ¡Mierda!
Los dos hombres iniciaron una lucha encarnizada y feroz, pero el médico logró al final inmovilizar al viejo.
—¿Cómo lo supo todo? —preguntó más tarde el comisario, atónito.
—Ayer, cuando estuvimos tomando té, observé un diminuto frasco en la palma de su mano, que mantenía abierto mientras vertía té en la taza del general. Deduje que lo de las lágrimas de azahar o ron eran en realidad un somnífero.
—¿Se lo vertía entonces a quien proclamaba recoger el guante por desafío?
—Exacto. Y mientras las víctimas descabezaban un sueño en el Castillo, bajo el efecto del somnífero, el viejo se apresuraba para sustituirles el cargador por otro vacío. De forma que cuando luego hacían fuego sobre él los pobres no entendían por qué disparaban sin herir, ocasión que aprovechaba él para asesinarlos.
—¡Santo Dios! ¿Pero cómo se las arregló usted para no tomar el somnífero y alcanzarle con los disparos? —preguntó fascinado el comisario.
—Fingí tomar el brebaje, luego, mientras él vertía té en los demás vasos, vacié el mío en la hierba, sin que me viera. Me llevé otro cargador al Castillo, que disimulé en mi calcetín. De modo que cuando el viejo me sustituyó el cargador de la pistola, simulé que dormía y no se enteró de nada.
—¿Y el cuerpo del viejo: cómo es que tomaba esas gigantescas proporciones?
—Ocultaba una escoba debajo de la chilaba o de las sábanas. Al accionarla hacia arriba, estas tomaban esas fantásticas proporciones. Se echaba a correr para dar credibilidad a la imagen fantasmal que aterrorizaba tanto a sus víctimas.
FIN
©Relato: Ahmed Oubali, 2022.
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